Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
Las historias románticas del volcán habían quedado en el pasado.
Descendí hacia el follaje vibrante de una selva púrpura. Hacia el sudoeste, la tierra estaba dividida en amplias granjas. Dos cursos de agua limitaban el terreno y se unían a unos ocho kilómetros más allá de Punto Edward para luego desaparecer en una montaña.
En el horizonte, las torres del puerto espacial se veían frágiles contra el cielo amenazante. Una cortina de agua caía desde lo alto de la Torre Azul.
Vi un transbordador que descendía graciosamente en espiral por el lado más distante.
Tardé un rato en encontrar lo que buscaba: el camino que Lee había tomado desde Punto Edward hasta Richardson. En realidad, no podía decirse que existiera estrictamente. Todo el transporte entre los dos puntos se realiza en la actualidad por aire y cualquiera que viva en las pequeñas ciudades que aún decoran el paisaje está perdido si no tiene un deslizador.
Pero las secciones del camino antiguo todavía eran visibles. Cortaban el borde de un grupo de colinas y corrían paralelas primero a un río y después al otro. Para la mayor parte, era un poco menos que un bosque de árboles pequeños.
Puse el mapa sobre el monitor de frente, miré el atlas, tratando de encontrar la ciudad donde ella se había quedado a vivir, Walhalla.
Era una pequeña comunidad de granjeros, tal vez de una docena de casas, un centro de abastecimiento, un ayuntamiento, un restaurante y una taberna. Vi a dos hombres sobre un tejado tratando de encajar una viga. Un grupo de gente estaba reunido en la entrada del ayuntamiento. No miraron hacia arriba cuando pasé.
Ella había descrito una curva pronunciada, que solo podía estar del lado este, donde el rastro iba por el camino de la colina. No había signo de desgaste o erosión en el terreno, aunque doscientos años es un período considerable. En algún lugar de por ahí había sido. Un punto sin señalar, un punto desconocido en un mundo saturado de memoriales. Me preguntaba cómo habría sido la historia de Ilyanda si Kindrel Lee hubiera muerto esa noche.
Una hora después volaba sobre las aguas cristalinas del puerto abierto y lleno de islas de Punto Edward.
La ciudad se extendía hasta las laderas de los cerros circundantes. Colgaba precariamente al borde de precipicios, soportada por una combinación de estructuras metálicas y luz gantner. Las pistas de aterrizaje brillaban sobre las cimas de los techos y en grutas cortadas a pico en las rocas. Algunos edificios públicos se extendían en arco, abarcando las fisuras de las rocas. El paseo marítimo, que sigue casi el mismo recorrido que en los tiempos de la Resistencia, bordea el puerto, se angosta en el norte, se bifurca y asciende por las montañas.
Bosque, piedra y nieve. En ambas direcciones a lo largo de la costa, el rústico paisaje se hacía gris y blanco y se perdía en un cielo imponente. Volé sobre el área haciendo círculos perezosos, admirando su salvaje belleza. Y luego, un rato después, me fui hacia el norte.
Punto Edward quedó atrás. Dejé el camino elevado sobre la costa para bajar a tierra y precipitarme entre gruesos árboles.
Se apiñaban las montañas, que poco a poco se hacían una única roca monolítica, resbaladiza, reflectora e intemporal. Los ilyandanos la llamaban el Muro de Klon, en honor a un héroe mítico que la construyó para proteger el continente contra una horda de demonios marítimos. A su sombra el aire era fresco. Me quedé allí un rato. Cerca de la vertiente.
Los vuelos agitaban la bruma. Por encima de donde yo estaba iban y venían los deslizadores y hasta un bus aéreo. Algunos pajarracos retardaron el vuelo. Eran criaturas desgarbadas, con trompa alargada y enormes alas como paletas, que cacareaban ensordecedoramente. Los flotadores se desplazaban con suavidad por las corrientes de aire.
Colgaban algunos árboles del perfil del acantilado. El ordenador identificó a algunos con el nombre de «casandras», de los que se dice que poseen una cierta inteligencia. Las pruebas no son concluyentes; los escépticos dicen que tal creencia se ha desarrollado porque el conjunto de las ramas semeja rasgos humanos, particularmente vistos desde abajo.
Algunos se agrupaban a lo largo de la ladera. Dirigí el telescopio de navegación en esa dirección. Tenían las ramas arracimadas y las espinosas hojas trataban de capturar la luz gris que las rodeaba. Pero no había sol, ni rostro humano en su apariencia. Mientras me acercaba al Peñasco de Sim, un mensaje insistente en el intercomunicador me decía: «Tiene a su disposición los servicios para turistas. Por favor, vuelva a poner su vehículo en automático. No se permite la navegación manual a más de ocho kilómetros del centro del parque».
Acaté la orden. Inmediatamente el deslizador dobló hacia el mar, ganó altura y retornó el acantilado.
