Authors: Brian Lumley
Krakovitch asintió con la cabeza.
—Bueno, ¡al menos sabemos que esa cosa arde! —dijo—. Probablemente estaba muerta, pero mis libros dicen que, cuando algo está muerto, ¡no se mueve!
Bajaron el archivador a la planta baja, lo transportaron a través del maltrecho edificio y lo sacaron al aire libre. Krakovitch montó guardia mientras Gulhárov iba a buscar
avgas
. Cuando volvió, dijo Krakovitch:
—Tenemos que actuar con precaución. Primero verteremos un poco de ese líquido alrededor del archivador. De esta manera, si lo que está dentro se muestra… activo, sólo tendremos que saltar atrás y arrojar una cerilla. Y esperar a que se quede quieto. Y así sucesivamente…
Gulhárov no pareció muy convencido, pero ahora estaba mucho más alerta.
Vertieron
avgas
sobre y alrededor del archivador, y Gulhárov se apartó mucho de él. Krakovitch descorrió el cerrojo y levantó ruidosamente la puerta. Dentro, Dragosani miraba al cielo. Su pecho se movió un poco, pero eso fue todo. Cuando Krakovitch, con mucho cuidado, empezó a verter
avgas
dentro del archivador, cerca de los pies de Dragosani, Gulhárov se adelantó. Ahora le tocaba a él ser precavido.
—No eche demasiado —dijo—, o estallará como una bomba.
Cuando el carburante alcanzó una altura de unos dos centímetros alrededor del cuerpo tendido de Dragosani, y empezó a evaporarse rápidamente, el pecho del muerto sufrió una fuerte sacudida. Krakovitch interrumpió la tarea, clavó la vista en él y se echó un poco atrás. Fuera del círculo de peligro, Gulhárov estaba preparado para encender una cerilla. Del pecho de Dragosani brotó un resbaladizo y reluciente zarcillo verde grisáceo. Su punta se abultó primero hasta adquirir el tamaño de un puño y, después, se transformó en un ojo. Con sólo verlo, supo Krakovitch que no había conciencia ni sensibilidad detrás de él. Era un ojo vacío, fijo, que no establecía relaciones ni comunicaba emociones. Krakovitch dudó incluso de que pudiese ver. Ciertamente, no había ningún cerebro al que pudiese transmitir su mensaje. El ojo se fundió en una
protocarne
y fue sustituido por unas pequeñas mandíbulas que rechinaron de modo automático. Luego se encogió de nuevo y se perdió de vista.
—Félix, ¡apártese de ahí!
Gulhárov estaba nervioso.
Krakovitch se apartó del círculo; Gulhárov encendió una cerilla y la arrojó; en un instante, el archivador se convirtió en un infierno. Como la boca oblonga de un motor a reacción al ser probado, lanzó una llamarada azul al aire frío, una resplandeciente columna de intenso calor. Y entonces, ¡Dragosani se sentó!
Gulhárov agarró a Krakovitch, se pegó a él.
—¡Oh, Dios! Madre mía…, ¡está vivo! —gimió.
—No —lo contradijo Krakovitch al tiempo que se soltaba—. La cosa que hay
dentro
de él está viva, pero no es consciente. No tiene más que instinto, sin cerebro para gobernarlo. Huiría, pero no sabe cómo hacerlo, ni siquiera adonde podría huir. Si pinchas un cohombro de mar, escupe sus entrañas. No es más que una reacción. ¡Mira, mira! ¡Se está derritiendo!
Y en verdad parecía que Dragosani se estaba derritiendo. El humo se elevaba en volutas de su cuerpo ennegrecido; se desprendían capas de piel, que se inflamaban; la grasa parecía cera fundida y era consumida por el fuego. La cosa que había dentro de él sintió el calor, reaccionó. El tronco de Dragosani se estremeció, vibró, se convulsionó. Los brazos se levantaron y cayeron sobre los costados del archivador ardiente y siguieron saltando y retorciéndose. La ropa estaba ahora completamente quemada y, mientras Krakovitch y Gulhárov observaban, estremecidos, la carne abrasada se abría aquí y allá, y surgían de ella frenéticos zarcillos que se fundían y caían en aquel horno.
