Vacaciones con papá (8 page)

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Authors: Dora Heldt

BOOK: Vacaciones con papá
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—No pasa nada. Soy Heinz, creo que el personal debería tutearse.

Gesa se rió.

—Con mucho gusto. Pues espero que trabajemos bien juntos, Heinz.

Gesa estudiaba en Oldenburgo. Sus padres vivían a dos casas de la pensión, y desde que iba al colegio había echado una mano en Haus Theda. Ahora había vuelto a casa a pasar las vacaciones y de ese modo se ganaba algo de dinero.

Marleen se secó las manos y dejó el paño en una silla.

—Bien, Gesa, dentro de un rato puedes empezar a recoger el comedor con Christine, hoy no llega ni se va nadie, así que lo normal. Vosotras os encargáis de eso y yo me voy al bar con Heinz. Antes podéis echarle un vistazo al jardín para comprobar que todo está bien.

Me guiñó un ojo y sacó a mi padre de la cocina.

—Hasta luego, volveré dentro de un rato.

Me volví hacia Gesa, que se servía café.

—¿Quieres uno? Antes de empezar a trabajar necesito tomarme un café y fumarme un cigarrillo en el jardín. —Sonrió con timidez—. Mis padres no saben que fumo, qué tontería, ¿no? Y eso que ya tengo veinticuatro años.

Me sentí aliviada.

—Sí, la verdad es que me tomaría otro café. Yo tengo cuarenta y cinco y mi padre no quiere que fume. Y vamos a pasar dos semanas juntos de vacaciones.

—Y ¿por eso has dejado de fumar?

—No, pero lo hago a escondidas. No quiero arriesgarme. Todavía no conoces a mi padre.

Tras un magnífico cuarto de hora al sol matutino con un cigarrillo en el sofá de mimbre, Gesa me enseñó lo que tendría que hacer por la mañana las próximas dos semanas. Yo me ocuparía de los desayunos y ella de las habitaciones.

—Normalmente se encarga Kathi, mi hermana, pero ha pisado una caracola. Mi madre dijo que así no debía trabajar, y Kathi le ha hecho caso. La verdad es que se le ha infectado, está tomando antibióticos y no puede apoyar el pie.

—¿Cómo es que tu hermana no ha ido al médico? A mí me habría dado lo mismo lo que dijera mi madre.

—Mi madre es médica.

—Ah…

—Siempre ha tenido miedo de mimarnos demasiado.

Era un argumento, sin duda. Había un montón de padres raritos.

Ya había recogido tres mesas, preparado cuatro cafeteras, repuesto el embutido y memorizado el nombre de tres huéspedes cuando Dorothea vino a desayunar. Llevaba unos vaqueros cortados y una camiseta de colores y chocó en el pasillo con Gesa, que iba a bajar la colada al sótano. Se cayeron bien en el acto, y Gesa decidió hacer un breve descanso en el jardín.

Mientras Dorothea se sentaba a desayunar en el sofá de mimbre, Gesa nos contó la maravillosa historia de amor de Hubert y Theda.

—Hubert es de Essen, tiene una fábrica grande, no sé de qué, pero da lo mismo, la cosa es que maneja pasta. Lo conozco desde que era pequeña, venía todos los veranos con su mujer. Hace cuatro o cinco años la señora Sander murió, y Hubert no volvió hasta hace dos años. Y empezó a invitar a Theda a comer. Ella en un principio se negó, creo que no había vuelto a salir con un hombre desde que murió el tío Otto, hace veinte años, pero al final dijo que sí. Y así empezó todo.

Dorothea tragó lo que estaba comiendo.

—Y ¿cuántos años tienen?

Gesa se paró a pensar.

—Creo que Theda tiene casi setenta y Hubert setenta y cuatro o setenta y cinco.

—Christine, y nosotras que a los cuarenta pensábamos que el amor se había terminado. Mira por dónde aún hay tiempo de sobra.

La historia me pareció muy romántica.

