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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (26 page)

BOOK: Una profesión de putas
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No lo hacemos porque resulta demasiado difícil.

Es mucho más fácil escribir buenos diálogos (lo cual es un talento y, en realidad, no exige demasiado esfuerzo) que escribir buenos argumentos. Así pues, los dramaturgos hacemos lo mejor que puede hacerse a falta de escribir buenos argumentos: escribimos
malos
argumentos. Y luego llenamos los huecos con palabras. O asignamos atributos atractivos a nuestros personajes para que el público se interese por ellos. (En la década de 1930, un atributo muy popular era la Gran Riqueza. En la de 1950, un Origen de Clase Baja. En las de 1970 y 1980, una Deformidad o Invalidez Física.)

Estos atributos están muy bien, pero lo único que queremos saber cuando nuestros amigos vienen del teatro es: «¿De qué trata la obra?» Nunca preguntamos: «¿Hay personajes interesantes o entrañables que puedan hacerme llorar?»

El trabajo en el cine me enseñó (al menos de momento) a
ceñirme al argumento y no hacer trampas
.

Los estadounidenses siempre hemos visto a Hollywood, en el mejor de los casos, como un sumidero de venalidad depravada. Y, naturalmente, lo es. No es un Monasterio para la Protección de la Verdad Estética. Es un lugar donde todo resulta increíblemente caro.

El rodaje de una película puede costar 100.000 dólares diarios. En consecuencia, no es muy inteligente escribir una escena bellísima que entorpece el argumento, porque, cuando se haya de montar la película y el montador tenga que reducir el metraje de dos horas y cuarto a dos horas justas, la escena bellísima que entorpece el argumento acabará por el suelo, y el escritor habrá malgastado 100.000 dólares.

El interés de Hollywood por los aspectos económicos me hizo revivir mis primeros días en el teatro.

Cuando montábamos representaciones en garajes y sótanos de parroquias, todo lo que se utilizaba en la obra era prestado, robado o, como último recurso, adquirido con el dinero que los miembros de la compañía ganaban conduciendo un taxi o sirviendo en un bar.

Esta saludable relación con la necesidad financiera favorecía el buen teatro, porque sólo se sacaba a escena aquello que era incuestionablemente esencial para la producción.

Otro aspecto instructivo de la necesidad financiera que redescubrí gracias al cine fue la permanente preocupación por el público.

En el teatro de garaje, si no eres divertido
no van
.

Este principio no parece regir en Broadway, pero ciertamente se aplica en el cine.

En un intento de conseguir que el público comprara sus palomitas de maíz
antes
de la proyección, Bob Rafelson (director de
El cartero siempre llama dos veces
y mi patrocinador en Hollywood) me interrogó implacablemente sobre el guión, y lo que quería saber era esto:
¿No puede ser mejor?

Cuando la gente viene llamándote Artista desde hace años, tu reacción personal con esta pregunta puede caer en desuso.

Trabajar en una situación de colaboración en la que no podía responder: «Es perfecto. Ponedlo en escena», fue un tónico saludable.

Me dio una gran seguridad respecto de mi capacidad para resolver problemas, y también respecto de mi capacidad para entenderme con la gente. Los que se ocupan de la producción de una película suelen mostrarse satisfechos de sí mismos: no sólo tienen un buen guión, sino que se han arriesgado para conseguirlo; han hecho un «descubrimiento».

Así que ésta es la historia de mi éxito: a alguien se le ocurrió que sería más beneficioso enseñar una técnica nueva a un artista que tratar de inducir a un escritor mercenario para que fuera interesante, y todo el mundo se fue contento a casa.

En el teatro de este país hay una enorme cantidad de talento, especialmente en los pequeños teatros de Chicago, Boston, Nueva York, Louisville y Seattle. Los artistas dramáticos de estas y otras ciudades están trabajando. Están constantemente actuando, diseñando, dirigiendo y escribiendo obras. Puesto que viven en una atmósfera relativamente libre de presiones comerciales no necesitan retirar sus talentos del mercado para aumentar su precio ni inclinarse ante una estética mercantil, así que pueden desarrollar sus habilidades, sus puntos de vista y su talento.

Tradicionalmente, la industria del cine ha desarrollado este talento demostrándole cuánto mejor se conduce un Mercedes que un Chevy.

Colaborar con este talento, en vez de explotarlo, haría que nuestras noches de viernes en el cine resultaran mucho más atractivas.

Y no sería muy difícil hacerlo. Ni siquiera exigiría altruismo por parte de los productores; bastaría con un poco de venalidad creativa. Mi estancia en Hollywood me ha beneficiado personalmente en varios sentidos. Estoy empezando a trabajar en una nueva obra dramática con, lo reconozco, una ligera actitud residual de «¿Quién iba a decirlo? Todos creíamos que era como un campamento de verano», y espero el momento de hacer otra película.

Los Oscar

Vivimos en un mundo arruinado por la razón.

