Luego, había llegado John.
Los hechizos se acabaron. Durante un tiempo, hubo silencio en el aire como si cada ladrillo del hogar y cada sombra de los maderos, la fragancia del fuego de madera de manzano y el tintineo gutural de la lluvia se hubiera preservado en ámbar durante miles de años. Jenny puso los poderes de los hechizos en un cuenco y alzó la vista. Gareth la observaba con miedo desde la oscuridad de la cama acortinada.
Ella se puso de pie. Cuando se acercó al muchacho, éste retrocedió, la cara pálida llena de severidad y desprecio:
—¡Sois su amante!
Jenny se detuvo al oír el odio en esa voz débil. Luego dijo:
—Sí. Pero no es asunto tuyo.
Él desvió la vista, tembloroso y todavía adormecido.
—Sois igual que ella —murmuró con debilidad—. Igual que Zyerne…
Ella se adelantó de nuevo. No sabía si había oído bien…
—¿Quién?
—Lo habéis atrapado con vuestros hechizos…, lo habéis hundido en el barro —murmuró el muchacho y sollozó con la fiebre. Ignoró la repulsión que sentía hacia él y se acercó a su lado, preocupada, para tocarle las manos y la cara. Después de un momento, él dejó de oponer su débil resistencia y volvió a caer en el sueño. No tenía la piel ni caliente ni fría en exceso; el pulso era firme y fuerte, pero todavía se retorció y murmuró algo—. Nunca, nunca… Hechizos…, le habéis dominado con hechizos… le habéis obligado a amaros con vuestra magia…
—Los párpados se le cerraron.
Jenny suspiró y se enderezó, mirando la cara sonrojada e inquieta.
—Ojalá hubiera usado mis hechizos con él… —murmuró—. Entonces podría liberarnos a los dos si tuviera el coraje necesario…
Se sacudió las manos en la falda y bajó por la angosta oscuridad de las escaleras de la torre.
Encontró a John en su estudio, una habitación bastante grande, aunque atestada de libros. En su mayoría, eran volúmenes antiguos, abandonados en el fuerte por los ejércitos que partieron o recuperados de los sótanos de las ciudades-guarnición del sur, completamente quemadas por la guerra. Comidos por las ratas, negros de moho, ilegibles por las manchas de humedad, cubrían cada estante del laberinto de placas de madera que abarcaba dos paredes y luego caían como basura sobre la larga mesa de roble hasta el suelo en los rincones. Se veían páginas de notas entre las hojas y sobre las tapas; habían sido copiadas por John en las noches de invierno. Entre ellas, al azar, se veían las herramientas de un escriba: punzones y plumas, cuchillos y tinteros, piedra pómez y otras cosas extrañas: tubos y tenazas de metal, niveles y plomadas, péndulos y espejos ustorios, imanes, cáscaras de huevos, pedazos de roca, flores secas y un reloj medio desarmado. Una red vasta de montacargas y poleas ocupaba las vigas de un rincón y cientos de velas a medio usar se amontonaban en cada uno de los estantes y sobre el alféizar. La habitación era un nido de urraca, ladrona de conocimientos, la casa de un chapucero para quien el universo era una gran juguetería de objetos extraños y curiosos. Sobre el hogar, como un pino gigante de hierro, colgaba la punta de la cola del dragón de Wyr, medio metro de largo y veintidós centímetros de ancho, cubierta de escamas rotas, agudas.
John estaba junto a la ventana, y, a través de un vidrio grueso instalado sobre un bastidor muy usado y arreglado, miraba hacia el norte las tierras desiertas, donde se fundían con el cielo lastimado y medio derrumbado. Tenía la mano apretada contra sus costillas donde la lluvia hacía latir los huesos que había destrozado la punta de la cola del dragón.
