Un millón de muertos (106 page)

Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
4.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Daba pena huir. Daba pena abandonar aquellas calles en las cuales uno había exigido la documentación y deseado un reparto más equitativo de las riquezas del mundo. ¡Cómo dolían los edificios! ¡Cómo dolían Montjuich, y la Telefónica, y el Campo de las Corts!

Los comisarios políticos querían arrastrar a toda la población asegurando que los falangistas castraban a los hombres. Los fugitivos elegían el ajuar. «¡No te olvides el taburete plegable!» Todo cuanto sirviera para descansar tenía preferencia, así como las joyas y las medicinas. La despedida de los espejos era morosa, peculiar. «¡Hay que ver cómo he envejecido! ¡Maldita sea!» Había personas que con cualquier pretexto simulaban quedarse y que luego se suicidaban. «Id vosotros, yo me quedo.» Y zas… «Me reuniré con vosotros más tarde», y a poco sonaba un pistoletazo. Hubo quien decidió desaparecer de modo homogéneo, con toda la familia, y hubo quien abrió las espitas del gas mientras el gramófono tocaba el Himno de Riego. Las personas «nacionales» paladeaban tan a la descarada aquel éxodo, que Ezequiel decía que por las calles circulaban «sonrisitas de monja».

—¿Dónde están vuestros jefes?

La pregunta se clavaba en el pecho de los milicianos. Sin embargo, en su mayoría daban por descontado que Negrín o Companys cuidarían de su destino. «Lo hemos dado todo, la familia, la vida… No van a dejarnos en la estacada.» Abundaban los escépticos, que razonaban lo que el Cojo: «Si te he visto, no me acuerdo».

En Gerona se conocían más detalles debido a la proximidad de la frontera. Se sabía que Negrín había depositado en bancos ingleses y suizos, a su nombre, todo el tesoro de la Corona de Aragón y todo el oro guardado durante tantos meses en las minas de talco de La Bajol. También se sabía que Prieto, en América, disponía de una fabulosa suma. «El proyecto de Negrín y de Prieto es asegurar a los exilados españoles un subsidio mensual.»

—¿No te decía yo? ¿Cómo iban a dejarnos en la estacada?

En Barcelona se ignoraba eso y de consiguiente el llanto era más amargo. El destierro, el destierro interminable… De improviso, esta palabra se apoderó del corazón. ¿Qué significaba en realidad? ¿Dejar Barcelona por Gerona? ¡No, no, más que eso! ¿Significaba llegar a la frontera? ¡No, no, significaba cruzarla y entrar, con los hijos y los bártulos, en tierra extranjera! Tierra extranjera… ¿Cómo imaginarla? ¿Cómo imaginar las tierras que no eran España? ¡Moscú! ¡Qué lejos quedaba Moscú, cuánta bruma y cuánta tierra antes de llegar a Moscú! ¿Era posible que no hubiera solución? ¿Y Miaja, el salvador de Madrid?

El Cojo no vivía.

—¡Cuidado! ¿No oís…? ¿Qué himno es ése?

—Tranquilízate. Es
La Internacional
.

En los locales de los Partidos, el lenguaje era metálico. Las mujeres acudían allí, en busca de sus hombres.

—Iré contigo.

—De acuerdo. Pero no te arrepientas luego.

—¿Y los críos?

—Lo siento, pero no podemos llevarlos.

—¿Cómo?

—Lo que oyes… Esto será duro.

—¡Me quedaré con ellos!

—Allá tú. Haz lo que quieras…

* * *

Barcelona, gran ciudad, ciudad mediterránea, con historia remotísima y enorme poder creador. Barcelona había dado santos, sabios y artistas, y su clase media tenía el hábito de trabajar y amaba la tierra en que nació. ¡Oh, sí, Núñez Maza erraría empleando en ella el mismo lenguaje que en otras regiones! «Es obligatorio hablar el español!» ¡Cuidado! Mosén Alberto estaba a la escucha. Y se desesperaba al ver que, en los pueblos limítrofes de la urbe, ignorantes soldados de tierra adentro, de la meseta, apedreaban los relojes públicos que aparecían con cifras romanas, por suponer que dichas cifras eran catalanas.

El veinticinco de enero las tropas del general Solchaga ocuparon las alturas de Vallvidrera, corriéndose hacia el Tibidabo, mientras a la misma hora las del general Yagüe ocupaban el antiguo
Mont Jovis
, Montjuich. No quedaban defensores en la ciudad. Únicamente en el Hotel Colón, en la plaza de Cataluña, algunos milicianos curábanse de mala manera sus heridas antes de abandonar para siempre aquel edificio que a lo largo de la guerra fue su templo. En el vestíbulo del hotel piafaban algunos caballos.