Éramos tres los que nos alineábamos al acercarnos. Un par de niños y yo. Ellos iban delante. Ahora sobrevolábamos la costa y nos aproximábamos a un complejo de aterrizaje de color azul y escarlata, que estaba en la parte alta del pico. El Peñasco de Sim estaba a un tercio de camino hacia abajo del acantilado.
Estaba señalado por unas estructuras cortadas en roca viva. Entre ellas el hotel dorado con canchas y piscinas. En los tiempos de Sim, este estacionamiento debió de ser de proporciones modestas, un enclave rocoso con la amplitud suficiente para sostener un deslizador. Pero actualmente había sido reformado, ampliado y vallado.
Del intercomunicador salía una voz, femenina y almibarada.
—Bienvenido al Peñasco de Christopher Sim —decía—. Por favor, no intente bajar del vehículo antes de que se haya detenido por completo. Hay habitaciones disponibles en el hotel Sim. ¿Desea hacer una reserva?
—No —respondí—. Solo quiero ver el monumento.
—Muy bien, señor. Puede llegar allí siguiendo las marcas azules. El comité de la Resistencia le recuerda que no deben consumirse refrescos fuera del área designada. Que lo disfrute.
Seguí a otro vehículo por el sendero azul, me elevé por encima de un puesto de servicios y alcancé el nivel principal por medio de un túnel. Eso me llevó al complejo del hotel. Una flecha azul señalaba una puerta lateral.
Algunas personas, en su mayoría niños, se zambullían en una piscina. Había un negocio que vendía recuerdos de la Resistencia: platos, vasos, maquetas del
Corsario
y una cantidad impresionante de cristales y libros, entre ellos
El Hombre y el Olimpo
y un modesto volumen titulado
Máximas de Christopher Sim.
El imponente retrato de Toldenya,
En la roca
, dominaba la escena. En él se veía a Sim sentado en lo alto de una roca redondeada, pensativo, con la vista fija en el océano tempestuoso, iluminado por el sol que se elevaba. Las nubes de tormenta se veían en el horizonte. Usaba una chaqueta y pantalones amplios. Su pelo rubio ceniza asomaba en ondas bajo un sombrero gastado. Tenía los ojos entrecerrados y una expresión de dolor. El ala verde y blanca de su deslizador asomaba a la izquierda. (Fue en esta ocasión cuando supe el significado del símbolo del árbol en la nave: es el árbol de Morcadia, que fue el distintivo oficial de Ilyanda durante cuatro siglos.)
Compré una copia de las
Máximas
y salí hacia el Peñasco. Estaba casi solo.
—Estamos fuera de temporada —me dijo uno de los empleados—. No tenemos muchos turistas en esta época del año. Pero viene gente de la ciudad a cenar o a tomar algo; esta noche va a estar bastante lleno.
Era un lugar abierto, el único. Todo lo demás estaba sellado y provisto de calefacción, incluida la plataforma de observación que se extendía en ángulo recto a la cara del promontorio. Poca gente se había dirigido a ella. Había allí una batería de telescopios. Una pareja de jóvenes que afrontaba el frío de la tarde me siguió.
Cerca, jugaban unos niños que a veces trepaban por la empalizada baja que separaba al conjunto de un mundo más feliz. Debajo, el océano de fondo.
Me sobrecogió verlo.
En lo alto volaban distintas aves. Algunos pájaros de mar daban vueltas cerca. Un par de flotadores vinieron a posarse sobre la empalizada. Sus cilias cortaban el aire en movimiento. Incluso en la sombra del muro de la montaña, la luz del día, reflejada a través de sus sacos amébicos, mantenía una cadencia deliberada de matices cambiantes.
No existen en muchos mundos estas pacíficas criaturas de vuelo lento que parecen siempre sentir curiosidad por nuestros movimientos.
No merece la pena
, pensé.
¿Durante cuántos millones de años habrán estado aquí ellos, los pájaros, y este ancho mar?
¿Cómo pudo habérsele ocurrido a Sim destruir todo esto?¿Cómo pudo haber estado aquí, frente a estas montañas eternas y plantearse esa clase de acto?
Encontré un banco en la plataforma de observación y abrí las
Máximas.
Había sido impreso de forma privada, a través de la Orden de la Arpía. Gran parte del material provenía del único libro publicado de Sim, completado con extractos de cartas, documentos públicos, comentarios a él atribuidos, pronunciamientos, etcétera. Dice al Congreso de la Ciudad del Peñasco: «La crisis está sobre nosotros, y no sería sincero si no admitiera que, antes de que termine, temo que muchos de los asientos de esta cámara estén vacíos». Y, en una nota a un senador del mismo cuerpo: «Tenía toda la confianza en que cualquier poder que nos hubiera traído a esta distancia inmensurable a lo largo del camino desde Akkad no intentaría abandonarnos ahora a esta antigua y nada imaginativa carrera, que tan ingenuamente pretende nuestra extinción».
