»Así llegamos a las nueve de la noche. Tras la cena se ofrece café, pero Boyes pone la excusa de que no le gusta el café turco y que seguramente Harriet Vane le invitará en su casa. A las nueve y cuarto sale de la casa del señor Urquhart, en Woburn Square, y un taxi lo lleva al edificio en el que la señorita Vane tiene su piso, en el número cien de Doughty Street, una distancia de menos de un kilómetro. Nos consta por el testimonio de la propia Harriet Vane, de la señora Bright, que vive en el piso de la planta baja, y del agente de policía D. mil doscientos treinta y cuatro, que pasaba en ese momento por la calle, que estaba llamando al timbre de la puerta de la acusada a las nueve y veinticinco. Ella estaba pendiente de su llegada y le abrió inmediatamente.
»Por supuesto, como la entrevista tuvo carácter privado, no contamos con ninguna versión de la misma salvo la de la acusada. Nos ha dicho que cuando Boyes entró le ofreció “una taza de café que estaba ya preparado en el hornillo de gas”. Pues bien, cuando el ilustre fiscal general del Estado escuchó tales palabras de la acusada, inmediatamente le preguntó dónde estaba preparado el café. Al parecer, la acusada no comprendió el sentido de la pregunta, pues contestó que “en el hornillo, para mantenerlo caliente”. Cuando le fue repetida la pregunta con más claridad, explicó que lo había hecho en un cazo, que era lo que estaba en el hornillo. El fiscal general del Estado recordó entonces a la acusada su anterior declaración a la policía, en la que aparecía la siguiente frase: “Tenía una taza de café preparada para él cuando llegó”. Enseguida comprenderán la importancia de estas palabras. Si las tazas fueron preparadas y servidas por separado antes de la llegada del finado, hubo oportunidades de poner veneno en una de ellas y ofrecérsela a Philip Boyes; pero si el café se sirvió del cazo en presencia del difunto, habría habido menos oportunidades, si bien lo podría haber hecho mientras Boyes estaba distraído. La acusada explicó que en su declaración había utilizado la expresión “una taza de café” en el sentido de “cierta cantidad de café”. Ustedes mismos podrán juzgar si es una forma normal y corriente de expresarse. Según la acusada, Boyes no tomó ni leche ni azúcar, y cuentan con el testimonio del señor Urquhart y del señor Vaughan, según el cual, el difunto tenía por costumbre tomar café solo y sin azúcar después de cenar.
»Según la declaración de la acusada, la entrevista no fue grata. Ambas partes se dirigieron reproches, y a las diez, aproximadamente, el finado expresó su intención de dejar a la acusada, quien asegura que Boyes parecía inquieto y dijo que no se sentía bien y añadió que su comportamiento lo había alterado mucho.
»A las diez y diez (y me gustaría que tomasen buena nota de estas horas), Philip Boyes se acercó a Burke, el taxista, que estaba en la parada de taxis de Guildford Street, y le dijo que lo llevara a Woburn Square. Burke asegura que Boyes le habló en tono brusco y precipitado, como si se encontrase en apuros, física o mentalmente. Cuando el taxi se detuvo ante la casa del señor Urquhart, Boyes no se apeó, y Burke abrió la puerta para ver qué ocurría. Encontró al finado acurrucado en un rincón, con una mano apretada contra el estómago y la cara pálida y cubierta de sudor. Le preguntó si estaba enfermo y el difunto le respondió: “Estoy fatal”. Burke lo ayudó a bajar y tocó el timbre mientras lo sujetaba con un brazo ante la puerta. Abrió Hannah Westlock. Al parecer, Philip Boyes apenas podía andar; iba casi doblado por la mitad, se desplomó gimiendo en una silla del vestíbulo y pidió coñac. Hannah Westlock le llevó un vaso grande de coñac con soda del comedor; después de beberlo Boyes se recuperó lo suficiente para sacar dinero del bolsillo y pagar al taxista.
»Como aún parecía muy enfermo, Hannah Westlock avisó al señor Urquhart, que estaba en la biblioteca. Le dijo a Boyes: “Pero ¿qué te pasa, muchacho?”. Boyes contestó: “¡Sabe Dios! Me siento muy mal. No puede haber sido el pollo”. El señor Urquhart dijo que esperaba que no, que él no le había notado nada raro, y Boyes replicó que no, que suponía que era uno de sus ataques de costumbre, pero que jamás se había sentido así. Lo llevaron a la cama y avisaron por teléfono al doctor Grainger, al ser el médico más cercano.
»Antes de la llegada del médico, el paciente vomitó en abundancia, y continuó haciéndolo con frecuencia. El doctor Grainger diagnosticó gastritis aguda. El paciente tenía fiebre elevada, pulso rápido y su abdomen respondía a la presión con fuerte dolor, pero el médico no encontró nada que indicase la existencia de apendicitis o peritonitis. Por consiguiente, volvió a su consulta y preparó un medicamento calmante para controlar los vómitos, una mezcla de bicarbonato de potasa, tintura de naranja y cloroformo, sin ninguna droga más.