El día veintiséis, las tropas «nacionales» se descolgaron de las alturas y ocuparon sin resistencia Barcelona, en conjunción perfecta. La boca del pez se había cerrado.

Mil quinientos cautivos del Castillo de Montjuich fueron liberados —en cambio el doctor Relken quedó encerrado en la checa de Vallmajor, por decisión de Eroles— y sus gritos de júbilo producían espanto. Pateaban el suelo, levantaban los brazos formando una V. «¡Arriba España! ¡Viva España! ¡Viva Franco!» Salieron mujeres con la cabeza rapada, parecidas a Paz Alvear.

El general Dávila firmó la declaración del Estado de Guerra ¡en el mismo Bando que el general Goded había dejado preparado el día del Alzamiento! Pero ya la multitud se había lanzado a la calle… Salvatore no creía lo que veían sus ojos. Hombres y mujeres brotaban por doquier, especialmente de los boquetes de los refugios y del Metro. Era el parto abundantísimo. Pero los seres que salían parecían cadáveres con vida, sosteniéndose como peleles o como borrachos. Imposible discernir la edad. «¡Arriba España!» Barcelona era la primera gran ciudad que los «nacionales» ocupaban, es decir, asfalto en vez de campos de cultivo. Barcelona dio a los ocupantes toda la medida de las muecas que la depauperación puede dibujar en el rostro de los hombres.

La angustiosa emoción de los soldados contrastaba con el júbilo de los hambrientos barceloneses, muchos de los cuales, sobre todo los ancianos, caían desmayados, mientras otros no conseguían adaptarse a la luz del sol. Un dato conmovedor: las personas se amaban entre sí. Los «liberados» vivían por unas horas un singular estado de purificación, durante el cual lo hubieran dado todo al hermano. Fuera rencillas, apetencias, inconfesados deseos. Los ojos hablaban, ninguno de ellos decía «adiós». ¡Hermano, hermano! El padre de Ana María, liberado de la Cárcel Modelo, era hermano de Ezequiel y éste lo era a su vez de cualquier desconocido que coincidiera con él en la calle.

¡Misa en la plaza de Cataluña! Allí estaban los generales vencedores y una muchedumbre comparable a la que recibió el primer barco ruso llegado al puerto o a la que asistió a los entierros de Maciá y Durruti. Don Miguel Mateu, industrial, propietario del Castillo de Perelada, en el que Azaña se había instalado, fue nombrado alcalde de la ciudad. Mosén Alberto asistió ¡cómo no! a aquella misa, repartiendo medallas y estampas, dando a besar su mano a las mujeres, y pronosticando que, de acuerdo con las leyes cíclicas, terminada la guerra se extendería por el país una ola de fervor religioso. A su lado, procedente de Lérida, se erguía don Anselmo Ichaso, a quien los chiquillos miraban con cierto temor, porque el jefe monárquico llevaba una boina loca y porque su barriga constituía una provocación.

Mateo consiguió localizar a su padre. Mateo llegó a Barcelona y después de enronquecer gritando «¡Arriba España!» decidió visitar las cárceles y la suerte le favoreció. En la Cárcel Modelo, dio con el nombre amado: Emilio Santos. Alguien le informó: «Debe de estar en la enfermería». Mateo se dirigió allí. «¡Hijo mío!» La estancia en la checa de Vallmajor había roto la vida de don Emilio Santos. Su cabello era de esparto, no tenía dientes y después de exclamar «¡Hijo mío!» su cabeza cayó inerte en la almohada. Mateo abrazó como pudo a su padre. Don Emilio tenía los tobillos horrendamente hinchados y cárdenos a consecuencia del palmo de agua de la última celda que habitó en la calle de Vallmajor. Mateo rompió a llorar y su gorro con la estrella se le cayó encima de la cama.

Por suerte, Marta reencontró sin novedad a la familia de la calle de Verdi. Llegó frente a la casa en el momento en que de los Almacenes el Barato —«La Democracia de las Sedas»— salían disparados hacia el cielo un centenar de globos multicolores, cuya mezcla componía y descomponía banderas de todos los países. Ezequiel recibió a la muchacha recitándole de carrerilla tres títulos de películas:
Juventud triunfante
,
La reina del barrio
y
Esta noche es nuestra
. Rosita le preguntó: «¿Te gustan las lentejas?» Manolín, que había sido el San Tarsicio del distrito, estaba hecho un hombrón y estrechó la mano de Marta con inesperada fuerza.

