«Sois hombres educados, inteligentes y leales. Vuestra negativa a aceptar un juramento, falso en vuestra opinión, nos daba la seguridad de que no lo romperíais siempre que lo hubierais prestado según vuestro criterio. En el ejército, las SS son las fuerzas superiores, y necesitamos todos los cerebros y toda la lealtad que podamos conseguir. Esta va a ser una guerra difícil, y solamente gracias a una auténtica y razonada cooperación de hombres como vosotros, llegaremos a alcanzar nuestros fines».
Por segunda vez en aquel día, nos quedamos sin palabras.
El alto mando había decidido crear una sección de información y; con ese objeto, todos los seminaristas en la SS fuimos entrenados como oficiales de radio. Esta vida, por supuesto, era mucho más fácil que la del ejército, y disponíamos de gran cantidad de tiempo libre que empleábamos en practicar o en leer. También librábamos los sábados.
Aquello nos convenía, porque ahora podíamos asistir a Misa. Los sacerdotes de la parroquia y los feligreses nos recibían calurosamente; los domingos por la noche volvíamos al campamento reconfortados en el cuerpo y en el alma.
Las cosas continuaron más o menos del mismo modo, con ocasionales escaramuzas con los celosos suboficiales nazis, aunque considerándolo bien, bastante pacíficas. Cumplíamos con nuestras obligaciones, asistíamos a la iglesia, y participábamos en las interminables discusiones que tenían lugar casi todas las noches en el cuartel. Llegué a darme cuenta de que, personalmente, no deseaba dejar las SS o el ejército, incluso si mi licencia llegaba al día siguiente. Sentía que quizá era la gran oportunidad para llevar la gracia a aquellos hombres secos, haciéndoles ver que, independientemente de las circunstancias, los hombres de Dios eran dueños de más fuerza y más poder para superar muchas cosas, mientras que los hombres sin Dios solo conocían el vacío, incluso en medio de una aparente plenitud.
En Nochebuena hubo una celebración, que no fue una celebración cristiana, sino la pagana
Julfest
alemana. Estábamos todos juntos y tuvimos que cantar algunas tonterías sobre la noche estrellada y otros penosos sustitutivos del auténtico mensaje navideño. Sin embargo, nuestras mentes estaban en otra parte: pensábamos en el árbol de Navidad, en el Nacimiento, y en los villancicos del hogar. La comida fue buena y teníamos vino, pero todo aquello no significaba nada para nosotros.
A eso de las nueve de la noche, entró un coronel manco, veterano de la Primera Guerra Mundial, acompañado de su ayudante. Habíamos oído que iban a leer una orden especial del jefe de las SS, pero no teníamos el menor interés en ella.
En la estancia solamente permanecimos los hombres de las SS, pues se trataba de un mensaje secreto, dirigido exclusivamente a nosotros. El ayudante leyó una hoja de papel amarillo.
«Señores, esta es una orden de Navidad del propio Himmler. Presten gran atención. Dice así:
»Nuestra gloriosa victoria sobre Polonia, por grande que haya sido, ha costado la sangre de miles de los mejores alemanes. Miles de nuestros mejores jóvenes no regresarán jamás. En muchas familias falta el padre; muchas novias han perdido a su pretendiente; muchas doncellas tendrán que vivir de ahora en adelante sin sus futuros esposos. La victoria no significa nada si no se renueva e incrementa el raudal de sangre, el raudal de la sagrada y valiosa sangre alemana.
»Es misión de las SS, la compañía de élite, obsequiar al Führer con el regalo de sangre nueva: engendrar hijos en los que fluirá ese raudal divino por toda la eternidad.
»Todos los miembros de las SS se obligan a cumplir con el deber de ofrecer hijos al Führer. Muchas doncellas estarán esperando al hombre que les ayude a dar un hijo al Führer.
