El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después cayó de hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos (¡pobrecillos!) que habían cesado en su juego y miraban boquiabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar en torno a la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar inculcarle el sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de dolor, como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a reaccionar en forma enteramente errónea, horriblemente antisocial.
La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
—¿No puede reportarse? —le dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.
—Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? —preguntó en voz alta y alegre.
—¡Yo! —gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido olvidada.
«¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…!», repetía el Salvaje para sí, una y otra vez.
En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las únicas palabras que lograba articular.
—¡Dios mío! —susurró—. ¡Dios…!
—Pero, ¿qué dice? —preguntó, muy cerca, una voz clara y aguda, entre los murmullos de la Super-Wurlitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a su alrededor. Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos embardunados de chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándole con ojos saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de chocolate.
—¿Está muerta? —preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.
—¿Está muerta? —repitió el mellizo, curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y sin decir palabra, lo apartó de sí de un empujón. El mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera se volvió.
El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones, dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.
Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
—¡Eh! ¿A quién empujas?
—¿Adónde te figuras que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por doquier. Mellizos, mellizos… Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la muerte de Linda.
—¡Reparto de soma! —gritó una voz—. Con orden, por favor. Venga, deprisa.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba abriendo.
Levantó la tapa.
—¡Oooh…! —exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
—Y ahora —dijo el joven, perentoriamente—, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras, después…
El Salvaje seguía mirando. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!». En su mente, las rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo!».
—¡No empujen! —grito el delegado del subadministrador, enfurecido. Cerró de golpe la tapa de la caja negra—. Dejaré de repartir soma si no se portan bien.
Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin permanecieron inmóviles y en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse privados del soma se les antojaba horrible.
—¡Eso ya está mejor! —dijo el joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo debía recobrar su belleza. Como una reparación, como un deber que cumplir, de pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido una cortina.
—Vamos —dijo el delegado del subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso al frente.
—¡Basta! —gritó el Salvaje, con sonora y potente voz—. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.
—¡Ford! —dijo el delegado del subadministrador, en voz baja—. ¡Es el Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
—Oídme, por favor —gritó el Salvaje, con entusiasmo—. Prestadme oído… —Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar lo que quería decir—. No toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.
—Bueno, Mr. Salvaje —dijo el delegado del subadministrador, sonriendo amistosamente—. ¿Le importaría que…?
—Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
—Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto. Sea buen muchacho.
—¡Jamás! —gritó el Salvaje.
—Pero, oiga, amigo…
—Tire inmediatamente ese horrible veneno.
Las palabras «tire inmediatamente ese veneno» se abrieron paso a través de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la multitud.
—He venido a traeros la paz —dijo el Salvaje, volviéndose hacia los mellizos—. He venido…
El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.
—No está en sus habitaciones —resumió Bernard—. Ni en las mías, ni en las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde a la cena.
—Le concederemos cinco minutos más —dijo Helmholtz—. Y si entonces no aparece…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.
—Diga.
Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
—¡Ford en su carromato! Voy enseguida.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bernard.
—Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco —dijo Helmholtz—. Dice que el Salvaje está allí. Al parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?
Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
—¿Cómo puede gustaros ser esclavos? —decía el Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando —agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.
Los Deltas le miraban con resentimiento.
—¡Sí, vomitando! —gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos—. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? —El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo entendéis? —repitió; pero nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues entonces —prosiguió, sonriendo— yo os lo enseñaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
—Está loco —susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas—. Lo matarán. Lo…
Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
—¡Ford le ayude! —dijo Bernard, y apartó los ojos.
—Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
—¡Libres, libres! —gritaba el Salvaje.
Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.
—¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado —«¡el bueno de Helmholtz!»—, pegando puñetazos también.
—¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.
—¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró, vacía, a la multitud.
—¡Sois libres!
Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: «Están perdidos», y llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo irrupción la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó «¡Socorro!» varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
—¡Socorro, socorro, socorro!
Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por los aires. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más encarnizados.
—¡Rápido, rápido! —chillaba Bernard—. ¡Les matarán si no se dan prisa! Les… ¡Oh!
Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.
Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba: «¡Amigos míos, amigos míos!», tan patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.
—¿Qué significa eso? —proseguía la Voz—. ¿Por qué no sois felices y no sois buenos los unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos —repetía la Voz—. En paz, en paz. —Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente—. ¡Oh, cuánto deseo veros felices! —empezó de nuevo, con ardor—. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor, sed buenos y…
Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.
—Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos…