Unos asesinatos muy reales (3 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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Gifford Doakes se encontraba solo. Era algo habitual a menos que trajese con él a su amigo Reynaldo. Su interés estaba en las masacres (el Día de San Valentín, el Holocausto…, poco le importaba la diferencia a Gifford Doakes). Le encantaban los cadáveres apilados. La mayoría de nosotros estábamos metidos en Real Murders por razones de mucho peso, pero, vaya, ¿quién no leía los artículos de asesinatos en los periódicos? Pero Gifford era harina de otro costal. Quizá se había apuntado en la creencia de que intercambiábamos algún tipo de enfermiza pornografía sangrienta y seguía con nosotros con la esperanza de que algún día confiásemos lo suficientemente en él como para compartir nuestros secretos. Cuando se traía a Reynaldo, no sabíamos cómo tratar con él. ¿Era un invitado o una cita? Había una diferencia, y era de las que nos ponía un poco nerviosos, sobre todo a John Queensland, que consideraba su deber como presidente hablar con todos los presentes.

Y Mamie Wright sin aparecer por ninguna parte.

Si había tenido tiempo de ordenar las sillas y preparar el café, y si su coche estaba aparcado fuera, debía de estar en alguna parte. Aunque no me agradaba mucho, su ausencia me resultó tan extraña que me sentí en la obligación de investigar.

Justo cuando estaba llegando a la puerta, el marido de Mamie, Gerald, entró por ella. Llevaba un maletín bajo el brazo y parecía enfadado. Dados sus malos humos, y porque me sentía estúpida con mi propia incomodidad, hice algo extraño: a pesar de ir en busca de su mujer, le dejé pasar sin decir nada.

El pasillo estaba muy silencioso cuando se cerró la puerta detrás de mí. El linóleo blanco con motas y la pintura beis casi brillaban con su limpieza bajo el duro destello de las lámparas fluorescentes. Rezaba por que el teléfono no sonase otra vez mientras observaba las cuatro puertas del otro lado del pasillo. Con una fugaz y absurda sensación salida directamente de ¿La dama o el tigre?
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, fui a la derecha para abrir la puerta de la sala de conferencias pequeña. Sally me dijo que ya había estado allí, solo para dejar la bandeja de galletas, así que registré la estancia con cuidado. Dado que apenas había nada que registrar, aparte de una mesa y unas sillas, me llevó unos segundos.

Abrí la siguiente puerta del pasillo, los servicios de mujeres, a pesar de que Sally también había estado allí. Había solo dos apartados, así que estaba segura de que Mamie tampoco estaba allí. Aun así, me incliné para otear bajo las puertas. Vacío. Abrí las puertas. Nada.

Me faltó valor para comprobar el servicio de hombres, pero como Arthur Smith entró mientras yo dudaba, imaginé que no tardaría en saber si estaba Mamie dentro.

Seguí adelante. En los deslumbrantes tonos del pasillo, reparé en algo distinto que me hizo bajar la mirada hacia la base de la puerta y vi una mancha. Era marrón rojiza.

Los diferentes motivos de mi inquietud se condensaron de repente en puro horror. Contuve el aliento mientras extendía la mano para abrir la última puerta, la de la pequeña cocina que se usaba para preparar los refrigerios…, y vi un pequeño zapato turquesa tirado junto a la puerta.

Y entonces reparé en la sangre rociada por todas partes sobre el brillante esmalte beis del fogón y la nevera.

Y la gabardina.

Finalmente me obligué a mirar a Mamie. Estaba muerta. Tenía la cabeza con una inclinación imposible. Su pelo teñido de negro estaba salpicado de coágulos de sangre. Pensé que se suponía que el cuerpo está formado de un noventa por ciento de agua, no de sangre. Entonces me zumbaron los oídos y empecé a sentirme débil, y a pesar de saber que estaba sola en ese pasillo, sentí la presencia de algo horrible en esa cocina, algo temible. Y no era la pobre Mamie Wright.