»Todos los miembros de las SS disfrutarán de un permiso con el fin de llevar a cabo esta gloriosa misión. El Estado se hace cargo de todos los gastos, y, además, pagará una recompensa de 1.000 marcos por hijo a cada miembro de las SS que cumpla esta misión».
Se hizo el silencio: nadie hablaba. El coronel preguntó:
«¿Quién está dispuesto a disfrutar de este permiso?».
No hubo respuesta; los hombres se limitaban a permanecer allí mientras sus rostros dejaban reflejar sus pensamientos.
Entonces llegó la pregunta: «¿Dónde están los seminaristas?». Nos pusimos en pie. Y directamente solicitó mi opinión sobre aquella orden.
«Señor», repliqué, «en mi condición de soldado no me está permitido tener opiniones personales… o expresarlas»
«Entonces, ¿apruebas la orden? ¿Qué piensas hacer?».
Mientras contestaba me sentí enrojecer: «No me está permitido manifestar si la apruebo o no. Hasta este momento solamente he oído que las órdenes, cualesquiera que sean, están hechas para ser cumplidas».
La compañía en pleno rió a carcajadas y, según me dijeron, mi rostro demostraba un gran interés.
«Goldmann, eres una persona líder entre esos eclesiásticos, y yo no te ordenaré manifestar tus pensamientos íntimos… te lo
pido
, y ten la seguridad de que eres libre de expresar tu opinión sin temor a las represalias».
«Gracias,
Herr Major
. Lamento que haya llegado esta orden, pero especialmente que haya sido en la época de Navidad. ¡Durante este tiempo sagrado nuestros pensamientos se dirigen hacia cosas más elevadas!». Y continué con
tu quoque Tacitus
—en latín, desde luego, que siempre causa una buena impresión— y lo que decía sobre la pureza de las doncellas en Germania dos mil años antes. A continuación cité las palabras de César sobre la virtuosa conducta de los pueblos nórdicos; luego llegué hasta la Edad Media con los ejemplos apropiados; y finalmente terminé:
«Ahora lleguemos a aquellos que se califican de auténticos alemanes y que consideran al cristianismo como un deterioro de la raza alemana, mientras la hacen pasar por una nación cristiana. Mandan engendrar hijos —no importando el cómo ni con quién— y ofrecen un premio para el que lo cumpla. ¿Son esos los auténticos alemanes? En mi opinión, ¡nunca hasta hoy, y por orden de un jefe de las SS, se ha propuesto semejante insulto a las jóvenes alemanas!». Debí hablar alrededor de diez minutos. Fue mi primer sermón.
Los hombres se pusieron en pie y gritaron: «¡Bravo!», y algunos murmuraron: «¡Que Himmler se ocupe de las apasionadas doncellas alemanas!».
Entre los hombres estalló casi un motín. La reunión se disolvió antes de medianoche y todos los grupos de las SS caminaron con nosotros durante seis kilómetros bajo la nieve y el frío glacial hasta la iglesia católica más cercana, en Jordán.
El entrañable anciano párroco, aunque estaba acostumbrado a ver aparecer frecuentemente a los seminaristas, se quedó asombrado ante la invasión de los SS, no católicos en su mayoría. Después de la Misa nos regalamos con un delicioso pastel de Navidad ofrecido por los buenos feligreses a los que el párroco había invitado a unirse a la celebración.
Por supuesto, a la mañana siguiente los hombres volvieron a su brutal comportamiento habitual e incluso algunos de ellos protestaron por la oportunidad perdida la noche anterior; pero habían tenido una profunda experiencia de rectitud y de justicia al manifestar un desacuerdo que no olvidarían nunca, incluso en la época en que tuvieron que lamentar su participación.
Al día siguiente, los hombres casados obtuvieron un permiso de Navidad y, tras felicitarme por mi discurso y mi valor de la noche anterior, el comandante de la base me concedió uno especial. Me quedé sorprendido, pero me apresuré a aprovecharlo antes de que alguien cambiara de idea y me obligara a permanecer en el campamento. Pasé un maravilloso fin de semana con mi familia y regresé para terminar mi período de tres meses de instrucción, en cuyos tres últimos días estaba al mando el propio
Reichsführer
Himmler.