Al poco rato, Dragonasi cayó hacia atrás y quedó inmóvil, y los dos hombres, plantados en la nieve, esperaron a que se extinguiese el fuego. Tardó veinte minutos en hacerlo, pero ellos permanecieron allí de todos modos.
27 de agosto de 1977, 3 de la tarde
.
El gran hotel de Londres, a poco trecho andando de Whitehall, contenía más de lo que sugería su exterior. En realidad, todo el piso alto estaba ocupado por una compañía de «empresarios financieros internacionales», que era todo lo que sabía de ella el gerente del hotel. La compañía tenía un ascensor privado en la parte de atrás del edificio, una escalera exclusiva e incluso su propia salida de incendios. La compañía era dueña de todo el piso más alto y, por consiguiente, estaba fuera de la esfera de control y operaciones del hotel.
Dicho en pocas palabras, en el piso superior estaba la sede del más secreto de todos los servicios secretos británicos: el llamado INTPES, equivalente británico de la organización rusa con sede en el
château
Bronnitsy, en las afueras de Moscú. Pero en el hotel sólo estaba la jefatura; había también dos «agencias», una en Dorset y la otra en Norfolk, directamente relacionadas entre sí y con la jefatura por teléfono, radioteléfono y ordenador. Estos enlaces, aunque de alta seguridad, estaban expuestos a sofisticadas intrusiones, desde luego; un buen técnico podía un día descubrir sus secretos. Sin embargo, antes de que esto ocurriese, la organización habría desarrollado sus telépatas hasta el punto de que todos aquellos aparatos tecnológicos serían innecesarios. Las ondas de radio viajan a trescientos mil kilómetros por segundo, pero el pensamiento humano es instantáneo y transmite imágenes más vividas y completas.
Esto era lo que pensaba Alec Kyle mientras, sentado a su mesa, redactaba las órdenes de seguridad para los seis oficiales de la Brigada Especial cuya única tarea en la vida era garantizar la seguridad personal de un niño que sólo tenía un mes, un niño llamado Harry Keogh, Harry hijo, el futuro jefe de INTPES.
—Harry —dijo Kyle en voz alta, a nadie en particular—, puedes tener ahora mismo el trabajo, si es que todavía lo quieres.
No
, fue la respuesta inmediata que captó la mente de Kyle.
No ahora; ¡tal vez nunca!
Kyle se quedó boquiabierto y se levantó de su sillón giratorio. Sabía lo que era; había experimentado algo muy parecido hacía ocho meses. Era telepatía, sí, pero algo más. Era el «niño» en el que había estado pensando, el niño cuya mente albergaba todo lo que quedaba del más grande talento PES del mundo: Harry Keogh.
—¡Jesús! —murmuró Kyle.
Y ahora comprendió de qué iba aquello, es decir, el sueño o pesadilla que había tenido la noche pasada y en el que se había visto cubierto de sanguijuelas grandes como gatos, cuyas bocas se habían pegado a él para chuparle la sangre, mientras saltaba y gritaba en el claro de un bosque de árboles inmóviles, hasta que se había sentido demasiado débil para seguir luchando. Entonces había caído al suelo, sobre las agujas de los pinos, y las sanguijuelas se habían aferrado a él… ¡y había sabido que se estaba
convirtiendo
en una sanguijuela!
Y esto, por fortuna, lo había despertado. En cuanto al significado del sueño, Kyle había renunciado hacía tiempo a tratar de leer la significación de estas visiones precognitivas. Esto era lo que tenían de malo: por lo general eran misteriosas, raras veces se explicaban por sí mismas. Pero, por cierto, había sabido que era un sueño de
aquéllos
, y ahora sospechaba que esto tenía algo que ver con él.
—¿Harry? —preguntó, en la fría atmósfera de la habitación.
Su aliento había formado una nubecita en el aire, pues, en pocos segundos, la temperatura había descendido de un modo extraordinario. Lo mismo que la última vez.
