Vampiros (17 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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—Sí —murmuró—. Ocurre todos los meses…

El abrió un poco los ojos. Sus pupilas parecían tener puntos escarlata. Un efecto de luz.

—¡Ah! ¡Ah,
sangrando
! —dijo, como comprendiendo a duras penas lo que ella quería decir—. Oh, sí…

Entonces se tambaleó, giró en redondo, se dirigió con pasos inseguros a la escalera y se fue.

Helen oyó los ladridos de alegría del cachorro (se había quedado abajo, porque no podía subir la escalera) y cómo se desvanecían a lo lejos al seguir el perro a Yulian hacia la casa. Por fin empezó a respirar de nuevo.

—¡Yulian! —le gritó—. ¡Tus gafas de sol, tu sombrero!

Pero, si él la oyó, no se molestó en contestarle.

Helen no pudo encontrarlo durante el resto del día, pero lo cierto es que, en realidad, no lo había buscado. Y como tenía su orgullo, y tampoco él la había buscado, se ocupó muy poco de Yulian durante el resto de las vacaciones. Tal vez había sido para bien; porque, a fin de cuentas, ella
era
entonces inocente. Dos años atrás, no habría sabido qué hacer.

Pero cuando pensaba en él, recordaba todavía su mano quemándole la carne. Y ahora, al volver a Devon, con el paisaje deslizándose rápidamente fuera del coche, se preguntó si todavía habría paja en el henil…

También George tenía ideas secretas sobre Yulian. Anne podía decir lo que quisiera, pero no cambiaría esto. Aquel chico
era
raro, y lo era en varios aspectos. No era solamente el aire retraído lo que irritaba a George, aunque, por cierto, los modales furtivos del muchacho eran bastante fastidiosos. Pero también estaba enfermo. No mentalmente. Tal vez ni siquiera corporalmente, sino
enfermo
en general. A veces, mirarlo, pillarlo desprevenido con una mirada de reojo, era como mirar una cucaracha sorprendida al encenderse la luz, o una medusa que se deslizara sin rumbo en la playa al refluir una ola. Casi se podía sentir algo violento dentro de él. Pero no era mental ni físico y, sin embargo, abarcaba los dos aspectos. Entonces, ¿qué diablos era?

Difícil de explicar. Tal vez era algo de la mente y el cuerpo… ¿y también del alma? Salvo que George no creía mucho en el alma. No la negaba, pero le habría gustado tener alguna prueba. Probablemente rezaría cuando se muriese, por si acaso; pero hasta entonces…

En cuanto a lo que había dicho Anne sobre los estudios de Yulian, bueno, era verdad, hasta ahora. Había pasado muy pronto todos sus exámenes, y los había aprobado todos, pero ésta no había sido la causa de que saliese prematuramente del colegio. George tenía un delineante, Ian Jones, que trabajaba para él en su despacho de Londres, y Jones tenía un hijo que iba al mismo colegio; Anne, naturalmente, no quería saber nada de esto; pero se habían contado cosas muy fuertes. Yulian había «seducido» a un maestro, uno medio
gay
al que había acabado de pervertir.

Una vez cruzada la frontera, aquel tipo, por lo visto, se había vuelto insaciable, persiguiendo a todos los machos que se movían. Y le había echado la culpa a Yulian. Esto era una cosa, pero había más.

En sus clases de arte, Yulian había pintado cosas que hicieron que una maestra por lo general muy amable lo atacase físicamente; también había tomado ésta por asalto su dormitorio y quemado sus obras de arte. En las excursiones para estudiar la naturaleza (George no sabía que todavía las hiciesen), Yulian había sido visto caminando a solas, con la cara y las manos tiznadas de porquería y despojos. Colgando de una de ellas, llevaba los restos de un gatito perdido. Todavía estaban calientes. Había dicho que lo había hecho un hombre, pero había sido en el páramo, a kilómetros de todo lugar habitado.

