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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (15 page)

BOOK: Valfierno
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—Anoche estuve con él.

—Ya me lo dijo.

—Ya sé. ¿Realmente le parece un tipo de confianza?

—Hasta donde se puede confiar en un hombre.

—¿Y hasta dónde se puede?

—Sólo un poquito más que en una mujer.

Dice Valérie y abre los labios bermellones para que Valfierno le vea la lengua llena, amenazante. Pero también sus dientes. Valfierno desvía la mirada: primero desvía la mirada y después se obliga a concentrarla en esos dientes. Son el precio, se dice. Y verlos, saber que están ahí puede ayudarme.

—Le pregunté de qué era capaz y me dijo que si había buen dinero era capaz de cualquier cosa.

—No se fíe mucho de su "cualquier cosa". Debería haberle dicho "de cualquier cosa que pueda imaginar", y eso limita mucho el abanico.

—Me pareció. No daba la impresión de ser una luminaria.

—Y usted lo quería para perfeccionar su educación en lenguas clásicas, supongo.

—En serio, Valérie. Tengo miedo de que sea demasiado tonto, incluso para esto.

—¿Incluso para qué?

—Para lo que quiero que haga.

—Que sería...

Valfierno le agarra la mano con joyas de fantasía que yace sobre el mantel blanco, pero no termina la frase que ella dejó pendiente. Siente como sus dedos se contraen: nervio-sa o disgustada.

—¿Sabe de qué me acuerdo, marqués?

—Prefiero no imaginarlo.

—Me acuerdo de aquella vez que le pregunté qué era lo más extraño que usted había falsificado. ¿Se acuerda qué me contestó?

—Sí.

—No me contestó nada, se puso digno, y yo pensé que incluso estaba falsificando esa respuesta. Pero ahora no puede: yo soy la que le dije que Perugia había trabajado en el Louvre. A mí se me ocurrió que podíamos organizar algo con él. ¿Ahora no va a intentarme meterme el perro, no?

—Yo nunca intentaría engañarla, Valérie, si a eso se refiere.

—Mi querido, usted sabe que yo podría enterarme tan fácil de todo eso...

Valfierno no sólo lo sabe; supone, además, que Valérie ya se enteró: que está jugando a interrogarlo pero que ya consiguió antes, de Perugia, todas las respuestas. Le gustaría saber qué relación la mezcla con el italiano. El está más tranquilo: ha decidido que puede soportar que Valérie crea que lo usa, que no le importa: que mientras ella lo satisfaga y pueda usarla, no le importa. Mientras pueda desahogarme con ella, piensa, y la palabra le rebota: desahogarme. Pero hay momentos en que no se convence. Debería dejar de verla, olvidarla de una vez por todas, olvidarse. Y, sobre todo, no mezclarla en esto. Eso va a ser difícil:

—Es mejor que usted no sepa nada, Valérie.

—¿Mejor para qué, para quién?

—Mejor para usted. Y para mí.

—¿Así que me va a dejar afuera?

—¿Afuera de qué?

—Marqués Eduardo de Valfierno, o quienquiera que sea: soy joven y me conviene que gente como usted se crea que soy tontita, pero no soy. Y no creo que a usted le convenga tratarme como si lo fuera.

Hay algo en su tono que lo irrita: Valfierno se limpia la boca con la servilleta de hilo blanco, tose, levanta la cabeza. Y dice lo que no había pensado:

—Entonces vamos a hablar claro. Hoy vamos a dejar de vernos: no nos conviene, ni a usted ni a mí, no nos sirve. Y no se meta en este asunto. Me lo deja a mí. Pero, por supuesto, reconozco su participación y me comprometo: si sale todo bien le hago un regalo extraordinario, más de lo que nunca nudo haber soñado.

—Valfierno, no me puede dejar afuera. Ni me puede dejar, Valfierno, sería una tontería.

Valfierno la mira con algo parecido a la ternura. Se pregunta si de verdad acaba de dejarla:

—Es por su bien.

Le dice, y se preocupa: Valérie es una cría, no tiene nada que perder, no sabe cómo son las cosas. Puede hacer muchas tonterías.

—Usted no sabe con quién está jugando.

Le dice ella, y le muestra los dientes.

9

—¿Y usted no volvió a ver a Valérie?

—¿A quién?

—A Valérie, a la amiga de Valfierno, la que lo ayudó a...

—Ah, se llamaba Valérie.

—¿Se había olvidado? Por lo que me dicen, no parece que haya sido el tipo de mujer que uno olvida tan fácil.

Dije y Chaudron, antes de contestarme, miró hacia la cocina. Ivanka, por el momento, había desaparecido. Pero podía estar detrás de la puerta: él debía saber.

—¿Por qué dijo haya sido? ¿Se murió?

—No sé. Esperaba que usted me dijera algo. Yo no la puedo encontrar de ninguna manera. Pero si usted se ha olvidado hasta el nombre...

—¿Olvidado? Nunca la conocí. El nunca me la habría presentado. Usted sabe: el argentino era un especialista en dividir para reinar.

Dijo, y se sonrió y se pasó la mano por la cara, como quien espanta. Había un tinte extraño en su forma de pronunciar "el argentino".

—Acá me tiene, otra vez, dejándome avasallar por él. Yo no digo dividir para reinar. Eso habría dicho él, siempre tan rimbombante: dividir para reinar.

—¿Y entonces por qué le importa que esté viva o muerta, si me disculpa la pregunta?

—No me importa. Por supuesto que no me importa. Por qué me iba a importar.

Lo subrayaba: hasta ese momento Yves Chaudron me había parecido una persona reacia a toda afirmación tajante: de esos que temen que cualquier afirmación los arrastre en una catarata sin final. Y ahora subrayaba demasiado: me intrigó Pero yo no había ido a verlo para desentrañar el misterio de sus relaciones con Valérie Larbin o como fuera que él pudiera llamarla.

—¿Por qué, dividir para reinar?

—Usted no sabe cómo es él.

—¿A quién se refiere?

—Él, Becker: Valfierno. ¿De qué estamos hablando?

—De él, Chaudron. Disculpe.

—Por eso. Valfierno siempre tuvo miedo de que pudiéramos aliarnos contra él, me parece. Eso creía. Una estupidez. ¿Para qué habríamos hecho semejante cosa?

—¿Para qué?

—No sé. Para robarle sus ideas, supongo. Eso es lo que le daba miedo: que le robaran sus ideas, como si hubiera tenido alguna. Pero siempre creyó que los que estaban alrededor de él no tenían más remedio que envidiarlo y, entonces, iban a tratar de sacarle lo que tenía. O quizá tenía miedo de que nos diéramos cuenta de algo sobre él, no sé. Que no era lo que decía. Que no lo necesitábamos. La verdad, no me importa. No se crea que me importa.

—No se preocupe.

Le dije, pero Chaudron ya se me había escurrido entre los dedos. El viejo oscilaba entre la amabilidad distante y las ausencias. Ahora estaba quieto, la mirada perdida en un cuadro colgado del otro lado del salón de su casita de campo tan cursi, tan francesa: era curioso pensar que este señor mayor había participado en una de las grandes estafas del siglo para amueblarse un salón con sillones falso rústico y rosas de Papel. El cuadro me resultaba conocido: una virgen de las rocas de tonos oscuros con su niño regordete entre los brazos.

Era un cuadro grande, de una belleza sombría e imponente y me pregunté si sería una obra suya.

—Sí, yo lo hice.

Me dijo sin que llegara a preguntárselo.

—Lo hice cuando fui Leonardo.

—¿Qué significa
cuando fui Leonardo?

—Lo que oyó. ¿O usted se cree que pintar un cuadro ajeno es cuestión de agarrar un pincel y tratar de imitar unos trazos? Eso creía yo al principio, cuando trabajaba con mi maestro Falaise en Lyon. No sabe lo que me costó aprender que no era así. Y, la verdad, se lo debo a Valfierno. Él me hizo entender que para hacer lo que hace otro había que transformarse en ese otro. En eso sí que era el mejor. Imagínese: si ahora hablamos de él y decimos Valfierno...

—Bueno, no veo la relación.

—Yo podría explicársela si no estuviera tan cansado. Aunque no debería. La verdad, no estoy tan viejo como para estar así de cansado, todavía. Pero quédese con lo que le digo: para pintar como Leonardo tuve que ser Leonardo. Tuve que estudiar sus escritos, comer sus comidas, sentir sus frustraciones, vivir...

No me atreví a preguntarle si también había adoptado sus costumbres sexuales. Así, hundido en su sillón tapizado de cretona floreada, Chaudron parecía un hombre que nunca se hubiera dedicado a tales cosas. Quizás no me mentía, después de todo, cuando me dijo que nunca nadie conseguía recordarlo: que no se hacía memoria. Sus obras eran memorables; él no tenía ni un rasgo distintivo, salvo ése. Se me ocurrió si es fácil recordar a alguien porque no tiene nada que uno pueda recordar: tonterías —y no podía permitirme distracciones. Ivanka sacudió la puerta de la cocina para que la oyéramos entrar. Sin darse cuenta, Chaudron se irguió en el sillón: se enderezó.

—Querido, es la hora de tus medicinas.

—Sí, querida, ahora mismo

Le pregunté si estaba enfermo y me miró como quien espera una pregunta. Entonces le pedí que me contara qué había hecho a su llegada a Buenos Aires y me dijo que ya me había dicho que no me daría detalles.

—Sí, no le pido detalles. Cuénteme en general.

Yves Chaudron le ordenó a su mujer redonda rusa un vaso de agua para sus remedios y me dijo que al principio Buenos Aires le había resultado tan intimidante como París pero por otras razones: que era un lugar salvaje.

—Era un lugar salvaje, donde todo estaba por hacerse, o parecía. Usted no sabe la energía que circulaba por esa ciudad: toda esa gente que recién llegaba, que traía la fuerza del hambre o de las esperanzas y estaba agazapada buscando su oportunidad para saltar. Créame, no es porque sea yo: daba un poco de miedo.

