Un talento para la guerra (20 page)

Read Un talento para la guerra Online

Authors: Jack McDevitt

BOOK: Un talento para la guerra
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Volví a llenar los vasos. Quinda levantó el suyo.

—Por nuestros días en el Melony.

—Por la niñita de aquellos días. ¿Encontró alguna vez el mar?

—Te acuerdas. —Estaba complacida.

—Sí, claro que me acuerdo. —Hablábamos de construir una balsa y de remontar el río y recorrer el continente—. Te enojaste cuando traté de explicarte que no podíamos hacerlo de verdad.

—Me lo prometiste y después me llevaste de vuelta a casa.

—Nunca se me hubiera ocurrido que te lo tomaras en serio.

—Oh, Alex, deseaba tanto hacer ese viaje, para ver pasar las costas y… —clavó en mí sus ojos verdes y sonrió— estar contigo.

—Eras una niña.

—Y tenía ganas de llorar cuando me llevaste a casa. Pero prometiste que cuando fuera mayor iríamos. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo.

Esta vez solo sonrió y no agregó nada. «Eso te enseñará», decían sus ojos.

Más tarde, caminamos por los paseos y jardines hablando acerca de la Sociedad Talino, de mi vida como vendedor de antigüedades y de lo hermosa que estaba la noche (las estrellas brillaban sobre las cúpulas). Recordamos también a Gabe y a su abuelo.

—Te quería mucho —me dijo—. Estaba preocupado cuando te fuiste. Pienso que quería que siguieras sus pasos.

—No estaba solo. —La imagen de Art cruzó por mi mente. De cara redonda, bajo, de expresión abstraída, Art Llandman parecía siempre estar tratando de resolver algún difícil acertijo—. Lo siento si él estaba decepcionado. Me gustaba: era una de las pocas personas que trabajaban con Gabe cuya existencia yo conocía. Estuve en una excavación con él en Schuyway y creo que en otra ocasión en Obralan. Sí, seguro. En Schuyway acostumbraba a dedicar un tiempo para caminar conmigo por las ruinas.

Había marcado el lugar del tesoro, los muros quemados, las celdas de los prisioneros y el sitio por donde arrojaban a los convictos (y a no pocos políticos) al mar.

—Así era él —sonrió—. «Y este fue el lugar desde el que lo tiraron.» ¿Cuándo fue eso?

—Antes de que nacieras. Yo tendría ocho o nueve años.

—Sí. —Me miró detenidamente—. Él era feliz entonces.

—Tuvo mala suerte —me explicó más tarde.

Era casi medianoche y habíamos vuelto a la casa de Northgate. Hablábamos junto a un fuego bajo, una botella de vino y un cubo de hielo. La melodía de un concierto para violín de Sanquoi se colaba en las habitaciones. Ella miraba los materiales que yo había obtenido en la Sociedad Talino y en el Instituto Machesney y debió suponer que yo era mucho más fanático de la causa que ella.

—Recobraron una de las fragatas dellacondanas, ¿sabes? Mi abuelo y Gabe. Estaba intacta. Fue el hallazgo arqueológico de toda una vida. Mi abuelo dedicó quince años a la búsqueda. Hacia el final logró interesar a Gabe. Y juntos encontraron el
Regal.
Se había perdido en Grand Salinas. —Le brillaban los ojos de satisfacción—. Para localizarlo debieron estudiar los viejos registros, calcular trayectorias y Dios sabe cuántas cosas más. Yo ya tenía la edad suficiente para saber que buscaban algo valioso.

»E1 truco fue reconstruir la batalla de modo tal que pudieran calcular las fuerzas, el curso, la velocidad, el impacto, los intentos de la tripulación para salir y otro montón de cosas.

—Parece imposible.

—Tuvieron mucha habilidad a la hora de reconstruir los detalles. El abuelo me dijo que docenas de naves se habían esparcido en todas direcciones y que eran recuperables si se calculaba el espacio. Pero doscientos años es mucho tiempo. Las cosas cambian demasiado.

