Joe dijo:
—No me extraña. Pero será mejor que lo conozcas, si quieres volver aquí alguna vez. Puede matarte con un ojo a diez metros, y si te mira con los dos ojos, amigo, no quedará lo suficiente para molestarse en barrer. Voy a darte un consejo.
—¿Sí? —dijo Keith.
—Háblale antes de atravesar la puerta. Antes de que te vea, o quizá será demasiado tarde. Creo que eso es lo que les sucede a la mayoría de los tipos de quienes tienen que deshacerse aquí.
Joe se echó el sombrero hacia atrás y sonrió.
—Te cuento todo esto porque me pareces un buen muchacho. Espero que podamos hacer más negocios.
—Respecto a eso… —empezó Keith.
—Todavía no —interrumpió Joe—. Por lo menos hasta que hayamos tomado un jugo lunar. No sé si debería asociarme contigo o hacer negocios juntos. Te confías demasiado. Te vas a meter en líos.
—¿Lo dices por lo de devolverte la pistola? —dijo Keith.
Joe asintió.
Keith dijo:
—¿Y si no lo hubiera hecho?
Joe se frotó la barbilla, donde llevaba barba de días.
Luego sonrió:
—Creo que tienes razón, St. Louis. Si no me la hubieras devuelto ya estarías muerto. Todo lo que tenía que hacer era dar la señal, allí donde hablaste con Ross. Pero como me habías devuelto la pistola, no lo hice. Aun aquí, amigo, si yo quisiera no durarías más que…
Joe se interrumpió al ver que Spec se acercaba con dos vasos de un líquido ligeramente lechoso. El camarero recogió el billete de cien créditos de Joe y le devolvió el cambio en billetes.
—Abajo los arts —dijo Joe alzando el vaso y tomando un sorbo.
—Cuanto antes mejor —dijo Keith.
Observó a Joe con cuidado, vio que sólo tomaba un sorbo del líquido lechoso e hizo lo mismo. Hizo bien: aquel sorbo le quemó la garganta con la fuerza de medio vaso de ginebra. Era fuerte como la pimienta y, sin embargo, daba una sensación de frescura en la boca. La bebida era espesa como jarabe, pero no dulce; dejaba un leve rastro de menta en la boca, una vez que había pasado el primer ardor del líquido.
—Muy bueno —dijo Joe—. Lo sacan de contrabando de los cargueros espaciales. ¿En tu ciudad se consigue?
—Algo —dijo Keith con precaución—. Pero no tan bueno.
—¿Cómo van las cosas por allá? —preguntó Joe.
—Bien —contestó Keith. Hubiese querido hablar más, pero dar más que respuestas de una sílaba podía ser peligroso. Miró dentro del vaso de jugo lunar y se preguntó qué sería y qué efecto le causaría. No sentía nada por ahora, después del primer sorbo.
—¿Dónde paras? —preguntó Joe.
—En ninguna parte todavía. Acabo de llegar. Tendría que haberme escondido en algún agujero, antes de la Niebla, sin conocer las costumbres de por aquí, pero quería divertirme. Me metí en una partida y perdí todos los créditos que tenía. Es por eso que necesitaba vender las monedas esta noche; no me quedaba nada aparte de las monedas. Había pensado guardarlas hasta que pudiera venderlas a buen precio directamente a un coleccionista.
Eso, pensó Keith, le daría a Joe una explicación de por qué lo había encontrado solo en la Niebla, sin dinero excepto por las monedas que tenía que vender enseguida. Aparentemente Joe lo encontró natural. Asintió y dijo:
—Bien, si más tarde quieres un lugar para pasar la noche, puedo arreglarlo aquí mismo. Una habitación con o sin…
Keith no preguntó con o sin qué. Dijo:
—Más tarde puede ser. La noche es joven. —Y se sorprendió al comprobar que efectivamente era temprano; no podía haber pasado una hora y media, desde que había oscurecido.
