Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
—Hueles a algo muy fuerte. ¿O es que has comido algo raro?
Decidí no responder y me despedí con dignidad. Marleen oyó la puerta y vino a mi encuentro.
—He preparado té, ¿te apetece una taza? —Su mirada descansó en mis bolsas—. Creía que ibas a ir a la playa. Eso le dije al señor Thiess. Por cierto, ¿lo has visto? Ha vuelto.
—Lo sé.
Con las bolsas al hombro, seguí a Marleen al jardín. Ella sirvió té y me ofreció una taza. Luego me miró expectante.
—¿Y bien? Cuenta. ¿Te ha encontrado?
Me senté a su lado.
—Sí. Yo lo único que quería era irme para buscar a Heinz y a las gemelas.
—Ya, ¿y?
—Y nada. Tú estabas en el Haifischbar cuando Gisbert von Meyer y mi padre se inventaron la teoría esa de que Johann es el cazafortunas. Porque mira mal.
—Y lo de la dirección, que también fue raro.
—Marleen, puede haber mil razones. A saber si el amigo de Gisbert es idiota y si miró donde debía.
—Y ¿qué hay de Cuqui?
Busqué el tabaco en el bolso.
—Seguro que hay una explicación. Más tarde lo veré y se lo preguntaré. En cualquier caso, no me apetece lo más mínimo creer en semejante teoría de la conspiración sólo por unas especulaciones tan descabelladas. Pero antes de hablar con él me gustaría impedir el encuentro entre el detective jefe Heinz y Johann.
—Estás coladita por él, ¿eh?
Marleen me sonrió.
—Creo que sí. Pero eso no significa que vaya a dejarme el cerebro en casa. No te preocupes. Por cierto, me he encontrado a Gisbert con Weidemann-Zapek y Klüppersberg en el centro. Y hay nuevas teorías: nuestro avispado periodista vio al cazafortunas en la recepción del Georgshöhe.
—Pero si GvM no conoce a Johann Thiess.
—No, pero dentro de nada harán responsable a otro por culpa de una descripción imprecisa. Alrededor de esa hora Johann estaba en la playa, ¿cómo iba a estar en el Georgshöhe?
—Además, ha vuelto a quedarse aquí —repuso Marleen pensativa—. En cualquier caso, intentaré calmar a Heinz. Me da mucha rabia haberle contado lo de las fotos. Y que Johann Thiess me pareciera raro. Lo siento.
Me bebí el té y me levanté.
—Bueno, aún puedes minimizar los daños. Yo me voy a duchar y a darme crema, me he comprado un vestido carísimo para que esta noche nada salga mal. Lo único que no sé es cómo acudiré a mi cita sin que me sigan los sabuesos.
—Deja —Marleen estaba relajada—, de eso me encargo yo, para resarcirte. Ya veré cómo me las ingenio para distraer a los muchachos.
Cuando cogía las bolsas, Marleen recordó algo:
—Por cierto, mañana llegan refuerzos. Ha llamado Hubert, que llegará antes de lo que pensaba.
—¿Y eso? ¿Qué hay de tu tía Theda?
—Agnes, la mejor amiga de Theda, de Leer, cumple setenta años y lo va a celebrar durante dos días. Hubert se niega a participar. Llevará a Theda y después vendrá a la isla.
—Y ¿qué va a hacer aquí solo?
Marleen me miró con cara de resignación.
—Adivina.
—Te echará una mano. Para que el sábado esté todo listo.
—Ajá. Ahora ya son cinco: Heinz, Kalli, Onno, Carsten y Hubert. ¿Te he dicho que Carsten ha estado poniendo peros a los planos de Nils? Según él, su hijo ha sido un poco chapucero, quiere enmendarlo mañana. Por cierto, con sus sesenta y cuatro años Onno es el benjamín del grupo, el resto de nuestra mano de obra suma… Doscientos noventa y cinco años. El no va más.
—Marleen, espero que no te multen. Y que no te pongan pegas los de las pensiones. Ahora me voy. Si viene Heinz, disimula. Se ha comprado ropa nueva, parece el rey de la disco, y está deprimido porque en la Antártida mueren pingüinos. Bueno, hasta luego.
Al salir volví la cabeza un instante. Marleen estaba en el sofá de mimbre meditabunda, su mirada perdida no permitía intuir si estaba desesperada por la edad media de sus ayudantes o por la muerte de los pingüinos.
Estaba retirando con cuidado el precio del vestido nuevo cuando oí la llave en la puerta y, acto seguido, el arrastrar de los pies de mi padre por el pasillo. Por lo visto, la cama elástica no había disminuido su consternación.
—¿Christine?
—Estoy en la cocina.
Entró y se dejó caer despacio en el banco.
—¡Menudo día!
—¿Tanto trabajo te han dado las gemelas?
—¿Las gemelas? No, eso ha sido muy sencillo. No son los primeros niños con los que me las tengo que ver.
—¿Pues entonces? ¿Tanto te han afectado los pingüinos?
—Tendrías que haberlo visto. Hay que hacer algo. Es un escándalo.
—Papá, la naturaleza es así. Selección natural: sólo los fuertes sobreviven.
Mi padre era el horror personificado.
—¡Christine! De verdad que no sé de quién has sacado esa insensibilidad. De mí, desde luego no.
Rantamplán
, pensé mientras descosía los últimos hilos del bolsillo de la falda.
—Bueno —dije al tiempo que levantaba el vestido—, listo.
Mi padre, con la barbilla apoyada en la mano, lo observó.
—¿Te lo has comprado hoy?
Teniendo en cuenta su camisa con caramelos, me dio miedo lo que pudiera responder y asentí con cautela.
—Está bien. Bonito color, te pega con los ojos.
Ciertamente mi padre estaba fatal. Me senté a su lado y le puse la mano en la espalda.
—¿Sabes qué? Seguro que hay alguna fundación para la protección de la Antártida o los pingüinos. Después lo busco en Internet. Y ahora vamos a cambiarnos de ropa para ir a cenar.
Se miró.
—¿Por qué tengo que cambiarme? Todo esto es nuevo.
—Ya —me esforcé por no ser seca—, pero creo que unos vaqueros y una camisa lisa te darían un aire más… más serio.
—¿Serio? ¿Para Kalli o para Marleen? ¿O para Onno? Por cierto, he invitado a cenar a Carsten, al fin y al cabo ahora forma parte del equipo.
Marleen estaría encantada. Nuestras pequeñas reuniones vespertinas empezaban a ser cenas multitudinarias.
—Carsten, claro. Espero que Marleen lo sepa. —Mi padre asintió con cierta arrogancia—. Vale, la llamaré. Te he dejado las cosas en la cama, podemos irnos ya.
Antes de que me diera tiempo a marcar el número de Marleen, llamó ella para informarme de que Carsten ya había llegado, había disculpado a su mujer, tenía que ir a jugar a los bolos. Sin embargo, Gisbert von Meyer había llamado para decir que no acudiría porque estaba en plena labor de vigilancia. Por su parte, ella había aconsejado a Johann Thiess que no se pusiera a tiro de ciertos señores mayores; más tarde yo se lo explicaría. Y que nos diéramos prisa, las salchichas estaban calientes.
Mi padre, todo elegante con sus vaqueros y su camisa azul celeste, aunque se quejó de que la ensalada de patatas con salchichas como mucho se comía en Nochebuena, repitió tres veces y después se retrepó con aire satisfecho.
—Lo que pasa es que luego te sienta mal.
Se aflojó un tanto el cinturón.
Entretanto, Carsten dibujó en un papel cómo tenía que ser a su juicio el interiorismo e intentó convencer a Onno de que pasara por alto las instrucciones de Nils.
—Créeme, las lámparas tienen que ir justo encima de las mesas para que se pueda ver la comida. Lo que ocurre es que mi hijo no es práctico.
