Authors: Brian Lumley
Y se encogió de hombros.
—La muerte del cerebro —dijo Dolgikh, haciendo una mueca.
—Lo has dicho en pocas palabras. —Gerenko aplaudió sin emoción con sus manos de niño—. ¡Bravo! Porque, ¿acaso no está muerto un cerebro enteramente vacío? Y ahora, si me disculpas, tengo que llamar por teléfono.
Dolgikh se levantó.
—Partiré enseguida —dijo, pensando con ilusión en la tarea que le había sido confiada.
—Theo —dijo Gerenko—, Krakovitch y sus amigos tienen que morir deprisa. No pierdas tiempo en ello. Y otra cosa: no sientas demasiada curiosidad por lo que están tratando de hacer en la montaña. No te interesa. Y puedes creerme si te digo que demasiada curiosidad podría ser muy, ¡muy peligrosa!
Dolgikh no tuvo más remedio que asentir. Después giró sobre sus talones y salió de la habitación.
Cuando su coche salió del puesto fronterizo en dirección a Chernovtsi, Quint esperó que Krakovitch siguiese despotricando. Pero no lo hizo. En lugar de ello, el jefe de la Organización E soviética permaneció callado y pensativo, y todavía más cuando Gulhárov le hubo informado del cable desconectado.
—Hay varias cosas aquí que no me gustan —dijo Krakovitch a Quint al cabo de un rato—. Al principio pensé que aquel gordo era simplemente estúpido, pero ahora ya no estoy tan seguro. Y esta cuestión de la electricidad… Todo es muy raro. Sergei encuentra y repara algo que ellos no habían observado… y lo hace en un momento y sin dificultad. Esto parece indicar que nuestro gordo amigo del puesto fronterizo no es sólo estúpido, ¡sino también incompetente!
—¿Cree que nos entretuvieron allí de forma deliberada?
Quint sintió que algo misterioso y opresivo lo envolvía, como un peso real sobre la cabeza y los hombros.
—Esa llamada telefónica que recibió él hace un momento —murmuró Krakovitch—, del comisario de Control de Fronteras en Moscú… ¡Nunca había oído hablar de él! Pero supongo que debe de existir. ¿O tal vez no? ¿Un solo comisario, controlando los miles de puestos fronterizos de la Unión Soviética? Bueno, supongo que existe. Lo cual quiere decir que Iván Gerenko se puso al habla con él en mitad de la noche, y que él llamó entonces personalmente a ese oficialillo gordo en su estúpida barraca de control… ¡y todo en diez minutos!
—¿Quién sabía que pasaríamos por aquí esta noche? —preguntó Quint, yendo como de costumbre al meollo del asunto.
—¿Eh? —Krakovitch se rascó detrás de la oreja—. Nosotros, naturalmente, y…
—Y mi segundo en el mando en el
château
Bronnitsy, Iván Gerenko, Krakovitch se volvió a Quint y lo miró fijo.
—Entonces, aunque no quisiera decirlo —repuso Quint—, si
está
ocurriendo algo raro, Gerenko tiene que ser su hombre.
Krakovitch lanzó un gruñido de incredulidad.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué razón?
Quint se encogió de hombros.
—Usted debe de conocerlo mejor que yo. ¿Es ambicioso? ¿Puede haber sido seducido… y por quién? Pero recuerde el contratiempo que tuvimos en Génova. ¿No le sorprendió que lo estuviese siguiendo la KGB? Usted lo explicó diciendo que lo tenían probablemente bajo constante vigilancia…, hasta que pusiéramos fin a esto. Pero supongamos que hay un enemigo en su bando. ¿Sabía Gerenko que iba a reunirse con nosotros en Italia?
—Aparte del propio Brezhnev, a través de un intermediario de toda confianza, Gerenko era el
único
que lo sabía —respondió Krakovitch.
Quint no dijo nada; se encogió nuevamente de hombros y arqueó una ceja.