—Y ¿desde cuándo son pareja?

—Espera a ver… El año pasado, en junio, Marleen llegó a la isla, y desde agosto no han parado de viajar. Así que desde hace un año escaso.

Dorothea suspiró.

—Una bonita historia. Y apacigua mi corazón impaciente. En el momento menos pensado, Christine, seguro que encontramos a nuestro Hubert. Hagamos un brindis.

Levantamos las tazas de café con solemnidad.

La pregunta de Dorothea: «¿Dónde anda Heinz?» borró de un plumazo mi disposición romántica.

—Dios mío, se ha ido al bar con Marleen, pero de eso hace ya una hora. Espero que todo vaya bien.

Me levanté de pronto, y Gesa me miró desconcertada.

—¿Por qué no iba a ir bien? ¿Qué les pasa?

Dorothea se terminó tranquilamente el café.

—A Marleen nada, pero Christine no tiene mucha mano con su padre. Es…, cómo decirlo, a veces es un tanto espontáneo.

Gesa estaba cada vez más confusa. Traté de explicárselo.

—A mi padre no le gusta salir de viaje, nada, la verdad, por lo menos no sin mi madre. Por eso ahora está un poco alterado. Es su primera vez.

—Alterado es una buena palabra. —Dorothea se rió—. Gesa, no dejes que su hija te asuste, nuestro Heinz es muy divertido. Vamos a ver qué hacen. O Marleen lo ha estrangulado con un cable eléctrico o él ya ha hecho al menos ocho amigos nuevos. Creo que esto último es lo más probable. Por cierto, Christine, tienes algo en la pierna.

—Brindo por ti, Marie. —La voz de mi padre se oía más que la de Frank Zander, cuya canción sonaba en la radio—. Por lo que tuvimoooos…

Lo vi por la ventana, que estaba abierta. Se encontraba subido a una escalera, tapando un agujero en la pared. Cuando nos oyó entrar, se volvió. La escalera se tambaleó y yo contuve el aliento.

—Señor, no me dejes caer.

Un hombretón con barba cerrada enfundado en un mono azul apareció de pronto a su lado y sujetó la escalera. Mi padre le sonrió y se apoyó con una mano justo en el lugar que acababa de tapar.

—Como si me fuera a caer de una escalera. Tengo un sentido del equilibrio estupendo, no te preocupes. —El hombretón lo miró con escepticismo.

—Hola, Christine, hola, Dorothea. Éste es Onno, el electricista. Onno, éstas son mi hija y Dorothea, una trabaja en la tele, la otra pintará después el bar.

Se pasó una mano por la frente, que se embadurnó con la masilla. El color gris claro hacía que sus ojos parecieran muy azules. Dorothea lo miraba fascinada.

—Heinz, tienes algo en la cara.

—Ya. —Mi padre se bajó con cuidado de la escalera—. El trabajo deja huellas. Primero he rellenado los agujeros, para que cuando pintes la superficie esté lisa. No te imaginas cómo estaba la pared, tenía auténticos cráteres, pero todo es cuestión de ponerse, pimpán, pimpán, así no se pierde tiempo con los preparativos. A los obreros eso les da absolutamente lo mismo.

Busqué los rellenos de la pared, pero sólo vi el que tenía su mano estampada. Posiblemente ése fuera el cráter.

Además de nosotros y Onno, en la habitación había otros dos trabajadores: un hombre joven con el mismo logotipo que Onno en el mono y otro algo mayor que estaba con Marleen aparte, en una mesa, hojeando un catálogo de pintura. Mi padre se limpió las manos en los vaqueros y nos cogió a Dorothea y a mí.

—Señoritas, os voy a presentar al equipo para que sepáis con quiénes nos las tendremos que ver. Bueno, a Onno ya lo conocéis, es el jefe de los electricistas, están instalando las lámparas y demás. Es majo, no habla mucho, pero tampoco le pagan por eso. También le gustan las canciones populares. Y conoce a Kalli.

