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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (18 page)

BOOK: Un millón de muertos
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También la carta de Ana María lo conmovió. «Mi padre ya no vive con nosotras…» Ello significaba que había huido o estaba detenido u oculto. Permitía suponer que al pronto salvó la vida. Ana María había cambiado de domicilio, a buen seguro porque los milicianos se habían incautado del suyo. ¡Ah, su cara pequeña, sus moños uno a cada lado! ¿Dónde estaba la calle de Fernando y quién sería don Gaspar Ley? Seguramente no se atrevía a salir, con tantos milicianos borrachos y tantos vendedores ambulantes y sandías por las aceras. Ana María representaba para Ignacio la ilusión encendida y fugaz. ¿Fugaz? «No hay pobre que no se enamore de una princesa», le había dicho su primo José. Él se enamoró de Ana María. Por ella fue capaz de cruzar fraudulentamente una valla en el mar y estuvo a punto de alquilar un
smoking
. ¡Cuántas cosas le dijo en la barca de la playa y en lo alto de los acantilados de San Feliu! Le habló de la castidad, de la evolución de la materia y de su propia inconstancia. Quiso deslumbrarla y lo consiguió. Ana María era más inocente que Olga. Ahora ella le había escrito con letra un poco temblorosa.

En el fondo, Ignacio padecía también, como el doctor Relken, como millones de seres en el mundo, de soledad… Había vuelto a su soledad porque el mundo lo rebasaba y Marta se había ido; y porque sin Mateo se había encontrado nuevamente sin un amigo de su edad. Desde su soledad, contemplaba lo que ocurría y cada mañana se declaraba vencido y aturdido. No comprendía a sus semejantes y sus esfuerzos por adaptarse lo agotaban estérilmente. Le resultaba raro ver en los periódicos esquelas sin cruz —rectángulo helado y negro— y que en la sección de anuncios pudiera leerse todavía: «Vendo motocicleta en buen estado» o «Aceptaría alumnos de inglés». Que la vida se hubiese tronchado pero continuase siendo vida, era el misterio que lo perseguía en casa, en el Banco y sobre todo en cada una de las provincias de su memoria. No iba a la barbería de Raimundo ni a ninguna otra. Tampoco a jugar al billar ni a ningún café. No podía leer. Hubiera querido bañarse en el Ter, dado que el horario de verano del Banco Arús le dejaba las tardes libres; pero el río bajaba fangoso y además estaba poblado por gente extraña. Dormía una siesta larga, pese a que don Emilio Santos seguía compartiendo su habitación. A veces, para refrescarse, se descalzaba y permanecía unos minutos de pie, inmóvil, sobre los mosaicos. Luego se vestía, y ayudaba a su madre y a Pilar en alguna faena casera, como, por ejemplo, sostener una madeja de lana con los dos pulgares erguidos. Al atardecer, a veces salía a callejear o subía un momento a saludar a la madre de Marta, que continuaba encerrada y con escolta en el piso de la Platería. O se iba al barrio antiguo, o, impulsado por una atracción indefinible, iba pasando delante de todos y cada uno de los locales enemigos. También, en ocasiones, se iba a la calle de la Barca a platicar con el gordo patrón de El Cocodrilo, el cual decía que la guerra traería como consecuencia el hambre y que el hambre acabaría de una vez con su horrible barriga.