»Al día siguiente persistían los vómitos y se avisó al doctor Weare para que pasara consulta junto con el doctor Grainger, ya que conocía bien la constitución del paciente.
En aquel momento el juez guardó silencio y miró el reloj.
–Se está haciendo tarde, y como aún quedan por revisar las pruebas médicas, el tribunal levanta la sesión para el almuerzo.
–Cómo no –dijo el honorable Freddy–. Justo en el momento más horripilante, cuando a todo el mundo se le ha quitado el apetito. Venga, Wimsey, vamos a meternos algo entre pecho y espalda. ¿Me oyes?
Wimsey había pasado a su lado sin hacerle caso y se dirigía hacia el tribunal, donde sir Impey Biggs estaba departiendo con sus subalternos.
–Para mí que se ha puesto un poco nervioso –dijo el señor Arbuthnot, pensativo–. Supongo que está preparando otra teoría. No sé por qué demonios he venido a este circo. Es un aburrimiento, y encima la chica ni siquiera es guapa. No creo que vuelva después de comer.
Salió a empellones y se dio de bruces con la duquesa viuda de Denver.
–Véngase a comer, duquesa –dijo Freddy, ilusionado.
La duquesa le caía muy bien.
–Gracias, Freddy, pero estoy esperando a Peter. Qué caso tan interesante, y también la gente, ¿no te parece? Claro, no tengo ni idea de lo que piensa el jurado, con esas caras de adoquín que tiene la mayoría, menos el pintor, que no se distinguiría de los demás a no ser por esa espantosa corbata y la barba, que parece Jesucristo, pero no uno auténtico, sino uno de esos italianos con hábito rosa y algo azul por encima. Esa del jurado, ¿no es la señorita Climpson, la de Peter? ¿Qué tiene que ver en esto?
–Me imagino que Peter la habrá puesto en alguna casa por ahí, para llevar un despacho de mecanografía, meterse en todas partes y encargarse de esas cómicas obras de caridad suyas. Qué viejecita tan rara, ¿no? Como sacada de una revista de los noventa. Pero al parecer hace bien su trabajo y todo eso.
–Sí, y encima contestar a esos anuncios turbios y dejar en evidencia a esa gente, qué valiente, algunos terriblemente cargantes, y esos asesinos que a mí no me extrañaría nada que llevaran chismes automáticos y salvavidas en todos los bolsillos y hasta un horno de gas lleno de huesos como Landru, que era muy listo. Y desde luego, esas mujeres… asesinas natas como dice no sé quién, tienen cara de cerdo, pero, claro, no se lo merecen y posiblemente las fotografías no les hacen justicia a las pobrecillas.
La duquesa divagaba incluso más que de costumbre, pensó Freddy, y mientras hablaba su mirada recayó sobre su hijo, con una expresión de angustia poco habitual en ella.
–Es fenomenal ver otra vez al bueno de Wimsey, ¿eh? –dijo Freddy, con auténtica bondad–. Es increíble el interés que se toma por esas cosas, ¿verdad? Se pone como loco en cuanto llega a casa, como el viejo caballo de batalla que olfatea el TNT. Se mete hasta las cejas en estos asuntos.
–Bueno, es que es uno de los casos que lleva el inspector jefe Parker, y son muy amigos, como David y Bersabe… ¿o era Daniel?
Wimsey se reunió con ellos en aquel momento tan embarazoso y cogió del brazo cariñosamente a su madre.
–No sabes cuánto lamento haberte hecho esperar,
mater
, pero es que tenía que hablar unas cosillas con Biggy. Lo está pasando fatal, y ese carcamal, el juez Jeffreys, parece como si le estuvieran tomando medida para el birrete negro de las sentencias de muerte. Me voy a casa a quemar los libros. Es peligroso saber demasiado sobre venenos, ¿no crees? Casta como el hielo, pura como la nieve, mas no escaparás al tribunal de lo penal
[2]
.
–La joven no parece haber probado esa receta –comentó Freddy.
–Deberías estar en el jurado –replicó Wimsey con insólita acritud–. Me apuesto lo que quieras a que eso mismo es lo que están diciendo todos en este momento. Estoy convencido de que el presidente es abstemio. He visto que llevaban refresco de jengibre a la sala del jurado, y espero que le estalle en las tripas y le reviente los sesos.
–Vale, vale –dijo el señor Arbuthnot en tono tranquilizador–. Lo que tú necesitas es una copa.
Se apaciguó el barullo de los que buscaban sitio; regresó el jurado; la acusada reapareció en el banquillo como un muñeco mecánico; el juez volvió a ocupar su asiento. De las rosas rojas se habían desprendido varios pétalos. La vieja voz reanudó la historia donde la había dejado.