—Estoy pensando —dijo lentamente Krakovitch— que, de ahora en adelante, no diré a nadie lo que me propongo hacer, hasta que lo haya hecho. —Miró a Quint, vio su cara ceñuda—. ¿Hay algo más?
Quint apretó los labios.
—Digamos que el tal Gerenko es un topo, un espía en su organización. ¿Acierto al pensar que sólo puede estar trabajando para la KGB?
—Para Andropov, sí. Casi con toda seguridad.
—Entonces, Gerenko debe de pensar que es usted un imbécil total.
—¿Eh? ¿Por qué dice esto? En realidad, Gerenko cree que la mayoría de los hombres son tontos. No teme a nadie; por eso puede permitirse pensar de esa manera. Pero ¿yo? No; creo que soy uno de los pocos hombres a quien respeta… o a quien solía respetar.
—A quien solía respetar —afirmó Quint—. Pero ya no. Sin duda debe de saber que usted lo descubrirá todo, si tiene tiempo de hacerlo. Theo Dolgikh, en Génova, y ahora este follón en la frontera rumano-soviética. A menos que él mismo sea idiota, Gerenko estará preparado para echársele encima en cuanto esté usted de vuelta en Moscú.
Sergei Gulhárov había conseguido comprender la mayor parte de la conversación. Ahora habló rápidamente en ruso a Krakovitch.
—
¡Oh!
—Krakovitch sacudió los hombros, al reír sin pizca de humor. Guardó silencio durante un momento y después dijo—: Tal vez Sergei es más listo que todos nosotros. Y si lo es, nos hallaremos en apuros.
—¿Eh? —dijo Quint—. ¿Qué ha dicho Sergei?
—Ha dicho que tal vez cree el camarada Gerenko que ahora puede ser un poco descuidado. ¡Quizá no espera verme de nuevo en Moscú! En cuanto a usted, Carl, acabamos de cruzar la frontera y se encuentra en Rusia.
—Lo sé —respondió Quint a media voz—. Y debo decir que no me encuentro exactamente como en casa.
—Aunque parezca extraño, ¡tampoco yo! —dijo Krakovitch.
No dijeron nada más hasta llegar a Chernovtsi…
De regreso en Londres, en la sede de INTPES, Guy Roberts y Kent Layard habían seguido la pista de Alec Kyle, Carl Quint y Yulian Bodescu. El equipo con base en Devon había viajado en tren hasta la capital, dejando a Ben Trask en el hospital de Torquay. Habían aprovechado el viaje para dormir un poco y llegado a su cuartel general momentos antes de la medianoche. Layard había casi «localizado» a los tres personajes en cuestión, y Roberts había tratado de determinar sus paraderos con un poco más de exactitud. Por lo visto, la desesperación había aguzado sus facultades, y la familiaridad del medio los había ayudado a obtener resultados… hasta cierto punto.
Ahora iba a informar Roberts, en presencia de Layard, John Griev, Harvey Newton, Trevor Jordan y otros tres que eran miembros permanentes del personal del cuartel general. Roberts tenía los ojos enrojecidos, no se había afeitado y le picaba todo el cuerpo; su aliento apestaba a los cigarrillos fumados en cadena. Miró alrededor de la mesa, saludó con la cabeza a cada uno de los presentes y fue directamente a grano.
—Nos han dado una paliza —dijo, con flema desacostumbrada en él—. Kyle y Quint han quedado aislados, tal vez de modo permanente; Trask está un poco malparado; Darcy Clarke se fue al norte, y… perdimos al pobre Simon Gower. ¿Y cuál ha sido el resultado de nuestra excursión? Nuestra misión sigue siendo igualmente difícil, ¡y no menos importante! Sí, y tenemos menos hombres para realizarla. Por cierto, ahora nos convendría la ayuda de Harry Keogh; pero era Alec Kyle su principal enlace. Y Alec no está aquí. Y además del peligro que
sabemos
que existe, ya que anda suelto, hay un segundo problema que podría ser igualmente grave. Y es que los agentes de la Organización E soviética tienen a Kyle en el
château
Bronnitsy.