Oí que una puerta se cerraba en el pasillo. Oí la voz de Arthur Smith que decía:

—¿Ocurre algo, señorita Teagarden?

—Es Mamie —susurré, aunque intentaba que mi voz sonase con normalidad—. Es la señora Wright. —Arruiné todo ese esfuerzo por mantener las formas derrumbándome sobre el suelo. Mis rodillas parecían haberse convertido en goznes defectuosos.

Se puso detrás de mí al instante. Medio abrió la puerta para ayudarme, pero se quedó petrificado por lo que vio por encima de mi cabeza.

—¿Estás segura de que es Mamie Wright? —preguntó.

La parte que funcionaba de mi mente me dijo que Arthur Smith tenía motivos para preguntar. Quizá, si hubiese estado en su lugar, yo también habría tenido dudas. Su ojo… Oh, Dios mío, su ojo.

—No aparecía en la sala grande, pero su coche está aparcado fuera y ese es su zapato —conseguí decir con los dedos apretados sobre la boca.

La primera vez que le vi esos zapatos puestos, pensé que eran los más horribles que había visto jamás. Odio el turquesa. Intenté aliviarme con ese pensamiento. Era mucho más agradable que pensar en lo que tenía justo delante.

El policía me sorteó con mucho cuidado y se acuclilló con más cuidado si cabe junto al cuerpo. Le puso los dedos en el cuello. Sentí que la bilis ascendía hasta mi garganta. No tenía pulso, por supuesto. ¡Qué ridiculez! Mamie estaba muerta.

—¿Puedes levantarte? —me preguntó al cabo de un momento. Se limpió las manos mientras se incorporaba.

—Si me echas una mano.

Sin más ceremonias, Arthur Smith me puso en pie y me sacó por la puerta en un solo movimiento. Era muy fuerte. No dejó de rodearme con el brazo mientras cerraba la puerta y me dejó apoyada en ella. Sus ojos azules me miraban pensativamente.

—Eres muy ligera —dijo—. Estarás bien si te dejo un momento. Voy a ese teléfono de la pared.

—Vale. —Mi propia voz me pareció extraña, ligera, metálica. Siempre me había preguntado si sería capaz de mantener la compostura si me encontrase con un cadáver, y allí estaba, manteniéndola, me dije locamente mientras observaba cómo se alejaba para hacer una llamada por el teléfono público. Me aliviaba no perderle de vista. Puede que no estuviese tan entera si me hubiese tenido que quedar sola en ese pasillo, con un cadáver a mis espaldas.

Mientras Arthur murmuraba unas palabras por el auricular, yo mantuve los ojos pegados a la puerta de la sala más grande del otro lado del pasillo, donde John Queensland debía de estar deseando dar comienzo a la reunión. Pensé en lo que acababa de ver. No pensaba en que Mamie estuviese muerta, sobre la realidad y la finalidad de su muerte. Pensaba en la escena que se había montado, cuyo protagonista era el cadáver de Mamie Wright. El reparto era deliberado, pero el papel del descubridor del cadáver había recaído casualmente en mí. Alguien había preparado deliberadamente esa escena, y de repente supe qué me había estado picando bajo el manto del horror.

Pensé más deprisa que nunca. Ya no me sentía tan mal.

Arthur cruzó el pasillo hasta la puerta de la sala grande y la abrió apenas lo suficiente para introducir su cabeza por el hueco. Oí cómo se dirigía a los miembros del club.

—Eh, amigos, ¿amigos? —Las voces callaron—. Ha habido un accidente —dijo enfáticamente—. Voy a tener que pediros que os quedéis en esta sala un rato, hasta que podamos tener las cosas controladas aquí fuera.

Hasta donde yo podía ver, la situación ya estaba completamente controlada.

—¿Dónde está Roe Teagarden? —reclamó la voz de John Queensland.