El día de la exhibición de las maniobras fue un día aciago; caía la nieve en la cumbre de las montañas y una de nuestras unidades se perdió. Por fin, un comando dio con ellos y los salvó; durante la revista de la unidad al término de las maniobras, Himmler mandó que el oficial que dirigió el comando diera un paso al frente.
Nadie se movió.
«Vamos, vamos, sin modestia. Deseo hablar con el oficial que llevó el mando y tomó la decisión de salvar a esa unidad de una muerte segura en medio de la tormenta. ¡Un paso al frente!».
Por fin, se adelantó un soldado al que yo conocía bien: nuestro hermano franciscano Roger Ricker. Nos quedamos sorprendidos, y Himmler le preguntó: «¿Diste tú la orden?».
«Sí,
Herr Reichsführer
».
«¿Quién te dio a ti, un soldado raso, el permiso para tomar el mando?».
«Señor, nuestro jefe no podía hacerlo. Durante nuestra formación se nos ha dicho repetidamente que, en caso de necesidad, cualquiera tiene el deber de mandar un comando de salvación».
Himmler exclamó: «Bravo. He aquí un soldado que conoce su deber. Mereces ser un oficial de las SS. Te enviaré inmediatamente a la escuela de oficiales».
En medio del silencio resonó la clara respuesta de Roger: «Señor, eso ya no es posible. Ya he estado en la escuela de oficiales».
Nadie comprendió su respuesta y, cuando se le preguntó el significado, repuso en voz alta y segura: «Yo he asistido a la escuela de oficiales del más grande y más conocido ejército del mundo: el ejército de Jesucristo en la Orden de San Francisco. ¡Me estoy preparando para ser sacerdote!». Todo el mundo guardaba silencio. Himmler susurró algo a los sorprendidos oficiales que le rodeaban, y Roger recibió la orden de volver a su puesto.
Por la noche, otros tres seminaristas y yo fuimos convocados para mantener una charla privada con Himmler. Se mostró muy amistoso y nos preguntó: «¿Realmente estáis estudiando para ser sacerdotes?».
«Sí, señor».
«¿Cómo es que estáis aquí? ¿Queréis seguir sirviendo en las SS?».
«Estamos dispuestos a servir aquí, señor, pues nos han prometido que podremos cumplir con absoluta libertad nuestras obligaciones religiosas».
Himmler habló brevemente con los que le acompañaban y luego dijo: «Sois libres para servir a vuestro Dios. Aquí no hay impedimentos religiosos, pero ya habréis observado que el que está entre nosotros sufre… un cambio, pero sin coacción».
Yo me eché a reír.
Himmler me miró y dijo: «¿Por qué te ríes?».
Yo repuse bruscamente: «Veremos quién cambia a quién».
Todos contemplaban a Himmler. ¿Qué diría ahora? Pero él se limitó a mirarnos y, satisfecho, dijo a sus acompañantes: «Estos chicos valen; los necesitamos». Y a nosotros: «Podéis marchar».
Y así lo hicimos, con la promesa que habíamos recibido, y que sorprendió a todos, de que éramos libres para cumplir nuestras obligaciones religiosas.
El incidente tuvo una secuela. A la mañana siguiente, uno de los oficiales de mayor rango recibió una comunicación procedente de las más altas instancias. A través de ella supimos que la meta definitiva de la guerra era liberar no solo a Alemania y a Europa, sino al mundo entero, de dos enemigos: el comunismo y el cristianismo. Según decía, el más peligroso era la Iglesia, que durante dos mil años había esclavizado a la humanidad con su religión de hipocresía y falso amor. «¡No alcanzaremos la victoria», decía el comunicado, «hasta que el último cura cuelgue de la horca!».