—Jugamos juntos a las cartas, Kalli y yo. —Onno nos dio la mano y se inclinó ligeramente.

Mi padre lo miró con orgullo.

—Y éste es Horst, el compañero de Onno.

—Buenos días.

Horst también nos dio la mano e hizo una reverencia. Mi padre y Onno miraban con aire satisfecho.

—Al que está con Marleen no lo conocemos. Es de tierra firme, dice Onno, probablemente el pintor. —Bajó la voz—. Parece un hippy, no sé…

Si se lo miraba con más atención, el hippy debía tener unos cuarenta años, la espalda ancha, la cadera estrecha y un pelo rubio por los hombros que llevaba recogido con una goma. Los ojos de Dorothea se clavaron en su espalda y después en el trasero.

—Mmm…

Los tres la miramos: su cara lo decía todo.

—¡Dorothea! —Procuré sonar crítica, pero no lo conseguí del todo.

Mi padre asintió a modo de confirmación.

—¿Lo ves, Dorothea? Hasta tú le estás mirando los bolsillos del pantalón. Espero que no lleve drogas.

—En cualquier caso, no es de la isla.

Onno se rascó la cabeza y miró fijamente la espalda del hombre, que a esas alturas se había dado cuenta de que tenía clavados cuatro pares de ojos. Le dijo algo a Marleen y se dio la vuelta.

—Anda, pero si estáis aquí. —Marleen vino hacia nosotros—. ¿Va todo bien?

Yo sonreí. Dorothea miró al hippy que no era de la isla, y mi padre y Onno estaban pegados a nosotras con aire resuelto.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Marleen vacilante.

—Todavía no…

La voz de Dorothea me pareció lasciva. Mi padre se plantó delante.

—Marleen, debemos saber con quién nos las tenemos que ver.

—¿Qué ha sido ahora? —Sonaba confusa.

Le di un empujón a Dorothea para que apartara los ojos de su víctima.

—Nada, no ha pasado nada. Mi padre y Onno nos querían presentar a todo el mundo, pero no conocen a ese chico.

Entretanto, el chico se había acercado a nosotros. Adiviné lo que pensaba Dorothea: por delante estaba aún mejor que por detrás. Tenía una cara muy expresiva.

—Ah. —Marleen pareció aliviada—. Pensaba que Onno lo conocía. Bueno, éste es Nils Jensen, el interiorista. Nils, ésta es mi amiga Christine; su padre, Heinz; Dorothea, la escenógrafa que trabajará contigo, y Onno Paulsen.

Nils esbozó una sonrisa arrolladora, nos dio a todos la mano, miró a Dorothea un buen rato y le dijo a Onno:

—Ya nos conocemos, antes siempre trabajaba en tu empresa en vacaciones. Mi padre es Carsten Jensen.

Onno le estrechó la mano.

—Eras más pequeño y tenías el pelo corto. Normal que no te haya reconocido. Buenos días.

Mi padre no estaba tan dispuesto a ceder.

—Y ¿sabe su padre que está usted aquí?

—Papá.

—Heinz.

Nils nos miró a Dorothea y a mí y luego miró a mi padre.

—Claro. Me quedo en su casa.

—Ajá. Tal vez podamos conocerlo.

Ahora fue Onno quien también miró desconcertado a su nuevo amigo. Nils ni se inmutó.

—Seguro que mi padre se pasará por aquí, al fin y al cabo querrá saber lo que hago con el bar al que solía venir.

—Hacer tampoco es que haga mucho, usted sólo dibuja.

Marleen tragó saliva, y a mí me pareció que como primera impresión era suficiente.

—Bueno, papá, son casi las doce. ¿Aún tienes que hacer algo aquí o vamos a dar una vuelta y compramos el periódico?

—Pregúntaselo a mi jefa. —Sonrió a Marleen con la cara manchada de masilla—. Si me da permiso, me voy contigo.

Marleen asintió aliviada.

