Una Princesa De Marte (4 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Una Princesa De Marte
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Mi esfuerzo tuvo un éxito que me asombró tanto como a los guerreros marcianos, ya que me elevó más o menos diez metros en el aire y me hizo aterrizar a casi treinta metros de mis perseguidores, del lado opuesto de la construcción.

Caí sobre el suave musgo, fácilmente y sin dificultad alguna. Al darme vuelta, vi a mis enemigos alineados a lo largo de la pared de la construcción. Algunos me investigaban con una expresión que más tarde reconocería como de profundo desconcierto, mientras que otros estaban evidentemente satisfechos de que no hubiera molestado a sus pequeños.

Conversaban entre ellos en tono bajo y gesticulaban señalándome. El descubrimiento de que no había dañado a los pequeños marcianos y que estaba desarmado debió de haber hecho que me miraran con menos ferocidad, pero, como sabría después, lo que más peso tuvo a mi favor fue esa exhibición de salto.

Los marcianos, al mismo tiempo de ser inmensos, tenían huesos muy grandes y su musculatura estaba sólo en proporción a la gravedad que debían soportar. Como resultado de ello, eran infinitamente menos ágiles y menos fuertes, en relación con su peso, que un humano. Dudaba que si alguno se viese transportado súbitamente a la Tierra, pudiera vencer la fuerza de gravedad y elevarse del suelo; por el contrario, estaba convencido de que no lo podría hacer.

Por lo tanto, mi proeza en Marte fue tan maravillosa como lo hubiera sido en la Tierra; y, del deseo de aniquilarme, los marcianos pasaron a observarme como un descubrimiento maravilloso para ser capturado y exhibido ante sus compañeros. La tregua que me había brindado mi inesperada agilidad me permitió formular planes para el futuro inmediato y estudiar más de cerca a los guerreros, ya que mentalmente no podía disociar a esos seres de aquellos otros guerreros que me habían estado persiguiendo sólo un día antes.

Advertí que todos estaban armados con varias armas, además de aquella inmensa lanza que he descrito. El arma que me convenció de no intentar escapar fue lo que parecía ser un rifle, y el hecho de que creía, por alguna razón extraña, que eran peculiarmente hábiles para las cacerías.

Esos rifles eran de un metal blanco con madera incrustada. Más tarde me enteraría de que esta madera era muy liviana, de cultivo muy difícil, muy valorada en Marte y completamente desconocida por nosotros, los terráqueos. El metal del caño era de una aleación compuesta principalmente por aluminio y acero que habían aprendido a templar con una dureza muy superior a la del acero que nosotros estamos acostumbrados a usar. El peso de estos rifles era relativamente bajo, pero por las balas explosivas de radio, de pequeño calibre, que utilizaban, y la gran longitud del caño, eran extremadamente mortíferos a un alcance que sería increíble en la Tierra. El alcance teórico de efectividad de este rifle es de aproximadamente quinientos kilómetros, pero el mayor rendimiento que alcanzan en la práctica, con sus miras telescópicas y radios, no es de más de trescientos kilómetros.

Esto es más que suficiente para que sienta un gran respeto por las armas de fuego de los marcianos. Alguna fuerza telepática debió de haberme prevenido contra un intento de fuga a la clara luz del día, bajo la mira de veinte de esas máquinas mortíferas.

Los marcianos, después de haber intercambiado unas pocas palabras, se volvieron y se marcharon en la misma dirección por la que habían llegado, dejando a uno de ellos solo cerca de la construcción. Cuando habían recorrido más o menos doscientos metros, se detuvieron y, dirigiendo sus monturas hacia nosotros, se quedaron mirando al guerrero que estaba cerca de la construcción.

Era uno de los que casi me habían atravesado con su lanza y, evidentemente, el jefe del grupo, ya que me había dado cuenta de que parecían haberse dirigido a su actual ubicación siguiendo sus órdenes.

Cuando su grupo se detuvo, él desmontó y arrojando su lanza y demás armas, dio un rodeo a la incubadora y se dirigió hacia mí, completamente desarmado y desnudo como yo, a excepción de los ornamentos atados a la cabeza, miembros y pecho.

Cuando ya estaba a menos de veinte metros, se desabrochó un gran brazalete de metal y presentándomelo en la palma abierta de su mano, se dirigió hacia mí con voz clara y sonora, pero en un lenguaje que, ocioso es decirlo, no pude entender. Entonces se quedó como esperando mi respuesta, enderezando sus oídos antenas y estirando sus extraños ojos aun más hacia mí.

Como el silencio se hacía terrible, decidí intentar una pequeña alocución, ya que me aventuraba a pensar que había estado haciendo propuestas de paz. El hecho de que arrojara sus armas y que hubiera hecho retirar a sus tropas antes de avanzar hacia mí, habría significado una misión pacifista en cualquier lugar de la Tierra. Entonces, ¿por qué no podía serlo en Marte?