Y no era todo. Parecía que era sonámbulo y, por lo visto, había hecho que los colegiales más jóvenes se cagasen de miedo, hasta el punto de que hubo que montar una guardia nocturna en sus dormitorios. Pero entonces, el director había hablado largamente con Georgina y ésta había convenido en sacarlo de allí. Era esto o la expulsión…, por el buen nombre del colegio.

Había habido otras cosas, de menos importancia, pero aquéllos habían sido los motivos principales.

Éstas eran algunas de las razones de que a George no le gustara Yulian. Pero, desde luego, había algo más. Era algo casi tan viejo como el propio Yulian, pero había quedado grabado de modo indeleble en la mente de George.

El recuerdo de un viejo agarrando la sábana sobre el pecho al morir y murmurando sus últimas palabras: «¿Bautizarlo? No, no, ¡no deben hacerlo!
¡Primero hay que exorcizarlo!
».

Anne podía ser estridente si tenía que serlo, pero era buena a carta cabal. Nunca diría nada que pudiese perjudicar a alguien, aunque pensara que era verdad. Para ella, y sólo para ella, tenía que confesar que había pensado cosas acerca de Yulian.

Ahora, retrepada un poco en el asiento, estirada, mientras sentía la fresca corriente de aire de la ventanilla a medias abierta, pensó de nuevo en ellas. Cosas curiosas: algo acerca de una rana grande y verde, y algo acerca del dolor que sentía de vez en cuando en el pezón izquierdo.

Lo de la rana era un mal recuerdo; mejor dicho, a ella no le
gustaba
recordarlo. Personalmente, era incapaz de matar una mosca. Desde luego, un niño de sólo cinco años no debía de darse cuenta de lo que estaba haciendo. ¿O tal vez sí? Lo malo era que Yulian parecía haber sabido siempre exactamente lo que hacía; aun de muy pequeño.

Ella había dicho que era «curioso», pero, en realidad, George tenía razón. Yulian había sido más que curioso. Una de sus características era que nunca lloraba. No, esto no era exactamente así; lloraba cuando tenía hambre. Al menos cuando era muy pequeño. Y había llorado bajo la luz directa del sol. Por lo visto padecía fotofobia desde su primera infancia. Ah, sí, y había llorado al menos otra vez, el día del bautizo. Aunque aquello había parecido una expresión de ira o de enfado, más que llanto propiamente dicho. Que supiese Anne, nunca había sido debidamente bautizado.

Se dejó llevar por sus pensamientos, retrocediendo en el tiempo. Yulian empezaba a caminar, aunque tambaleándose, cuando nació Helen. Esto fue un mes antes de que la pobre Georgina estuviese lo bastante bien para volver a casa y llevárselo consigo. Anne recordaba muy bien aquel tiempo. Estaba rebosante de leche, llenita y más feliz de lo que había sido en toda su vida. Sonrosada… ¡la viva imagen de la salud!

Un día, cuando Helen tenía seis semanas y ella la estaba amamantando, Yulian se había acercado, tambaleándose como un pequeño robot, en busca de aquella pizca de afecto que le había robado Helen. Sí, ya entonces había tenido celos, porque ya no era lo único importante. Cediendo a un impulso, a un sentimiento de compasión por el pobrecillo, ella lo había levantado, se había descubierto el otro pecho, el izquierdo, y lo había alimentado.

Con sólo recordarlo, volvió a sentir aquel dolor en el pezón, como la picadura de una avispa.

—¡Oh! —dijo, y despertó, pues se había quedado medio dormida.

—¿Estás bien? —le preguntó enseguida George—. Baja un poco más el cristal de la ventanilla. Respira aire fresco.

El ronroneo del motor del coche la trajo de nuevo a la realidad.

—Un calambre —mintió—. Como si me clavaran alfileres. ¿Podemos detenernos en alguna parte, en el primer café que encontremos?

—Desde luego —respondió él—. No tardaremos en encontrar uno.

Anne se echó atrás en el asiento, volviendo no de muy buen grado a sus recuerdos. Amamantando a Yulian, sí… Había estado sentada con ambos pequeños y se había dormido mientras ellos se alimentaban, Helen a la derecha, Yulian a la izquierda. Había sido extraño: una especie de languidez se había apoderado de ella, un letargo que no había podido resistir. Pero, al sentir el dolor, se había despertado de pronto. Helen estaba llorando, y Yulian, ¡manchado de sangre!

Ella había mirado al pequeño casi con horror. Aquellos peculiares ojos negros estaban fijos en ella, sin pestañear. Y su boca roja, pegada a su pecho como una lamprea. Leche y sangre se habían deslizado sobre la hinchada curva del seno, y él tenía la cara brillante y tiznada de rojo, de manera que parecía una sanguijuela atiborrándose.

Cuando se hubo limpiado, y también a Yulian, había visto cómo él le había mordido alrededor del pezón, dejando pequeñas punzadas con los dientes. Las mordeduras habían tardado mucho tiempo en cicatrizar, y nunca había olvidado del todo las punzadas…

También estaba el episodio de la rana. En realidad, Anne no quería pensar en ello, pero había imprimido una imagen persistente en su mente, una imagen que no podía borrar. Había sido después de que Georgina cerrase su casa de Londres, el último día antes de que ella y Yulian saliesen de la ciudad y fuesen a Devon a vivir en la vieja casa solariega.

George había construido un estanque en el jardín de su casa de Greenford, cuando Helen tenía un año. Después, y con un mínimo de ayuda, el estanque se había poblado. Ahora había lirios, juncos, un arbusto ornamental que se inclinaba sobre el agua como en una pintura japonesa, y un gran número de ranas verdes. También había caracoles de agua y un poco de espuma verde en las orillas. Al menos, Anne lo llamaba espuma. A mediados de verano, normalmente, había libélulas, pero este año sólo habían visto una o dos, y pequeñas entre las de su clase.

Ella estaba en el jardín con los niños, observando cómo jugaba Yulian con una pelota blanda de goma. O tal vez «jugando» no es la palabra adecuada, pues a Yulian le costaba jugar como los otros niños. Parecía tener una filosofía: una pelota es una pelota, una esfera de goma. Suéltala, y rebotará; lánzala contra una pared, y volverá. Aparte de esto, no tiene una función práctica, no puede dar origen a un interés duradero. Otros podían discutir esta cuestión, pero aquello resumía lo que pensaba Yulian sobre el tema. Anne no sabía realmente por qué le había comprado la pelota; de hecho, él no jugaba nunca con nada. Sin embargo, la había botado en el suelo, dos veces. Y la había arrojado una vez contra la pared del jardín. Y la pelota, al rebotar, había rodado hasta el borde del estanque.

Yulian la había seguido con los ojos, bastante desdeñoso, hasta que de pronto había aumentado su interés. Algo había saltado en la orilla del estanque: una rana grande, de un verde brillante, que, después de saltar, se había quedado con dos patas dentro del agua y dos en tierra seca. Y el niño de cinco años se quedó petrificado, inmóvil como un gato en los primeros segundos de percibir su presa. Fue Helen quien corrió a buscar la pelota y se alejó con ella en el jardín; Yulian sólo tenía ojos para la rana.

En aquel momento, George había llamado desde dentro de la casa, diciendo que las broquetas se estaban quemando. Éstas debían constituir el plato fuerte de la comida de despedida de Georgina. Se presumía que George era el jefe de cocina.

Anne había corrido sobre las irregulares baldosas y bajo el arco de rosales hasta el patio de la parte de atrás de la casa, para salvar la fiesta. Había tardado un minuto, dos como máximo, en levantar la carne humeante de la parrilla y colocarla en una fuente sobre la mesa al aire libre. Entonces había bajado Georgina con aquel aire pausado tan propio de ella, y George había venido de la cocina con sus hierbas.

—Lo siento, querida —se había disculpado—. El tiempo es lo más importante, y estoy desentrenado, pero ahora todo está arreglado y todo irá bien…

Pero no todo iría bien.

Al oír el grito de alarma de Helen en la parte baja del jardín, Anne había corrido de nuevo hacia allí.

Al principio, cuando llegó al estanque, no estuvo segura de lo que estaba viendo. Pensó que Yulian se había caído de narices sobre la espuma verde. Después, agudizó la mirada y la imagen se hizo más clara. Y por mucho que había tratado de olvidarla, había permanecido fija en su mente hasta hoy.

Las pequeñas baldosas de mosaico blanco del borde del estanque estaban manchadas de sangre y de entrañas; y también lo estaba Yulian, que tenía la cara y las manos pegajosas. Con las piernas cruzadas como un Buda junto al estanque, y la rana como una bolsa de plástico verde rasgada en las manos inexpertas, Yulian estaba vaciando el contenido de aquélla. Y aquel hijo de… ¿de la inocencia…?, estaba estudiando sus entrañas, las olía,
las escuchaba
, por lo visto asombrado de su complejidad.

Entonces había aparecido su madre, que venía desde atrás y había dicho:

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Era algo vivo? Oh, ya veo que sí. A veces lo hace. Abre las cosas. Por curiosidad, para ver cómo funcionan.

Y Anne, horrorizada, había cogido a la gemebunda Helen y había vuelto la cara, jadeante.

—Pero, Georgina, esto no es un viejo despertador… ¡es una rana! —había gritado.

—¿De veras? ¡Dios mío! ¡Pobrecilla! —Agitó las manos—. Pero no es más que una fase que está atravesando. Se le pasará…

Y Anne recordó que había pensado: «¡Por Dios que espero que así sea!».

—¡Devon! —dijo triunfalmente George, dándole un codazo y sobresaltándola— ¿Has visto el rótulo, la linde del condado? Y mira, ¡allí hay un café! ¡Té, dulces, requesón! Llenaremos el depósito del coche, comeremos un poco y emprenderemos la última etapa. Paz y tranquilidad durante toda una semana. ¡Señor, que delicia…!

Al dejar la carretera de Paignton y entrar en la finca, los que iban en el coche se encontraron con Georgina y Yulian que los estaban esperando en el paseo enarenado. Al principio, casi no vieron a Georgina, pues su hijo le hacía sombra. Al detener George el coche, Helen se quedó un poco boquiabierta. Anne miró fijamente. George pensó: «¿Yulian? Sí, desde luego es él. Pero ¿cómo es posible?».

Por fin habló Anne, apeándose del coche y expresando lo que pensaba George.

—¡Yulian! ¡Cuánto has cambiado en un par de años!

La abrazó brevemente; era muchos centímetros más alto que ella. Entonces se volvió a Helen, que se apeó de la parte de atrás del coche y se estiró.

—No soy el único que ha crecido —dijo.

Era la misma voz tenebrosa que había oído Helen en una ocasión y que, por lo visto, era ahora su voz natural. Le asió los brazos, manteniéndola a distancia, y la miró con aquellos ojos insondables.

«Es bello como el diablo», pensó ella. O tal vez bello no era la palabra adecuada. Atractivo, sí; casi extraordinariamente atractivo. Su larga y recta barbilla, su cara no enteramente chupada, la frente alta y lisa, la nariz chata, y especialmente los ojos, todo se combinaba para formar una cara que habría podido parecer muy rara sobre los hombros de otra persona. Pero junto con aquella voz, y con la mente de Yulian detrás de ella, el efecto era completamente devastador. Tenía algo de extranjero, casi de extraño. Sus cabellos negros, ondulados naturalmente hacia atrás, formaban una especie de melena sobre la nuca y hacían que pareciese todavía más lobuno de como ella lo recordaba. Esto es: ¡lobuno! Y estaba creciendo como un árbol.

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