—Oye, Clarence, muchacho (si por casualidad ése es tu nombre), si no te importa, me gustaría que me aclarases algunas cosas. ¿Cómo se llama esa aparición que me trajo aquí?
—¿Mi amo y el vuestro? Es el buen caballero y gran señor sir Kay el Senescal, hermano de leche de nuestro señor el rey.
—Muy bien, sigue, cuéntamelo todo.
Su historia fue muy extensa, pero la parte que tenía un interés más inmediato para mí era la siguiente. Dijo que yo era prisionero de sir Kay, y siguiendo las costumbres establecidas, sería arrojado a una mazmorra y abandonado a mi suerte hasta que mis amigos pagaran el rescate, a no ser que por azar me pudriese antes de que ellos llegaran. Consideré que la primera alternativa tenía mayores ventajas, pero no me detuve a darle más vueltas al asunto, en ese momento el tiempo era demasiado precioso. También me dijo Clarence que la cena en el gran salón estaría al terminar, y que tan pronto como se iniciaran los tratos sociales y las tandas de bebida sir Kay me haría conducir allí para exhibirme ante el rey Arturo y sus ilustres caballeros de la Mesa Redonda, y ufanarse de la proeza realizada al capturarme, y que probablemente exageraría un poco, pero que faltaría yo a los buenos modales si tratase de rectificar, y además no sería una actitud demasiado prudente, y que, una vez finalizada mi exhibición, entonces, ¡hala!, a las mazmorras, pero que él, Clarence, hallaría la manera de venir a visitarme de vez en cuando , me daría ánimos y me ayudaría a enviar un mensaje a mis amigos.
¡Un mensaje a mis amigos! Le di las gracias, era lo menos que podía hacer ante aquel ofrecimiento, y en ese momento llegó un lacayo para decir que requerían mi presencia; Clarence me hizo pasar, me condujo hasta un lado y se sentó junto a mí.
Pues bien, era un espectáculo bastante curioso e interesante. El sitio era inmenso y un tanto desnudo; sí, lleno de llamativos contrastes. Era alto, muy alto, tan alto que las banderas que pendían de las vigas parecían flotar allá arriba en una especie de penumbra, había sendas galerías a ambos extremos del salón, muy altas y protegidas por balaustradas de piedra, una de ellas estaba ocupada por músicos, y la otra, por mujeres, con atuendos de colores chillones. El suelo, cubierto de grandes losas de piedra de color blanco o negro, estaba bastante gastado por los años y el uso y necesitaba una buena reparación. Ornamentos no había ninguno en el sentido estricto de la palabra, aunque de las paredes colgaban varios tapices enormes que probablemente pasarían por ser trabajos de arte, se trataba de escenas de guerra, con caballos similares a los que hacen los niños recortando un papel o los que modelan con mazapán, y sobre ellos se veían hombres armados, con armaduras de anillas, y como las anillas estaban representadas por agujeros redondos, parecía que los escudos hubiesen sido ejecutados con un molde para galletas. Había una chimenea tan grande que se podría acampar en su interior, con lienzos y dintel de piedra tallada y esculpida que le daban un aire de puerta de catedral. A lo largo de las paredes se encontraban hombres revestidos de peto y morrión, con alabardas como única arma, y tan rígidos como si fuesen estatuas; y eso es justamente lo que parecían: estatuas.
En medio de aquella plaza pública, bajo techo, había una mesa de roble, a la que llamaban la Mesa Redonda. Era tan grande como una pista de circo, y alrededor de ella se sentaba un gran número de hombres vestidos con colores tan abigarrados que el mirarlos hacía daño a la vista. Tenían siempre puestos los yelmos con plumas y sólo los levantaban una pizca cuando alguno de ellos se dirigía estrictamente al rey.
Casi todos bebían, utilizando como recipiente enormes cuernos de buey, pero un par de ellos seguían masticando pan o royendo huesos de res. Había en el recinto una gran cantidad de perros, un promedio de dos por cada hombre, agazapados a la espera, hasta que alguien les lanzaba un hueso, y entonces se abalanzaban sobre él, separados en brigadas y divisiones, y se producía una refriega que convertía al grupo en un caos tumultuoso de cuerpos, cabezas que arremetían y colas batientes, y la tormenta de aullidos y ladridos silenciaba todas las conversaciones, pero eso no tenía importancia; de todos modos era mayor el interés por las peleas de perros que por la conversación; a veces incluso los hombres se ponían de pie para observar mejor y hacer apuestas, y las damas y músicos se empinaban por encima de las balaustradas con el mismo objeto y todos prorrumpían de vez en cuando en exclamaciones de deleite. Al final, el perro victorioso se tendía cómodamente con el hueso entre las garras, y con gruñidos de placer empezaba a roerlo y engrasar el suelo, igual que otros cincuenta perros que en ese momento hacían lo mismo, y el resto de la corte resumía las actividades y diversiones interrumpidas.
Por regla general, la manera de hablar y el comportamiento de esta gente era cortés y afable, y noté que eran oyentes serios y atentos cuando alguien estaba contando algo —quiero decir durante los intervalos sin peleas de perros—. También era evidente que se trataba de un grupo de personas pueriles, inocentes, que relataban las mentiras más desmesuradas con una gentil y cautivadora ingenuidad, y estaban deseosos y dispuestos a escuchar las mentiras de otros, e incluso creerlas. Resultaba difícil asociarlos con la ejecución de actos crueles y terribles y, sin embargo, sus relatos referían sufrimientos y hechos sangrientos con un placer tan cándido que casi me olvidaba de estremecerme.
No era yo el único prisionero presente. Había otros veinte o más. ¡Pobres diablos! La mayor parte de ellos eran tullidos o estaban mutilados de la manera más espantosa, y el pelo, los rostros, las ropas, estaban salpicados por manchas de sangre resecas y negruzcas. Padecían agudos dolores físicos, claro, y sin duda estaban agotados, hambrientos y sedientos y no habían recibido el alivio de un baño, ni nadie había ejercido la caridad de ofrecerles un bálsamo para sus heridas y, sin embargo, no se escuchaban sollozos ni lágrimas, no se notaba signo alguno de inquietud y ninguno de ellos parecía tener la intención de quejarse. Entonces me invadió un pensamiento: «En su tiempo, los muy bribones se habrán comportado con otros de la misma manera, y ahora que les ha llegado el turno no esperan mejor tratamiento, así que esa actitud filosófica no es el resultado de la preparación mental, la fortaleza intelectual o la razón, es igual al adiestramiento de los animales; son como indios blancos».
La mayor parte de la conversación en la Mesa Redonda consistía en monólogos, largos recuentos de las aventuras en las que los prisioneros habían sido capturados y sus amigos y partidarios habían sido despojados de corceles y armaduras. A mi entender, estas feroces aventuras generalmente no eran incursiones emprendidas para vengar injurias ni para resolver viejas disputas o repentinas desavenencias; no, casi siempre se trataba de duelos entre extraños —duelos entre personas que nunca habían sido presentadas y entre las cuales no existía ningún motivo de agravio—. Muchas veces había visto que dos muchachos, desconocidos el uno para el otro, al encontrarse por casualidad se decían a un tiempo: «Podría darte una paliza», y al punto se enzarzaban en una pelea; pero hasta ahora había imaginado que ese tipo de comportamiento era exclusivo de los niños y era señal y coto del territorio infantil; pero ahí estaban esos bobos grandullones, que se empeñaban en seguir actuando así y hasta se jactaban de ello mucho después de haber pasado la mayoría de edad. Y, sin embargo, había algo abstracto y encantador en aquellas criaturas grandes de corazón simple. Diríase que en aquella guardería, por decirlo así, no se podrían reunir los sesos suficientes para cebar un anzuelo de pesca, pero pasado un momento la cuestión dejaba de molestarte, porque te dabas cuenta de que en una sociedad como aquella no es necesario tener sesos, y que de hecho la hubieran echado a perder, dificultando su funcionamiento, privándola de su simetría, y quizá haciendo imposible su existencia.
En casi todos los rostros se podía apreciar una agradable virilidad, y en algunos de ellos una cierta bondad y dulzura que se oponía a mis críticas despectivas y las frenaba. La más noble benignidad y pureza reposaba en el semblante de aquel a quien llamaban sir Galahad, así como en el del rey, y había majestad y grandeza en el marco gigantesco y el porte altivo de sir Lanzarote del Lago.
Se produjo en ese momento un incidente que centró el interés general en el tal sir Lanzarote. A una señal de quien parecía ser el maestro de ceremonias, seis u ocho de los prisioneros se levantaron, avanzaron como un solo hombre, se arrodillaron en el suelo y, elevando las manos hacia la galería de las damas, imploraron la gracia de dirigir unas palabras a la reina. La dama, que se encontraba más visiblemente situada entre aquel arreglo floral de adornos y atavíos femeninos, inclinó la cabeza para indicar su asentimiento, y en seguida el portavoz de los prisioneros, en nombre propio y en el de sus compañeros, se puso a merced de la reina para que les concediera perdón, rescate, cautiverio o muerte, de acuerdo con lo que ella tuviese a bien elegir y esto, explicó, lo hacía siguiendo las órdenes de sir Kay el Senescal, de quien eran prisioneros, al haber sido derrotados por su poder y su destreza en singular combate.
La sorpresa y el asombro iluminaron los rostros de todos los circunstantes, y la sonrisa satisfecha de la reina desapareció al escuchar el nombre de sir Kay y se fue convirtiendo en un gesto de decepción. El paje me dijo al oído, con un tono de exagerada mofa:
—¡Que no me venga ningún mal mayor que éste! ¡Antes preferiría verme arrastrado por cuatro caballos!
¡Pasarán mil años y aun otros mil y las impías invenciones de los hombres se verían en apuros para engendrar al individuo capaz de proferir una mentira tan majestuosa!
Todos los ojos, con expresión severamente inquisitiva, estaban clavados en sir Kay. Pero él supo estar a la altura de las circunstancias. Se levantó y enseñó su juego, por decirlo así, como un verdadero tahúr, utilizando todos los trucos de que disponía. Dijo que expondría el asunto ciñéndose estrictamente a los hechos; presentaría su relato de manera simple y llana, sin añadir sus propios comentarios.
—Y entonces —dijo—, si hallareis que merece honor y gloria, concededla al hombre más diestro y poderoso que jamás haya empuñado escudo o blandido espada en los anales de las batallas cristianas, y que ahora se sienta aquí mismo entre nosotros —y señaló a sir Lanzarote.
Ah, los había dejado perplejos; su arremetida verbal había sido devastadora. Continuó con su historia y relató cómo sir Lanzarote, mientras buscaba aventuras, hacía muy poco tiempo, había matado a siete gigantes de un solo mandoble, liberando a continuación a ciento cuarenta y dos doncellas, y había seguido su camino, buscando más aventuras, y le había encontrado a él sir Kay, en desesperada batalla contra nueve caballeros de otras tierras, y de cómo inmediatamente había tomado la batalla entera en sus propias manos y había vencido a sus nueve oponentes, y cómo aquella noche sir Lanzarote se había levantado silenciosamente y se había vestido con la armadura de sir Kay y se había llevado su caballo, encaminándose a tierras distantes y cómo había derrotado a diecinueve caballeros en una encarnizada batalla, y a treinta y cuatro en otra, y a todos ellos incluidos los primeros nueve, los había hecho jurar que antes del día de Pentecostés se dirigirían a la corte del rey Arturo y se postrarían ante la reina Ginebra como cautivos de sir Kay el Senescal y despojos de sus proezas caballerescas y, por el momento, habían llegado esos seis hombres, y los demás se presentarían en cuanto se hubiesen curado de sus tremendas heridas.
Resultaba conmovedor ver cómo la reina se ruborizaba y sonreía, y al mismo tiempo parecía desconcertada y feliz, y le dedicaba a sir Lanzarote unas miradas furtivas que en el estado de Arkansas le habrían acarreado a él la condena a muerte
9
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Todos alabaron el valor y la magnanimidad de sir Lanzarote. En lo que a mí respecta, me encontraba completamente atónito al pensar que un hombre, sin ayuda de nadie, hubiese sido capaz de derrotar y capturar tales batallones de guerreros experimentados. Eso mismo le dije a Clarence, pero mi socarrón amigo sólo comentó:
—Si sir Kay hubiese tenido tiempo de ingerir otro odre de vino agrio, hubieseis visto duplicadas las cifras que mencionó.
Miré al joven, apenado, y mientras lo estaba haciendo noté que afloraba en su semblante la sombra de una profunda melancolía. Seguí la dirección de su mirada, y vi que un anciano de barba muy blanca y vestido con una túnica negra de anchos faldones se había levantado y estaba de pie junto a la mesa sobre sus inseguras piernas, mientras balanceaba levemente su vetusta cabeza y examinaba a los presentes con una mirada acuosa y errante. La misma expresión de sufrimiento que había aparecido en el rostro del paje podía observarse en todos los demás; era la expresión de unas criaturas estupefactas que saben que se verán obligadas a resistir sin quejarse.
—¡Pardiez! Otra vez habremos de oír lo mismo —suspiró el muchacho—: la misma vieja y aburrida historia que mil veces ha referido con las mismas palabras y que seguirá refiriendo hasta el día de su muerte cada vez que se haya bebido un tonel, poniendo así a funcionar su molino de exageraciones. ¡Ojalá hubiese muerto antes de ver este día!
—¿Quién es?
—Merlín, el gran mago y embustero, que en mal fuego arda por el aburrimiento al que nos tiene condenados con su historia de siempre. Si no fuese por el temor que inspira en los hombres, dado que controla a su antojo y capricho las tormentas y los rayos y todos los diablos que pueblan el infierno, hace muchos años le hubiesen arrancado las entrañas para encontrar esa historia y aplastarla. Siempre la refiere en tercera persona, dando a entender que es demasiado modesto para glorificarse a sí mismo. ¡Que caigan sobre él todas las maldiciones y el infortunio sea su pago! Gentil amigo, os ruego que me llaméis a la hora del crepúsculo.
El joven se apoyó en mi hombro y fingió que se quedaba dormido. El anciano comenzó su historia: al poco el mozo dormía realmente, igual que los perros, la corte, los lacayos y las filas de centinelas; la voz zumbona seguía zumbando; un tenue ronquido comenzó a elevarse, sosteniendo aquella voz como un bajo y profundo acompañamiento de instrumentos de viento. Algunas cabezas se arqueaban sobre brazos extendidos; otras estaban echadas hacia atrás y de sus bocas abiertas brotaba una música involuntaria; los mosquitos volaban y picaban a su antojo; de un centenar de agujeros emergían tranquilamente las ratas, que se paseaban por el recinto y se instalaban por todas partes, como si estuviesen en casa, una de ellas se encaramó sobre la cabeza del rey y, sentada como una ardilla, cogió un trozo de queso entre las patas y se dedicó a mordisquearlo, dejando caer las migas sobre la cara del rey con impúdica irreverencia. Era una escena tranquila, reparadora para los ojos fatigados y el espíritu exhausto.