Algo se estaba formando en el centro de la habitación, delante de la mesa de Kyle. El humo de su cigarrillo temblaba allí y el aire parecía oscilar. Se levantó, fue deprisa hasta la ventana y cerró los postigos. La habitación se oscureció y la figura siguió cobrando forma delante de la mesa.
El intercomunicador zumbó, apremiante, y Kyle dio un salto. Corrió a su mesa, pulsó el botón del aparato receptor y una voz desalentada dijo:
—Alec, ¡hay algo aquí!
Era Carl Quint, un metapsíquico de alta sensibilidad, un «observador».
Kyle apretó el botón de transmisión y lo sostuvo así.
—Lo sé. Ahora está conmigo. Pero todo va bien; casi lo estaba esperando. —Ahora apretó el botón de bando y habló a toda la Jefatura—. Aquí Kyle. No quiero hablar con nadie durante… el tiempo que haga falta. Nada de mensajes, ni de llamadas, ni de preguntas. Escuchen, si quieren; pero no traten de intervenir. Volveré a hablarles.
Apretó el botón de seguridad del ordenador de encima de la mesa, y la puerta y las ventanas se cerraron audiblemente. Y ahora, Harry Keogh y él estuvieron completamente a solas.
Kyle se relajó, haciendo un esfuerzo, y miró al… ¿fantasma? de Keogh, que se enfrentaba a él desde el otro lado de la mesa. Y volvió a su mente una idea antigua, que nunca lo había abandonado del todo desde el primer día que había venido a trabajar aquí para INTPES.
Vaya un panorama. Robots y románticos. La superciencia y lo sobrenatural. Telemetría y telepatía. Cálculos de probabilidad computadorízados y precognición. Artilugios y… ¡fantasmas!
Yo no soy un fantasma, Alec
, respondió Keogh, con una débil sonrisa inmaterial.
Creía que esto ya lo habíamos discutido la última vez
.
Kyle pensó en pellizcarse, pero no lo hizo. También había pasado por todo
esto
la última vez.
—¿La última vez? —dijo en voz alta, porque así le resultaba más fácil—. Pero de esto hace ocho meses, Harry. Empezaba a pensar que nunca volveríamos a saber de ti.
Pudiera haber sido así
, dijo el otro, sin mover apenas los labios,
pues debes creerme si te digo que estoy muy ocupado. Pero… ha sucedido algo
.
El pavor de Kyle menguaba; su pulso volvía poco a poco a ser normal. Se inclinó hacia adelante en su sillón, mirando al otro de arriba abajo. Oh, sí, era Keogh. Pero no exactamente el mismo que la última vez. Lo primero que había pensado Kyle la última vez había sido que aquella… aparición… era sobrenatural. No simplemente paranormal o engendrada por los PES, sino en verdad sobrenatural, extramundana, no de este mundo. Exactamente igual que ahora, los aparatos de seguridad no habían detectado su presencia; había llegado y contado a Kyle una fantástica y verídica historia, y se había marchado sin dejar rastro. No, no enteramente, pues Kyle había escrito todo lo que se había dicho. Sólo de pensar en
aquello
, le dolía la muñeca. Pero no se podía fotografiar aquella cosa ni grabar su voz, no se podía hacerle daño ni cerrarle el paso. Todo el cuartel general estaba ahora escuchando la conversación de Kyle con aquello…, con Harry Keogh, y sin embargo, sólo oían la voz de Kyle. Pero Keogh
estaba
aquí, y el termostato de la calefacción central lo sabía, pues subió varios grados para compensar el súbito descenso de la temperatura. Sí, y Carl Quint lo sabía también.
La figura parecía esbozada por una pálida luz azul: insustancial como un rayo de luna, más tenue que el humo. Incorpórea, pero dotada de poder. De un poder increíble.
Si se tenía en cuenta que sus plantas de neón tocaban apenas el suelo, Keogh debía de medir un metro ochenta de estatura. Y si su carne era real y no una ilusión luminosa, podía pesar entre sesenta y sesenta y cinco kilos. Todo era en él vagamente fluorescente, como iluminado por una débil luz interior, de modo que Kyle no podía estar seguro de los colores. Sus cabellos, desgreñados, podían ser rubios, y su cara, ligeramente pecosa. Tendría veintiuno o veintidós años.