—Háblame del
Regal.

—El Ashiyyur la dañó con un pulso electrónico. Este no penetró el casco, pero arruinó los sistemas de la nave. Según lo que dijo el abuelo, fue el piloto quien hizo un agujero en la sección delantera para recuperar energía. Cinco tripulantes murieron y los otros tres quedaron atrapados. Un equipo de rescate los encontró en un compartimento sin aire. Pero la nave estaba en buenas condiciones.

—Gabe me lo contó —dije—. Hubo un accidente.

—Poco después de que lo abordaran se desvaneció. Parece que alguien del equipo tocó algo. Nadie supo qué pasó. Nunca se hizo público, pero el abuelo me dijo que él pensaba que los mudos eran los responsables. Se sospechaba de un hombre llamado Koenig; se decía que los mudos lo habían sobornado.

—¿Por qué el Ashiyyur estaría interesado en unos restos de doscientos años de antigüedad?

Me miró como interrogándome. Entrecerró los ojos y se decidió.

—El abuelo no lo sabía, pero me parece que ha habido otros incidentes que indican que alguien implicado no quería que la expedición triunfara.

—¿Qué le pasó a Koenig?

—Murió poco después. De un problema cardíaco. Era muy joven, sin antecedentes de enfermedades coronarias. —Tomó un sorbo de vino y se quedó contemplando el borde del vaso—. No sé, tal vez haya algo ahí. Pero sea lo que fuere, mi abuelo nunca volvió a ser el mismo. Haber tenido ese premio en sus manos y que se le escapase… —Suspiró—. Murió poco después que Koenig.

—Lo siento —le dije.

—Gabe hizo lo que pudo para ayudar. No sé qué fue peor: si perder el artefacto o convertirse en el hazmerreír de sus colegas. Lo que me frustra es que después conocí a varios de ellos. No son vengativos, pero nunca entendieron cómo se sentía o quizá no les importó porque tenían sus propios problemas. Sin embargo Llandman y su fragata dieron que hablar. Es como si Harry Pellinor hubiera descubierto las ruinas de Belarius y después hubiera olvidado dónde estaban.

Los materiales de la era de la Resistencia que yo había estado juntando estaban dispuestos en dos mesas en la casa. Ella se puso a mirarlos, inclinándose ante los cristales, los volúmenes de Candles y otras piezas.

—No me había dado cuenta —dijo mientras hojeaba el
Cuaderno de notas
de Tanner—, de que estabas tan involucrado en todo esto, Alex.

—Me tiene atrapado. ¿Conoces a Leisha?

—Mucho. Es uno de los personajes más fascinantes del período.

—Se inició como pacifista y terminó en la guerra. ¿Sabes qué pasó?

Quinda cruzó una pierna sobre la otra y se inclinó con energía. Me di cuenta de que Tanner era su tema preferido.

—Nunca fue pacifista, Alex. Ella sentía que la guerra era innecesaria e intentaba seriamente negociar. Los Sim no estaban muy interesados en ese tipo de acercamiento.

—¿Por qué no?

—Porque pensaban que cualquier intento de conciliación, mientras los mudos tuvieran ventaja, y en verdad la tenían, se interpretaría como un signo de debilidad. Contra un oponente humano, esto era cierto, pero contra los mudos, quizá no. Tanner sabía mucho, más que nadie, acerca del enemigo y pensaba que había que hablar.

—¿Cómo terminó en la nave de Sim?

—No es fácil de explicar. De algún modo, ella llegó hasta Sim. No sé cómo lo persuadió para que le permitiera negociar con los mudos. El hecho de que él aceptara muestra su grado de insistencia.

—Pero, obviamente, las cosas salieron mal.

—Él acordó permitirle reunirse con el comandante mudo Mendoles Barosa. El sitio era un cráter en una luna sin nombre en un sistema externo que no les importaba a ninguno de los dos bandos. Tanner era la única de los confederados que había estado antes con los mudos, la única que podía comunicarse con ellos y, lo más importante, la única que podía preservar sus pensamientos de la telepatía.