Aunque el cuero suave de ciervo de las botas de Jenny no hacía sonido alguno sobre la piedra áspera del suelo, John levantó la vista cuando ella entró en el cuarto. Sus ojos la saludaron con una sonrisa, pero ella sólo reclinó el hombro contra la piedra que sostenía la puerta y preguntó:
—¿Y bien?
Él miró hacia el techo, hacia donde estaba acostado Gareth.
—¿Qué? ¿De nuestro pequeño héroe y su dragón? —Una sonrisa tembló en los extremos de su boca delgada, sensible, luego desapareció como la rápida luz del sol en un día nublado—. He matado a un dragón, Jenny, y casi acaba conmigo. Si me tienta con la idea de que hagan más hermosas baladas sobre mí, creo que dejaré pasar la oportunidad.
El alivio y el recuerdo súbito de la balada de Gareth hicieron reír a Jenny mientras entraba en la habitación. La luz blancuzca de las ventanas se enganchaba en cada una de las grietas de las mangas de cuero de John. Se adelantó hacia ella y se inclinó para besarle los labios.
—¿Nuestro héroe no habrá hecho el camino solo desde Bel?
Jenny meneó la cabeza
.
—Me dijo que tomó un barco desde el sur hasta Eldsbouch y luego cabalgó hacia el este desde allí.
—Y tiene suerte de haber llegado tan lejos —señaló John y la besó de nuevo, cogiéndola por los costados con manos cálidas—. Los cerdos han estado inquietos todo el día, llevaban trozos de paja en la boca. Volví ayer de recorrer los lindes por la forma en que se comportaban los cuervos sobre Colinas de la Retama. Faltan dos semanas, pero me parece que ésta va a ser la primera tormenta de invierno. Las rocas de Eldsbouch se comen los barcos. ¿Sabes?, Dotys dice en el tomo tres de sus
Historias…,
¿o es en esa parte del tomo cinco que encontramos en Ember?…, ¿o en Clivy?…, que hubo un rompeolas, o un muelle frente al puerto allá en los días de los reyes. Era una de las maravillas del mundo, dice Dotys…, o Clivy, pero no puedo encontrar en ninguna parte una mención de cómo se construyó. Un día de éstos pienso llevar un bote allá y ver qué puedo encontrar en la boca del puerto, bajo el agua…
Jenny tembló porque sabía que John era capaz de llevar a cabo esa investigación. Todavía no había olvidado sus experimentos con caños de agua ni la casa de piedra que él había hecho volar en pedazos después de leer, en una historia cualquiera, que los gnomos usaban pólvora para cavar túneles en sus Grutas.
Hubo una conmoción súbita en la escalera de la torre y voces temblorosas que discutían:
—¡Claro que es! —Y luego:
—¡Suéltame!
Siguió un rumor de lucha y un momento después un niño robusto, pelirrojo de unos cuatro años entró como un estallido en la habitación en un remolino de tela a cuadros y piel de oveja mugrienta, seguido inmediatamente por un muchacho delgado, de cabello oscuro, de unos ocho. Jenny sonrió y extendió las manos hacia ellos. Los niños se arrojaron contra ella; manos pequeñas, sucias, se aferraron con delicia a su cabello, su camisa y las mangas de su bata, y sintió de nuevo la ola de alegría ridícula, ilógica que subía por su cuerpo cuando estaba con ellos.
—¿Y cómo están mis pequeños bárbaros? —preguntó en una voz indiferente que no engañó a ninguno de los dos.
—Bien…, nos portamos bien, mamá —dijo el mayor, aferrado al color azul desteñido de la falda de su madre—. Yo me he portado bien. Adric no.
—Claro que sí —replicó el más joven, a quien John había levantado en brazos—. Papá tuvo que pegarle a Ian.
—¿Ah, sí? —Ella sonrió a los ojos azules de su hijo mayor, ojos de pestañas pesadas y ladeados como los de John, pero de un color tan azul celeste como los de Jenny—. Sin duda se lo merecía.
—Le pegó con un látigo grande —aclaró Adric, arrastrado por su propio cuento—. Cien veces.