Sus ojos eran penetrantes. Miraban a Kyle y, sin embargo, parecían mirar a través de él, como si fuese él la aparición, y no al revés. Eran azules, de un extraño y casi incoloro azul de neón; pero, sobre todo, tenían algo que denotaba que sabían más de lo que cualquier joven de veintidós años tenía derecho a saber. Parecían encerrar una sabiduría de tiempos remotos, un conocimiento de siglos que yacía detrás de la reluciente neblina azul que los cubría.
Por lo demás, sus facciones debían de ser bellas, como de porcelana azul, y al parecer igualmente frágiles; tenía los hombros un poco caídos; la piel, en general y aparte de las pecas, era pálida y sin manchas. De no haber sido por aquellos ojos, quizá nadie se habría vuelto a mirarlo en la calle. Era simplemente… un joven. O lo había sido.
¿Y ahora? Ahora era algo más. Ahora, el cuerpo de Harry Keogh no tenía una existencia física real, pero su mente seguía funcionando. Y su mente se albergaba en un cuerpo nuevo…, literalmente nuevo. Kyle empezó a mirar y examinar
aquella
parte de la aparición, pero se contuvo enseguida. ¿Qué había allí, susceptible de ser examinado? En todo caso, eso podía esperar; no era importante. Lo esencial era que Keogh estaba aquí, y que tenía algo importante que decir.
—¿Ha sucedido algo? —dijo Kyle, repitiendo en forma de pregunta la declaración de Keogh—. ¿Qué
clase
de algo, Harry?
¡Algo monstruoso! De momento sólo puedo darte una descripción escueta, porque aún no sé lo suficiente acerca de ello. Pero ¿recuerdas lo que te dije sobre la Organización E rusa? ¿Y sobre Dragosani? Sé que no había manera de que lo comprobases todo, pero ¿lo has estudiado un poco? ¿Crees lo que te dije acerca de Dragosani?
Mientras Keogh le hablaba, Kyle había mirado, fascinado, aquella faceta diferente; algo que no tenía la última vez que lo había visto o sentido. Pues ahora, superpuesto al abdomen de la aparición, suspendido en el aire y girando con lentitud sobre su eje, en el espacio que ocupaba el cuerpo de Keogh flotaba un bebé desnudo, o su fantasma, tan insustancial como el propio Keogh. El niño estaba encogido en posición fetal y flotaba en el fluido invisible y agitado, como una extraña muestra biológica, como un holograma. Pero era real, y estaba vivo; y Kyle sabía que también era Harry Keogh.
—¿Sobre Dragosani? —Kyle volvió a la realidad—. Sí, te creo. Tengo que creerte. Comprobé todo lo que pude y era exactamente como tú habías dicho. Y en cuanto a la organización de Borowitz… ¡lo que hiciste allí fue devastador! Ellos, los rusos, se pusieron en contacto con nosotros una semana más tarde y nos preguntaron si queríamos que tú… quiero decir…
¿Mi cuerpo?
—… nos fuese enviado, sí. Contactaron con
nosotros
, ¿comprendes? De forma directa. No por vía diplomática. No querían reconocer que existían, ni esperaban que nosotros reconociésemos que existíamos. Por consiguiente, tú no existías, pero nos preguntaron si queríamos que te enviasen aquí. Desaparecido Borowitz, tienen un nuevo jefe, Félix Krakovitch. Éste dijo que podían enviar tu cuerpo, si les decíamos cómo. También nos dijo lo que les habías hecho. Bueno, para ser exactos, lo que les había hecho. Lo siento, Harry, pero tuvimos que negarte, decir que no te conocíamos. En realidad,
nosotros
no te conocíamos. Sólo te conocía yo, y sir Keenan antes que yo. Pero si hubiésemos admitido que eras uno de los nuestros, lo que habías hecho se habría podido considerar como una acción de guerra.