Un millón de muertos (11 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Axelrod, hombre de cincuenta años, nacido en Tiflis, se había reído de tales escrúpulos. Axelrod tenía una frase de Lenin para responder a cada una de las dudas de Cosme Vila. En su último viaje a Gerona advirtió que el jefe gerundense estaba obsesionado por el deseo de vencer, y le salió al paso con dureza: «¿Victoria? ¿Qué importa la victoria? Nosotros somos realistas y prácticos. Ningún jefe debe creer que hemos de ganar necesariamente. Lo esencial es atraer a la masa cada vez más». Este texto de Lenin desconcertó por completo a Cosme Vila, como le desconcertó enterarse por boca de Axelrod de que el promotor de la revolución rusa citaba a menudo a Cristo en sus discursos y escritos. «Para la masa, consignas simples, querido Cosme. Pero los jefes han de ser útiles, entiéndeme…»

Cosme Vila se aplicaba cuanto podía. Pero Axelrod le causaba desasosiego: Vasiliev era cien veces más transparente, lo que acaso se debiera a que hablaba mejor el español. Axelrod era el símbolo de la contradicción. Cara redonda y mejillas rosadas, a lo burgués; parche negro en un ojo, como los piratas; sombrero a lo
gangster
de Chicago; traje de corte impecable. Axelrod era el primer ruso que Cosme Vila veía vestido con gusto occidental. Su voz era más bien débil, pero todo cuanto con esta voz expresaba eran martillazos. «Halaga la vanidad de Morales y jugarás con él como con un muñeco.» «Manda a Gorki al frente, aquí te traería complicaciones.» «Procura que Teo y la Valenciana sigan como hasta ahora, peleándose y queriéndose.» «Necesitas una energía furiosa, cada vez más furiosa.» «Lenin detestaba a los que se pasaban medio año hablando de bombas sin construir una bomba siquiera.» Axelrod no parecía feliz. Había en su boca un rictus de tristeza. Morales decía que todos los rusos estaban tristes porque no sabían si eran asiáticos o europeos, y tampoco sabían si tener un territorio tan inmenso era una bendición o un castigo. Axelrod daba la impresión de observar las fórmulas como un autómata, lo mismo si en su interior las aprobaba como si no. «¿Serás capaz de entender esto? —le preguntó a Cosme Vila el mismo día de agosto en que la Logia Ovidio celebró su sesión, es decir, el día de la Transfiguración de Jesús—. Mi perro me obedece aunque tenga ideas distintas a las mías. ¡Ahora nos toca ser perros! Luego vendrá la segunda etapa.» El lugarteniente de Axelrod, Goriev de nombre, fumaba sin parar los mismos pitillos que Olga, pitillos rusos, largamente emboquillados, aptos para ser fumados con guantes.

Cosme Vila se parecía al Responsable en una cosa: tampoco tenía remordimientos. Su memoria era prodigiosa, seguía creyendo que las lágrimas son agua y que era preciso exterminar al adversario. Con todo, le ocurría algo singular: estaba menos seguro de sí mismo de lo que la ciudad entera suponía, detalle que no se le había escapado a Axelrod. Había transcurrido tan poco tiempo desde que leía a Marx a escondidas en el Banco, que de pronto dudaba de que su preparación personal estuviese en consonancia con el empuje arrollador de la obra que había puesto en marcha. ¡El menor error —sobre todo psicológico— se pagaba tan caro! Lenin había dicho: «¡Busquemos a la juventud!» Pero he aquí que había personas que envejecían en un día.

Cosme Vila le temía a la multitud tanto como a la sociedad, a la calle tanto como a su despacho. En la calle le intimidaba el continuo saludo de los milicianos: «¡Salud!» «¡Salud!», y no conseguía hacerse a la idea de disponer de un coche. En el despacho del Partido le intimidaban los nuevos carnets que cada mañana tenía que firmar. Cierto, el desfile de las fotografías de carnets lo inquietaba sobremanera. Aquellas frentes estrechas, aquellos ojos y aquellas mandíbulas y orejas denotaban enfermedades de siglos, «silbaban hambre», como dijo en cierta ocasión Antonio Casal. El fichero era más profundo que el de los suicidas que tenía Julio García, y la momificación de aquellas caras barría toda esperanza de elevar su nivel en una generación.

Soledad… Cosme Vila sufría, en el fondo, de una indecible soledad, lo cual hubiera también sorprendido a todos sus colaboradores, excepción hecha de Morales. Sí, el catedrático Morales, irónico y miope, a menudo leía en Cosme Vila como la nieve que cae leve en la tierra. En realidad, era el confidente de Cosme Vila, el único con el que éste gustaba de platicar a la manera que hacía el Responsable con Porvenir. Su hora preferida era la caída de la tarde, y el lugar el coche del Partido, que Crespo, ex taxista, conducía con maestría hacia las afueras de Gerona, por la ruta de Figueras.

Siempre les ocurría lo mismo, empezaban hablando de insignificancias para que descansase el cerebro, pero apenas se veían rodeados de árboles, de llanura, y desaparecían las cosas, iban ciñendo los temas hasta desembocar en lo de siempre: la revolución, la atención al detalle, la necesidad de la disciplina y el punto de evolución ciega que había en la naturaleza.

—Lo que me molesta de ti —decía Morales— es que no tengas sentido del humor. Axelrod es serio, pero tiene sentido del humor. ¿Cuándo te reirás? ¿Te cuento un chiste?

Cosme Vila negaba con la cabeza y lamentaba que no le gastase fumar.

—Eso no me preocupa. Me preocupa otra cosa. —Hacía una pausa mientras el coche rodaba—. Vivir el presente pensando siempre en el futuro. ¿Me comprendes, Morales? No muevo un dedo sin intención.

—Ya comprendo —decía el catedrático—. Te gustaría hacer algo porque sí…

—Exacto.

—Los que hacen las cosas porque sí acaban deseando hacerlas con una intención…

—¡Bueno! ¿No existirá el término medio?

Morales se frotaba las manos como si gozase.

—No creo.

Al llegar a un determinado punto de la carretera que conducía a Figueras, Cosme Vila golpeaba con un lápiz el cristal intermedio del coche, y Crespo, el conductor, daba media vuelta.

—Tenemos que mandar a Gorki al frente.

—Me alegro.

—¿Por qué?

Morales se reía.

—Permite que me alegre porque sí.

Continuamente veían, manchando el paisaje, carteles revolucionarios.

—De todos modos, todo esto es hermoso… ¡Hay que ver!

—A mí me divierte mucho —comentaba Morales.

—Divertir no es la palabra.

—¡Psé…! No irás a darme lecciones de léxico.

* * *

Antonio Casal —el miembro socialista del Comité— vivía un momento de angustiosa perplejidad. Obsesionado por el pesimismo de que daban muestras en la Logia los tres jefes militares, a él no le importaba quién fuese el promotor de la columna dispuesta a salir para Zaragoza, sino la posibilidad de que ésta fracasase. Julio García, al despedirse de Antonio Casal después de su charla en el café de los futbolistas, llegó a la conclusión de que el jefe socialista no había nacido para tomar parte activa en una lucha armada. «Los tres hijos cuentan», se dijo el policía.

Casal seguía siendo un fanático de las estadísticas y de la economía. Todo lo convertía en números, como la tramontana lo convertía todo en cielo visible. El testimonio de la Logia respecto a la intervención extranjera en ambos bandos le dio vértigo. Estaba convencido de que nadie regalaba nada y que lo mismo los aviones Savoia italianos que los Potez franceses serían cobrados de una u otra forma por las respectivas naciones. ¿Cuánto le costaría a España un día de guerra? Imposible calcular. Antonio Casal le había preguntado al comandante Campos el coste de una simple bala de fusil y la respuesta le puso carne de gallina. «Es muy sencillo —le había contestado el jefe artillero, sacando cuentas con los dedos—. Vamos a ver. Cada hombre que tus amigos fusilan… cuesta unas seis pesetas.» El comandante añadió: «Tiro de gracia aparte».