Esto era una novedad para todos, salvo para Layard. Apretaron los labios y sus corazones latieron más de prisa. Kent Layard tomó la palabra.
—Estamos bastante seguros de que se encuentra allí —dijo—. Yo lo localicé…, según creo…, pero con grandes dificultades. Tienen allí especialistas que lo bloquean todo, y que están más concentrados que nunca. ¡El lugar es un miasma mental!
—Cierto —dijo Roberts—. Yo traté con toda precisión de obtener una imagen de él, y fracasé. Sólo percibí una niebla mental; lo cual no es buena señal para Alec. Si su estancia allí fuese normal, no tendrían nada que ocultar. Además, se presume que no está allí. Mi impresión es que le están extrayendo todo lo que sabe. Y todo lo que sabemos nosotros. Si muestro sangre fría en esto, es sólo para ganar tiempo, podéis creerlo.
—¿Y qué hay de Carl Quint? —preguntó John Grieve—. ¿Cómo le va?
—Carl está donde debía estar —dijo Layard—. Si no me equivoco, en un lugar llamado Chernovtsi, al pie de los Cárpatos. Si está o no por su propia voluntad, es otra cuestión.
—Nosotros creemos que está voluntariamente —añadió Roberts—. He conseguido alcanzarlo y verlo, aunque brevemente, y
creo
que está con Krakovitch. Lo cual sólo sirve para confundir aún más las cosas. Si Krakovitch obra con rectitud, ¿por qué está Kyle en dificultades?
—¿Y Bodescu? —preguntó Newton, que sentía ansias de una
vendetta
personal con el vampiro.
—Aquel bastardo se dirige al norte —respondió gravemente Roberts—. Podría ser una coincidencia, pero nosotros no lo creemos. En definitiva, opinamos que va detrás del hijo de Keogh. Lo sabe todo, conoce la fuerza impulsora que hay detrás de nuestras organización. Bodescu ha sufrido un revés, y ahora quiere contraatacar. La única mente en todo el mundo que es una autoridad sobre vampiros, y en particular sobre Yulian Bodescu, está en aquel niño. Éste ha de ser su objetivo.
—No sabemos cómo viaja —dijo Layard—. ¿En transportes públicos? Podría ser. ¡Incluso podría estar haciendo autostop! Pero lo cierto es que no tiene prisa. Se lo toma con calma, deja pasar el tiempo. Ha entrado en Birmingham hace una hora y, desde entonces, no se ha movido. Creemos que se habrá detenido allí para pasar la noche. Pero es la misma historia de siempre: exuda miasmas mentales. Parece que andemos a tientas en el centro de una ciénaga brumosa. No se lo puede localizar con exactitud, pero sabemos que hay un cocodrilo oculto en alguna parte. De momento, la ciénaga está en Birmingham…
—Pero ¿tenemos algún plan? —Jordán no podía soportar la inactividad—. Quiero decir, ¿vamos a hacer algo? ¿O nos quedaremos sentados aquí sin hacer nada, mientras todo se va el infierno?
—Hay trabajo para todos —dijo Roberts, levantando una manaza autoritaria—. En primer lugar, necesito un voluntario para ir a ayudar a Darcy Clarke en Hartlepool. Además de un par de hombres de la Brigada Especial, buena gente pero que no sabe de qué va la cosa. Darcy tiene que apañarse solo. Lo ideal sería enviarle un observador, pero ahora no tenemos ninguno. Por ende, tendrá que ser un telépata.
Dirigió una mirada significativa a Jordan. Pero Harvey Newton se levantó primero y dijo:
—¡Yo! Le debo esto a Bodescu. La última vez me engañó, pero no volverá a hacerlo.
Jordan se encogió de hombros y nadie formuló ninguna objeción. Roberts lo aprobó.
—Muy bien, ¡pero has de estar alerta! Vete ahora, en coche. Las carreteras estarán vacías y podrás ir a todo gas. Según como vayan aquí las cosas, es probable que me reúna mañana contigo.
Era todo lo que quería Newton. Se levantó, saludó a todos en general y se puso en marcha.