»Sim y Barosa circunvalaban el lugar mientras ella se reunía con un representante mudo. Tanner informó luego que ella y el enviado mudo hablaron muy seriamente de llegar a un acuerdo, pero que los mudos no querían aceptar ningún trato que no incluyera la entrega de Sim por crímenes de guerra.

»No iban a ninguna parte con esa condición. Y Sim rompió el encuentro. Los mudos respondieron atacando y ocupando dos mundos en apariencia neutrales, pero que en realidad habían estado ayudando a los dellacondanos con armas, tripulación y dinero. Murió mucha gente. Y Tanner se sintió responsable de todo.

»Así que reaccionó volcándose de todo corazón a la defensa común. Maurina Sim, en su diario, dice que Tanner nunca perdonó a los mudos y que no hubo nadie que llevase adelante la guerra con una furia tan implacable.

Era por la mañana temprano cuando subimos al deslizador y cruzamos la ciudad. Estábamos bastante cansados. La conversación se hizo trivial. Me di cuenta de que su mente estaba muy lejos. Al final del vuelo, mientras aterrizábamos en el techo de su edificio, la miré fijamente y le dije:

—Quinda, he hablado con uno de los ashiyyurenses ayer. En persona.

Toda la calidez de su rostro desapareció.

—No es cierto —protestó con voz quebrada.

—Sí —respondí, tras un momento de duda y sintiéndome mal, confuso por su reacción—. Uno de los miembros del Maracaibo Caucus.

—Alex, no lo has hecho de verdad. —Irradiaba conmoción, enojo, desconcierto.

—¿Por qué no? ¿Qué pasa?

—Por Dios, Alex —susurró—, ¿qué has hecho?

11

«Con frecuencia calificamos la revuelta de Imarios como «fatídica», presumiblemente en el sentido de que, sin ella, estos dos siglos de ininterrumpida hostilidad y guerra ocasional no hubiesen tenido lugar. Pero consideremos el carácter competitivo en los logros tecnológicos por parte de las dos culturas, sus mutuas tendencias expansionistas y pretensiones de liderazgo y la inevitable antipatía personal experimentada por los individuos de ambas especies en presencia de los otros. ¿Cómo podría haber sido de otro modo? Si desde siempre hay dos sociedades están predestinadas por naturaleza a enfrentarse la una a la otra y a saldar la cuestión en un combate darwiniano, esas dos sociedades son la ashiyyurense y la humana.»

Gasper Méndez

El largo crepúsculo

—¿Y no le pediste que te explicara por qué estaba molesta?

—No, Jacob. No me pareció que estuviera en condiciones de contestar a mis preguntas.

—Yo veo una conexión. Recuerda la teoría de que la expedición de Artis Llandman fue destruida por las maquinaciones del Ashiyyur. Tal vez tu Quinda Arin pensó que habías arriesgado datos.

—¿Qué datos? Si yo no sé nada.

—Quería decir que tal vez ella pensara que sí. De cualquier modo, tengo algunas noticias. Podremos obtener más información de Tanner. Tal vez averiguar qué estuvo haciendo en los años oscuros. Por favor, atiende al monitor.

Las luces bajaron y se formó un mensaje:

ANG/54/Y66133892/r261 Marnet Place, Teufmanoil

Señor Benedict: tengo material sobre Leisha Tanner que quizá le pueda resultar de interés. Poseo una copia certificada de sus diarios que cubre los años 1202-1219. No voy a permitirle hacer una copia ni desprenderme de él. Si a usted le interesa verlo pensando en una posible compra, por favor responda al código indicado.

Hamel Wricht

—Llegó durante la noche. Es una respuesta a una solicitud general que envié hace varios días. Pero alguien tendrá que ir a buscarlo.

—¿Por qué? Pongámonos en contacto para verlo.

—Ya lo he sugerido. —Jacob iluminó un segundo mensaje en la pantalla, cuyo contenido esencial era: «Su sugerencia expondría el artefacto a posible copia. Lamento no poder complacerlo».

