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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (28 page)

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Después el mismo rey también se encargó de desmentirla en las conversaciones que tuvo con Villalonga para su biografía autorizada. No fue la única vez que metió la pata en aquellas largas entrevistas, en qué, además, se permitía descalificar a los golpistas, con exclamaciones como «¡Verdaderos amateurs!», o «¡Era un golpe de Estado montado sin sentido común!». Exclamaciones que le habrían podido valer que fieles como Armada le perdieran el respeto y rompieran el pacto de silencio, pero que Sabino, siempre más atento a los detalles que el monarca, se encargó de que fueran suprimidas en la edición española del libro.

El que salió peor parado de todo el proceso, sin duda, fue Tejero. Le tocó comerse casi todo el marrón. Aparte de los 30 años, fue condenado a pagar al Estado 1.076.450 pesetas por los destrozos que había causado en el Parlamento. Además, como se le había expulsado del cuerpo, toda su familia tuvo que desalojar el piso de la Guardia Civil en que vivía. Su castigo aumentó cuando fue trasladado al Castillo de Santo Ferran, en Figueres, una fortaleza del siglo XVIII, en la que fue prácticamente el único inquilino de 1983 a 1991. Actualmente continúa en prisión, en la de Alcalá de Henares, pero disfruta de régimen abierto.

A Milans del Bosch le fue algo mejor. El Ejército empezó por mostrarle su apoyo concediéndole la medalla de sufrimientos por la patria, a finales de 1981, aunque después el Gobierno consiguió anularlo, porque aquello era demasiado descarado. Con una condena de 30 años a la espalda, pasó por varias prisiones (Algeciras, Alcalá de Henares, Figueres y la Prisión Naval de Carranza, en el Ferrol de su Caudillo). No quiso pedir nunca el indulto, pero el 1 de julio de 1990, después de haber cumplido la tercera parte de la condena (dicen, aunque las cifres no cuadran: desde febrero de 1981 sólo habían pasado 9 años), fue puesto en libertad. Se instaló en un chalé de La Moraleja, un barrio residencial de lujo, en Madrid, y murió en 1997, al parecer de un tumor cerebral. Le enterraron como a un héroe en la cripta del Alcázar de Toledo, por su condición de defensor del recinto durante la Guerra Civil.

El asunto de Armada, que sólo cumplió 7 años de prisión en total, se puede decir que fue una ganga.

A finales de 1987 el Consejo Supremo de Justicia Militar ya le había rebajado la pena a 26 años, 8 meses y 1 día. Pero la libertad definitiva la obtuvo el 24 de diciembre de 1988 cuando el Gobierno socialista de Felipe González le indultó por razones de salud y por «acatar la Constitución». Ahora vive en Galicia, en una casa solariega, donde se dedica a cultivar camelias.

Con respecto al CESID y a su papel en el 23-F, igual que en todo lo que hace referencia al monarca, también hubo una campaña de silencio, adoctrinamiento y destrucción de pruebas. Entre los documentos desaparecidos en los días siguientes, de los cuales sólo queda el recuerdo en la mente de los agentes que entonces estaban activos, se citan el informe «Delta sur» (que evaluaba la actitud de cada mando del CESID respecto a un cambio de régimen), unos edictos y decretos que se tenían que difundir una vez hubiera triunfado el golpe, e informes de vigilancia que incluían fotos de reuniones conspirativas celebradas en varios puntos de Madrid. Después se elaboró el «informe Jáudenes», «acerca de la posible participación de miembros de la AOME [Agrupación Operativa de Medios Especiales, cuyo jefe era José Luis Cortina] en los sucesos de los días 23 y 24 de febrero pasado». Fue encargado al teniente coronel Juan Jáudenes el 31 de marzo de 1981, cuando ya no quedaban pruebas. Pero todavía se pudieron reunir testigos que implicaban a unos ocho agentes (García Almenta, Monge, Sales y Moya, entre otros). De todos modos, ninguno fue denunciado por el CESID.