El bueno de John. Tendría que decírselo a mi madre; se emocionaría.

—Está bien. Vuelvo dentro de un momento.

—¿Dónde está mi mujer, señor Smith? —dijo la fina voz de Gerald Wright.

—Volveré dentro de unos minutos —repitió el policía firmemente y cerró la puerta. Se quedó sumido en sus pensamientos. Me pregunté si no sería la primera vez que llegaba el primero a la escena de un crimen. Parecía estar marcando los pasos mentalmente a tenor de la forma que tenía de agitar los dedos mientras miraba al vacío.

Aguardé. Entonces sentí que las piernas me volvían a temblar y temí volver a caerme.

—Arthur —le llamé secamente—. Detective Smith.

Dio un respingo. Se había olvidado de mí. Me tomó del brazo solícitamente.

Le di un golpe con la mano libre por puro agravio.

—¡No quiero que me ayudes, sino ayudarte yo a ti en lo que sea!

Me dejó sobre una silla de la sala de conferencias pequeña y me miró como si esperase a que terminase mi ofrecimiento.

—Esta noche iba a hacer una presentación del caso Wallace, ¿recuerdas? ¿William Herbert Wallace y su mujer, Julia, Inglaterra, 1931?

Asintió con su cabeza de pelo rizado pálido y supe que estaba a miles de kilómetros de allí. Me dieron ganas de volver a abofetearlo. Sabía que sonaba como una idiota, pero ya llegaba al fondo del asunto.

—No sé lo que recuerdas del caso Wallace; si no recuerdas algo, te puedo poner en antecedentes más tarde. —Agité las manos para indicar que eso era lo de menos, que allá iba lo importante—: Lo que quiero decirte, lo importante, es que Mamie Wright ha sido asesinada exactamente igual que Julia Wallace. La han preparado.

¡Bingo! Su mirada azul de repente era casi amedrentadora. Me sentía como un bicho empalado en un alfiler. La sutileza no era lo suyo.

—Ponme algunos ejemplos antes de que lleguen los de la científica para que les hagan unas fotos.

Resoplé, aliviada.

—La gabardina que tenía debajo. Hace días que no llueve. Encontraron una gabardina debajo de Julia Wallace. Y han colocado a Mamie junto a un horno pequeño. Encontraron a la señora Wallace cerca de un hornillo de gas. Se desangró hasta morir, al igual que Mamie, creo. Wallace era vendedor de seguros, al igual que Gerald Wright. Estoy segura de que se me escapan más cosas. Mamie tenía la misma edad que Julia Wallace.

Había tantos paralelismos que estaba segura de que no había dado con todos.

Arthur se me quedó mirando pensativo durante unos segundos interminables.

—¿Hay fotografías del escenario del crimen de los Wallace? —preguntó.

Las fotocopias me habrían venido muy bien en ese momento, pensé.

—Sí, yo he visto una, pero puede que haya más.

—¿Arrestaron al marido?

—Sí, y lo condenaron. Pero más tarde conmutaron la sentencia y quedó en libertad.

—Vale. Ven conmigo.

—Una cosa más —dije con urgencia—. Esta noche, cuando he llegado, ha sonado el teléfono. Alguien preguntaba por la señora Julia Wallace.

Capítulo 3

El silencioso pasillo ya no lo era tanto. Los policías entraban por la puerta de atrás mientras nosotros abandonábamos la sala de conferencias. Les representaba un hombre robusto con chaqueta a cuadros, más alto y mayor que Arthur, acompañado por dos agentes de uniforme. Mientras yo permanecía apoyada en una pared, olvidada por un momento, Arthur los llevó por el pasillo y abrió la puerta de la cocina. Se asomaron para mirar dentro. Todos permanecieron en silencio durante un momento. El agente de uniforme más joven hizo una mueca y luego recuperó la expresión. El otro agente meneó la cabeza una vez y se quedó mirando a Mamie con expresión de disgusto. Me pregunté qué le disgustaba. ¿El desastre que habían acometido con el cuerpo de un ser humano? ¿La pérdida de una vida? ¿El hecho de que un vecino al que supuestamente debían proteger cometiera un acto tan terrible?

