Una Princesa De Marte (20 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Una Princesa De Marte
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—Ha muerto —me contestó—. Lo sabemos por un guerrero verde recientemente capturado en el sur por nuestras fuerzas. Ella escapó de las hordas Tharkianas con una extraña criatura de otro mundo, pero cayó en manos de los Warhoonianos. Encontraron sus
doats
vagando por el lecho del mar, y también descubrieron señales de una lucha sangrienta.

Aunque esta información no me tranquilizaba, tampoco era una prueba concreta de la muerte de Dejah Thoris. Por lo tanto, decidí esforzarme todo lo posible por llegar a Helium tan rápido como pudiera y llevar a Tardos Mors todas las noticias que estuvieran a mi alcance acerca del paradero de su nieta.

Diez días después de dejar a los tres hermanos Ptor, llegue a Zodanga. Desde que me había puesto en contacto con los habitantes rojos de Marte, había notado que Woola llamaba mucho la atención hacia mí, ya que la enorme bestia pertenecía a una especie que nunca había sido domesticada por los marcianos rojos. Si me hubiese paseado con un león africano por Broadway, el efecto hubiera sido similar al que habría producido mi entrada en Zodanga con Woola.

La sola idea de separarme de mi leal compañero me causaba tal pesar y tal pena que la deseché hasta poco antes de arribar a las puertas de la ciudad. Pero en ese momento resultó imperioso que nos separásemos. De no haber estado en juego más que mi seguridad y mi gusto, no hubiera habido ningún argumento que me apartara de la única criatura de Barsoom que nunca había dejado de demostrarme afecto y lealtad. Pero como yo estaba dispuesto a ofrecer gustoso mi vida por aquélla en cuya búsqueda me hallaba y por quien iba a enfrentar los peligros desconocidos de esa, para mí, misteriosa ciudad no podía permitir que la vida de Woola amenazara el éxito de mi empresa, y mucho menos podía ponerlo en peligro por una momentánea felicidad, ya que pensaba que me olvidaría pronto. Por lo tanto, me despedí cariñosamente de la bestia y le prometí que si salía de mi aventura a salvo, de alguna forma encontraría los medios para volver a verlo.

Pareció entenderme perfectamente, y cuando le señalé hacia atrás en la dirección de Thark, se volvió apesadumbrado y se alejó. No podía soportar esa escena, de modo que resueltamente me puse en camino hacia Zodanga y con un dejo de dolor me acerqué a sus torvas murallas.

La carta que portaba me franqueó de inmediato la entrada a la gran ciudad fortificada. Era aún de mañana, muy temprano, y las calles estaban prácticamente desiertas. Las casas, que se erguían en lo alto apoyadas en sus columnas de metal, parecían enormes pajareras y las columnas, inmensos troncos. Era común que los negocios no se elevaran del suelo ni se los cerrara con llave ni tranca. El robo es prácticamente desconocido en Marte. Los asesinatos son el constante temor de todo Barsoomiano. Sólo por esa razón, levantan sus casas del suelo por la noche o en momentos de peligro.

Los hermanos Ptor me habían dado indicaciones precisas para llegar al lugar de la ciudad donde podría encontrar alojamiento y estar cerca de las oficinas de los organismos del gobierno, a los que estaban dirigidas las cartas. Mi camino me condujo a la plaza central, característica de todas las ciudades marcianas.

La plaza de Zodanga tiene una extensión de un kilómetro y medio cuadrado, y está cercada por los palacios de los Jeddaks, de los Jeds y de otros miembros de la realeza y la nobleza, así como por los principales edificios públicos, cafés y negocios.

Mientras cruzaba la gran plaza, lleno de admiración y maravillado por la magnífica arquitectura y la suntuosa vegetación roja que alfombraba los amplios canteros, descubrí a un marciano rojo que se dirigía apresuradamente hacia mí desde una de las avenidas. No me prestó la más mínima atención, pero cuando se acercó lo reconocí y viéndome. puse mi mano sobre su hombro diciendo:

—¡Kaor, Kantos Kan!.

Giró como una luz, y antes que pudiera siquiera bajar mi mano, la punta de su espada larga estaba ya sobre mi pecho

¿Quién eres? —gruñó.

Como viera que saltaba hacia atrás a unos quince metros de su espada, bajó la punta hacia el suelo y exclamó riendo:

No me hace falta otra respuesta. No hay más que un solo hombre en Barsoom que pueda saltar como una pelota de goma. Por la madre de la luna más lejana, John Carter. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Te has convertido en un Darseen, que puedes cambiar de color a voluntad? Me hiciste pasar un mal momento, mi amigo —continuó, después de referirle brevemente mis aventuras desde nuestra partida del circo de Warhoon—. Si mi nombre y el de la ciudad de donde vengo se supieran en Zodanga, pronto me iría a reunir, en las playas del mar perdido de Korus, con mis venerados y desaparecidos antepasados. Estoy aquí para ayudar a Tardos Mors, Jeddak de Helium, a descubrir el paradero de Dejah Thoris, nuestra princesa. Sab Than, príncipe de Zodanga, la tiene escondida en la ciudad y se ha enamorado locamente de ella. Su padre Than Kosis, Jeddak de Zodanga, le ha propuesto que si se casa voluntariamente con su hijo, habrá paz entre las dos ciudades. Tardos Mors no ha accedido a su pedido y le ha mandado el mensaje de que él y su pueblo prefieren ver muerta a su princesa antes que verla casada con alguien que no sea el que ella misma elija, y que él mismo prefiere sumergirse en las cenizas de su ciudad, arrasada en llamas, antes que unir las armas de su casa con las de Than Kosis. Su respuesta fue la afrenta más mortificante que podía haberle dado a Than Kosis y a los Zodanganianos. Sin embargo, su gente lo ama aun más por esto y su fuerza en Helium es más grande ahora que nunca. Hace tres días que estoy aquí, pero aún no he encontrado el lugar donde Dejah Thoris está prisionera. Hoy me incorporé a la aviación de reconocimiento de Zodanga porque de ese modo pienso granjearme —la confianza de Sab Than, el príncipe, que es el comandante de ese cuerpo, y poder averiguar el paradero de Dejah Thoris. Me alegra que estés aquí, John Carter, porque sé de tu lealtad hacia mi princesa. Trabajando los dos juntos podremos lograr mejores resultados.

La plaza ya estaba empezando a llenarse de gente que iba y venía por exigencias de sus actividades diarias. Los negocios estaban abriendo y los cafés se llenaban de clientes madrugadores. Kantos Kan me condujo a uno de esos suntuosos restaurantes donde todo se servía con aparatos mecánicos. Ninguna mano tocaba los alimentos a partir del momento que entraban en el edificio en forma de materia prima, hasta que aparecían calientes y deliciosos en las mesas, delante de los clientes, en respuesta al toque de pequeños botones selectores.

Después que comimos, Kantos Kan me llevó con él al cuartel del escuadrón de reconocimiento aéreo, me presentó a su superior y le preguntó si me podía alistar en el cuerpo. De acuerdo con las costumbres, era necesario un examen; pero Kantos Kan me había dicho que no me preocupara, que él se haría cargo del asunto. Lo logró ocupando mi lugar en el examen haciéndose pasar por John Carter ante el examinador.

—Esta artimaña se va a descubrir más tarde —me explicó alegremente—, cuando certifiquen mi peso, medidas y otros datos de identificación personal; pero pasarán varios meses. Para ese entonces, nuestra misión se habrá cumplido o habremos, fracasado tiempo antes.

Los pocos días que siguieron los pasé con Kantos Kan, quien me enseñó los secretos del arte de volar y de reparar los delicados y pequeños aparatos que usaban con este propósito. El cuerpo de una nave aérea para un solo tripulante tiene cerca de cinco metros de largo, menos de un metro de ancho y cinco centímetros de espesor, y termina en punta en ambos extremos. El conductor se sienta en la parte superior de la nave, en un asiento construido sobre el pequeño y silencioso motor de radio que lo mueve. La fuerza de ascenso se halla dentro de las delgadas paredes metálicas del cuerpo y consiste en el octavo rayo Barsoomiano, o rayo de propulsión, como podríamos llamarle en razón de sus propiedades.

Este rayo, como el noveno, es desconocido en la Tierra; pero los marcianos han descubierto que es una propiedad inherente a toda luz, cualquiera que sea su fuente. Han observado que es el octavo rayo solar el que propaga la luz del sol a todos los planetas, y también han descubierto que es el octavo rayo propio de cada planeta el que refleja o propaga nuevamente en el espacio la luz así obtenida. El octavo rayo solar es absorbido por la superficie de Barsoom; pero, a su vez, el octavo rayo de Barsoom —que tiende a propagar la luz de Marte en el espacio— sale constantemente del planeta y constituye una fuerza de repulsión de la gravedad que, controlada, es capaz de elevar enormes pesos de la superficie.

Es este rayo el que les ha permitido perfeccionar la aviación en tal forma que sus naves de guerra superan todo lo conocido en la Tierra. Vuelan tan graciosa y delicadamente en el tenue aire de Barsoom como un globo de juguete en la atmósfera más densa de la Tierra.

Durante los primeros años posteriores al descubrimiento de este rayo ocurrieron muchos accidentes extraños, hasta que, por fin, los marcianos aprendieron a medir y controlar la maravillosa fuerza que habían encontrado. Una vez, hace unos novecientos años, la primera nave de guerra que se construyó con receptáculos para el octavo rayo, la cargaron con una cantidad tan grande de éste, que el vehículo salió de Helium con quinientos oficiales y soldados y no regresó jamás.

Su fuerza de repulsión respecto del planeta fue tan grande que fueron transportados a una distancia enorme. Allí se la puede ver actualmente, con la ayuda de un poderoso telescopio, atravesando el cielo a dieciséis mil kilómetros de Marte, como un pequeño satélite que quedará en órbita para siempre.

Al cuarto día de mi llegada a Zodanga realicé mi primer vuelo. Como resultado gané una promoción que incluía habitaciones en el palacio de Than Kosis.

Cuando me elevé sobre la ciudad, di varias vueltas, como había visto que hacía Kantos Kan. Luego lancé mi máquina a toda velocidad y me dirigí hacía el sur, siguiendo uno de los grandes acueductos que entran en Zodanga desde esa dirección.

Había recorrido más o menos —trescientos kilómetros en poco menos de una hora, cuando divisé muy a la distancia un grupo de tres guerreros verdes que cabalgaban desenfrenadamente hacia una figura pequeña que iba a pie y parecía tratar de alcanzar los confines de uno de los campos cercados.

Enfilé mí máquina rápidamente hacia ellos, y girando hacia la retaguardia de los guerreros, vi que el objeto de la persecución era un marciano rojo que llevaba las armas del escuadrón de reconocimiento al que yo pertenecía. A poca distancia estaba su pequeña máquina, rodeada de las herramientas con las que, evidentemente, había estado reparando algún desperfecto cuando lo sorprendieron.

En ese momento estaban prácticamente sobre él. Sus veloces monturas cargaban contra la figura relativamente pequeña, a tremenda velocidad, mientras los guerreros disparaban sus enormes lanzas de metal. Los tres parecían disputarse el privilegio de ensartar al pobre Zodanganiano. De no mediar la circunstancia de mi oportuna llegada, habría acabado con su vida.

Situé mi veloz nave directamente detrás de los guerreros, a los que pronto alcancé, y sin disminuir la velocidad arremetí con la proa entre los hombros del más cercano. El impacto, suficiente para atravesar una plancha de metal sólido, lanzó por el aire su cuerpo decapitado, sobre la cabeza de su
doat,
y fue a caer cuan largo era sobre el musgo. Las monturas de los otros dos guerreros se volvieron chillando de terror y se alejaron

Entonces aminoré lavelocidad, di una vuelta y aterricé a los pies del atónito Zodanganiano, quien agradeció mi oportuna ayuda y me prometió que mi labor de ese día tendría la recompensa que se merecía. La vida que había salvado no era otra que la de un primo del Jeddak de Zodanga.

No perdimos tiempo hablando, ya que sabíamos que los guerreros seguramente regresarían tan pronto como pudieran dominar a sus bestias. Nos apresuramos a llegar a su averiada máquina e hicimos todo lo posible por terminar el arreglo necesario. Prácticamente habíamos terminado, cuando vimos que los dos monstruos verdes regresaban a toda velocidad hacia nosotros. Cuando estaban a menos de cien metros, sus
doats
volvieron a encabritarse y se rehusaron rotundamente a avanzar hacia la nave aérea que los había asustado.

Por último, los guerreros desmontaron, y luego de atar a sus animales avanzaron a pie hacia nosotros con sus espadas largas en la mano. Entonces me adelanté para batirme con el más corpulento y le dije al Zodanganiano que hiciera lo que pudiera con el otro; pero cuando casi sin esfuerzo acabé con mi adversario ya que la práctica me había habituado, me apresuré a aproximarme a mi nuevo conocido, al que encontré en grandes apuros.

Había sido herido y derribado, y su adversario le había puesto su inmenso pie en la garganta. La gran espada se estaba elevando para dar la estocada final, pero de un salto salvé los quince metros que nos separaban y con la punta de la mía atravesé de lado a lado el cuerpo del marciano verde. Su espada cayó al suelo sin causar daño alguno, y él se desplomó encima del zodanganiano.

A primera vista, éste no había recibido ninguna herida mortal. Después de un breve descanso, me aseguró que estaba en condiciones de intentar el viaje de regreso. Sin embargo, debía manejar su propia nave, ya que estas frágiles embarcaciones tenían capacidad para una sola persona.

Terminamos rápidamente las reparaciones y nos elevamos juntos en el sereno cielo sin nubes de Marte. Regresamos a Zodanga a gran velocidad y sin más contratiempos.

Cuando nos acercábamos a la ciudad descubrimos una gran muchedumbre, constituida por civiles y soldados, reunida en la llanura que se extendía ante aquélla. El cielo estaba cubierto de naves de guerra y aparatos de recreo, públicos y privados, con gallardetes de seda de colores alegres y banderas con insignias variadas y pintorescas flotando al viento.

Mi compañero me hizo señas de que bajara y, colocando su máquina cerca de la mía, me sugirió que nos acercáramos a presenciar la ceremonia. Ésta, según me dijo, tenía el propósito de conferir honores a oficiales y soldados por su valentía y otros servicios distinguidos. Entonces desplegó una pequeña insignia que denotaba que su nave llevaba a un miembro de la familia real de Zodanga. Juntos atravesamos el camino, a través de las otras naves aéreas, hasta quedar justo sobre el Jeddak de Zodanga y su tripulación. Todos estaban montados sobre los pequeños
doats
domésticos de los marcianos rojos. Sus arneses y ornamentos portaban tal cantidad de plumas suntuosamente coloreadas que no pude menos que sentirme sobrecogido por la espantosa similitud de la muchedumbre con una banda de pieles rojas de la Tierra.

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