–Señoras y señores del jurado… No creo necesario rememorar el proceso de la enfermedad de Philip Boyes detalladamente. Avisaron a la enfermera el veintiuno de junio, y durante ese día los médicos visitaron al paciente tres veces. Su estado fue agravándose por momentos. Sufría diarrea y vómitos continuos y no podía retener alimento ni medicamento algunos. Al día siguiente, el veintidós, empeoró: grandes dolores, pulso debilitado y la piel alrededor de la boca seca y agrietada. Los médicos le prodigaron todo tipo de cuidados, pero no pudieron hacer nada por él. Avisaron a su padre, y cuando llegó encontró a su hijo consciente, pero incapaz de levantarse. Sí era capaz de hablar, y en presencia de su padre y de la enfermera Williams, dijo lo siguiente: «Me voy, papá, y me alegro de que acabe todo esto. Harriet se va a librar de mí… No sabía que me odiara tanto». Son unas frases sorprendentes, y se nos han ofrecido dos interpretaciones muy distintas. Ustedes son quienes han de decidir si, en su opinión, quiso decir: «Ha conseguido librarse de mí; no sabía que me odiara tanto como para envenenarme», o si quiso decir: «Cuando comprendí que me odiaba tanto, llegué a la conclusión de que no quería seguir viviendo», o si tal vez no quisiera decir ninguna de las dos cosas. Cuando las personas están muy enfermas, se les pueden ocurrir ideas descabelladas y se les va la cabeza. Quizá piensen que no conviene presuponer nada. No obstante, esas palabras constituyen parte de las pruebas, y están en su derecho a tomarlas en consideración.
»En el transcurso de la noche fue debilitándose y perdió el conocimiento, y a las tres de la madrugada murió sin haberlo recobrado. Eso ocurría el veintitrés de junio.
»Pues bien, hasta entonces nada había despertado la menor sospecha. Tanto el doctor Grainger como el doctor Weare eran de la misma opinión: que la causa de la muerte había sido una gastritis aguda; no podemos culparlos de que llegaran a tal conclusión, pues los síntomas coincidían con la enfermedad y el historial del paciente. Se extendió el certificado de defunción de la forma habitual, y el funeral se celebró el día veintiocho.
»Y entonces ocurrió algo que sucede con frecuencia en estos casos, y es que alguien empezó a hablar. En este caso concreto fue la enfermera Williams, y, si bien ustedes podrían pensar que una enfermera no debería actuar así ni cometer tal indiscreción, lo cierto es que dio muy buenos resultados. Por supuesto, debería haber comunicado sus sospechas al doctor Weare o al doctor Grainger en su momento, pero no lo hizo, y al menos deberíamos alegrarnos de que, en opinión de ambos médicos, incluso si lo hubiera hecho y si hubiesen descubierto que la causa de la muerte era envenenamiento por arsénico, no habrían podido hacer nada para salvar la vida de aquel desdichado. En fin, lo que ocurrió fue que durante la última semana de junio enviaron a la enfermera Williams a cuidar a otro paciente del doctor Weare, que casualmente pertenecía al mismo círculo literario de Bloomsbury que Philip Boyes y Harriet Vane, y mientras ella estaba allí habló sobre él y dijo que, en su opinión, la enfermedad parecía envenenamiento, e incluso mencionó la palabra arsénico. En fin, ya saben ustedes cómo corren las noticias. Una persona se lo cuenta a otra, y se discute en reuniones o, como tengo entendido que se llaman ahora, cócteles, y al poco tiempo la historia se propaga y la gente pronuncia nombres y toma partido. Se lo contaron a la señorita Marriott y a la señorita Price, y también llegó a oídos del señor Vaughan. Pues bien, al señor Vaughan le afligió y sorprendió muchísimo la muerte de Philip Boyes, sobre todo por haber estado con él en Gales y porque sabía cuánto había mejorado su salud durante aquellas vacaciones; además, estaba convencido de que Harriet Vane se había portado mal en aquel amorío. Pensaba que debía tomar cartas en el asunto; fue a ver al señor Urquhart y se lo contó. Bien. El señor Urquhart es abogado y, por consiguiente, cauteloso a la hora de prestar oídos a rumores y sospechas, y previno al señor Vaughan de que no era demasiado sensato ir por ahí acusando a la gente, ya que podían interponer una demanda por difamación. Naturalmente, él también se sentía molesto por que se dijesen tales cosas sobre un familiar que había muerto en su casa. Tomó la decisión, una decisión muy prudente, de consultar con el doctor Weare y sugerirle que, si estaba seguro de que la muerte se debía a la gastritis y nada más, tomara medidas para reprender a la enfermera Williams y pusiera así fin a las habladurías. Por supuesto, al doctor Weare le sorprendió y le disgustó lo que le contaron, pero, dadas las circunstancias, no podía negar que, si se tenían en cuenta únicamente los síntomas, cabía una mínima posibilidad de que hubiera ocurrido tal cosa, puesto que, como ya saben por las pruebas médicas, los síntomas del envenenamiento por arsénico casi no pueden distinguirse de los de la gastritis aguda.
»En cuanto se lo comunicaron, las sospechas del señor Vaughan se confirmaron, y escribió al señor Boyes, padre, proponiéndole que se iniciara una investigación. Naturalmente, el señor Boyes se quedó horrorizado y accedió de inmediato. Sabía de la relación con Harriet Vane, y había observado que la acusada no había aparecido para interesarse por Philip Boyes ni había asistido al funeral, conducta que se le antojaba atroz. Al final se estableció contacto con la policía y se obtuvo una orden de exhumación.