El promontorio de Toldenya está ubicado en el límite norte del lugar. Es el mayor de un grupo de rocas que sobresalen del acantilado hacia el vacío. Nadie sabe con certeza dónde puso los pies Sim cuando estuvo aquí; en realidad pienso que la idea de que llegó hasta esa roca es pura presunción artística.
La superficie es angosta. En un punto más ancho apenas habría habido lugar para el deslizador de un experto piloto. De haber alguna sorpresa, digamos un aterrizaje de emergencia, el piloto y su deslizador habrían ido a parar por lo menos a medio kilómetro dentro el océano.
¿Por qué?
¿Y por qué antes del amanecer?
¿No era mucho mejor contemplar la estrella y el mundo que estaba por destruir que captar la extraordinaria simbiosis del sol elevándose sobre el océano?
Y me pregunté, mientras reflexionaba lo que podría haber pasado por su mente en esas mañanas sombrías, si no habría esperado que algún designio derivara la responsabilidad a otra persona.
¿Habría tenido al final miedo de su propia arma? Christopher Sim era antes que nada un historiador. De pie aquí, mirando lo que él creyó que serían los últimos amaneceres que tendría este mundo, debió de sentirse aterrado por el veredicto de la historia.
Sentí repentinamente una certeza que me conmovió: el último guerrero había temblado ante ese conocimiento. No importa que nunca más hayamos sabido nada del arma solar.
«La medida de una civilización está en el coraje, no de sus soldados, sino de sus habitantes.»
Tulisofala
Pasa la montaña
(Traducido por Leisha Tanner.)
La niebla soplaba sobre el mar al caer la tarde. Me senté en una mesa retirada en un rincón del bar a tomar tranquilamente un jugo de algas. Al rato, el cielo comenzó a oscurecerse y los anillos de Ilyanda tomaron forma. Activé el intercomunicador.
—Chase, ¿estás ahí?
Escuché un zumbido, lo que significaba que no lo llevaba puesto. Volví a mi bebida. Un momento después, lo intenté de nuevo. Esta vez me comuniqué.
—Estaba en la ducha —me explicó—. Ha sido una tarde difícil, pero tengo algunas respuestas. La idea de nuestro amigo habría funcionado.
—¿La antimateria?
—Sí. En realidad debería ser antihelio si el blanco tiene corazón de helio, tal como sucede en este caso.
—¿Con quién hablaste?
—Con un físico de un lugar llamado Laboratorio Insular. Su nombre es Carmel y parece que sabe de lo que habla.
—¿Seguro que funcionaría?
—Alex, él lo dijo y yo lo repito: ¡una carga de tal magnitud mandaría al hijo de puta al infierno!
—Entonces el relato de Kindrel es al menos posible. Suponiendo que se pueda poner la carga en el corazón. ¿Le preguntaste acerca de esa parte del problema? ¿Habría podido Sim encontrar la forma de navegar en el hiper?
—No mencioné a Sim. Hablábamos de una novela, ¿te acuerdas? Pero Carmel piensa que el traslado a través del espacio armstrong es teóricamente imposible. Sugirió otra forma: ionizar el antihelio, ponerlo bajo un campo magnético y luego insertarlo en el sol a gran velocidad.
—Tal vez era eso lo que intentaban —dije—. ¿Ahora se puede hacer?
—Él cree que no. El antihelio es fácil de fabricar y envasar, pero la tecnología necesaria para la inserción todavía no está suficientemente desarrollada. En teoría, el único tipo de espacio no lineal que permite la penetración física de objetos tridimensionales es el armstrong. Sigo creyendo que esa historia es mentira.
—Sí. —Asentí con despreocupación—. Tal vez. Escúchame. Estoy en un lugar muy hermoso. ¿Qué te parece si te vienes aquí a cenar?
—¿Al Peñasco?
—Sí.
—Bueno, me parece bien. Dame un rato para arreglarme y tomar un taxi. Te veré en una hora y media.
—Estupendo. Pero no te preocupes por el taxi. Te enviaré el deslizador.
Traté de usar mi intercomunicador para introducir el código de retorno en el ordenador del deslizador. Pero la lámpara roja parpadeaba: no conectaba. ¿Por qué no?
Tras otro intento fallido, me dirigí a la oficina de servicios.
—Tengo problemas con mi automático —informé—. ¿Podrían enviar un empleado para introducir manualmente un código en mi deslizador?
—Sí, señor. —Era una voz femenina, con cierto tono de disgusto—. Pero tardará un rato. Esta noche estamos escasos de personal y sobrecargados de trabajo.
—¿Cuánto tiempo?
—Es algo difícil decirlo. Enviaré a alguien tan pronto como pueda.
Esperé unos veinte minutos y luego fui yo mismo al área de los hangares localizada bajo el cerro. La temperatura había descendido. Los anillos que media hora antes brillaban en el cielo eran ahora una pálida mancha en la neblina. Aún fuera del hangar, probé nuevamente con la oficina de servicios. Todavía estaban ocupados. Aunque dijeron que en cualquier momento acudirían.