Joe se rió con gusto.
—La noche es joven, ¿eh? Me gusta eso. Nunca lo había oído antes, pero es muy bueno. ¿Sabes, amigo? Empiezas a gustarme. Bueno, ¿estás listo?
Keith se preguntó listo para qué. Pero contestó:
—Desde luego.
Joe levantó su vaso.
—Vamos, entonces. Te veré al regreso.
Keith levantó el suyo y dijo:
—Feliz aterrizaje.
Joe se retorció de risa.
—Ese es muy bueno también. Feliz aterrizaje. Te las piensas, amigo; realmente te las piensas. Bueno, vamos.
Se tomó la bebida de un solo golpe. Y se quedó rígido con el vaso en los labios. Sus ojos se pusieron vidriosos, aunque seguían abiertos Keith había llevado el vaso a los labios, pero no había bebido nada. Y, naturalmente, esta vez no bebió. Se quedó mirando a Joe por encima de la mesa, fascinado, Joe no lo veía. Joe no veía nada de este mundo.
Keith miró rápidamente hacia el bar y vio que ni el camarero ni ninguna de las tres mujeres los estaban observando. Estiró el brazo debajo de la mesa y vertió el resto del jugo lunar en el suelo, y entonces volvió a llevarse el vaso a los labios.
Lo hizo a tiempo. Los ojos de Joe parpadearon una y otra vez y entonces, tan rápidamente como había llegado, la rigidez desapareció. Keith puso el vaso en la mesa y suspiró.
Joe dijo:
—Estaba de nuevo en Venus. En uno de esos pantanos aceitosos, pero me gustaba. Y había una chica del espacio que… —Meneó la cabeza.
Keith lo observó con curiosidad. Aparentemente no tenía efecto posterior. Joe había estado completamente paralizado durante diez o veinte segundos; ahora estaba completamente normal, exactamente igual que antes.
Joe sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y le pasó uno a Keith luego dijo:
—Otro vaso, ¿eh? Entonces, si quieres hablar del negocio, conforme.
—Si lo pago yo, muy bien —dijo Keith. Miró hacia el bar y esta vez encontró la mirada del camarero. Levantó dos dedos y el hombre asintió. Aparentemente aquella era una señal que no podía ser mal interpretada en ninguna parte. Ni siquiera aquí.
Keith puso un billete encima de la mesa. Se daba cuenta de que se sentía excitado al comprender que había decidido beberse el líquido de la misma manera que lo había hecho Joe; quería saber qué le había sucedido a Joe durante aquellos diez o veinte segundos. Joe había salido normalmente, y si Joe podía también podría él. Y la precaución tenía sus límites.
Llegaron los dos vasos de jugo lunar y Keith recibió setenta créditos a cambio de su billete.
Joe levantó su vaso y Keith también, pero Joe simplemente bebió un sorbo, de manera que Keith hizo lo mismo. Aparentemente el sorbo preliminar y luego un poco de conversación era parte del ritual. Quizá beberse todo el vaso de una vez sería una falta de etiqueta. El segundo sorbo le pareció mejor que el primero; le quemó menos y encontró que el sabor no era de menta, después de todo; era algo que no podía identificar.
Ya que tenía que haber un intervalo, Keith pensó que a lo mejor podía empezar a dirigir la conversación gradualmente hacia el asunto que le interesaba. Se inclinó un poco por encima de la mesa.
—Joe —dijo—, ¿por casualidad sabes dónde podría encontrar un ex piloto del espacio que quisiera ganarse algún dinero extra?
Joe se echó a reír, y luego su mirada se endureció. Entonces preguntó:
—¿Estás bromeando?
Eso significaba que no había sido una pregunta muy buena, pero Keith no comprendía por qué. Y de todos modos ahora tenía que seguir adelante; fuese lo que fuera la equivocación, ahora no sabía cómo salir del asunto.
