Una Pizca De Muerte (13 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Una Pizca De Muerte
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También se mostró contenta cuando empecé a salir con el vampiro Bill Compton. Tan desesperada estaba por que consiguiese un buen mozo, que hasta Bill le pareció bien. Cuando se es telépata, como yo, es muy difícil salir con un chico normal; estoy segura de que entendéis el porqué. Los seres humanos pensamos todo tipo de cosas que no queremos que sepan nuestros seres más queridos, y mucho menos la mujer que te llevas a cenar y al cine. En las antípodas de esta situación, las mentes de los vampiros son maravillosamente silenciosas, y las de los licántropos son casi igual de buenas, aunque emiten un montón de emociones y alguna que otra extraña sacudida mental.

Naturalmente, después de pensar en la buena acogida que la abuela dio a Bill, no pude evitar preguntarme qué estaría haciendo él en ese momento. E inmediatamente me di cuenta de mi estupidez. Era media tarde, brillaba el sol. Bill estaría durmiendo en alguna parte de su casa, que está en el bosque, al sur de la mía, cruzando el cementerio. Había roto con él, pero estaba segura de que se presentaría como un rayo si lo llamase (una vez anocheciera, por supuesto).

Que me aspen si pensaba llamarlo. A él o a cualquier otra persona.

Pero me sorprendí observando, anhelante, el teléfono cada vez que pasaba cerca. Tenía que salir de la casa o acabaría llamando a alguien, a cualquiera.

Necesitaba una misión. Un proyecto. Una tarea. Un entretenimiento.

Recordaba haberme despertado durante apenas treinta segundos al alba. Desde que cubría el turno de madrugada del Merlotte s, dormía como un lirón. Permanecí despierta el tiempo suficiente para preguntarme qué me había arrancado del profundo sueño. Pensé que quizá había oído algo en el bosque. No se repitió, así que volví a zambullirme en el sueño como una piedra en un estanque.

Así que allí me encontraba, observando el bosque desde la ventana de la cocina. No era sorprendente no encontrar nada nuevo en las vistas.

«El bosque está nevado, es oscuro y muy profundo», me dije, tratando de recordar el poema de Frost que tuvimos que aprender en el instituto. ¿O acaso era «adorable, oscuro y profundo»?

Por supuesto, mi bosque no era ni adorable ni estaba nevado. No nieva nunca en Luisiana durante la Navidad. Pero hacía frío (aquí, eso quiere decir que la temperatura rondaba los tres grados). Y no cabía duda de que el bosque era oscuro y profundo, además de húmedo. Así que me puse las botas de trabajo que me había comprado hacía años, cuando Jason y yo salíamos a cazar juntos, y me embutí en el abrigo que no me importa estropear, uno que parecía un edredón acolchado. Era rosa pálido. Dado que hace falta mucho tiempo para que un abrigo se desgaste en estas latitudes, él también tenía sus años; yo tengo veintisiete, había pasado hace ya tiempo la etapa del rosa pálido. Me recogí el pelo bajo un gorro de lana y me enfundé los guantes que había encontrado en un bolsillo. Hacía mucho, mucho tiempo que no me ponía ese abrigo, y me sorprendió encontrar un par de dólares y algunas entradas arrancadas en sus bolsillos, además del recibo de un pequeño regalo navideño que había comprado para Alcide Herveaux, un licántropo con el que salí brevemente.

Los bolsillos son como pequeñas cápsulas del tiempo. Desde que le compré a Alcide el libro de sudokus, su padre había muerto en la pugna por convertirse en el líder de la manada y, después de una serie de violentos acontecimientos, el propio Alcide se hizo con el puesto. Me preguntaba cómo irían los asuntos de la manada en Shreveport. No había hablado con ninguno de los licántropos desde hacía dos meses. De hecho, había perdido la referencia de la última luna llena. ¿Cuándo había sido, anoche?