«¡Ayer se nos prometió la libertad religiosa por parte de las altas instancias; y ahora acabamos de oír todo lo contrario!», grité.
El oficial replicó despectivamente: «Sí, ciertamente, libertad religiosa, ¡no faltaba más!… mientras dure la guerra. Sin embargo, nada se ha dicho sobre lo que ocurrirá cuando termine».
Yo tengo una decidida tendencia a ser imprudente, así que no pude contenerme y le pregunté: «Señor, ¿qué ocurrirá cuando estemos de vuelta en nuestros conventos?».
«Si uno de mis hombres se atreve a entrar de nuevo en esos nidos de estupidez, ¡yo personalmente lo ataré al árbol más próximo para darle de latigazos!».
Ahora sabíamos dónde estábamos. No obstante, como pasaría mucho tiempo antes de que sucediera, yo me limité a sugerir que esperaríamos tranquilamente y, mientras tanto, continuaríamos cumpliendo con nuestros deberes religiosos.
Cuando el oficial me preguntó secamente si yo dudaba del resultado final, repliqué: «Yo solo sé esto, señor: suceda lo que suceda, triunfará la voluntad de Dios. Solo vencerá lo que es recto en su presencia y está de acuerdo con su plan divino. Se ha demostrado miles y miles de veces en la historia de la Iglesia, y seguramente no habrá cambiado ahora».
No siguió hablando conmigo, pero hizo llegar mis palabras a mi superior, que me llamó y me dijo privadamente:
«Ten cuidado; es peligroso decir semejantes cosas».
«Pero, ¿no cree en la victoria final de lo que es recto?», pregunté.
Movió la cabeza. «No puedo decirte nada más».
A finales de enero de 1940 nos pusimos en marcha y cruzamos Alemania a caballo, desde el frío este al primaveral clima del sudoeste en la hermosa región de Baden. Nos alojábamos en agradables casas particulares en la pequeña ciudad de Herbolzheim, un cambio bien recibido después de las maniobras y los campos de instrucción que habíamos dejado atrás. Yo fui especialmente afortunado, pues se me asignó el hogar nuevo, limpio y pequeño de una familia de cuatro personas que me aceptaron cordialmente con una amabilidad encantadora que me dejó sorprendido. No obstante fui estudiado cuidadosamente por las buenas señoras de la vecindad antes de ser aceptado por aquella familia.
Una anciana tía, una persona formidable, por cierto, me preguntó abiertamente delante de todo el mundo: «¿Es usted una persona respetable?».
Yo no daba crédito a mis oídos y simplemente me quedé sin habla como un paleto. Ella repitió la pregunta y continuó: «En esta casa hay una joven casadera, y aquí no queremos disolutos».
No pude contener la risa mientras la jovencita, que estaba presente, se ruborizaba intensamente.
«
Gnädiges Fräulein
, no tenga miedo. A pesar de este uniforme de las SS, soy un seminarista; soy franciscano: aún no estoy ordenado sacerdote, pero como si lo estuviera. No tengo interés en las mujeres, excepto como almas necesitadas de salvación».
Todos rieron y, cordialmente, me acompañaron a la casa. La joven, que se llamaba Frieda, era realmente bonita, limpia y cariñosa, y comprendí la preocupación de su tía.
Nuestra vida se desarrollaba serenamente. Por las mañanas, antes de ir a cumplir con nuestras obligaciones, los seminaristas oíamos Misa. El párroco se sorprendió de vernos arrodillados diariamente, con nuestros uniformes de las SS, ante la barandilla del comulgatorio, con todo el aspecto de una profunda y sincera piedad. Los buenos habitantes cristianos de la ciudad consideraban un honor reunirse con nosotros y manifestarnos su cordialidad durante nuestra estancia. Como nuestros oficiales se ocupaban más de las mujeres hermosas que de cumplir sus deberes, gozábamos de una gran libertad, que aprovechábamos para la Misa matutina y para la meditación nocturna. Y en el intermedio dedicábamos muchas horas al estudio.