Sin darle importancia, dejó que su mano se dirigiera al bolsillo donde guardaba la automática. Se preguntó qué posibilidades tenía de abrirse paso a balazos fuera de aquel lugar, por cualquier puerta que no fuese la que guardaba Rello, el de Próxima Centauri. No eran muchas, decidió, si Joe daba la alarma. Pero quizá, si algo iba realmente mal, podía amenazar a Joe con la pistola, antes de que éste hiciera ninguna señal.
Miró a Joe fríamente, mientras sus dedos se cerraban sobre la culata de la automática.
—¿Por qué tengo que bromear? —preguntó.
Con alivio, Keith vio que Joe sonreía, y que señalaba con el dedo la solapa de su saco, donde llevaba un emblema del tamaño y forma de las alas que él mismo había usado durante algún tiempo.
—Estás ciego, St. Louie —dijo Joe.
La mano de Keith salió del bolsillo. No había cometido una gran equivocación, después de todo. Keith dijo:
—No me fijé, Joe. Creo que estoy ciego. Pero hemos estado en la Niebla la mayor parte del tiempo, y no se veía nada allí. ¿Cuánto hace que dejaste el trabajo?
—Cinco años. La mayor parte del tiempo que estuve en el servicio lo pasé en Kapi, Marte. Estoy contento de no haber estado allí hace unos días. —Joe movió la cabeza lentamente—. No queda nada de Kapi ahora.
Keith dijo:
—Ya nos vengaremos, Joe.
—Puede ser.
—Pareces pesimista, Joe —dijo Keith.
Joe encendió otro cigarrillo con lo que quedaba del último y aspiró profundamente. Dijo:
—Se está acercando el final, St. Louie. Pronto. Oh, yo no sé nada o no estaría hablando ahora. De todos modos, sé lo que puedo leer entre líneas. Pero cuando has estado allá, luchando con los arts, llegas a entender algo. Se está preparando un gran ataque. Creo que los arturianos lo van a lanzar. Pienso que el descanso ha terminado y que la guerra se va a terminar también, de un modo u otro. Lo que me temo es que…
—¿Sí? —dijo Keith.
—Lo que me temo es que ellos tengan algo nuevo. Las fuerzas están tan equilibradas que una nueva arma… Ya sabes lo que quiero decir.
Keith asintió gravemente. Recordó que lo mejor sería que se ajustara a su plan, y que hablara lo menos posible. No podía discutir el curso de la guerra con conocimiento de causa, de modo que le convenía llevar la conversación a un terreno más seguro, y más cerca del asunto que le interesaba.
Y quería saber si Joe podía realmente pilotar una nave, o si no había sido más que un artillero o alguna otra cosa.
Keith preguntó:
—¿Has estado en la Luna últimamente?
—Hace un año. —Los labios de Joe se torcieron—. Aún no había Niebla entonces. He luchado más tiempo que la mayoría de los muchachos. Como un tonto creí que podía ganarme la vida honradamente. Pero, respecto a la Luna: sí, he llevado allí a un millonario, en su propio yate. ¡Qué experiencia!
—¿Mala?
—Muy buena. Eran seis y todos borrachos como mineros en un día de fiesta. Un chico de doce años puede pilotar una de esas máquinas Ehrling, pero ninguno en el grupo estaba sobrio para hacerlo. Habrían terminado en las Pléyades.
»En esa época yo manejaba un taxi —continuó Joe— y los recogí una tarde en Times Square para llevarlos a su espaciopuerto privado en Jersey. El individuo que tenía la nave vio mis alas y me ofreció mil créditos si los llevaba hasta la Luna. Yo hacía dos años que no salía de la Tierra, y estaba ansioso de montar en una nave, aunque fuera una de turismo como aquella. De manera que abandoné mi taxi en la carretera en Jersey, lo que a la vuelta me costó el empleo y el permiso, obligándome a salir a la Niebla, y los llevé a la Luna. ¡Y vaya excursión! Fuimos a las Cuevas de los Placeres.