Marleen revolvió los ojos, yo le sonreí para tranquilizarla y procuré ver la hora que era en el reloj de pulsera de Kalli. Casi las nueve. Me asusté porque el móvil me vibró en el fino bolsillo del vestido nuevo. Mi padre me miró.
—Te noto como nerviosa. ¿No ves que a veces tiemblas?
—¿De veras? —Cogí el vaso con indiferencia—. Quizá sea un acto reflejo por nadar.
Conté hasta diez y me levanté. Por lo visto, ese día a mi padre no sólo le preocupaban los pingüinos, también su hija.
—¿Adónde vas?
—Al servicio.
—Si tienes que ir, ve.
—Gracias.
En el cuarto de baño escuché el mensaje en el acto: «Te espero en el Surfcafé hasta que vengas. Tengo ganas de verte.»
Me acaloré. «Voy dentro de una hora. Yo también.»
Ya me las arreglaría como fuera. Tiré de la cadena y salí. A pesar de que no habían pasado ni cinco minutos, el ambiente ya era otro: mi padre parecía picado; Kalli, ofendido; Carsten, perplejo; Onno, desvalido. Y el blanco de todas esas miradas era Marleen.
Primero la miré a ella y luego miré a los otros.
—¿Qué ha pasado?
—Eso pregúntaselo a Marleen. —Mi padre le lanzó una mirada furibunda—. Probablemente no seamos bastante para ella.
La aludida se encogió de hombros.
—Yo sólo he dicho que mañana a mediodía llega Hubert y también quiere arrimar el hombro.
Carsten se echó hacia adelante.
—¿Y dónde se va a quedar? La isla está llena.
—Hubert es la pareja de mi tía, y tienen su propio piso arriba, en la pensión. Por el amor de Dios, el viernes llegan todos los muebles, no nos vendrá mal otro par de manos.
Mi padre resopló.
—Sí, otro par de manos. Kalli ha dicho que tiene setenta y seis años. ¿Qué va a cargar ése?
—Papá, vosotros no sois precisamente unos jovencitos.
—A ti nadie te ha preguntado. Bueno, pues gracias por la cena, me voy a la cama. Buenas noches a todos.
Se puso en pie y se dirigió a la puerta. Yo reprimí el impulso de salir tras él. En el umbral se volvió.
—Christine, no te entretengas mucho. Mañana por la mañana hay que hacer.
Mi impulso se esfumó, permanecí sentada mirando la puerta, que se cerró al salir él.
—No quería decir eso. —Kalli, cómo no, salió en defensa de mi padre—. Ha sido un día agotador: primero las gemelas, luego los pingüinos; es demasiado para su pobre corazón.
—No pasa nada. —Marleen se levantó y comenzó a recoger los platos—. Christine, ¿me ayudas?
—Claro.
Mientras quitábamos la mesa, los tres hombres se terminaron sus bebidas y se dispusieron a irse. Los oímos hablar en voz baja y después oímos a tres voces: «Adiós, gracias, hasta mañana.» Marleen me cogió los platos y me dirigió una mirada alentadora.
—¿A qué esperas? Ve y diviértete.
Respiré profundamente.
—Gracias, y…
—Date prisa. Por cierto…
—¿Qué?
—No hagáis ruido en el pasillo cuando entréis.
—Marleen, tú siempre pensando en lo mismo…
La oí silbar mientras sacaba la bici de la caseta.