Bueno, ya me había acordado de Bill y Alcide. Como no hiciese algo, pronto acabaría incluyendo en el saco a mi último fracaso amoroso: Quinn. Era hora de ponerse en marcha.

Mi familia ha vivido en esta humilde casa desde hace más de siglo y medio. Mi más que reformada casa se encuentra en los bosques por los que serpentea Hummingbird Road, a las afueras de la pequeña ciudad de Bon Temps, en la parroquia de Renard. Los árboles son más hondos y densos hacia el este, por detrás de la casa, ya que hace más de medio siglo que nadie los tala. Son más delgados hacia el sur, donde está el cementerio. La tierra se desplaza suavemente, y lejos, detrás de la propiedad, hay un pequeño arroyo, pero hace años que no voy por allí. Desde que me dedico a servir copas en el bar, a telepatear (¿existe ese verbo?) para los vampiros y participar en las luchas de poder de éstos y de los licántropos, y demás historias mágicas y mundanas, mi vida ha estado bastante ocupada.

Resultaba agradable meterse en el bosque, aunque el aire era frío y húmedo, y me vino bien estirar los músculos.

Avancé entre la floresta durante unos treinta minutos, alerta ante cualquier indicio de lo que fuera que me hubiera despertado la noche anterior. Hay por allí muchos animales oriundos del norte de Luisiana, pero la mayoría de ellos son tímidos y silenciosos, como las zarigüeyas, los mapaches y los ciervos. También hay animales menos silenciosos, pero igualmente tímidos, como los coyotes y los zorros. Hay más criaturas formidables. En el bar no paro de oír las historias de los cazadores. Un par de los más entusiastas habían visto a un oso negro en un coto privado de caza a un par de kilómetros de mi casa. Y Terry Bellefleur juraba haber visto una pantera hacía menos de dos años. La mayoría de los ávidos cazadores habían observado jabalíes y cerdos salvajes.

Por supuesto, yo no esperaba toparme con nada de ese estilo. Me había metido el móvil en el bolsillo, sólo por si acaso, aunque no estaba muy segura de que hubiese cobertura en el bosque.

Cuando conseguí llegar al arroyo, ya estaba asada dentro de mi chaqueta acolchada. Me dispuse a acuclillarme para inspeccionar el tierno suelo junto al agua. El arroyo, que no era muy ancho, tenía el nivel a la altura de la tierra de sus orillas debido a las recientes lluvias. Si bien no soy una gran aficionada a la naturaleza, enseguida supe que un ciervo había estado por allí; algunos mapaches también; y puede que un perro. O dos. O tres. «Eso no me gusta», pensé, con una pizca de incomodidad. Una manada de perros siempre implicaba un potencial peligro. No tenía ni idea de lo antiguas que eran las huellas, pero supuse que estarían más secas si las hubiesen dejado el día anterior.

Oí un ruido procedente de los arbustos a mi izquierda. Me quedé paralizada, temerosa de levantar la cabeza y mirar hacia allí. Saqué el móvil del bolsillo y comprobé las barras de cobertura, «sin cobertura», rezaba la pantalla. «Mierda», pensé. Y eso apenas bastaba para describirlo.

El sonido se hizo insistente. Decidí que era una especie de sollozo, pero no tenía claro si el emisor era un hombre o una bestia. Me mordí el labio con fuerza y me obligué a incorporarme, muy lenta y cuidadosamente. No ocurrió nada. Los sonidos cesaron. Me recompuse y fui derivando hacia la izquierda. Aparté un arbusto de laureles.

Había un hombre tirado en el suelo, sobre el frío y húmedo barro. Estaba desnudo como un pajarillo, pero cubierto de sangre seca.

Me acerqué cautelosamente, ya que, a pesar de estar desnudo, ensangrentado y lleno de barro, podía ser muy peligroso; puede que especialmente peligroso.

—Eh —dije. Como saludo inicial dejaba mucho que desear—. Eh, ¿necesitas ayuda? —Vale, era tan idiota como preguntar «¿Qué tal estás?», dadas las circunstancias.

Abrió los ojos. Eran castaños, salvajes y redondos como los de un búho.

—Aléjate —me urgió—. Pueden volver.

—En ese caso, será mejor que nos demos prisa —repliqué. No tenía intención de dejar a un herido a merced de lo que fuese que lo había lastimado—. ¿Es grave?

—No. Corre —insistió—. Falta poco para que oscurezca. —No sin dolor, estiró una mano para agarrarme del tobillo. Estaba claro que quería llamar mi atención.

Me costó prestar atención a sus palabras, ya que había demasiado cuerpo desnudo expuesto para mantener ocupada mi mirada. Me obligué a mantener la vista por encima de su pecho, cubierto de un manto no demasiado denso de pelo castaño. También era muy ancho. ¡Y tampoco es que yo estuviera mirando tanto!

—Vamos —dije, arrodillándome junto al desconocido. Había innumerables huellas en el barro, a su alrededor, indicando una actividad reciente y frenética—. ¿Cuánto hace que estás aquí?

—Unas pocas horas —respondió, jadeando mientras intentaba apoyarse sobre un codo.

—¿Con este frío? —Madre mía. No me extrañaba que tuviese la piel azulada—. Hay que sacarte de la intemperie —afirmé—. Ahora mismo. —Paseé la mirada desde la mancha de sangre del hombro hasta el resto del cuerpo, en busca de más heridas.

Era un error. El resto de su cuerpo, a pesar de hallarse ostensiblemente cubierto de barro, sangre y frío, estaba muy, muy...

Pero ¿qué me pasaba? Allí estaba, contemplando a un completo desconocido (desnudo y buenísimo) presa de la lujuria, mientras él se encontraba herido y asustado.

—Toma —le ofrecí, tratando de parecer resuelta, determinada y neutra—. Apoya tu brazo sobre mi cuello y te pondremos de rodillas. Después intenta levantarte e intentaremos caminar.

Estaba cubierto de contusiones, pero, salvo la del hombro, ninguna otra herida le había rasgado la piel. Protestó varias veces más, pero el cielo estaba cada vez más apagado a medida que la noche se abría paso y lo interrumpí sin contemplaciones.

—Muévete de una vez —le recomendé—. No queramos estar aquí fuera más tiempo del necesario. Nos llevará una buena hora llegar hasta mi casa.

El hombre guardó silencio. Finalmente asintió. Con mucho esfuerzo, conseguí ponerlo de pie. Arrugué la nariz al ver lo arañados y sucios que tenía los pies.

—Allá vamos —dije para animarlo. Dio un paso y arrugó un poco la expresión—. ¿Cómo te llamas? —pregunté, intentando distraerlo del dolor que le provocaba caminar.

—Preston —respondió—. Preston Pardloe.

—¿De dónde eres, Preston? —Ya nos movíamos un poco más deprisa. Eso era bueno. El bosque estaba cada vez más oscuro.

—Soy de Baton Rouge —contestó. Parecía un poco sorprendido.

—¿Y cómo has llegado hasta mi bosque?

—Bueno...

Me di cuenta de cuál era su problema.

—¿Eres un licántropo, Preston? —interrogué. Sentí que su cuerpo se relajaba contra el mío. Lo supe desde que capté su patrón cerebral, pero no quería asustarlo hablándole de mi pequeña tara. Preston tenía un..., ¿cómo describirlo?, patrón más suave y denso que otros licántropos con los que me había cruzado, pero cada mente posee su propia textura.

—Sí —respondió—. Lo sabes, entonces.

—Sí —admití—. Lo sé. —Sabía infinitamente más de lo que nunca quise saber. Los vampiros habían salido del armario con el advenimiento y comercialización de la sangre sintética, inventada por los japoneses, pero otras criaturas de la noche y las sombras aún no habían dado ese enorme paso.