—Me gustaría ir allí alguna vez —dijo Keith.
—Mejor que las de Calisto —dijo Joe—. Pero no vayas a las Cuevas a menos que tengas mucho dinero. Nosotros estuvimos allí dos semanas. —Joe volvió a sonreír—. Mis mil créditos me duraron exactamente un día y eso porque ellos pagaron todo.
Keith lo volvió a llevar al asunto que le interesaba.
—¿Esas máquinas Ehrling son muy diferentes de los aparatos de caza? —preguntó.
—Hay la misma diferencia que entre unos patines y un coche de carreras —respondió Joe—. Los Ehrlings tienen navegación visual. Ves directamente el objetivo y aprietas el botón. Te lleva justo afuera de la atmósfera, de manera que extiendes las alas y planeas hasta aterrizar. Compensación automática, giróscopos automáticos, todo automático. Tan complicado como beber jugo lunar. Lo que me recuerda que tenemos que beber. ¿Listo?
—Sí —dijo Keith—. ¡Muerte a los arturianos!
—Adelante, entonces. ¡Feliz aterrizaje!
Esta vez Keith se bebió todo el líquido de un trago; y no le quemó la garganta, quizás porque había demasiado en un vaso para tener la sensación de quemadura. Todo lo que sintió fue un golpe de martillo en la barbilla, mientras una cuerda en el cuello lo arrastraba hacia arriba, a través del techo, a través de la negrura de la Niebla y por el cielo azul de manera que, mirando hacia abajo, podía contemplar la Niebla como un gran disco negro. A un lado la Luna brillaba sobre campos y ciudades y al otro rielaba en la gran extensión del Océano Atlántico.
Entonces el lazo alrededor de su cuello se aflojó y desapareció, pero él seguía subiendo y subiendo, girando mientras ascendía; a veces veía la Tierra, a veces las estrellas y a veces la. Luna en cuarto creciente. La Tierra se empequeñeció hasta alcanzar el tamaño de una pelota, una monstruosa pelota oscura iluminada por un lado, una Tierra en forma de tajada de melón, cada vez más pequeña, mientras la Luna se hacía cada vez más grande. Y algunas de las estrellas eran tan brillantes que parecían discos, pequeños discos de fuegos de colores.
La luna, cuando en una de las vueltas se puso de cara hacia ella, era también como una pelota. No tan grande como la Tierra pero mucho mayor de lo que él la había visto nunca. Sabía que ahora estaba fuera de la atmósfera, en el espacio interplanetario, pero no sentía nada de aquel frío sobre el que había leído tanto. Era caliente, agradable, y había una música como nunca había escuchado, una música maravillosa que se mantenía al compás de sus giros, o él giraba al compás de la música. Pero eso no importaba.
Nada importaba ahora, excepto la maravillosa sensación de flotar en el espacio y de sentirse más libre que nunca.
Y entonces, al dar otra vuelta, vio que algo ocultaba la Luna, algo largo y en forma de cigarro que sólo podía ser una nave interplanetaria. Sí, a la próxima vuelta vio que había varias ventanillas iluminadas y que tenía alas retráctiles plegadas a los costados.
Y él iba a estrellarse contra la nave.
Se estrelló, pero no sintió ningún dolor. Atravesó las paredes de un lado de la nave y se encontró sentado, sin ninguna herida, en lo que parecía ser el piso alfombrado de un tocador femenino. ¿Un tocador en una nave interplanetaria?
Se puso de pie rápidamente. Era maravillosamente fácil levantarse allí; se sintió como si pesara un poco menos de la mitad de lo que pesaba normalmente y como si tuviese el doble de fuerza. Se sintió como si pudiera mover montañas, y tuvo ganas de hacerlo. Efectos de la poca gravedad, pensó Keith.