—Esto no tiene sentido —dije—. Solo podríamos copiar lo que vemos. No sería mucho.

—¿Quieres enviar otro mensaje?

—Voy a hablar personalmente.

—No está en la guía, Alex. No podrás conectarte directamente. Excepto con el transcomunicador.

—Hazlo —le ordené—. ¿Dónde está el terminal más cercano?

—En un hotel en Teufmanoil. Como me he imaginado que querrías responder, ya lo he averiguado. Han dicho que la dirección está fuera de la ciudad, en un lugar al que tienen que enviar a alguien a buscarlo y traerlo. No parecían ansiosos por hacerlo.

—Un ermitaño —gruñí—. ¿Hay algo más que las
Notas?
¿Llevaba también un diario?

—Aparentemente sí.

—Con todo lo que ha escrito, parece imposible que tuviera tiempo para hacer algo más. Averigua cuánto quiere Wricht y cómpralo.

—Alex. —Jacob adoptó un tono que sugería que quería hacerme entrar en razones—. Los artefactos de esta naturaleza, como bien sabes, no son baratos. Y hay una posibilidad bastante grande de que ni siquiera sea legítimo. —El mensaje parpadeaba—. No quisiera influir en tus negocios… —agregó.

—Gracias, Jacob. ¿Dónde está Teufmanoil?

—En el Sulyas.

No podía ocultar del todo lo divertido que estaba. El Sulyas está casi a mitad de camino del globo.

—Bueno —dije—. Voy a ir a verlo.

—Bien —repuso Jacob—. He reservado el vuelo de la noche.

Crucé dos océanos y aterricé aproximadamente a la medianoche, hora local en Wetherspur, en el flanco este del cerro Sulyas. Hacía bastante frío en el hemisferio norte.

Cuando salí del intercontinental, el aire estaba cargado de escarcha; era literalmente como caminar dentro de una pared.

Tomé un bus aéreo y, por la mañana, llegué a Teufmanoil. Era una ciudad de deportes, una villa de esquí. Pese al tiempo helado, la nieve en las pendientes era escasa. El sol brillaba en un cielo sin nubes y las calles se llenaban de gente que iba a las pistas. El centro turístico estaba situado en el parador de la entrada.

Una mujer de mediana edad me dio la calurosa bienvenida al valle de esquí Pico Dorado y puso delante de mí una taza de café. Acepté y le di la dirección de Wricht. La introdujo en el ordenador, y en el mapa que había detrás de ella apareció una estrella azul indicando un acceso a seis kilómetros al oeste de la ciudad.

—Marnet Place —dijo ella—. ¿A quién busca?

—Hamel Wricht. Probablemente, vendedor de antigüedades.

—Oh, sí. No sé lo de las antigüedades, pero sé que tiene una posada allí. ¿Necesita algo más?

—No, gracias.

Alquilé una bicicleta para la nieve. Minutos más tarde llegaba al hotel de Wricht, una posada de tres pisos de color blanco y rojo con mucho vidrio y casi una docena de pares de esquíes apilados en la entrada.

Llegó mucha gente mientras yo observaba. La mayoría chicos, estudiantes. Algunos me hicieron una inclinación al pasar. Una joven-cita, que parecía haber bebido más de la cuenta, me invitó a unirme a ellos.

Llegué a la puerta y llamé.

La puerta se abrió y pude ver a un hombre joven, elegante y con barba, que no parecía ser mucho mayor que los del grupo con el que me había cruzado hacía poco.

Other books

Unsurpassed by Charity Parkerson
Pregnant Pause by Han Nolan
War Torn Love by Londo, Jay M.
Bro' by Joanna Blake
Parallelities by Alan Dean Foster
In The Shadow Of The Beast by Harlan H Howard
Amigas and School Scandals by Diana Rodriguez Wallach
Ribbons of Steel by Henry, Carol
Cabal - 3 by Michael Dibdin
Elisha’s Bones by Don Hoesel