Con la mano sobre el corazón, saludé al marciano y le explique que aunque no entendía su lenguaje, sus acciones hablaban de la paz y la amistad, que en ese momento eran lo más importante para mí. Por supuesto, mis palabras podrían haber sido el ruido de un arroyo sobre las piedras, tan poco era el significado que podían tener para él, pero me entendió la acción que siguió inmediatamente a mis palabras.

Extendiendo mi mano hacia él, avancé y tomé el brazalete de la palma de su mano abierta. Lo abroché en mi brazo por arriba del codo, le sonreí y me quedé esperando. Su ancha boca se abrió en una sonrisa como respuesta y enganchando uno de sus brazos intermedios con el mío nos volvimos y caminamos hacia su montura. Al mismo tiempo indicó a su tropa que avanzara. Esta se encaminó hacia nosotros al galope tendido, pero fueron detenidos por una señal del jefe.

Evidentemente temía que realmente me asustara de nuevo y pudiera saltar desapareciendo por completo de su vista.

Intercambió unas cuantas palabras con sus hombres, me indicó que podía montar detrás de uno de ellos y luego montó su propio animal. El guerrero que había sido designado bajó dos o tres de sus brazos y elevándome me colocó detrás de él en la brillante parte trasera de su montura, donde me colgué lo mejor que pude de los cintos y tiras que sostenían las armas y ornamentos de los marcianos.

Entonces el grupo se volvió y galopó hacia la cadena de colinas que se divisaba a la distancia.

4

Prisionero

Habríamos hecho diez kilómetros cuando el suelo comenzó a elevarse rápidamente. Estábamos acercándonos a lo que más tarde me enteraría que era el borde de uno de los inmensos mares muertos de Marte. En el lecho de este mar seco había tenido lugar mi encuentro con los marcianos.

Llegamos enseguida al pie de la montaña, y luego de atravesar una angosta garganta, aparecimos en un amplio valle, en cuyo extremo opuesto se extendía una meseta baja. Sobre ella pude ver una enorme ciudad, hacia donde galopamos, entrando por lo que parecía ser una ruta abandonada que salía de la ciudad, pero sólo hasta el borde de la meseta, donde terminaba abruptamente en un tramo de escalones anchos.

Al observar más de cerca vi que los edificios que pasábamos estaban desiertos, y aunque no estaban muy arruinados tenían el aspecto de no estar habitados desde hacía años, posiblemente siglos. Hacia el centro de la ciudad había una gran plaza y tanto en ella como en los edificios vecinos acampaban entre novecientas y mil criaturas de la misma especie de mis captores, pues así los había llegado a considerar, a pesar de la forma apacible en que me habían atrapado.

Con excepción de sus ornamentos, todos estaban desnudos. La apariencia de las mujeres no variaba mucho de la de los hombres, excepto por sus colmillos, que eran más largos en proporción a su altura y que en algunos casos se curvaban casi hasta sus orejas. Sus cuerpos eran más pequeños y de color más claro, y sus manos y pies tenían lo que parecía ser un rudimento de uñas. Las hembras adultas alcanzaban una altura de tres a cuatro metros.

Los niños eran de color claro, aun más claro que el de las mujeres. Todos me parecían iguales, salvo que, como algunos eran más altos que Otros, debían de ser los más crecidos.

No vi signos de edad avanzada entre ellos, ni había ninguna diferencia apreciable en su apariencia entre los cuarenta y dos mil años, edad en que voluntariamente realizaban su último y extraño peregrinaje por las aguas del río la que los conducía a un lugar que ningún marciano viviente conocía, ya que nadie había regresado jamás de su seno. Tampoco se le permitiría hacerlo, si llegaba a reaparecer después de haberse embarcado en sus aguas frías y oscuras.

Solamente alrededor de uno de cada mil marcianos muere de enfermedad y posiblemente cerca de veinte inician el peregrinaje voluntario. Los otros novecientos setenta y nueve mueren violentamente en duelos, cacerías, aviación y guerras. Pero tal vez la edad en la que hay más muertes es la infancia, en la que un gran número de pequeños marcianos son víctimas de los grandes simios blancos de Marte.

El promedio de vida a partir de la edad madura es de alrededor de trescientos años, pero llegaría cerca de las mil si no fuera por la gran cantidad de medios violentos que los llevan a la muerte. Debido a la disminución de recursos del planeta, evidentemente se hacía necesario contrarrestar la creciente longevidad que permitían sus grandes adelantos en materia de terapia y cirugía. Por lo tanto, en Marte, la vida humana había pasado a ser considerada a la ligera, como se evidenciaba por sus deportes peligrosos y la guerrilla casi continua entre las distintas comunidades.

Había otras causas naturales tendientes a la disminución de la población, pero nada contribuía en tan grande medida como el hecho de que ningún hombre o mujer de Marte se encontraba jamás en forma voluntaria sin un arma.