Si Cortina llegó a ser procesado, fue en base a las imputaciones de Tejero. Pese a que el fiscal le pedía 12 años, por actuar de enlace de Armada en Madrid y dar apoyo logístico a Tejero para que tomara el Parlamento, fue absuelto de manera poco convincente por falta de pruebas. No dejó el Ejército. Desde 1983 tuvo diversos destinos: el Regimiento de Infantería Jaén 25, el Polígono de Prácticas de Carabanchel y, para terminar, en 1985, el Cuartel General del Ejército, en el departamento MASAL (Mando de Apoyo Logístico), ascendido a coronel de Estado Mayor. En 1990 le fue concedida la Cruz Militar con distintivo blanco y la placa de San Hermenegildo.

Después, su suerte dio un vuelco: todavía con el PSOE en el poder, en 1991 fue expedientado y destituido por negligencia en la custodia de documentos secretos. Pero esta es otra historia.

Gómez Iglesias fue el único agente del CESID condenado por implicación directa en el asalto al Congreso. El Tribunal Militar sólo le impuso una pena de 3 años, aunque después el Supremo la amplió a 6. Pero los otros ni siquiera atestiguaron en el juicio.

El «informe Jáudenes» fue incorporado a la causa 2/81 y después devuelto. En los 13.000 folios del sumario no se hace ninguna mención del Rey. En cuanto a la implicación de políticos, y muy especialmente de los socialistas que estaba probado que se habían reunido con Armada, hace falta decir que también tuvieron mucha suerte en el juicio. Tanto ellos como el grupo de La Zarzuela, incluyendo a Armada, cumplieron el compromiso de no implicarse mutuamente. Un equipo de abogados entrenó a Múgica durante mucho tiempo para que su declaración como testigo se ajustara a los intereses del PSOE, que consistían en desvincularse de Armada. Al cabo de los años, Múgica no ha modificado su disciplina y todo lo que reconoce es que hablaron de la cría de mulas para el transporte de las unidades de artillería de montaña. Cuando salió la sentencia, Felipe González, que ya era presidente del Gobierno, declaró en el Congreso: «Esta sentencia cierra un capítulo importante y doloroso de la historia de España». Empezaba a entrenarse en la disculpa de que se enteraba de las cosas por la prensa, cuando, recalcando «la absoluta independencia entre el poder judicial y el ejecutivo», dijo: «Yo me he enterado a media mañana del contenido de la sentencia, por una nota manuscrita del portavoz del Gobierno». Para que la historia lo juzgue, permanece la anodina sentencia del Supremo, que a lo largo de los considerandos puntualizaba que la rebelión habría existido incluso con el supuesto «impulso regio». Se decía literalmente: «No sobra razonar que si, hipotéticamente y con los debidos respetos a Su Majestad, tales órdenes hubiesen existido, ello sin perjuicio de la impunidad de la Corona que proclama la Constitución, no hubiera excusado, de ningún modo, a los procesados, pues tales órdenes no entran dentro de las facultadas de Su Majestad el Rey, y, siendo manifiestamente ilegítimas, no tenían por qué haber sido obedecidas».

El triunfo del golpe

El golpe del 23-F, al fin y al cabo, acabó triunfando de cualquier modo. No solamente por la sesión de maquillaje a que fue sometida la versión oficial. La pasividad popular fue el éxito más importante. Consiguieron que toda España se quedara clavada ante el televisor esperando las palabras del monarca, con una representación regia digna del sainete del «gobierno de salvación nacional». Su éxito recogía los frutos de los primeros años de la Transición, con los partidos defraudando las expectativas y las reivindicaciones populares. Como consecuencia, se habían producido altas tasas de abstención en las elecciones, multiplicada por dos y por tres entre 1977 y 1980, bordeando el 70%; y, paralelamente, la desafiliación casi en masa de militantes de los partidos Comunista y Socialista (superior al 50% entre 1977 y 1980). El cénit fue el 23-F. Unos días después, el 27 de febrero, hubo una multitudinaria y pacífica manifestación en Madrid que inauguraba la nueva etapa política, con los «héroes» del 23-F (Felipe González, Carrillo y hasta el mismo Fraga Iribarne) encabezando la promovida concentración de masas y dando vivas al rey.

