Esta vez una parte del refresco se vertió cuando el encargado colocó el vaso encima del mostrador. Y cuando se dio cuenta de los cristales que volvían a crujir debajo de sus zapatos, el hombre sonrió y empezó a barrer detrás del mostrador.
Keith se bebió el segundo vaso y reflexionó. Es decir, si reflexionar fuera la palabra para el torbellino de cosas dentro de su cabeza. Se parecía más a ir montado en las aspas de un molino.
Esperó hasta que el encargado hubo terminado con la escoba.
—Mire —dijo—. Quisiera hacerle algunas preguntas, que pueden parecer... cosas de locos. Pero tengo mis razones para hacerlas. ¿Me contestará, por absurdas que le parezcan?
El hombre lo miró con reserva.
—¿Qué clase de preguntas? —quiso saber.
—Bien, por ejemplo, ¿qué fecha es hoy exactamente?
—Diez de junio de mil novecientos cincuenta y cuatro.
—¿De la Era Cristiana?
El encargado lo miró con los ojos muy abiertos, pero contestó:
—Desde luego, de la Era Cristiana.
—¿Y este lugar se llama Greeneville, Estado de Nueva York?
—Si. Quiere decir que no sabe...
Keith dijo:
—Por favor, déjeme hacer las preguntas a mí. ¿No habrá dos Greenevilles en este Estado, por casualidad?
—No, que yo sepa.
—¿Conoce a un hombre, o ha oído hablar de un hombre, llamado L. A. Borden, que posee una gran finca cerca de aquí? Y que es propietario de una gran empresa editorial.
—No, desde luego no conozco a todo el mundo en estos alrededores.
—¿Ha oído hablar de la cadena de revistas de la Compañía Borden de la que él es propietario?
—Oh, sí, claro. Aquí vendemos esas revistas. Precisamente hoy acabarnos de recibir los últimos números de algunas de ellas. El número de julio; puede verlo en aquella vitrina.
—Y el cohete lunar, ¿no es esta la noche en que aterriza?
El encargado arrugó la cara perplejo.
—No comprendo lo que quiere decir. ¿Si es esta la noche en que aterriza? El cohete aterriza todas las noches. A estas horas ya debe estar aquí. Los clientes llegarán de un momento a otro. Algunos de ellos pasan por aquí antes de ir al hotel.
Las contestaciones no habían estado demasiado mal, hasta llegar a la última. Keith cerró los ojos y los mantuvo cerrados durante algunos segundos. Cuando los volvió a abrir, el hombre seguía allí, mirándolo con cierta ansiedad.
—¿Se siente bien? —preguntó el encargado—. Es decir, ¿no estará enfermo o algo por el estilo?
—Estoy bien —dijo Keith, y tuvo la esperanza de que decía la verdad. Quería preguntar algo más, pero estaba asustado. Deseaba estar en contacto con algo familiar para volver a sentir seguridad en sí mismo, y pensó que ya sabía lo que necesitaba.
Se levantó del taburete y fue a la vitrina de las revistas. Vio primero un número de
Perfectas historias de amor
y lo tomó. La muchacha de la portada le recordó a la directora de la revista, Betty Hadley, sólo que no era tan hermosa como Betty. ¿Cuántas revistas, se preguntó, tendrían directoras más hermosas que las muchachas de sus portadas? Probablemente sólo una.
Pero no podía permitirse el lujo de soñar con Betty en estos momentos. La apartó con resolución de sus pensamientos y buscó su propia revista,
Historias sorprendentes
. Al fin la encontró y tomó el último número.
La conocida portada del número de julio. La misma que...
Pero ¿era la misma? La cubierta representaba la misma escena, pero había una sutil diferencia en el dibujo y en el trabajo artístico. Esta era mejor, mucho más vívida. Era la técnica de Hooper, pero aquí parecía como si Hooper dibujase mucho mejor de lo acostumbrado.
La chica de la portada, en su traje espacial de plástico transparente, estaba mucho más hermosa y mas atrayente también que lo que él podía recordar cuando examinó las pruebas de la imprenta. Y el monstruo que la perseguía...
Keith se estremeció.
En su aspecto general era el mismo monstruo y, sin embargo, había una extraña diferencia, una horrible diferencia, que no podía señalar y que no sentía ningún deseo de señalar. Ni aunque se pusiera guantes de amianto.
Pero, sin embargo, la firma de Hooper estaba allí y lo notó tan pronto como pudo apartar la mirada del monstruo. Una pequeña H torcida, que era la forma característica de Hooper para firmar todos sus trabajos.
Y entonces, en el logotipo al pie de la portada vio el precio. No era 20 cts.
Allí decía 2 cr.
¿Dos créditos?
¿Qué otra cosa podría significar?
Lentamente, con todo cuidado, dobló las dos revistas —aquellas dos increíbles revistas— porque ahora veía que también
Perfectas historias de amor
estaba marcada con el precio de 2 cr., y se las puso en el bolsillo.