Deduje que el hombre de la chaqueta de cuadros era un sargento de detectives; vi su foto en los periódicos cuando arrestaron a un traficante de drogas. Frunció los labios un momento.

—Dios —dijo con una expresión fugaz.

Arthur empezó a contarles los pormenores, rápidamente y en voz baja. Supe a qué punto del relato había llegado cuando todas las cabezas se volvieron hacia mí simultáneamente. No sabía si asentir o qué. Simplemente me los quedé mirando y sentí el peso de mil años sobre los hombros. Sus caras se volvieron hacia Arthur mientras continuaba con el informe.

Los dos agentes de uniforme abandonaron el edificio mientras Arthur y el sargento continuaban con su conversación. Arthur parecía estar enumerando cosas mientras el sargento asentía con aprobación y, de vez en cuando, solapaba algún comentario. Arthur sacó un pequeño cuaderno de notas y se puso a garabatear algo mientras hablaba.

Otro recuerdo del sargento me vino a la cabeza.

Se llamaba Jack Burns. Le compró la casa a mi madre. Estaba casado con una maestra de escuela y tenía dos hijos en la universidad. En ese momento, Jack Burns dirigió un gesto seco con la cabeza a Arthur, como si desenfundase un arma. Arthur se dirigió a la puerta de la sala de conferencias y la abrió.

—Señor Wright, ¿podría acompañarme un momento, por favor? —le pidió el detective Arthur Smith con una voz tan desnuda de expresión que era un aviso en sí misma.

Gerald Wright salió al pasillo, titubeante. A esas alturas, todos los ocupantes de la sala sabían que había ocurrido algo terrible, y yo no podía evitar preguntarme por dónde iban sus comentarios. Gerald dio un paso hacia mí, pero Arthur lo asió del brazo con bastante firmeza y lo guio hasta la sala de conferencias pequeña. Sabía que estaba a punto de contarle que su mujer había muerto y me pregunté cómo se lo tomaría Gerald. Entonces sentí vergüenza.

A ratos, comprendía desde la decencia humana lo que le había pasado a una mujer que conocía, pero en otros momentos no podía evitar pensar en su muerte como en uno de los casos de nuestro club.

—Señorita Teagarden —dijo Jack Burns con un tono arrastrado—. Usted debe de ser la hija de Aida Teagarden.

Bueno, también tenía un padre, pero había cometido el pecado capital de inmigrar desde el extranjero (Texas) para trabajar en el periódico local de Georgia, casarse con mi madre, concebirme, para luego marcharse y divorciarse de la muy local Aida Brattle Teagarden.

—Sí —le dije.

—Lamento profundamente que haya tenido que presenciar algo como esto —señaló Jack Burns meneando la cabeza en un gesto de pena.

Era más bien una parodia, de pura exageración. ¿Sería sarcasmo? Bajé la mirada y no dije nada. Era lo último que necesitaba en ese momento. Estaba traumatizada y confusa.

—Me parece algo extraño que una mujer tan dulce como usted acuda a un club como este —continuó Jack Burns lentamente con un tono que expresaba asombro y perplejidad—. ¿Podría aclararme cuál es el propósito de esta… organización?

Tenía que responder a una pregunta directa. Pero ¿por qué me la hacía a mí? Su propio detective pertenecía al mismo club. Ojalá ese hombre de mediana edad, con su traje a cuadros y sus botas de vaquero, desapareciese como por arte de magia. Por poco que conociese a Arthur, deseaba que volviese. Ese hombre me asustaba. Empujé mis gafas sobre la nariz con dedos temblorosos.

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