No era raro que eligiese para sus caminatas lugares apartados, como las Pedreras o el castillo de Montjuich, donde Axelrod quería emplazar los reflectores antiaéreos. Aunque, su sitio preferido era la Dehesa, y de la Dehesa un lugar próximo a la Piscina, convertido ahora en cementerio de chatarra. Sí, este cementerio de chatarra, emplazado entre árboles altos y de ramaje verde y espeso, lo atraía también, sin saber por qué. Cada día era mayor, pues los milicianos destrozaban los coches, los camiones y hasta vagones de ferrocarril. Ignacio había localizado en este cementerio un sitio idóneo para filosofar: la cabina de un descacharrado camión, sin puertas. Por el hueco se introducía en ella y se convertía en dueño del vehículo, vigilado, esto sí, por el espejo retrovisor, que día tras día contaba sus arrugas y le daba noticias exactas del color y del dolor de su mirada. Inmóvil en el volante, la soledad de Ignacio era inmensa, y los hierros carcomidos por un lado y los árboles por otro le rodeaban de una paz insólita. Sabía que podía pisar el acelerador sin estrellarse. Sabía que podía frenar bruscamente sin que aumentase la rigidez. Había algo definitivo en la cabina del camión muerto, lo cual parecía fijar también su espíritu. Tal aventura, que lo emocionaba siempre, alcanzó su plenitud una tarde en que le sorprendió dentro una tormenta veraniega. Signos rojos cruzaron el cielo, al tiempo que las nubes, en correcta formación, constituían sobre la ciudad un techo imperdonable. Ignacio se santiguó. Algunas hojas se secaron instantáneamente. Y en esto, cayó la lluvia… Agua que arrancó del cementerio de chatarra un lamento indescriptible. Agua dramática que retumbaba con lujuria sobre la cabina del camión. Ignacio no sabía si sufrir o gozar. No sentía sus límites, y ello le provocaba intensa angustia; pero por otro lado era copartícipe de algo grande, quizás excesivo. Ignacio esperó en vano recuperar el dominio de sí mismo, y la tormenta arreciaba. Poco a poco fue encogiéndose, hasta sentirse inválido, niño, hasta no ser. Cuando la lluvia cesó, la tierra era agua, la tierra era de agua y el corazón de Ignacio latía con desesperante debilidad.

A veces, salía de paseo con Pilar. Pero les ocurría algo caprichoso. Los dos hermanos, que en casa seguían dialogando con cariño, fuera apenas se hablaban. En la calle enmudecían, sin encontrar para ello explicación plausible.

Ignacio echaba de menos a Marta. Mientras la muchacha estuvo en la escuela, la sabía cerca; ahora, Barcelona se le antojaba al otro confín. A menudo comparaba su amor por Marta con el que Pilar sentía por Mateo, y no podía menos de reflexionar. Pilar amaba por entero, como un bloque amaría, sin exclusión. Ignacio no tuvo nunca la sensación de darse plenamente. Ignacio tenía un sentido crítico que de pronto taladraba a Marta sin piedad. Y había en su sensibilidad zonas ambiguas, ambiguas y oscilantes, que desorientaban a quienes convivían con él. Olga le dijo en una ocasión: «Constantemente hay en ti algo que muere». No obstante, era corriente que Ignacio, pensando en Marta, se emocionase hasta llorar. Ahora, por ejemplo, le bastaba con saber que la calle en que Marta vivía era la calle de Verdi, para conectar con frecuencia la radio que Jaime les trajo, en busca de cualquier emisora italiana. Y cuando en el Banco tropezaba con el número 315, que era el número de la casa en que Marta habitaba, lo retintaba deleitosamente. Y una de las veces que subió a visitar a la madre de Marta en el piso de la Platería, la esposa del comandante Martínez de Soria le invitó a ver la habitación soleada que fue de la chica. Ignacio aceptó. Y he ahí que al llegar al umbral se detuvo, miró los muebles uno por uno, despacio, y el papel de la pared, y terminó sintiendo en la garganta un nudo inesperado y dulcísimo.

El día 20 de agosto su pensamiento estuvo de modo especial cerca de Marta, porque fue el día en que el Comité Antifascista abrió el juicio contra los veinte militares de Gerona detenidos. Fue un día de tensión agotadora, pues apenas se supo que las sesiones se celebrarían en la Audiencia, que estaba situada en la plaza de la Catedral, las escalinatas del templo se llenaron de gente que esperó la llegada de los oficiales, los cuales, por parejas, iban siendo transportados en coche desde los calabozos. Ignacio, en contra del consejo de los suyos, se mezcló entre la multitud. Y a las cinco en punto de la tarde vio descender del primer vehículo al teniente Martín y acto seguido al comandante Martínez de Soria. Unos pocos segundos le bastaron para comprobar una vez más hasta qué extremo se parecían el padre y la hija. No fue capaz de pensar en otra cosa. Los hombros del comandante eran los hombros de Marta; la nariz, su nariz; y aquel porte tan suyo, entre noble y desdeñoso. La multitud insultó puño en alto al militar rebelde. La plaza fue un clamor desesperado y no volaron las piedras por temor a herir a los centinelas y no sonó ningún disparo a quemarropa porque el juicio despertaba expectación.

El tribunal, presidido por el coronel Muñoz, lo componían Cosme Vila, el Responsable, Antonio Casal, David y el arquitecto Ribas. Éstos darían su veredicto y un magistrado de profesión, venido ex profeso de Barcelona, aplicaría el. Código. Al punto se vio que el comandante Martínez de Soria y el teniente Martín serían condenados a muerte. Los interrogatorios, que durarían una semana, podían ser seguidos desde fuera gracias a una instalación de altavoces. Ignacio no se perdió una sesión. Cada día tomaba asiento en el mismo peldaño de la escalinata de la catedral y cada día escuchaba la voz ligeramente alcoholizada del padre de Marta. El lenguaje del comandante, por lo general, le desagradaba. Era digno y no buscaba atenuantes; pero apenas dejaba de controlarse, un no sé qué altisonante ganaba su expresión.

Por lo común, al término de cada sesión Ignacio regresaba a su casa con la seguridad de haber pasado inadvertido. Sólo una vez una mujer medio gitana le dijo: «¡Vas a quedarte sin suegro!, ¿eh, chaval?» Ignacio disimuló, pero de pronto salió a escape.

Un hecho lo alarmaba: se daba cuenta, sin lugar a dudas, de que la muerte del comandante le importaba muy poco, tal vez nada en absoluto. Cuantos esfuerzos hacía para compadecerle, eran vanos. ¡Ah, las tretas del corazón! ¡Era el padre de Marta, y siempre se había mostrado comprensivo con él! Todo inútil.

Por el contrario, Pilar seguía el juicio con el alma en un hilo, y ya el primer día prometió que si un milagro salvaba la vida del comandante, ella subiría a pie, descalza, a la ermita de los Ángeles. Ignacio había colgado los libros de Derecho. En todo el verano no había estudiado una lección. Estaba distraído, y por otra parte la sola palabra «Derecho» se le antojaba, en medio de aquel desenfreno, sarcástica.

Sin embargo, si la guerra se prolongaba, ¿qué hacer? ¡Si encontrara la fórmula para interesarse por algo, por alguna materia de estudio! A veces, se preguntaba si no le interesaría la Anatomía. Bueno, en el fondo de estas dudas asomaba, como tantas veces, la ovalada cabeza de Julio. Efectivamente, en cierta ocasión el policía le dijo algo que se le quedó grabado: «Todo tiene su origen en el cerebro. Si yo soy un vivales, se lo debo a mi cerebro. Si tú eres sentimentaloide y empleado de Banca, se lo debes a tu cerebro. Si Axelrod es así y César fue asá, ello se debe a sus cerebros». Este comentario, unido a una lámina de la cabeza humana que vio en una farmacia, marcaron huella en él, despertándole la curiosidad.

Pero no tenía ganas de someterse a una disciplina rigurosa. Su madre procuraba aconsejarle: «Estudia lo que sea, hijo, lo que sea. Preferiría que estudiaras a que salieras siempre por ahí».

Matías era de la misma opinión, pero con una salvedad: que estudiara lo que fuera, menos Anatomía.