Quería salir y marcharse a algún lugar donde pudiera estar solo, lejos de todas aquellas cosas enloquecedoras, y estudiar las dos revistas.
Pero primero tenía que pagar y marcharse. Dos créditos por cada una de las revistas hacían cuatro créditos. ¿Pero cuánto eran cuatro créditos? El encargado le había dado dos mil créditos por una moneda de veinticinco centavos, pero la forma en que lo hizo no le permitía creer que aquello era el cambio normal. La moneda de veinticinco centavos, por alguna razón que aún se le escapaba, había constituido un objeto raro y precioso para el hombre que se la había comprado.
Sí, las revistas eran una guía mejor. Si su valor era más o menos el mismo en créditos que en dólares, entonces dos créditos tenían que equivaler a veinte centavos. Y si eso era cierto, entonces el encargado de aquel bar le había dado el equivalente de —vamos a ver— doscientos dólares por una moneda de veinticinco centavos. ¿Por qué?
Las monedas sonaban en su bolsillo cuando volvió al mostrador. Metió la mano y encontró una de medio dólar. ¿Cómo iba a reaccionar el encargado ante ésa?
No debió haberlo hecho; debió ser más cuidadoso. Pero la impresión de ver aquella revista que se parecía tanto, pero que no era la misma que él dirigía, lo había desconcertado por el momento.
Sin darle importancia, tiró la moneda de plata encima del mármol del mostrador.
—Me quedaré con estas dos revistas —dijo—. Y cóbrese también los refrescos.
El hombre estiró la mano hacia la moneda, pero temblaba tanto que no pudo levantarla del mármol.
Repentinamente, Keith se sintió avergonzado. No debía haber puesto al hombre en aquella situación. Y además, ahora tendría que entrar de nuevo en explicaciones, que lo iban a retener allí largo rato, cuando lo que él quería era marcharse a donde pudiera leer aquellas revistas con tranquilidad, cuanto antes.
Dijo secamente:
—Puede guardarse la moneda. Puede quedarse las dos, la de veinticinco y la de medio dólar, por lo que me ha pagado.
Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta.
Echó a andar. Y se detuvo.
Dio sólo un paso y se quedó helado. Algo entraba por la puerta del bar. Algo que no era humano, que estaba muy lejos de ser humano.
Algo que tenía más de dos metros de altura, tan alto que tenía que inclinarse ligeramente para pasar por la puerta, y que estaba cubierto de un vello rojo brillante por todo el cuerpo, excepto en las manos, pies y rostro. Aquellas partes de su cuerpo eran también rojas, pero estaban cubiertas por escamas en vez de pelo. Sus ojos eran unos discos blancos y planos, faltos de pupilas. No tenía nariz, pero sí dientes. Dientes no le faltaban.
Mientras Keith permanecía sin poder moverse, una mano le sostuvo un brazo por atrás. La voz del encargado del bar, repentinamente fiera y chillona, estaba gritando:
—¡Una moneda de 1943! ¡Me ha dado una moneda de 1943! ¡Es un espía! ¡Un arturiano! ¡Agárralo, Lunan! ¡Mátalo!
La cosa roja se había detenido justo al entrar. Ahora emitió un ruido como un grito, de un tono casi supersónico. Extendió los grandes brazos rojos de manera que las manos quedaron separadas casi dos metros y medio y se adelantó hacia Keith con un aspecto de cosa soñada por Gargantúa en una de sus peores pesadillas. Sus labios rojos se separaron para descubrir unos colmillos de cinco centímetros, y su boca se abrió, mostrando una gran caverna verde.
Y el pequeño encargado del bar se estaba subiendo por la espalda de Keith, mientras gritaba desaforadamente:
—¡Mátalo! ¡Mátalo, Lunan!
Sus manos se cerraron alrededor del cuello de Keith, y trataban de estrangularlo.
Pero en vista de lo que se le venía encima desde la puerta, Keith casi no se daba cuenta. Giró y echó a correr hacia la parte trasera del bar, perdiendo al encargado por el camino. No se había fijado si había una puerta trasera en aquel bar, pero debía de haberla, mejor sería que la hubiese.
La puerta estaba allí.
Algo se clavó en su espalda mientras la atravesaba.
Pudo liberarse de lo que lo retenía mientras oía cómo su chaqueta se rasgaba. Cerró la puerta de golpe y escuchó un chillido de dolor (un grito humano) detrás de él. Pero no se detuvo para disculparse. Siguió corriendo.
No se volvió hasta que, en la mitad de la calle, escuchó el disparo de una pistola detrás de él y sintió un vivo dolor, como si le hubieran atravesado el brazo con un hierro al rojo vivo.
Entonces se volvió para mirar atrás, por un segundo. El monstruo rojo lo seguía aún. Estaba a mitad de la distancia entre la puerta trasera del bar y Keith. Pero a pesar de sus largas piernas, parecía que corría lentamente y en una forma extraña. Sin duda podría distanciarse fácilmente de aquel monstruo.