Horas después, amanecía, me vi de nuevo ante la puerta de casa y metí la llave conteniendo la respiración. Luego abrí la puerta con cuidado, milímetro a milímetro. No se oía nada. A los cinco minutos estaba descalza en el pasillo y repitiendo el procedimiento al cerrar. De la habitación de mi padre, que dormía con la puerta abierta, salían leves ronquidos, y recé para que no se produjera ningún cambio. Con los zapatos en la mano, me detuve un instante y acto seguido fui de puntillas al salón. Por el camino me entró hipo, inesperada y ruidosamente, y me tapé la boca con la mano y me paré de nuevo. El ronquido no cesó, y me invadió una oleada de sentimientos hacia mi padre y sus ronquidos. Sonreí tan conmovida que me dije que era tonta. Aliviada, me dejé caer a oscuras en la cama, metí debajo el bolso y los zapatos, me desvestí y me metí bajo las mantas. Pronto llegó el desahogo y después una irrefrenable sensación de dicha: ¡qué noche! Intenté ver la hora en el despertador: las 5.20. Dentro de una hora tenía que levantarme, y estaba completamente despierta. Aún recordaba el olor de Johann, su voz y sus manos en mi piel. Y mi padre, dos puertas más allá.
Vi la camisa verde de Johann nada más llegar al Surfcafé, con cada metro mi pulso acelerándose. Estaba imponente. Le eché el candado a la bicicleta con parsimonia, me hacía falta cada segundo para recuperar el control, al fin y al cabo no quería abalanzarme sobre él como una quinceañera enamorada. En ese momento, Johann aún no debía saber que podía abalanzarme sobre él. Antes tenía que aclararme algunas cosas. Se levantó risueño cuando fui a su encuentro.
Me tumbé boca arriba y suspiré. No quería dormirme, prefería revivir la noche, escena a escena, como en el cine, la cámara enfocando a Johann, todo en primer plano.
Johann tenía delante una botella de vino blanco en la cubitera, al lado una de agua y cuatro copas, dos de ellas sin utilizar.
—¿O prefieres otra cosa?
Negué con la cabeza y él cogió la botella y sirvió vino. Sus manos me gustaban.
—¿Y bien? —Él esperó a que yo reaccionara, con la copa en alto. Dejé de mirarle las manos y clavé la vista en él. Tenía la garganta seca.
»¿Christine? ¿Pasa algo?
¿Qué le decía? ¿Y si me dejaba de rodeos y le hablaba de Cuqui? ¿De su interés por Marleen? ¿De la dirección falsa de Bremen? ¿O de las fotos que había sacado de la pensión? Me tomaría por una histérica, yo lo echaría todo a perder, tenía que parecer dueña de mí, la primera pregunta debía estar bien pensada. Interesante, pero no suspicaz, inteligente, pero no curiosa, cercana, pero no íntima. El cerebro me iba a mil por hora y tardó un instante en darse cuenta de que Johann me estaba hablando.
—¿Christine? Hola, ¿estás ahí, Christine? ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Cogí aire.
—Mi padre cree que eres un cazafortunas.
¡Zas! Mi cerebro probablemente siguiera en otra parte. Inteligente y madura, cercana e interesante. Genial. Y ni siquiera había sido una pregunta. Christine S., reina de la retórica. Me di de tortas mentalmente.
Johann me miró primero perplejo, luego sin dar crédito. Tenía las pestañas muy largas. Unas pestañas envidiables. Me habría gustado tocarlas. ¿Qué acababa de decir? Y ¿por qué no reaccionaba él? De pronto volvía a ser yo. Me senté tiesa. Los ojos de Johann brillaban. A continuación se tapó la boca con la mano y se echó a reír. Primero bajo, luego cada vez con más fuerza, hasta que todo su ser vibraba. Durante minutos. Finalmente se secó las lágrimas con las manos, buscó un pañuelo en el bolsillo del pantalón, se sonó con ceremonia, me miró un instante y rompió de nuevo a reír.
—Ay, Christine. —Apenas podía hablar, no paraba de pasarse el pañuelo por la cara—. Qué bueno.
Yo no lo entendía, y parecía idiota. Por lo visto, Johann pensaba que yo había hecho un chiste. Aparte del hecho de que no lo era, habría sido lo suficientemente malo como para que yo no entendiera semejante explosión de hilaridad. ¿Qué clase de sentido del humor tenía ese hombre?