—¿Por qué quieres abrir las cabezas y ver lo que hay dentro? ¿No están tapadas? Por algo será…

* * *

Mosén Francisco e Ignacio, otra vez frente a frente. En los momentos cruciales de la vida de Ignacio, mosén Francisco intervenía, sin que ninguno de los dos se lo propusiera de una manera expresa. En una ocasión, cansado Ignacio de su desequilibrio Interior y de dormir con las piernas separadas, el sacerdote lo confesó y el muchacho, durante una temporada, miró de otro modo la existencia. Ahora, lo mandó llamar. Escondido en casa de las hermanas Campistol, las modistas de Pilar, el sacerdote mandó recado a Ignacio para que fuera a verle. La intención de mosén Francisco era entrevistarse con los parientes de todos los fusilados la primera noche, para comunicarles que él los había absuelto y que en algunos casos, como el de César, les había dado Incluso la comunión.

Ignacio recibió el recado en el Banco, de labios de una de las hermanas Campistol. Su sorpresa fue enorme, pues desde el 18 de julio no sabía nada de mosén Francisco. Sin saber de qué se trataba, prefirió no alertar en casa. De modo que acudió a la cita Molo y con mucha emoción, pues mosén Francisco representaba puramente lo genuino y sin trampa, un hombre de buena voluntad.

Ignacio pasó otra vez por la calle de la Barca y llegó a la plaza de San Pedro, llamada ahora «Plaza Bakunin». En el Oñar, encharcado, chapoteaban los chicos, mientras un hombre moreno y triste hacía sonar bajo las ventanas un organillo. En una de ellas vio a la Andaluza con una rosa en el pelo y abanicándose. También aquel barrio significaba para él mucho, pues fue donde por primera vez descubrió la ira de los corazones. Nunca más Labia olvidado la frase: «Anda y que te emplumen».

Apenas pulsó el timbre se abrió la puerta, señal de que las hermanas Campistol lo estaban esperando. Poco después caminaba ¡entre espejos! por un largo pasillo y entraba en la habitación discreta, interior, ocupada por el sacerdote.

Mosén Francisco, al ver al muchacho, salió a su encuentro y lo abrazó. Ignacio correspondió torpemente. Ignacio no sabía abrazar. Siempre titubeaba un segundo más de la cuenta y se le enredaban los brazos. El sacerdote vestía «mono» azul e iba sin afeitar. Con ojeras profundas, parecía un enfermo. Calzaba alpargatas, sus ojos rebosaban energía y decisión. Ignacio vio un armario, sobre la mesilla de noche una taza de café y en un ángulo un cajón de herramientas de carpintero o tal vez de fontanero.

—¡Qué alegría, Ignacio! ¡Qué alegría me da verte!

—No faltaba más… ¡Por fin hemos sabido de usted! Otro abrazo en nombre de toda la familia…

Mentira. La familia de Ignacio no sabía nada. ¿Por qué mentía, sin necesidad?

—Bueno —repuso el sacerdote—. Vamos a acomodarnos. —Acercó la silla a la cama—. ¿Qué prefieres, sentarte en la cama o en la silla?

—Lo mismo da.

—¡Bah! Siéntate en la silla, estarás mejor.

Ignacio obedeció y mosén Francisco se sentó al borde de la cama con la naturalidad de quien está acostumbrado a ello. Con la misma naturalidad con que don Emilio Santos se sentaba ahora en la cama de César.

De repente, el vicario de San Félix se levantó y fue a la mesilla por tabaco.

—¿Quieres fumar?

—No, muchas gracias.

Tampoco supo Ignacio por qué rehusó. En realidad, hubiera fumado muy a gusto.

Mosén Francisco encendió el pitillo, se sentó frente por frente del muchacho y a través de la primera bocanada de humo le miró a los ojos. Le pareció leer en lo más íntimo de Ignacio. El sacerdote les decía a las hermanas Campistol que sin duda aquella encerrona le sería muy útil, pues le impedía habituarse rutinariamente a las siluetas. Llevaba semanas sin tener cerca otros rostros que los de las modistas. El de Ignacio se le apareció tal cual era, en un estado de curiosa virginidad.

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