Cuando nos acercamos a la plaza y descubrieron mi presencia fuimos rodeados inmediatamente por cientos de criaturas que parecían ansiosas por arrancarme de mi asiento detrás de mi guardia. Una palabra del jefe acalló su clamar y pudimos seguir al trote a través de la plaza, hacia la entrada de un edificio tan magnífico como ningún otro que jamás se haya visto.

La construcción era baja pero abarcaba una gran extensión. Estaba construido en reluciente mármol blanco incrustado en oro y piedras brillantes que refulgían y centelleaban a la luz del sol. La entrada principal tenía cerca de cuarenta metros de ancho y se proyectaba del edificio en forma tal que formaba un amplio cobertizo sobre la entrada del vestíbulo.

No había escaleras sino una suave pendiente hacia el primer piso del edificio que se abría en un enorme recinto rodeado de galerías. En el piso de este recinto, que estaba ocupado por escritorios y sillas muy tallados, estaban reunidos cuarenta o cincuenta hombres marcianos alrededor de los peldaños de una tribuna. En la plataforma propiamente dicha estaba en cuclillas un guerrero inmenso sumamente cargado de ornamentos de metal, plumas de colores alegres y hermosos adornos de cuero forjado ingeniosamente, engarzados con piedras preciosas. De sus hombros colgaba una capa corta de piel blanca, forrada en una brillante seda roja.

Lo que más me impresionó de esa asamblea y de la sala donde estaba reunida, fue el hecho de que las criaturas estaban en completa desproporción con los escritorios, sillas y otros muebles, que eran de un tamaño adaptado a los humanos como yo, mientras que las inmensas moles de los marcianos apenas podían entrar apretadamente en las sillas, así como debajo de los escritorios no había espacio suficiente para sus largas piernas. Evidentemente, había entonces otros habitantes en Marte, además de las criaturas grotescas y salvajes en cuyas manos había caído; pero los signos de extrema antigüedad que mostraba todo lo que me rodeada indicaba que esos edificios podían haber pertenecido a alguna raza extinguida tiempo atrás y olvidada en la oscura antigüedad de Marte.

Nuestro grupo se había detenido a la entrada del edificio y a una señal de su jefe me bajaron al suelo. Otra vez aferrándose a mi brazo, entramos en el recinto de la audiencia. Se observaban pocas formalidades en el trato de los marcianos con el caudillo. Mi captor simplemente se dirigió hacia la tribuna y los demás le cedieron el paso mientras avanzaba. El caudillo se puso de pie y nombró a mi escolta quien, en respuesta, se detuvo y repitió el nombre del soberano seguido de su título.

En aquel momento, esa ceremonia y las palabras que pronunciaban no significaban nada para mí, pero más tarde llegaría a saber que ése era el saludo corriente entre los marcianos verdes. Si los hombres eran extranjeros y, por lo tanto, no les era posible intercambiar los nombres, intercambiaban sus ornamentos en silencio, si sus misiones eran pacíficas; de otra forma habrían intercambiado disparos, o se habrían presentado peleando con alguna otra de sus variadas armas.

Mi captor, cuyo nombre era Tars Tarkas, era prácticamente el segundo jefe de la comunidad y un hombre de gran habilidad como estadista y guerrero. Evidentemente explicó en forma breve los incidentes relacionados con la expedición, incluyendo mi captura, y cuando hubo terminado, el caudillo se dirigió a mí y me habló largamente.

Le contesté en mis mejores términos terrestres, simplemente para convencerlo de que ninguno de los dos podía entender otro, pero me di cuenta de que cuando esbocé una sonrisa terminar, él hizo lo mismo. Este hecho y la similitud con lo ocurrido durante mi primer encuentro con Tars Tarkas convencieron de que al menos teníamos algo en común: habilidad de sonreír y, en consecuencia, de reír, o sea de expresar el sentido del humor. Pero ya me enteraría de que la sonrisa de los marcianos es meramente superficial y que su risa es algo que haría palidecer de horror a los hombres fuertes.

La idea del humor entre los hombres verdes de Marte es completamente opuesta a nuestra concepción de estímulo de diversión. Las agonías de un ser viviente son, para estas extrañas criaturas, motivo de la más grotesca hilaridad, en tanto la forma principal de entretenimiento es ocasionar la muerte de sus prisioneros de guerra de varias formas ingeniosas horribles.

Los guerreros reunidos y los caudillos me examinaron de cerca, palpando mis músculos y la textura de mi piel. El caudillo principal evidenció entonces su deseo de verme actuar e indicándome que lo siguiera se encaminó junto con Tars Tarkas hacia la plaza abierta.

Debo señalar que no había intentado caminar desde mi primer fracaso ya señalado, excepto cuando había estado firmemente prendido del brazo de Tars Tarkas, y por lo tanto en ese momento fui saltando y brincando entre los escritorios y sillas como un saltamontes monstruoso. Después de golpearme bastante, para gran diversión de los marcianos, recurrí de nuevo al gateo, pero no les gustó y entonces me puso de pie violentamente un tipo imponente que era el que se había reído con ganas de mis infortunios.

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