Si a la religión le quitas la fe, te queda una mañana de domingo desperdiciada. Si a la ley le quitas el convencimiento, sólo te queda el litigio. Y sí a la celebración le quitas el ritual, sólo te queda el Día del Presidente.

El Día del Presidente es una amalgama espúrea de los aniversarios de George Washington y Abraham Lincoln. Donde antes teníamos dos rímales nacionales nítidos y creados espontáneamente ahora sólo tenemos un día más de fiesta.

Cada una de estas dos celebraciones presidenciales surgió por un motivo distinto. Una celebraba nuestra adhesión a las virtudes de una honradez tediosa; la otra lamentaba la pérdida de una gran alma.

Pero en el Día del Presidente ya no se recortan siluetas de papel, no se aprenden de memoria y se pronuncian discursos, no se vuelve a relatar la extravagante anécdota del cerezo. Se ha aplicado la razón, y nuestro Tío Rico nos ha concedido otro día de descanso en interés de una mayor productividad.

El Día del Presidente no nos deja renovados; y nunca preguntamos, como lo hacemos en la Pascua hebrea: «¿Por qué esta noche es diferente a todas las demás?» No lo es.

Si aplicamos la razón a un velatorio, podemos decir: «¿Por qué hemos de molestarnos? Al fin y al cabo, está
muerto
.» Pero el uso espontáneamente evolucionado del cumpleaños de Abe Lincoln servía para recordarnos que hay cualidades que podemos esforzarnos en emular y que son al mismo tiempo excelentes y maravillosas. Y ahora la celebración del cumpleaños de Abe ya no existe.

Del mismo modo en que hemos perdido nuestras barberías y nuestros salones de billar, nuestros clubes de primos y nuestras organizaciones fraternales, también hemos abjurado de nuestros rituales rejuvenecedores.

Sólo permanecen dos fiestas nacionales legítimas. Por fiestas «legítimas» entiendo lo siguiente: fiestas dotadas de un significado específico y evolucionado espontáneamente, cuya celebración nos resulta refrescante y correcta, y en cuya celebración estamos unidos como Pueblo. Estas festividades son la Super Bowl y la concesión de los Oscar de la Academia.

La Super Bowl es, o así me lo parece, una celebración de nuestro amor nacional a la comparación envidiosa. A los estadounidenses nos encanta averiguar que A es mejor que B, porque —tras haberlos situado en la Gran Cadena del Ser— nos es dado hallar puntos de bondad en ambos. Mostrar fidelidad al uno y compasión al otro.

Después de todo este rodeo: ¿qué hay de los Oscar? Durante más de treinta años he disfrutado con esta ceremonia, la he esperado con impaciencia, la he observado. Por dos veces he participado en ella: una como nominado, y otra como esposo entre bastidores. En todas las ocasiones la he encontrado fascinante y vigorizante —diferente, distinta, diferente de los demás días, delineando un período fijo—, un auténtico ritual cuyo significado y formas han surgido de una necesidad cultural mutua.

Son las exigencias físicas y emocionales de un ritual las que revelan, mucho más que las fórmulas verbales, el verdadero significado del ritual.

No está escrito, pero se da generalmente por entendido que el novio ha de estar nervioso y preguntarse si no habrá perdido el anillo. Lo sostiene la serenidad del padrino de boda, a quien sí le preocupa un poco no perder el anillo. Así, cuando la estrecha amistad masculina se disuelve parcialmente en favor del matrimonio, el padrino experimenta cierto consuelo por la posibilidad que se le ofrece de compartir el nerviosismo de su amigo y, al mismo tiempo, sentirse por encima de su despliegue emocional El ritual facilita la separación mediante la reafirmación del estrecho lazo de amistad y la garantía de que, a pesar de la pérdida, la vida del padrino seguirá adelante.

En la entrega de los Oscar, todos los participantes nos preguntamos nerviosamente: ¿he dado a la Academia la dirección correcta del hotel para que me envíen las entradas? ¿Llegarán a tiempo? ¿Debería guardarlas en la caja fuerte? ¿Me las robarán? ¿De veras deseo otra jarra de zumo de naranja o la he pedido sólo porque la paga el estudio y quiero castigarlos por hacerme sufrir esta prueba?

Ya en la limusina, no logramos explicarnos por qué hemos salido del hotel con tanta antelación ni qué vamos a hacer con todo el tiempo sobrante. Conforme nos acercamos al Pavillion creemos que nos será imposible abrirnos paso entre el tráfico y que no vamos a llegar.

Nos descubrimos haciendo comentarios estúpidos, previsibles y convencionales a quienes nos rodean, especialmente a quienes tienen cierta autoridad. Y, como los niños, hemos ampliado nuestra definición de autoridad hasta el punto que incluye a todos aquellos que nos controlan o dirigen en el momento presente: el conductor de la limusina, el recepcionista, el que comprueba las entradas. La razón ha quedado en suspenso y hemos vuelto al pasado; ya no somos adultos dueños de nosotros mismos, nos hemos hecho niños. A pesar de nosotros mismos, el ritual se ha desarrollado y nos ha envuelto. Volvemos a ser parte de la tribu.