Por otra parte, el ingreso de España en la OTAN fue inmediato. En octubre de 1981, Juan Carlos se reunió con Reagan en visita oficial a Washington y, unos meses después, en mayo de 1982, Calvo Sotelo consiguió que las Cortes la aprobaran. Por lo general, hubo un vuelco hacia la derecha en todo el Estado, con la LOAPA como estandarte antinacionalista. En este marco, AP ganó las elecciones autonómicas de Galicia (el 20 de octubre), cosa que suponía pisar por primera vez el poder en la Transición. Y en las andaluzas (el 23 de mayo), el PSOE barrió al PCE. En todas partes bajaba en caída libre la UCD, a la cual se hacía responsable de lo que se estuvo a punto de perder.

El golpe de Estado había mostrado que las libertades existentes eran frágiles. Incluso el PCE, algunos sectores del cual habían mantenido hasta entonces reservas críticas hacia la política de concentración democrática, reconocía que había subestimado los riesgos de involución.

Cuando en agosto se convocaron elecciones generales para octubre, el PSOE ya estaba preparado para cambiar su discurso, no preocupar a la banca ni a los poderes fácticos, y apoyar a la monarquía sin complejos. El 23-F fue la coartada perfecta. Fue la definitiva domesticación de las bases del partido. El 28 de octubre ganó por mayoría absoluta con el 48% de los votos, con promesas de salir de la OTAN, crear 800.000 puestos de trabajo y consolidar las libertades. En el discurso de apertura del nueve Parlamento, en noviembre, el antes republicano Peces-Barba se permitió el lujo de decir que «Monarquía y Parlamento no son términos antitéticos, sino complementarios, y su integración en la monarquía parlamentaria, tal como se dibuja en nuestro texto constitucional, produce una estabilidad, un equilibrio y unas posibilidades de progreso difíciles de encontrar en otras formas de Estado». Cuando Juan Carlos firmó el decreto de nombramiento de Felipe González, el 3 de diciembre, dijo emocionado a Peces-Barba: «Si mi abuelo hubiera podido tener esta relación con Pablo Iglesias, habríamos evitado la guerra civil». Y Gregorio le contestó: «Quizá, señor, para llegar a esto tuvimos que pasar por aquello». Y por el 23-F, podríamos añadir, también, sin duda.

CUARTA PARTE

GALIMATÍAS RESERVADOS

CAPÍTULO 13

EL REY DE LOS SOCIALISTAS

Encantado con los dirigentes del PSOE

Cuando en 1982 el PSOE accedió al poder, empezó una etapa de gran prosperidad para la monarquía. El presidente Felipe González, sobre todo en los tres primeros años de mandato, llegó a tener una íntima amistad con Juan Carlos, fascinado por su gracia andaluza. Aunque institucionalizaron despachar todos los martes, hablaban por teléfono y cambiaban o ampliaban sus encuentros muchas veces. A menudo los dos matrimonios salían a cenar juntos y después veían películas en La Zarzuela hasta la madrugada. Al final, Felipe se pasaba por La Zarzuela cuando quería, sin avisar. El presidente se desvivía por atender los deseos del rey, con un planteamiento gubernamental que se podría resumir en la recomendación siguiente: «Señor, no se preocupe, nosotros nos ocupamos de todo: ¡diviértase Vuestra Majestad!». Y Juan Carlos estaba encantado con los socialistas, capaces de llegar hasta la frivolidad o el derroche para proporcionarle cualquier capricho: aviones, helicópteros, barcos, automóviles, la práctica de los deportes más caros, viajes a los sitios de moda internacional… y, sobre todo, vacaciones, muchas vacaciones. El día de su santo se celebraron grandes saraos en los jardines del Campo del Moro, con más de 4.000 invitados de la
beautiful people
, esta nueva casta social de «isabelitas preysler» y ministros del nuevo Régimen que habían ido a más, bien nutridos por el mamoneo del PSOE.

En el terreno estrictamente político, apenas había desavenencias. Quizás la única situación crítica entre el rey y Felipe González derivó de las declaraciones que Juan Carlos hizo a Jim Hoagland, del Washington Post, en 1986, como adelanto del viaje oficial que tenía que hacer a los Estados Unidos. El jefe del Estado discrepaba de la forma en que el Gobierno español llevaba las negociaciones para desmantelar las bases militares norteamericanas, y se alineaba sin reservas con el dispositivo de defensa de Washington. Daba la impresión de que el rey enviaba mensajes al presidente a través de la prensa norteamericana, cosa que no era correcta en absoluto. Más bien se trataba de que los norteamericanos enviaban el mensaje a través del monarca al Gobierno socialista, y éstos lo captaron inmediatamente.