Chaudron tardó un par de semanas en conseguir su primer empleo: un fotógrafo portugués lo contrató para que hiciera retratos a la acuarela de sus clientes —y por un precio razonable les ofrecía la pintura junto con la foto. Era una buena idea —en los retratos los clientes salían más favorecidos que en las fotos, me explicó— y el portugués empezó a ganar mucho dinero, pero Chaudron se tenía que contentar con un sueldo que apenas le alcanzaba para pagar la pieza y la comida. Lo habría soportado, me dijo, si no hubiese estado medio enamorado de una costurera yugoslava que le echaba en cara su pobreza. Al otro lado del salón Ivanka volvió a interrumpir su bordado para escuchar mejor. Estaba sentada justo debajo del cuadro; de pronto se me ocurrió que la cara de la virgen falsa se parecía mucho a la de Valérie según Valfierno. Por algo no se sonreía.

—Entonces pensé que no necesitaba al portugués ese, que yo podía hacer retratos por mi cuenta y me hice unas tarjetas ofreciendo mis servicios. Yo había pensado que iba a ser difícil conseguir clientes, pero ya entonces Buenos Aires daba para todo. El problema, en realidad, fue cuando quise retratarlos: les pedía que posaran y trataba de pintarlos pero no podía, no había forma de que me salieran parecidos. Con las fotos no tenía problemas; con el modelo vivo no había caso. La verdad, no tendría que haberme sorprendido: era lo mismo que me pasaba acá antes de irme. Pero debo haber creído que con eso de cambiar de país, de empezar una vida nueva, iba a ser capaz de pintar al natural y descubrí que no que yo seguía siendo yo, el mismo en otro continente. Fue muy decepcionante.

Chaudron buscó un fotógrafo con quien reconstruir el arreglo que tenía con el portugués: tardó meses y meses en volver al punto de partida. Entonces sí se resignó: durante años mantuvo su trabajo de retratista de segunda mano. Ya ganaba lo suficiente para alquilar un pequeño departamento, sacar a pasear a la yugoslava y ahorrar algún dinero; no tenía ambiciones y pensó que su vida podía seguir así durante mucho tiempo.

—O para siempre. En realidad yo creía que iba a ser así para siempre, pero usted sabe cómo es, hay palabras que la gente como yo no se atrevía a decir.

No le pregunté a qué llamaba la gente como él: ya me iba dando cuenta. Había empezado el siglo cuando se consiguió un empleo que le daría más dinero y, sobre todo, más estabilidad: se enteró de que las autoridades del Correo buscaban un dibujante para diseñar sus estampillas.

—Yo nunca lo había hecho, imagínese, pero los argentinos todavía eran muy ingenuos y creían que cualquier francés era capaz de cualquier cosa. Me presenté, me contrataron. Y después, con el tiempo, también me contrataron otros para hacer lo mismo.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que le dije, Becker, no se haga el tonto. Que había otros que me pagaban mucho más por los mismos dibujos.

—¿Coleccionistas?

—Becker, por favor. Lo hice, gané bien. Quizás usted no sepa qué poca diferencia hay entre trabajar de un lado de la ley o del otro lado. Sería normal que no lo supiera. Afortunadamente la mayoría de la gente cree que es muy distinto: si no fuera por eso, el mundo sería un caos.

—Disculpe, pero no entiendo muy bien lo que me dice,
i

—Da lo mismo.

Me dijo Chaudron, sin hacerme el menor caso: por momentos su humildad se transformaba en un desprecio sin alardes. Por momentos parecía claro que no me hablaba a mí, que no me necesitaba para nada.

—La cuestión es que me aburría; tenía mucho tiempo libre, me aburría. La yugoslava se había casado con un compatriota, yo ya estaba grande y seguía soltero, me aburría. Si no hubiera sido por eso supongo que nunca lo habría conocido.

—¿A quién, Chaudron?

—¿De quién hablamos, Becker?

Ivanka se había acercado sin hacer ningún ruido: utilidad de las pantuflas de felpa en interiores. Me pareció que exageraba su acento cuando nos ofreció algo de comer. Yo le dije que no se molestara y ella que no era molestia y que ya lo tenía preparado; Chaudron se sonrió:

—Aproveche, Becker. Mi señora cocina como un ángel pero no suele ser tan generosa. Se ve que usted le cayó bien.

La mesa estaba en la cocina. Ivanka nos sirvió unas pastas que llamó piruguis o pirugues, rellenas de algo que no reconocí y bañadas de crema: tuve que esforzarme para terminarlas. Había vino y la charla se desvió hacia el estado del mundo: la rusa no decía palabra, Chaudron parecía muy versado en los efectos de la crisis, la desocupación, los peligros latentes. Comía como si no le importara pero repitió su plato dos veces. Ivanka sonreía. Chaudron hablaba con la boca llena:

—No sé cómo lo ve usted, Becker, como americano, pero cada vez más gente piensa que el capitalismo no va a sobrevivir a esta crisis, que ésta sí va a ser la última.

—Ésas son tonterías.

—No se crea, no se crea. Fíjese acá al lado, en Alemania: los comunistas están a punto de tomar el poder. Y ahí sí que se acabó todo. Si alguien no los para, el mundo que conocemos se acaba en unos pocos años.

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