No obstante, la mayor perplejidad de Antonio Casal se la producía, más que aquel despilfarro, el valor… El arrojo, la valentía… La valentía de que daban pruebas tantos y tantos hombres a lo largo y a lo ancho del país. Él también hubiera querido alistarse —tenía en David un buen reemplazante en la UGT—; pero la sola palabra «alistarse» le acoquinaba. Claro que era el mejor tipógrafo de la ciudad y que sin él no aparecería día tras día
El Demócrata
; pero le dolía ser cobarde. Sí, Casal entendía que hacía falta mucho arrojo para morir e incluso para matar. Cuando leyó que en Andalucía un conductor de tren se voló a sí mismo junto al convoy que transportaba soldados rebeldes, se quitó con respeto el algodón de la oreja. «Seré distinto a los demás —le confesaba a su mujer—. ¡Pero yo no sería capaz! No, es inútil. No sería capaz.»

Casal era paradójico. Toda su actuación venía determinada, condicionada por la arraigada creencia de que Ignacio habló, de que lo singular, lo individual, estaba destinado a desaparecer; que más tarde o más temprano sería barrido por el signo de los nuevos tiempos, que a su entender era la socialización. A David y Olga les había dicho repetidas veces: «La socialización es un hecho inevitable. Todo lo personal desaparecerá como desaparece un pajar cuando sopla un huracán». Pues bien, él sufría por los hombres uno por uno, empezando por su hijo más pequeño y terminando por esos hindúes melenudos y ascetas, por esos hombres sin edad, de costillas al aire, que aparecían retratados en
El Tradicionalista
, al lado de los misioneros occidentales.

La ventaja de Antonio Casal sobre Cosme Vila y del Responsable era que su capacidad de admiración no tenía límites. Vaciló tanto desde que tuvo uso de razón, que los que pisaban fuerte le daban envidia. De Cosme Vila opinaba: «Camina como si supiera adónde va», y lo mismo creía de David y Olga. En cambio, no acababa de entender a los masones de la Logia Ovidio. ¿Qué pretendían, en el fondo? ¿Eran demócratas? ¿Eran demócratas el coronel Muñoz, Julio García, los arquitectos? ¿Por qué tanta jerarquía, tanto protocolo? ¿Por qué los guantes blancos? De todos los gobernantes de la República, a quien más admiraba era a su jefe socialista, Indalecio Prieto, cuyos actos denotaban por partida doble el talento de un dirigente nato y la perspicacia y la experiencia de un hombre de negocios del Norte. Además, Prieto era único que había sido capaz de pedir, en una alocución radiofónica, piedad para los vencidos.

Antonio Casal tampoco tenía remordimientos… Sus manos estaban intactas. Por otra parte, la causa final era justa. Llevaba años sintiéndolo así en la entraña. Desde niño. Desde que sus padres se comieron la paloma que se posó en el alféizar de la ventana. Pero ocurría que, pese a su carácter exaltado y a sus manos nerviosas, era un teórico; y en la práctica surgían costras, tumores, chocantes pulpos que no figuraban en los textos. Sin embargo, él cumpliría con su obligación y la UGT seguiría su camino, lo mismo que, callada y monótonamente, la imprenta de
El Demócrata
. Sí, seguiría luchando contra la «superstición, la ignorancia, el atraso y la acumulación del capital en manos individuales».

* * *

Murillo consiguió un puesto en el Comité. Pese a la obstinación de Cosme Vila, el jefe trotskista de Gerona, camarada Murillo, se sentó a la mesa y dispuso de una silla y un lápiz. «No te preocupes —le dijo con seriedad a Cosme Vila—. Pronto me iré al frente.» Cosme Vila le contestó: «Hasta que lo vea».