Las fricciones entre la Casa Real y La Moncloa no llegaron más allá. Por lo general, había una sintonía perfecta entre ellos, hasta el punto de que en mayo de 1983, en el transcurso de una visita oficial de Su Majestad al Brasil, éste pronunció un discurso ante la cámara legislativa de la República Federativa prácticamente idéntico a un artículo que había publicado Felipe González en
Le Monde Diplomatique
, en la edición en lengua española para Iberoamérica, el mismo mes. La conferencia del rey, que trataba sobre los valores democráticos, había sido unánimemente alabada por toda la prensa: «El Rey Juan Carlos explicó como en España, con independencia del partido que gobierne, la proyección americana es uno de los objetivos fundamentales de la política exterior, un compromiso encarnado por la Corona que está reflejado en la Constitución», decía la crónica de
Diario 16
. Sin embargo, no se tardó en descubrir que se habían repetido párrafos literales del artículo del presidente González. En total, ocho partes del discurso del rey se correspondían exactamente, incluso en los puntos suspensivos, con ocho partes del artículo de Felipe, y a la prensa le faltó tiempo para criticarlo. «Bochornoso patinazo», «metedura de pata», «refrito», «desliz», fueron algunas de las expresiones con que se calificó el hecho. Eso sí, apuntando directamente al Gobierno. El rey no es criticable de ninguna de las maneras. El director general de la Oficina de Información Diplomática (OID), Fernando Schwartz, pidió disculpas públicamente. Por su parte, Felipe González lamentó lo que había pasado, y el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, se irritó. Pero a quien le costó el cargo fue a Carlos Miranda, entonces director general para Asuntos de Latinoamérica. La Casa Real no se pronunció. Según las explicaciones que en aquel momento se dieron a la prensa, es habitual que los discursos de los viajes oficiales o de visita del rey se encarguen al ministerio correspondiente. En este caso, el encargo había pasado a un funcionario de la Sección de Latinoamérica de Asuntos Exteriores. Entre la documentación facilitada se hallaba el borrador del famoso artículo de Felipe González. Tras el funcionario, el discurso había pasado por varias manos: el director general de Latinoamérica (Carlos Miranda), el ministro de Asuntos Exteriores (Fernando Morán), la Presidencia del Gobierno, y después, para acabar, por las manos de la Casa Real, donde se revisó de nuevo y se pulió la redacción (no mucho, al parecer). Total, que todo había sido algo así como el error informático de Ana Rosa Quintana en la novela-plagio
Sabor a hiel
. A pesar de los pesares, parece que a nadie le llamó la atención el hecho de que el artículo de Felipe González —como se podía deducir fácilmente del episodio en el que su «borrador» aparecía en manos de un funcionario— tampoco lo hubiera escrito él mismo. Ni se puso en duda quién intervenía en la redacción de los discursos institucionales. Y si nadie dudó del presidente, mucho menos del rey, que años después, en su biografía autorizada, firmada por José Luis de Villalonga, seguía manteniendo respecto a sus discursos, sin el menor asomo de vergüenza, que «El presidente del Gobierno sabe lo que voy a decir (no sería leal por mi parte ocultárselo), pero no sabe qué términos voy a expresar… Las líneas maestras de mis mensajes son siempre obra mía. Luego las discuto aquí, en palacio, con mis colaboradores más íntimos. Después, según el tema que tengo que tratar, hago que me aconsejen juristas, sociólogos, a veces el ministro de Asuntos Exteriores, incluso militantes… Pero no hay en España un
speech writer
como en los Estados Unidos o como en Inglaterra». Tan poca importancia dan a lo que pueda pensar la gente respeto a esta cuestión, que Sabino Fernández Campo, el secretario, ni siquiera se preocupó de «censurar» esta parte del libro, cosa que sí hizo con otros párrafos que ya hemos comentado que desaparecieron en la edición española (sobre todo los que hacen referencia al 23-F).

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