La extraña criatura roja no llevaba ninguna arma. El disparo que había herido a Keith en el hombro lo había hecho el encargado del bar, quien estaba de pie delante de la puerta del bar, con un revólver de modelo muy antiguo en la mano. Ahora trataba de hacer puntería para un segundo disparo.
Keith escuchó el pistoletazo mientras se lanzaba hacia el estrecho espacio que había entre dos edificios, pero la bala debió pasar sin tocarlo porque no sintió nada.
Estaba en medio de dos edificios y por un horrible momento creyó que se había metido en un callejón sin salida. Al final de aquel espacio había sólo una lisa pared de ladrillo, y era demasiado alta para que él pudiera saltarla. Pero cuando llegó a la pared vio que había puertas en los edificios de cada lado y que una de las puertas estaba abierta. Ni siquiera se molestó en probar la puerta cerrada, se apresuró a entrar por la que estaba abierta, cerrándola y corriendo el pestillo detrás de él.
Estaba ahora en la oscuridad de un gran corredor, y mientras recobraba el aliento miró a su alrededor. En dirección a la calle había unas escaleras que sin duda conducían a los pisos superiores. En la dirección contraria había otra puerta que probablemente conduciría a alguna callejuela trasera.
Fuertes golpes sonaron de repente en la puerta por la que acababa de entrar, golpes y el murmullo de voces excitadas.
Keith corrió hacia la puerta trasera, la atravesó y se encontró en una calle oscura y poco transitada. Corrió entre dos edificios dirigiéndose hacia la próxima calle. Disminuyó el paso cuando se acercaba al cruce y dobló la esquina andando normalmente.
Dio vuelta en dirección a la calle principal, unas dos manzanas más allá, y entonces dudó. Era una calle con mucho tránsito y mucha gente. ¿Pero encontraría seguridad o peligro entre el gentío? Se detuvo debajo de un árbol, a una docena de pasos de la calle principal, y se quedó observando.
Lo que vio parecía el tránsito normal de la calle principal de un pequeño pueblo, por un momento. Entonces, agarrados del brazo, pasaron dos de los monstruos rojos. Ambos eran ligeramente mayores que el que lo había atacado en el bar.
Los monstruos eran sin duda fantásticos, pero había algo que era aun más fantástico: el hecho de que las personas que andaban delante y detrás de ellos no les prestaban ninguna atención. Fuesen lo que fueran, aquí esos seres eran aceptados. Eran normales. Pertenecían a este ambiente. A este lugar.
Este lugar.
¿Dónde, qué y cuándo era
este lugar
?
¿Qué universo de locos era este que aceptaba como cosa normal a los miembros de una extraña raza, de aspecto mucho más horrible que el peor monstruo que haya nunca aparecido en la portada de una revista de fantasía científica?
¿Qué universo de locos era este que le daba doscientos dólares por veinticinco centavos y trataba de matarlo cuando ofrecía medio dólar de regalo?
Y donde, sin embargo, los billetes llevaban la efigie de George Washington y fechas corrientes, y donde existían (afortunadamente aún guardados en su bolsillo) los últimos números, aunque con leves diferencias de
Historias sorprendentes
y de
Perfectas historias de amor
.
¿Un mundo con asmáticos Fords T y con viajes interplanetarios?
Debía haber viajes interplanetarios. Aquellos seres rojos nunca habían sido de la Tierra, si es que esto era la Tierra. Y cuando había preguntado al encargado del bar sobre el cohete de la Luna, el hombre había dicho:
—Aterriza cada noche.
Y luego, ¿qué era lo que el hombre había gritado en el momento en que el monstruo rojo lo atacaba? ¡
Espía arturiano
!, lo había llamado. Pero aquello era absurdo. Arcturus estaba a una distancia de varios años luz. Una tecnología que aún usaba Fords T podía haber alcanzado la Luna, ¿pero Arcturus? ¿Podría ser que hubiera entendido mal aquella palabra?
Y el encargado del bar había llamado al monstruo Lunan. ¿Su nombre, o el nombre que designaba a un habitante de la Luna?
—Aterriza cada noche —había dicho aquel hombre—. Ya debe haber llegado. Pronto estarán aquí los clientes.
¿Clientes de un rojo brillante, con tres metros de altura?
Keith empezó a sentir que el hombro le dolía y que tenía algo húmedo y pegajoso en el brazo. Miró y vio que la manga de su chaqueta estaba empapada en sangre, sangre que parecía negra, más bien que roja, en aquella semioscuridad. Y había un desgarrón en la tela donde la bala la había atravesado.
Necesitaba atender inmediatamente la herida, detener la hemorragia.
¿Por qué no salir a la calle principal, buscar un policía (si es que había policías allí) y entregarse, contar la verdad?
Pero ¿qué era la verdad?
Podría decirles: