Cinco, seis o más viudas entran y salen flotando de aquel espacio: portan fuentes y bandejas y soperas tapadas y las colocan sobre las mesas auxiliares y los aparadores que cubren las paredes. Todas chillan al mismo tiempo, en la mayoría de los casos dirigiéndose a alguien que está en el extremo opuesto del comedor o en alguna habitación lejana. Una y otra vez se cierran de un portazo unas puertas que no vemos y unas manos desacertadas y desenfadadas aporrean escalas en un piano situado en algún piso superior. Despotricando en busca de un corderito recién nacido que ha quedado huérfano y ha huido de la cocina, adonde lo habían llevado para darle un biberón, dos hombres mayores registran el lugar hasta que descubren a la criaturita dormida apaciblemente, casi invisible entre los cojines raídos de una silla de terciopelo. Uno de ellos se pone el corderito, que empieza a protestar, en torno al cuello, como si fuera una bufanda, y dice que se lo lleva otra vez a la cocina. Quiero ir a la cocina.
Unos pasos por detrás del hombre que lleva el corderito alrededor del cuello, lo sigo fuera de la casa, a través del jardín cercado y junto a dos pequeños edificios anexos de piedra con forma de colmenas, en uno de los cuales hay un horno de leña. Delante, dispuestos en orden sobre una larga mesa de mármol para que leven al sol, hay redondeles de masa espolvoreados con harina. Nunca había visto poner a levar la masa al sol. Sigo dentro del sueño. Aunque quiero detenerlo aquí, al menos por un rato, para quedarme con la masa y el sol y los aromas de lo que se ha horneado antes, me doy prisa para alcanzar al hombre con el corderito, que desciende por un ancho sendero de grava blanca bordeado de tejos y se dirige a un edificio que parece un almacén, próximo a la linde de un trigal. Hago crujir la grava detrás de él y sé que sabe que lo sigo. En realidad, se vuelve un poco de vez en cuando y sonríe, como para darme ánimos. El hombre y el cordero desaparecen dentro del almacén y, cuando llego al umbral de las puertas abiertas, me encuentro frente a la cocina más espléndida que he visto en mi vida.
Durante este último año, el primero de mi vida en Italia, había cocinado en la cocinilla de juguete del bunker de Fernando junto al mar, aunque en realidad no cocinaba, puesto que mi nuevo esposo, a pesar de que a sabiendas y deliberadamente se había casado con una cocinera apasionada, prefiere seguir comiendo lo mismo de siempre: ciento veinticinco gramos de espaguetis al dente con dos cucharadas de salsa envasada por encima, una ensalada sin vinagre ni sal o, los días de fiesta, una rebanada fina de pechuga de pollo endurecida en una sartén de teflón, con una rodajita de limón. Me balanceo sobre los tacones polvorientos de mis botas viejas a las puertas del paraíso.
Más mujeres vestidas de negro están trabajando. ¿O serán las mismas mujeres de luto que estaban bajo la pérgola con las judías o entre los muros del jardín? ¿Se limitan a cambiar de lugar? No, estoy segura de no haber visto antes a aquellas mujeres. Delantales blancos hasta el tobillo; pañuelos negros atados a lo pirata ocultan sus coronas de trenzas, dejan al descubierto el rostro y realzan los ojos negros árabes. Todas parecen tener los mismos ojos.
Vigas inmensas de madera oscura cuelgan a baja altura sobre una superficie que debe de superar los doscientos metros cuadrados de baldosas de color rojo oscuro. Las paredes bastas enlucidas están pintadas del mismo color que el trigo reseco que se mece en el campo, junto a la puerta. Las grandes zarpas de piedra de algún animal mítico descansan en el hogar de dos chimeneas estupendas que, como esfinges llameantes, se agazapan en extremos opuestos de la habitación. Hay tres fregaderos antiguos de mármol; uno de ellos era una pila bautismal. Hay una antigua cocina de leña de hierro fundido y una Aga flamante de color verde oscuro, que parece que nadie usa, porque todas las cocineras revolotean en torno a la antigua y también alrededor de una cocina económica de gas con seis quemadores. No hay ningún aparato mecánico ni eléctrico a la vista, pero sí estantes y más estantes con cuchillas y utensilios y la batería de cocina. Hay dos mesas largas de trabajo distribuidas en lugares distintos de aquel espacio y cuatro o cinco mujeres trabajan detrás de cada una de ellas. Entro y digo «Permesso» con una voz que nadie oye en medio del barullo colectivo. Algunas me miran y sonríen; la mayoría sigue ocupada en sus asuntos. Entro un poco más.
Armarios y aparadores señoriales acumulan cacharros y platos de porcelana, cerámica y barro cocido, cristalería, artículos de plata, cobre y peltre, mantelería, candeleras, jarras, fuentes y montones de cuencos. Los cajones del aparador están abiertos y enseñan el revestimiento de tela vieja, descolorido, rasgado, marcado por cuchillos poco afilados. En uno de los aparadores, un cajón largo y profundo permanece abierto justo lo suficiente para formar un torno perfecto en el que sujetar verticalmente un pan redondo de tres kilos, de corteza bronceada y cocido en horno de leña, mientras una viuda lo corta a rebanadas gruesas y bastas, dejando que las migas caigan sobre el terciopelo. En otro aparador con el mismo tipo de cajones muy largos, guardan los quesos, ya curados y listos para llevar a la mesa, envueltos en lino blanco. Como si fuera un joyero alto y grande, las paredes interiores y los estantes de un armario destinado a guardar los dulces están tapizados de brocado amarillo rasgado y descolorido. En el fondo de los estantes descansan latas y frascos de vidrio y tartaletas rectangulares de un metro de largo cubiertas de mermeladas o de trozos de fruta caramelizada. En un estante hay bandejas de plata llenas de pastelillos en forma de melocotones o naranjas, glaseados con un baño casi rosado y adornados con tallos y hojas perfectos recortados de angélica confitada. Oigo mis propias exclamaciones apenas contenidas de placer, mientras observo a las mujeres que preparan platos, cestas y bandejas para llevar al comedor. Mis manos se mueren por tocar algo, pero las mantengo a mis espaldas y, en el rostro, una sonrisa esperanzada.
—
Posso aiutarvi?
¿Puedo ayudar? —pregunto en varios registros ascendentes.
Su eficacia llega a su fin, sin embargo, y todos los productos están en la mano o instalados sobre las telas blancas plegadas que colocan sobre sus tocados de piratas para amortiguar el peso de una cesta llena de pan o una de galletas o de melocotones y ciruelas que todavía cuelgan de sus ramas. Comienza el desfile. Salen por la puerta, balanceando las caderas, la espalda y los hombros arqueados, sacando el pecho. Salmodian, rezan. Sola, cierro la marcha; trato de andar como ellas: meneo las caderas bajo los vaqueros y sostengo la cabeza como si llevara un ánfora de vino. Una sensación agradable. El sol cae tórrido sobre nosotras, los aromas de la comida son maravillosos y, mientras deslizo la mano sobre las hojas espinosas de los tejos que bordean el camino de grava blanca, me siento sumamente agradecida por estar dentro de este sueño en Sicilia.
En el comedor predominan las mujeres. Es posible que haya unas cuarenta y una docenas o algo así de hombres repartidos entre las tres mesas. Tres de los hombres, con el pelo liso y brillante y una especie de chaqueta sobre la camisa abotonada hasta el cuello, podrían no llegar a los treinta años, mientras que los demás, vestidos con una elegancia similar, tal vez pertenezcan a una generación anterior o algo más. Salvo Tosca y yo y dos mujeres más, todas las demás visten de luto.
Agata nos conduce a Fernando y a mí a nuestros lugares: el suyo junto al rescatador del corderito y el mío al lado de una mujer que nos presenta como Carlotta. Nos llama «i Veneziani». La piel marcada de las manos de Carlotta indica que podría tener sesenta años, aunque sus grandes ojos negros de cervatilla, su delgadez y sus huesos pequeños le dan aspecto de niña. Tanto Carlotta como una mujer algo mayor llamada Olga, que está sentada frente a nosotros y me estrecha la mano por encima de la mesa, llevan vestidos oscuros estampados al estilo de la década de 1940. Todas las mujeres de la habitación llevan el cabello trenzado recogido en algún peinado complicado. Trato de alisarme el pelo suelto, largo y demasiado rizado y me siento primitiva.
—¿Dónde te habías metido? —me pregunta Fernando.
—Fui a ver la cocina —le informo con una sonrisa.
Parece que todos están sentados, salvo Tosca y el hombre alto y corpulento con el que delibera cerca de una de las mesas. Aunque nos dan la espalda, por la forma en que están de pie, casi rozándose, y se inclinan para escucharse el uno al otro, parecen una pareja. «Conque Tosca tiene marido», pienso. Sin embargo, cuando se vuelven para ocupar sus lugares en la mesa, observo que él, un magnífico sosias de Christopher Plummer pero con aquellos ojos negros árabes, lleva alzacuello: ¡un sacerdote! Acompaña a Tosca a su asiento, pero permanece de pie y golpea un vaso con el mango de un cuchillo; cierra los ojos, extiende los brazos bien abiertos con las palmas hacia arriba y comienza a rezar. Cada uno coge la mano de la persona sentada a su lado. Con la cabeza gacha, mueven los labios para manifestar en voz alta su agradecimiento personal. Se pasan las jarras de vino y de agua y las fuentes llenas vuelan en todas direcciones.
Buon pranzo
.
—
Allora, come si chiama questo posto?
—pregunto a Carlotta, como si hubiese olvidado el nombre inolvidable de la villa.
—
Non ha un nome veramente ma la gente locale l'ha sempre chiamata Villa Donnafugata. E una lunga storia
. En realidad, no tiene nombre, pero los lugareños siempre la han llamado Villa Donnafugata, la casa de la mujer que huye. Es una larga historia.
No le respondo que precisamente una larga historia es lo que quiero oír, sino que me limito a sonreír y le digo:
—
Ho capito, ho capito
. Comprendo, comprendo.
No obstante, Carlotta continúa. Con voz serena y aristocrática, que contrasta con el dialecto enérgico de quienes nos rodean, me cuenta que la villa es un castillo del siglo XVIII, que en un principio se construyó como pabellón de caza de la noble familia de los Anjou en aquella parte de Sicilia. La
signora
—así llama a Tosca— heredó la villa de un príncipe Anjou que era su tutor. Reconoce la sorpresa en mi mirada.
—Sí, la
signora
ha tenido una vida bastante romántica —dice y le brillan los ojos luminosos, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Me cuenta que, poco a poco, la
signora
ha ido restaurando aquel lugar—. Durante más de treinta años, la
signora
ha vivido aquí con… —en aquel punto, Carlotta duda, como si ni ella misma estuviera segura de quiénes son todos los residentes— un montón de personas amigas y amigas de sus amigos.
»Personas necesitadas, sobre todo que necesitan de los demás —dice—. Cuando los aldeanos, los campesinos, se encuentran solos, al enviudar, muchos vienen a vivir aquí. Si tienen hijos grandes, algunos prefieren ir a vivir con ellos, pero para otros… En fin, que ven que el tipo de vida comunitaria que tenemos aquí les ayuda a estar bien, a mantenerse jóvenes. Además, si hace falta, disponemos de un servicio de asistencia médica con enfermeras y un médico aquí mismo. Las mujeres son como hermanas. Seguro que ya lo ha notado. En realidad, muchas de ellas son parientes, ya sea por consanguinidad o por matrimonio. La mayoría eran vecinas en la aldea o han trabajado juntas en los campos toda la vida. A todas nos une el afecto. Todas formamos parte de la historia de todas. Somos sicilianas.
Dice esto último como si ya no hubiera nada más que agregar.
Como quiero que me siga contando, al cabo de un rato le pregunto:
—¿Cuántas personas viven aquí?
—Va cambiando. Algunos mueren, pero también nacen niños.
—¿Niños? ¿Aquí?
—Pues sí, niños. Tenemos una maternidad. Es una clínica preciosa, muy pequeña, con capacidad para tres o cuatro mujeres, nada más. Dos de las viudas eran comadronas y están enseñando a algunas de las más jóvenes para que ocupen su lugar. Vienen obstetras de la ciudad una vez por semana, pero creo que lo hacen porque les gusta estar aquí, les gusta quedarse a comer con nosotras. Por cierto, que hoy estamos algo alborotadas, porque una de nuestras futuras mamás está muy cerca de su fecha. Está casi a punto de parir, en realidad. Se imagina la cantidad de tíos y de tías y de abuelos postizos que tiene cada uno de nuestros niños. La madre y la criatura se pueden quedar aquí hasta un año, si lo desean, hasta que encuentren un lugar más permanente.
Observo que Carlotta no habla de madres solteras, de personas sin techo ni de pobreza, sino que ha dicho: «Personas que necesitan de los demás» y «A todas nos une el afecto. Todas formamos parte de la historia de todas. Somos sicilianas».
Mi mirada se dirige una y otra vez hacia una mujer que está sentada a la izquierda del sacerdote. Carlotta se da cuenta de que la miro.
—La que está sentada al lado de don Cosimo es la hermana de la
signora
Tosca: la
signora
Mafalda.
Conque Christopher Plummer se llama don Cosimo y la que está sentada a su izquierda, una mujer menuda de trenzas rubias y hermoso perfil, es la hermana de Tosca, la que estaba sentada escribiendo en el hueco del magnolio cuando llegamos. Mafalda. Carlotta. Olga. Agata. Don Cosimo. Los miro de uno en uno. Quisiera preguntarle a Carlotta si sabe si nos quedaremos después de comer, pero responder a esta pregunta, de cualquiera de las formas en que la formule, podría resultarle embarazoso. Debo esperar a lo que diga la
signora
. En cambio, pregunto:
—¿Y cómo funciona la casa? ¿Cada uno tiene una tarea específica?
—Cada uno hace lo que sabe hacer y, como hay tanto que hacer para mantener un lugar tan extenso como este —dice extendiendo los brazos y echando hacia atrás la cabeza con una carcajada—, con tanto terreno, los animales y los jardines, nuestro trabajo es casi constante. Sin embargo, a veces pienso que la verdad es otra: que el trabajo es sólo un
intermezzo, un divertimento
, para ocupar las pocas horas que quedan entre las comidas, porque aquí se come a menudo y bien,
signora… lo non ricordo il suo nome, scusatemi
.
—
Mi chiamo Chou-Chou e mio marito è Fernando
.
No sé si Carlotta me ha oído, porque se ha puesto a hablar en dialecto con otra mujer, creo que sobre el nacimiento inminente del bebé, aunque puede que no, porque sus rostros manifiestan pena, en lugar de expectación. Carlotta se excusa, se pone de pie y, en compañía de otra mujer, sale del comedor. Dedico un momento a echar un vistazo a la habitación, a estudiar a las personas. Jamás había visto ni imaginado nada como esto ni como ellos. Escucho que la mujer llamada Olga le dice a Fernando que en este momento viven en la villa treinta y cuatro viudas y añade que, durante la cosecha del trigo, las uvas y las olivas, vienen a ayudarlas en su trabajo veinte mujeres de las aldeas vecinas o más. Día a día —dice—, las treinta y cuatro residentes se ocupan de cocinar, hacer conservas, servir, limpiar, fregar, lustrar, coser, zurcir, lavar, planchar y cuidar las flores, las plantas medicinales y el huerto, además de atender a los animales del patio. Dice que actualmente la casa cuenta con bastante más de medio centenar de almas entre sus paredes. Fernando pregunta por los hombres que viven aquí.