¿Cuál es el significado de los Oscar? Tras cierta reflexión, diría que es éste: son una celebración del poder de la voluntad popular.

Los Oscar ponen de manifiesto la voluntad popular de controlar y juzgar a quienes han sido elegidos para alzarse por encima del pueblo (de manera muy parecida, quizá, a como esto mismo se celebraba en el pasado por medio de las elecciones).

El electorado del cineasta es el país entero. Todos vamos al cine, y cuando pagamos la entrada estamos haciendo un sacrificio, un gesto simbólico, pero muy real. Y repetimos de nuevo este gesto cuando aceptamos que los Grandes del cine disfruten de sus prerrogativas. Cuando leemos sobre sus amores, sus ingresos, sus flaquezas, sus crímenes, nos encogemos de hombros y sonreímos, y, al hacerlo así, cometemos un acto de sumisión: cedemos a otros la capacidad de transgredir las normas que hemos fijado para nosotros mismos.

En la ceremonia de los Oscar, nosotros, el pueblo, obligamos a quienes hemos permitido acceder a una clase privilegiada a que se alcen individualmente para escuchar el veredicto y por una noche los despojamos de sus privilegios. Y, como en cualquier tribunal, el veredicto en sí no es tan importante para la comunidad como el poder de convocar. Al igual que en un tribunal, los acusados (los nominados para un Oscar) se ven sometidos a un estado de ansiedad, espera nerviosa y temor, y deben acatar la sentencia que se pronuncie sobre ellos.

Entre el público de la sala, los Grandes, atraídos por la oferta de un laurel definitivo, sufren el miedo a lo desconocido y se ven reducidos a formular encantamientos mágicos, tales como: «El solo hecho de ser nominado ya es un honor»; «Sabía que no podía ganar»; «Oh, ¿por qué he tenido que preparar un discurso? Sé que eso va a traerme mala suerte»; etcétera.

Nosotros, el público estadounidense congregado como tribu, vemos las caras de estos nominados mascullantes. Y vemos que, en último término, sólo son unos simples mortales que deben soportar sus pérdidas con estoicismo y demostrar donaire en la victoria, lo mismo que nosotros. Obligamos a los Grandes —como obligaron a César— a solicitar la Corona, y vemos que, por Júpiter, efectivamente la solicitan. ¿Qué os parece eso?

Los Oscar son una especie de Purim. Desde nuestras casas —no menos que los curiosos que se aglomeran tras las barreras de la policía— asistimos con la intención de burlarnos del rabino: «Dios mío, ¿has visto qué vestido se ha puesto…?», «He oído decir que ése es
gay
…», «Fíjate qué nervioso está…», «Su película ha sido un chasco, y un fracaso total de taquilla…», «¿Por qué está tan nerviosa? ¿Es que no se da cuenta de que no puede ganar?» Nos unimos como comunidad en la más satisfactoria y unificadora de las actividades sociales, el chismorreo, cuyo propósito consiste en definir las normas sociales. Y, del mismo modo en que antaño hubiéramos podido reunirnos en tomo del barril de las galletas, ahora nos reunimos ante el televisor para charlar sobre esa gente que vive por encima de nosotros. Los Oscar, creo yo, son un ritual bastante hermoso. Celebran tanto el secreto (la devoción a la tradición) como la sorpresa (el saludable temor de Dios).

¿Qué serían los Oscar sin la presencia de los dos hombres de Price Waterhouse? Cada año su papel de protectores de la fe se va erosionando, y la fórmula tradicional para la lectura de las regías de votación es motivo de chanzas. Pero más importante que el hecho de que se burlen de ella es el hecho de que siga manteniéndose. Los Oscar no serían completos sin Price Waterhouse. ¿Por qué? Porque esos dos hombrecillos ritualmente grises nos aseguran que —a pesar de los enormes beneficios que se obtendrían con la irregularidad— nuestros intereses como pueblo están protegidos. Aún puede haber un ganador inesperado, Dios y el Diablo todavía existen.

La calidad ritualmente horrorosa del espectáculo parece proclamar esto: que el verdadero propósito del acontecimiento no es la celebración de la excelencia, sino la celebración de las ordalías.

La confusión, el sarcasmo o la estupidez que tradicionalmente exhiben los presentadores es su manera de indicarnos que ellos no participan en la prueba («No me confundáis con las víctimas potenciales de esta noche. Estoy tan ajeno a su inquietud —como bien podéis ver— que ni siquiera sé qué está pasando aquí»). Los presentadores —atraídos por la oferta de una publicidad descomunal— figuran allí también para ser testigos del poder de la fiesta y para educarse en la conducta correcta de las víctimas.

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