—Lleva una ballesta —le gritó Roberts—, y la próxima vez que dispares tu saeta, ¡asegúrate de dar en el blanco!
—¿Qué he de hacer yo? —preguntó Jordan.
—Trabajarás con Mike Carson —le dijo Roberts—. Y conmigo y Layard. Trataremos de localizar de nuevo a Quint, y vosotros, los telépatas, procuraréis enviarle un mensaje. Es un tiro a larga distancia, pero Quint es psíquicamente muy sensible y puede que os capte. Vuestro mensaje será sencillo: si le es posible, tiene que ponerse al habla con nosotros. Si podemos hablar con él por teléfono, quizá podremos saber algo acerca de Kyle. Y si él no sabe nada de Kyle…, bueno, esto responderá por sí solo a una pregunta. También, si logramos comunicar con él, sería buena idea decirle que se largue de allí, ¡si puede y mientras pueda! Así pues, nosotros cuatro ya tenemos trabajo para la noche. —Miró alrededor de la mesa—. Los demás podéis aplicaros en cuidar como es debido este lugar antes de que se vaya al garete. Todo el mundo estará en guardia a partir de ahora. ¿Alguna pregunta?
—¿Somos los únicos que estamos metidos en esto? —preguntó John Grieve—. Quiero decir si el público y las autoridades lo ignoran todavía.
—Completamente. ¿Qué podríamos decirles? ¿Que estamos persiguiendo a un vampiro desde Devon hasta West Hartlepool? Mira, ni siquiera las personas que nos subvencionan y
saben
que existimos creen totalmente en nosotros. ¿Cómo piensas que reaccionarían ante cosas tales como Yulian Bodescu? Y en cuanto a Harry Keogh, naturalmente, el público no sabe nada de él.
—Pero con una excepción —dijo Layard—. Nosotros hemos avisado a la policía que un loco asesino anda suelto por ahí, un asesino con las señas de Bodescu, desde luego. Les hemos dicho que se dirige hacia el norte, posiblemente en dirección a la zona de Hartlepool. Les hemos advertido que, si lo descubren, no tienen que detenerlo, sino ponerse primero al habla con nosotros y después con los muchachos de la Brigada Especial que están allá arriba. Si Bodescu se acerca más a su objetivo, seremos más concretos. Esto es cuanto nos atrevemos a hacer por ahora.
Roberts los miró de uno en uno.
—¿Alguna pregunta más? —dijo.
No hubo ninguna…
Las tres y media de la madrugada en el pequeño pero inmaculado ático de Brenda Keogh, con vistas a la calle mayor de la población y, al otro lado de aquélla, a un viejo, muy viejo cementerio. El pequeño Harry dormía en su cuna y tenía sueños infantiles, y la mente de su padre dormía con él, agotada en una lucha que ahora sabía que no tenía esperanzas de ganar. El niño se había apoderado de él, así de sencillo. Harry era el sexto sentido del pequeño.
En las horas tempranas de la brumosa mañana, con la aurora todavía lejos, una niebla más espesa se formaba en las amodorradas mentes, y al arremolinarse y refluir en subconscientes cavernas oníricas causaba horror. Desde ninguna parte, dedos telepáticos se alargaban, sondeaban, descubrían…
¡Ahhh!
, dijo la gangosa y turbia voz mental a las dos mentes de Harry.
¿Eres tú, Haarryyy? Sí, ¡ya veo que sí! Bueno, voy a buscarte, Haarrryyy…, ¡Voy… ha… cia… ti…!
El grito de terror del pequeño arrancó a su madre de la cama, como si fuese la mano de algún gigante cruel. Ella se dirigió tambaleante a la pequeña habitación, sacudiéndose para acabar de despertar al entrar y acercarse a su hijo. Y cuando lo tomó ella en brazos, él lloró, lloró,
lloró
como nunca lo había oído llorar hasta entonces. Pero no estaba mojado, ni se había clavado ningún alfiler. ¿Tendría hambre? No, tampoco era eso.