—Id sin más. Onno sabe lo que hace y Nils puede organizarse con Dorothea. No tengáis prisa. Que os divirtáis.

Dorothea dejó de mirar a Nils y se centró en Heinz.

—¿Vas a salir así? Vas lleno de masilla.

Él se frotó las manos en los vaqueros.

—¿Me cambio de ropa? Así no tengo muy buena pinta, ¿no? Christine, ¿me cambio?

Lo empujé hacia la salida.

—Primero iremos a casa. Hasta luego, entonces.

Mientras me dejaba pasar, mi padre susurró:

—Espero que el Nils ese sea decente. Miraba muy raro a Dorothea. Habrá que estar pendientes. ¿Tú crees que tenía las pupilas dilatadas? Debes lavarte la pierna antes de salir. O ponerte pantalones largos.

Me planteé preguntarle a Nils si tenía drogas. Por si acaso.

Un amigo, un buen amigo

Dos horas más tarde estábamos en el Surfcafé, con dos copas de helado y el mar delante. Había recorrido el centro con mi padre a una velocidad de vértigo. Habíamos comprado un periódico y, de camino, él había visto que había tanto una calle Friedrichstrasse como una Strandstrasse, igual que en Westerland. En la librería se enzarzó con la dueña en una discusión en la que le reprochó que los nombres de las calles eran copiados.

—Esto es una especie de Sylt para pobres.

Llegados a ese punto yo abandoné el establecimiento en señal de protesta y me senté fuera en un banco a fumarme un cigarrillo. Mi padre tardó en salir un cuarto de hora, se sentó a mi lado en el banco y explicó que la propietaria se llamaba Helga y le había regalado una guía de Norderney. Casualmente quería pasar la Nochevieja en Sylt, y él se había ofrecido a enseñarle la isla.

—Una mujer muy especial —aprobó—, no es de Norderney. Es forastera. Por cierto, aquí huele a quemado, ¿nos vamos?

Por miedo a que nos vetaran la entrada en las tiendas, apreté el ritmo. Pasamos a la carrera por delante de numerosos establecimientos, le enseñé dónde estaban la oficina postal, el banco, el panadero, y no le permití entrar en ningún sitio. Mi padre cada vez estaba más callado, y después empezó a cojear y se detuvo de pronto.

—Me duele la cadera. No puedo ir tan rápido.

—¿Te apetece un helado? —Yo sentía punzadas en el costado.

Mi padre se quitó la gorra y se limpió el sudor de la frente.

—Sí. De pistacho. Con nata.

—¿Estás muy cansado para dar un paseíto por la playa? Después vamos al Surfcafé a ver el mar.

—Claro. La playa siempre apetece. Pero no hace falta ir corriendo.

Fuimos dando un paseo por la orilla en silencio. Mi padre me llevaba del brazo y miraba el mar con cara de felicidad.

—La playa no está mal, es parecida a la nuestra.

Yo estaba calmada. En el Surfcafé nos sentamos a una mesa al sol, tomamos helado de pistacho con nata y después café, a mi padre el servicio le pareció agradable y comentó satisfecho que el helado era dos euros más barato que en su café preferido de Kampen.

—Esto no está nada mal. —Miró satisfecho a su alrededor—. Nada mal, no, señor. —Comía su copa de helado con fruición. Y tienen un buen helado.

Abrió su diario
Bild
y se puso a leer. Yo miraba el mar y pensaba en si Dorothea haría algo con el atractivo hippy. Las señales eran claras. Me propuse no ser envidiosa. De todos modos, los rubios de pelo largo no me ponían, como diría Dorothea. Aunque tuviera un buen trasero.

—Oye, hija…

Me sobresalté, sentí que me habían pillado teniendo pensamientos impuros.

—¿Sí?

—Está muy bien que pasemos las vacaciones juntos, ¿no?

Miré a mi padre. Tenía helado verde en la nariz y algo de nata en la barbilla. Ladeó la cabeza y sonrió.

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