—¿En serio? —Ella miró a John con una expresión de pregunta no demasiado curiosa en el rostro—. ¿Todo de un tirón o descansaste un rato?
—De un tirón —replicó John con tranquilidad—. Y no me pidió piedad, ni siquiera una vez.
—Buen chico. —Ella acarició el cabello negro y duro de Ian, y él se retorció y rió de placer ante la solemne mentira.
Los muchachos habían aceptado hacía ya mucho tiempo el hecho de que Jenny no viviera en el fuerte, como hacían las madres de otros chicos; el Señor del Fuerte y la Maga de Colina Helada no tenían por qué comportarse como otros adultos. Como cachorros que toleran la vigilancia de un criador de perros, los muchachos desplegaban un afecto obligado hacia la estoica tía de John, Jane, que los cuidaba y, según ella, los mantenía lejos de los problemas cuando John esta cuidando las tierras a su cargo y Jenny vivía lejos en su propia casa en la colina, persiguiendo las soledades de su arte. Pero era a su padre a quien reconocían como autoridad y a su madre, como fuente de amor.
Habían empezado a contarle a Jenny, en un dueto excitado y no muy coherente, cómo habían atrapado un zorro cuando se dieron la vuelta al oír un portazo. Gareth estaba allí, pálido y cansado, pero vestido con sus propias ropas de nuevo; los vendajes le hacían una joroba poco elegante bajo la manga de la camisa de repuesto. Había sacado un par de anteojos enteros de su equipaje; detrás de los lentes gruesos, los ojos estaban llenos de disgusto, amargura y desilusión al mirar a Jenny y a sus hijos. Era como si el hecho de que John y ella fueran amantes, el hecho de que ella le hubiera dado a John dos hijos, no sólo hubiera disminuido a su antiguo héroe a sus ojos, sino también transformado a Jenny en única responsable de todas las otras desilusiones que había encontrado en las Tierras de Invierno.
Los muchachos sintieron su desaprobación. La mandíbula luchadora y pequeñita de Adric empezó a adelantarse en una versión de John en miniatura. Pero Ian, más sensible, sólo hizo un gesto a su hermano con los ojos y los dos partieron silenciosamente. John miró como salían; luego sus ojos se volvieron, curiosos, hacia Gareth. Pero sólo dijo:
—Así que estás vivo, ¿no?
Un poco tembloroso, Gareth replicó:
—Sí. Gracias… —Se volvió hacia Jenny con una amabilidad forzada que ningún odio podía arrancar de su alma de cortesano—. Gracias por ayudarme. —Dio un paso hacia la habitación y se detuvo de nuevo, mirando al vacío frente a él, como si viera el lugar por primera vez. No era algo sacado de una balada, pensó Jenny, divertida a pesar de sí misma. Pero claro, ninguna balada podía preparar a nadie para el encuentro con John.
—Un poco desordenado y repleto —confesó John—. Mi padre solía guardar en el depósito los libros que habían dejado en el fuerte con el grano; las ratas se comieron casi todo antes de que yo empezara a leer. Pensé que aquí estarían más seguros.
—Bueno… —dijo Gareth, medio perdido—. Su…, supongo…
—Mi padre era un viejo duro —siguió John, en tono de conversación intranscendente, mientras se paraba frente al hogar y extendía las manos hacia el fuego—. Si no hubiera sido por el viejo Caerdinn, que iba y venía por el fuerte cuando yo era chico, no habría pasado del alfabeto. A papá no le interesaban las cosas escritas…, encontré la mitad de un acto del
Dador del fuego
de Luciardo pegada en las paredes del armario en que mi abuelo guardaba la ropa de invierno. Le habría apedreado la tumba; estaba furioso porque es una obra que ya no se encuentra. Dios sabe lo que hicieron con el resto; la usaron para encender el horno, supongo. Lo que salvamos no es mucho: los tomos tres y cuatro de las
Historias
de Dotys; la mayor parte de las
Selecciones
de Polyborus y su
Jurisprudencia;
el
Elucidus Lapidarus; Sobre la granja
de Clivy completo, valga lo que valga porque no es muy útil. No creo que Clivy fuera granjero, ni que se haya molestado en hablar con alguno. Dice que uno puede saber si viene una tormenta tomando medidas a las nubes y sus sombras, pero las abuelas de los pueblos dicen que se puede hacer con sólo mirar las abejas. Y cuando habla acerca de la forma en que copulan los cerdos…
—Te advierto, Gareth —dijo Jenny con una sonrisa— que John es una enciclopedia andante en todo lo que se refiera a cuentos de viejas, rimas de abuelas, citas de cualquier autor clásico al que pueda conseguir, y trivialidades arrancadas de los rincones más lejanos de la tierra vacía…, si lo alientas, hazlo a sabiendas de lo que puede pasarte. Pero ignora lo que es cocinar.
—Sé cocinar —espetó John con una sonrisa.
Gareth, que todavía miraba a su alrededor totalmente sorprendido ante la habitación atiborrada, no dijo nada, pero su cara angosta era un estudio de gimnasia mental. Trataba desesperadamente de ajustar el catálogo convencional de perfecciones de las baladas a la realidad de un ingeniero aficionado con anteojos que coleccionaba sabiduría popular sobre los cerdos.
—Así que —siguió John en voz amistosa— dinos algo de ese dragón tuyo, Gareth de Magloshaldon, y por qué el rey envió a un muchacho de tu edad a llevar su mensaje cuando tiene guerreros y caballeros que podrían hacer ese trabajo.
—Bueno… —Por un momento Gareth pareció totalmente sorprendido. Los mensajeros de las baladas nunca necesitaban mostrar su credenciales—. Exacto, ése es el problema. No tiene tantos guerreros ni caballeros, ni gente de la que pueda prescindir. Y yo vine porque sabía dónde buscaros, por las baladas.
Sacó de la bolsa de su cinturón un sello de oro. Las facetas brillaron en un arranque de luz amarilla. Jenny vio una corona tallada en él, debajo de doce estrellas. John lo miró en silencio durante un momento, luego inclinó la cabeza y se llevó el anillo a los labios en una reverencia arcaica.
Jenny lo miró en silencio. El rey era el rey, pensó. Hacía ya casi cien años que había sacado sus tropas del norte, dejándolo en manos de los bárbaros y el caos en las tierras sin ley. Y sin embargo, John seguía considerándose súbdito del rey.
Era algo que ella no podía entender…, ni la lealtad de John hacia el rey cuyas leyes todavía luchaba por mantener, ni el sentimiento por el cual Caerdinn se consideraba amargamente traicionado por esos mismos reyes. Para Jenny, el rey era el regente de otra tierra, de otro momento en el tiempo… Ella era ciudadana sólo en las Tierras de Invierno.
Pequeño y refulgente, el oro oval del anillo brilló cuando Gareth lo puso sobre la mesa como un testigo de todo lo que se había dicho.
—Me lo dio cuando me envió a buscaros —dijo—. Los campeones del rey marcharon todos contra el dragón, y ninguno de ellos regresó. Nadie en nuestro reino ha matado a un dragón…, ni siquiera han visto a uno de cerca y no saben cómo matarlo. Y nada nos dice cómo hacerlo. Yo sé que es así porque busqué: era lo único que podía hacer. Sé que no soy un caballero, ni un campeón… —La voz le tembló un poco al admitirlo y su formalidad se quebró durante un momento—. Sé que no soy buen deportista. Pero he estudiado todas las baladas y todas sus variantes, y ninguna dice mucho sobre cómo se hace realmente para matar un dragón. Necesitamos un Vencedor de Dragones —terminó indefenso—. Necesitamos a alguien que sepa lo que hace. Necesitamos vuestra ayuda.