Read Una mala noche la tiene cualquiera Online
Authors: Eduardo Mendicutti
Y es que a mí me hace falta la libertad. Porque, si no, a ver de qué como. Qué espanto. Seguro que al final acabarían matando a La Madelón —ataúd forrado de raso granate, corona de nardos, hábito de las Arrepentidas— y habría que resucitar a Manolito García Rebollo, natural de Sanlúcar de Barrameda —tierra de los langostinos y de la manzanilla—, hijo de Manuel y de Caridad, soltero, de profesión artista. «O sea, maricón», se vio que pensaba el de la ventanilla de la Comisaría, la última vez que fui a renovar el carné de identidad.
Y eso que me vestí de macha, más o menos. Pero es que en el carné de identidad una sigue siendo Manuel García Rebollo, con mi cara lavada y mi pelo recogido lo mejor posible, esta carita mía de chaval extraviado —la verdad: extraviadíiiiiiisimo. Pues seguro que había que resucitarlo —a Manolito, quiero decir—, qué horror, con lo mal que lo pasaba el pobre. No lo quería ni pensar. Si lo pensaba es que me moría. En realidad, estaba a punto de desmayarme. Me levanté y decidí que tenía que hacer algo. Lo que fuera. A lo mejor lo que había que hacer era echarse a la calle. Yo tenía medio escondido en el ropero veinte mil duros. Los cogía, me ponía mis pieles y mi fular y me acercaba a la Plaza de Neptuno y, si las cosas se ponían feas, pues me tiraba al monte, hecha una maqui. Qué espanto. Algo semejante sólo se le podía ocurrir a una mujer como yo. Una mujer loquísima. La que más.
De pie, sola y horrorizada en medio del saloncito, desesperada ya de oír alguna noticia por Radio Nacional, me toqué suavemente la cara con las palmas de las manos y me di cuenta de que estaba ardiendo. Seguro que tenía una calentura espantosa, por el disgusto. Y el caso era que mejor para mí si me iba acostumbrando. Porque seguro que aquellos salían de allí como los nazis —que hay que ver cómo eran, qué barbaridad—, organizando cacerías de maricas y unas orgías fenomenales, regando los geranios y los jazmines hasta achicharrarlos con la sangre hirviendo de los judíos, los gitanos y las reinas de toda España.
Y La Begum, la muy locaza, sin aparecer. Seguro que tenía el Corán metido hasta las amígdalas, y todo lo demás se lo habría dejado la tía desconectado. Ella es así. Incansable. Despegada. Y zoquete. Sin ningún fundamento. Yo la quiero mucho, pero las cosas como son. A esa mujer, a La Begum, es que le importa un rábano todo lo que no sean los bajos de Alá, y lo que menos le importa, por supuesto, son sus compromisos de ciudadana. Qué calamidad. Y lo que yo digo: eso no puede ser, en los tiempos que corren. Cuando las últimas elecciones, con todo aquel mogollón del censo y la madre que los parió, servidora movió cielo y tierra para poder votar en Madrid, que aquello de hacerlo por correo no me merecía confianza ninguna, y me presenté en mi mesa electoral, la que me correspondía, a media mañana, cuando había más barullo, hecha un brazo de mar, que fue una sensación, y eché la papeleta del Partido Comunista y lo dije en voz alta: «Yo voto comunista». Fue divino. El interventor del partido no sabía dónde meterse; el muchacho estaba como un tren, todo hay que decirlo, que el rojerío siempre ha dado muy buen género. En la mesa había una monja de presidente, que ni a cosa hecha habría salido más propia, y a la pobre le dio como un paralís, no hacía más que mirar la foto del carné de identidad, que no se lo creía, por lo visto; «Mire, madre», tuve que decirle, «es que servidor es artista, aquí lo pone, pero debajo de toda esta decoración está Manuel García Rebollo, para servirle». Y me dejaron votar.
Qué satisfacción. Qué tiempos. Hace nada, como quien dice. Aquel día, después de soltar la papeleta y armar el taco —que el deber no tiene por qué estar reñido con esas ganas que a una le vienen cada dos por tres de dar el golpe (Ay, Jesús, el golpe no; quiero decir llamar un poquito la atención, hacer algo vistoso, pero sin maldad ninguna, ya se entiende)—, después de echarle un vistazo al ambiente, que tampoco es que fuera como para alucinar, me vine a mi casa a soñar con la libertad. Huy, sí, qué cosa más bonita. Me la imaginaba divina, todo la mar de bien, para todo el mundo lo mejor de lo mejor. La gloria. Y había, en cambio, que ver cómo era aquella noche. Como un callejón, como boca de lobo. Qué diferencia. Cualquiera se ponía a soñar en nada. Ay, por Dios, qué disgusto. ¿Y dónde se habría metido aquella mujer? Si es que a cabraloca nunca le ha ganado nadie, y no creo que a estas alturas vaya a tener remedio. Seguro que no se había enterado; La Begum nunca se entera de nada, como no sea del tamaño de la Meca. Con el resto, ni se inmuta. Todo se lo gasta en ponerse mona y echarse encima toneladas de marcharipé. A una se le ocurre insinuarle cualquier cosa medianamente formal, y le entra jaqueca. Cuando las últimas elecciones, unos días antes, servidora le preguntó: «Guapa, ¿tú por qué piensas votar?». Y ella dijo: «Yo, por lo más caro», y arrugó el hocico, y echó para atrás su mata de pelo, y se marcó un desplante de lo más exagerado. Y luego, a la hora de la verdad, la muy bruja se abstuvo. Qué poca conciencia.
A lo mejor estaba en Marabú. No podía ser, aquella noche no habría espectáculo, segurísimo, bueno estaba el percal. Claro que yo tenía qué llamar a la sala de todos modos. Lo mismo estaba allí, la muy lagarta, repasando el número, que buena falta le hacía. Antes, aún tenía un pasar con «Ojos verdes», por la Piquer —tampoco es que lo bordara, porque ella para el trabajo siempre ha sido tirando a chacueca, pero al menos le quedaba aparentón—, sólo que ahora le ha dado por lo moderno y el «Tugueder» de la Chirli Basi le sale un churro. Pues nada, ella emperradita. Y menos mal que el Federico es un sol y se lo estuvo permitiendo, a ver si mejoraba. Eso sí, la obligaba a ensayar, como tiene que ser, de forma que lo mismo La Begum estaba de entrenamiento, que la próxima vez que se cambie el nombre le pienso proponer que se ponga La Inoportuna.
Jamás me he sabido de memoria el teléfono de Marabú, el cabaret más elegante de Madrid en su género, como dice la publicidad; una manita de pintura sí que le hace falta, pero bueno. Como las de Radio Nacional seguían mudísimas, me fui dando traspiés al dormitorio a buscar el teléfono de
Marabú. No sé ni cómo lo encontré, tenemos como quinientas agendas y todo está apuntado al voleo, por donde pille: nosotras somos así. Marqué allí mismo, en el dormitorio, y al principio me pareció un timbre raro y como además no contestaban pensé: «Guapa, eso está más vacío que el chichi de Fabiola». Pero qué va, por fin descolgaron y una voz medio misteriosa dijo:
—Alóu...
La reconocí en seguida:
—Angel, hijo, ¿qué pasa, quién hay por ahí?
—¿Quién habla? —preguntó él como si fuera el encargado de recoger los recados en el palacio de Buquinján.
—La Madelón, hijo, perdona. Es que en cuanto me descuido me sale esta voz de marimacho. Qué cruz. ¿Tú cómo estás, cariño? ¿Te has enterado?
—Ya.
—¿Quién hay contigo?
—Nadie.
Siempre es igual. Este hombre iba para predicador. Qué elocuencia.
—Escucha, niño —le dije—. De La Begum no sabes nada, ¿verdad? Si por un casual le da la ventolera y aparece, que me llame. Que no se te olvide, corazón. Hoy no habrá espectáculo, supongo; yo estoy en casa, ¿sabes? Y escucha, titi: no largues tanto no te vayas a quedar afónico, piquito de oro. Chao.
Qué labia tiene la criatura, por Dios. Eso sí, cuando contesta el teléfono siempre dice «Alóu...» igual que si estuviera en Jaguai. Cómo es. Guapísimo. Bueno, era guapísimo. Ahora se ha puesto inmundo. Está gordísimo. Pero ha sido lo más guapo de Madrid. Hasta La Soraya lo reconoce. Claro que ésa, con lo pécora que es, se lo pasa en grande: «Huy, ¿de cuántos meses estás?, ji-ji-ji, qué barbaridad, ¿quién te cuida?; ahora en serio, Angel, de verdad, vigílate un poco, hay que ver la barriga que estás echando, qué lástima; pero no importa», le dice luego, sobona, y pone cara mariagoreti, menuda arpía, «no te preocupes, siempre estás hermoso; claro que sí, Angel es un chico muy guapo»; y después de eso La Soraya se embarca siempre en las mismas explicaciones: que no importa tener un poquitín de estómago —como ella—, que un estómago alto hasta queda bien, elegante, lo que hace feo es la barriga del ombligo para abajo, fíjate, yo no estoy gordo, estoy hermoso, y la tía es un salchichón, siempre tan apretadísima. Angel, con el cuajo que Dios le dio, ni se inmuta. Es de verse la parsimonia con que se lo monta todo el gachó. Y desde siempre, porque ése lleva haciendo la carrera desde que hizo la primera comunión, como muy tarde. Yo siempre le recuerdo igual. Ha engordado una cosa mala, ya digo, pero siempre ha estado de vicio y siempre ha tenido esa pinta de chulo discreto, tranquilóte y ceremonioso, muy atento él y muy de pensarse cada palabra una barbaridad, siempre vestido de una manera curiosa —o sea, bien—, mayormente encorbatado, y además a todas horas como ensimismado y de medio perfil, muy en plan Barrimore. Soraya dice que Angel tiene
allure,
pronunciándolo divinamente en francés, lo habla como un papagayo, y lo mismo el inglés y el italiano, y un poquito de sueco y de alemán, y sus cositas en portugués y en griego del de ahora y hasta en árabe, y el español, no digamos: como doña Jacinta Benavente, que en gloria y bien acompañada esté. Soraya es una mujer muchilingüe, como dice La Begum. Qué envidia, la verdad. Servidora a todo quisque le reconoce sus méritos, que eso no me da empacho. Qué maravilla eso de saber tantísimos lenguajes y poder de pronto liarse de palique con cualquiera. Es como si te movieran una teclita y, hala, a largar en franchute o en lo que se tercie. Y no como una, que aquí estoy, hablando a duras penas el español y de cualquier forma. Porque ya no lo hablo ni como antes. Eso sí que es una lástima. De verdad, yo lo reconozco.
Si es que esta vida es muy perra. Y Radio Nacional venga a dar la matraca con aquella música de chin-pún-, chin-pún. Y La Begum sin enseñar el moño por ninguna parte. Menudo putón. Bueno, a La Begum sí que es un espectáculo escucharla hablar ahora. Es que se ha vuelto finísima. Todo lo dice con ese, ay la leche que mamó. Nadie sabe cómo se las apaña la tía para buscarse montones de palabras llenas de eses por todas partes en cuanto tiene que decir cualquier cosa. Y además habla así, lánguida, sin despegar casi nada los labios, arrugando un poco el hociquito, como si tuviera jaqueca todo el rato. Huy, ella nunca dice estas moderneces que ahora suelta todo el mundo. Qué va. Ella como si hubiera estudiado en El Cuco, que es un colegio carísimo de Jerez, para niñas de lujo, la mar de exclusivo. Soraya dice mucho eso de «exclusivo». Por lo visto, en inglés se usa una barbaridad. A mí me encanta, y por eso lo digo. Yo digo de todo. A veces hasta me da coraje, pero no puedo evitarlo; a La Begum el día menos pensado se le va el tonteo ése de la labia y la pronunciación y a saber, eso sí, qué cosa nueva se le ocurre, pero lo mío no tiene remedio. Antes, cuando llegué a Madrid, y hasta en los primeros años, yo hablaba mi andaluz de toda la vida, esa manera de decir las cosas que es una preciosidad, con esas palabras tan divinas, con ese comerse letras por todas partes, que la lengua se te va sola, y la verdad es que a la larga me entendía todo el mundo. Lo de ahora es un guirigay, y es que no lo puedo remediar; yo creo que es cosa de las hormonas, para mí que las hormonas me están cambiando hasta el dicho. Y luego una que es muy sociable y la mar de antojadiza, caprichosilla por naturaleza.
Casi toda la basca de ahora también es así, se lo monta a su aire en esto de la conversación y hay que estar al tanto, porque en el fondo es que tiene su gracia, y al fin y al cabo es sólo una manera de decir las cosas, y ahora es que todo el mundo se lo hace igual, y tampoco creo que eso sea tan malo. Lo que pasa es que a mí a veces, cuando lo pienso, me puede entrar una tristeza grandísima. Hay montones de cosas que yo decía antes y ahora muchísimas ya ni se me ocurren. Ahora lo digo de otro modo. Ahora lo digo todo mezclado. Una fatalidad. El destino de una que es así. El destino de una que es ser mitad y mitad; pero no en orden —como las sirenas, como los centauros—, qué va, qué más quisiera yo. Lo nuestro es ser mitad y mitad, pero a la rebujina, para qué engañarse.
Es lo que me pasa siempre: me pongo a contar tan ricamente las cosas, se me va cada dos por tres el santo al cielo, me lío de pronto a pensar y ya la jorobamos: se me pone el ánimo chuchurrío.
Pero si eso es hoy, que al fin y al cabo el susto gordo ya pasó, para qué decir cómo andaba yo de lo espiritual aquella noche del 23. Yo venga a rezarle, así, a media voz, a la Virgen de Regla: «Ay, Virgencita de Regla, que digan algo». Pero como si nada: las de Radio Nacional, mudas. Y las de la tele, que de pronto se me ocurrió encenderla, como si tal cosa: allí estaban dando
Con ocho basta.
A mí era un programa que me entretenía horrores, por qué mentir, y yo soltaba mis lagrimitas de vez en cuando, pero aquella noche es que no venía a cuento y, automáticamente, hasta el renacuajo de Nicholas me cayó jartible. Si es que hay que ver esas mujeres de la tele cómo son; bueno, también podían haber caído todas muertas. Es que menudo susto. Y, encima, aquel padecimiento tan horroroso del no saber. «Virgencita del Rocío, Blanca Paloma, Reina de las Marismas: que digan algo.» Y entonces, como un milagro, me dio por darle al botoncito del transistor, y al segundo salieron charlando como cotorras medio histéricas, pero divinas, todas esas mujeres tan maravillosas de Radio Intercontinental.
Tenía yo, en aquella noche en que todo parecía a punto de desbaratarse —una noche tan turbia y tan desapacible—, ese comecome que va dejándola a una desencajadita, sin fuerzas, sin saber muy bien dónde está, y sin ocurrencias; quiero decir que una no sabe qué hacer y a lo más que llega es a mirarse al espejo, que lo hice y me encontré rarísima y no sé por qué, pero debía ser el miedo que se me transparentaba: desdibujadas me pareció a mí que tenía las facciones, como si quisieran cambiar por su cuenta para ponerse a salvo.
Y menos mal que yo tenía, por lo menos, mi nidito donde arrebujarme como un caracol, las persianas bajadas, las cortinas corridas, Radio Intercontinental dando los mismos detalles una y otra vez y, sólo a ratos, una noticia nueva: una compañía de soldados había llegado a Prado del Rey y tenía vigilados en los despachos a todos los jefes de televisión. Por eso no podían cambiar los programas. Les quité la voz, que no estaba una para monerías de niñatos Bradly o como demonios fuera el apellido de aquella familia. Así que me senté en el sofá nido que compramos apenas hacía un mes en las rebajas y me quedé quietecita y me dije, tratando de convencerme, aquí por lo menos estás segura, no van a ir casa por casa sacando a todo el loquerío, hala, a trabajos forzados, a hacer una copia al natural del Valle de los Caídos. Eso no lo iban a hacer; al menos aquella misma noche, que igual estaban todos ocupadísimos en hacerse fotos monas para la posteridad, que eso sí, a fotogénicos no hay quien les gane a los guardias civiles, yo sé que a los extranjeros les encantan. Después supongo que tendrían que organizarse y repartirse los puestos y cambiarles los nombres a las calles y todas esas cosas. Y luego ya se vería: Dios mío, lo mismo empezaban por la a y terminaban por la zeta, todo el abecedario, la guía de teléfonos nombre por nombre, una por roja, el otro por maricón, empeñadas en dejar otra vez sólo a las decentes de toda la vida. O sea que, si había suerte, otra vez tendría una que abonarse a la vida clandestina, pero mira, pensé —para entarme un poco—, todo tiene su encanto.