La situación de Murillo era diáfana. En contacto con el jefe trotskista de Barcelona, Andrés Nin, había decidido organizar en Gerona el POUM con toda formalidad. Andrés Nin le causó una gran impresión y puso la primera piedra para que el indolente Murillo, con su cabello y su bigote lacios, con su mirar bovino, empezara a comprender el mundo laberíntico y vario del «viejo Trotsky», como Andrés Nin le llamaba.

Ya tenía local: el piso que fue de Mateo. Ya tenía despacho: el que fue de Mateo, en el que sólo habían quedado el pájaro disecado y unos libros, ¡uno de los cuales contenía textos seleccionados de Trotsky! No le faltaba sino prestigio, firmeza. Y Murillo estaba convencido de que sólo una estancia un poco larga en el frente, en primera línea, podría proporcionarle la necesaria aureola para captarse la voluntad de los hombres hasta entonces insatisfechos. «Me voy al frente, regreso con un par de condecoraciones, y a trabajar».

Murillo se había tomado aquello muy en serio. Le faltaba formación, claro que sí. Pero meses antes no sabía siquiera lo que significaba «formación». La suerte quiso que en la biblioteca de Mateo diera con aquellos textos de Trotsky, a los que precedía una pulcra biografía del disidente ruso. Murillo se pasó veinticuatro horas tumbado en la cama de Mateo, leyendo casi sin parar, bebiendo más café aún que mosén Francisco. ¡Cómo se emocionó! ¡Qué coincidencias en el espacio! Para empezar, Trotsky había nacido el 26 de octubre de 1877, es decir, el mismo día que estalló la primera revolución rusa. Luego, el «viejo Trotsky», con su poderosa cabeza y su barbilla de chivo, había escrito mucho tiempo atrás cosas que ahora, en España, adquirían turbadora actualidad. «Hay que aunar las energías revolucionarias de los obreros y los soldados.» «Un hombre débil puede convertirse en fuerte, en gigante, si encuentra su lugar.» ¡Trotsky había sido expulsado de la escuela! Trotsky se había mofado también, aparatosamente, de la Eucaristía…

Murillo contaba con la adhesión de Alfredo, el andaluz «representante directo del pueblo» y un total de doce afiliados. Cerrado el libro de Trotsky, se fue al lavabo y se miró al espejo. No sabía al iba a convertirse en héroe o en lo contrario. Tal vez le faltara estimulo para dialogar con alguien… Alfredo y Salvio eran demasiado tajantes. Andrés Nin le había dicho: «Actúa siempre como si un millón de muertos te estuviera contemplando». Sí, claro… ¡Si Canela quisiera acompañarlo al frente! La muchacha se lo tenía prometido, pero era tan caprichosa…

Murillo había cubierto el balcón de la fachada con un gran letrero: POUM. El dormía en la cama de Mateo. En la cama de don Emilio Santos dormía Salvio, y cuidaba de ambos la criada Orencia, la cual seguía denunciando a diario por lo menos a un par de «fascistas».

El inmueble estaba situado en la plaza de la Estación. Pilar Iba con frecuencia a sentarse un rato delante del edificio. Si Murillo salía al balcón, lo miraba con una mezcla de odio, repugnancia y celos. En una ocasión Murillo salió a la calle y pasó cerca de Pilar. Esta se dio cuenta de que el jefe trotskista llevaba Unos zapatos de Mateo y se levantó emocionada y lo siguió largo trecho, procurando pisar por donde el cansino bigotudo pisaba.

* * *

Sin embargo, las diferencias de matiz entre uno y otro dirigente no contaban. Todo quedaba anegado en una realidad con: unos centenares de milicianos se hallaban ya acantonados en la Dehesa, a punto de marchar. Procedían de los cuatro ángulos de la provincia. La llamada por radio se había parecido a los tan-tan africanos de la que el doctor Relken habló en su conferencia memorable.

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