—¿De qué manada eres? —pregunté mientras trastabillábamos sobre una rama caída y recuperábamos el equilibrio. Se apoyaba en mí con todo su peso. Temía que acabásemos en el suelo. Había que acelerar el paso. Parecía moverse con más soltura, ahora que había calentado un poco los músculos.

—La manada de los Asesinos de ciervos, del sur de Baton Rouge.

—¿Qué haces aquí, en el bosque? —volví a preguntarle.

—¿Esta tierra es tuya? Lamento haberme colado —dijo. Contuvo el aliento mientras le ayudaba a sortear un arbusto espinoso. Una de las espinas se enganchó en mi abrigo rosa y tuve que tirar con dificultad para librarme.

—Ésa es la última de mis preocupaciones —contesté—. ¿Quién te atacó?

—La manada de la Garra afilada de Monroe.

No conocía a ningún licántropo de Monroe.

—¿Qué hacías aquí? —pregunté, pensando que, tarde o temprano, tendría que responderme si seguía insistiendo.

—Se suponía que debíamos encontrarnos en terreno neutral —respondió, con el rostro tenso por el dolor—. Un hombre pantera de por aquí nos ofreció el lugar como punto intermedio, una zona neutral. Nuestras manadas han estado... enfrentadas. Dijo que ése sería un buen sitio para resolver nuestras diferencias.

¿Mi hermano les había ofrecido mis tierras como lugar donde parlamentar? El desconocido y yo avanzamos penosamente en silencio mientras trataba de ordenar mis ideas al respecto. Estaba claro que mi hermano Jason era un hombre pantera, aunque se había convertido por un mordisco, mientras que la mujer de la que se había separado era una pantera genéticamente pura. ¿En qué estaba pensando Jason cuando decidió mandar a un grupo tan peligroso cerca de mi casa? No en mi bienestar, eso estaba claro.

Vale, no nos llevábamos de maravilla, pero me resultaba especialmente doloroso que me deseara algún mal. Más de los que ya me había causado, quiero decir.

Un siseo de dolor me hizo volver a prestar atención a mi acompañante. Con la intención de ayudarlo con mayor eficacia, rodeé su cintura con el brazo y él hizo lo propio sobre mi hombro. Así podíamos avanzar más rápidamente; qué alivio. Cinco minutos después podía ver la luz que había dejado encendida en el porche trasero.

—Gracias a Dios —dije. Aceleramos el paso y llegamos a la casa en cuanto oscureció del todo. Por un instante, mi acompañante arqueó la espalda y se quedó tenso, pero no se transformó. Eso también era un alivio.

Subir los escalones se convirtió en una penitencia, pero finalmente logré meter a Preston en casa y lo dejé sentado a la mesa de la cocina. Lo miré llena de ansia. No era la primera vez que metía en mi cocina a un hombre desnudo y ensangrentado, por extraño que parezca. Ya había tenido a un vampiro llamado Eric en circunstancias similares. ¿No era eso de lo más extraño, incluso para alguien como yo? Por supuesto, no tenía tiempo para meditar al respecto, ya que ese hombre necesitaba cuidados.

Eché un vistazo a la herida del hombro bajo la luz de la cocina, pero estaba tan mugriento que apenas pude examinar nada en detalle.

—¿Crees que podrías levantarte para darte una ducha? —pregunté, esperando que no pensase que se lo proponía porque oliese, o algo así. Lo cierto era que su olor era bastante peculiar, pero no era desagradable.

—Supongo que podré permanecer de pie ese tiempo —respondió brevemente.

—Vale, espera un momento —dije. Traje la vieja manta de lana del sofá del salón y le cubrí con ella. Ahora podía concentrarme mejor.

Corrí hasta el cuarto de baño del pasillo para abrir los grifos de la ducha, instalada bastante después de la bañera con patas de garra. Me estiré para abrir el agua, esperé a que saliese caliente y saqué toallas limpias. Amelia había dejado champú y gel de baño en el estante sobre el teléfono de la ducha, y había jabón para rato. Metí la mano en el agua. Estaba ideal.

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