Todos se interesaron por Ignacio.

—¿Qué tal está?

—Por las nubes. Es alpinista.

A su vez, Marta les preguntó:

—¿Y mosén Francisco?

—Se fue al frente de Teruel y dejó de escribirnos.

Marta depositó en la mesa una pequeña despensa… ¡y tabaco! «¡Arriba España!», vitoreó Ezequiel.

—Quédate a almorzar.

—Hoy, imposible. Pero mañana vengo.

—De acuerdo. Anda, eche un vistazo a los pinos del patio.

Muchos encuentros se produjeron en la ciudad antes de que muriese la jornada. Salvatore y su compatriota Berti, el cual daba muestras de una extraña inquietud, coincidieron frente a las ruinas del puerto.

—¿Puede un país levantarse después de una guerra así? —le preguntó al muchacho el delegado del Fascio.

Salvatore se encogió de hombros.

—No la deseo yo para mi patria.

En otro lugar coincidieron Schubert y el comandante Plabb.

—No desearía yo esto para Alemania.

—Tampoco yo.

A la noche, la población «liberada» se vio sorprendida por el glorioso estallido de la luz eléctrica… Franco había dado orden expresa de que se ocuparan lo antes posible las Centrales Eléctricas y se repararan las líneas. «¡Hay luz, hay luz!» Las manos se acercaban con unción a las bombillas. Las radios se ponían a todo volumen. Y los papeles engomados que cruzaban los cristales eran arrancados como esparadrapos de una herida súbitamente cicatrizada.

Luego, la gente se acostó y soñó que era feliz… Y al día siguiente, el radical viraje dado por la ciudad se hizo aún más patente, recordándole a mosén Alberto una frase de Dantón: «Sólo se destruye aquello que se sustituye». En las farmacias que habían servido hostias consagradas dentro de sobres de bicarbonato, los beneficiarios fueron a visitar a los dueños para agradecerles tal consuelo espiritual. «Rojos» llegados a última hora del frente rumiaban huir disfrazados de sacerdotes… En la horchatería de la Rambla de Cataluña, conocida por «Radio Sevilla», la multitud de clientes, anónimos durante la guerra, se intercambiaban tarjetas y brindaban con champaña sacado de no se sabía dónde. Hasta que, a media tarde, circuló la noticia de que las checas podían ser visitadas… ¡Santo Dios! El preventorio D. de la calle de Vallmajor, el preventorio G. de la calle de Zaragoza, los sótanos de la Diputación Provincial. La peregrinación cambió de signo. Centenares de personas desfilaron ante aquellas celdas, especialmente los parientes y amigos de quienes sufrieron en ellas tortura. ¿Cómo explicarse semejante brutalidad? Los ojos retrocedían ante los ladrillos colocados de canto, ante los toboganes, las combinaciones visuales y acústicas. Los militares se cuadraban ante las manchas de sangre. El doctor Relken había sido materialmente linchado por sus vecinos, los cuales, al salir de las celdas, reconocieron al «ingeniero constructor». «¡Ese, ése las construyó!» El doctor Relken murió aplastado, sin gloria, pensando: «Mi muerte me la pago yo». Otras checas de la ciudad, entre ellas la de la calle de Zaragoza, habían sido diseñadas por un tal Lauriencic, de origen yugoslavo, de quien se decía que había caído en manos de la Policía. Pero el itinerario no paró ahí. El instinto, unido a sentimientos encontrados, llevaron a la población a visitar el Campo de la Bota, la Rabassada y otros lugares donde los «rojos» habían efectuado los fusilamientos masivos y ante cuyas zanjas los militares se cuadraban también, al igual que los falangistas.

Con todo, por encima del horror, de la piedad, del júbilo y de la purificación, un sentimiento se imponía a cualquier otro, sobre todos los demás: el de veneración por la figura del Generalísimo. Para la población doliente, Franco era el salvador. Para los miembros de la Quinta Columna, que sumaban millares, su aureola rozaba la magia. Franco había traído la Misa de la plaza de Cataluña, la vida, el pan, el fuego y la luz. Las innumerables efigies del Caudillo que aparecieron en los muros de la ciudad, muchas de las cuales pertenecían al acervo preparado cuando el fracasado ataque a Madrid, de 1936, serían insuficientes. Don Anselmo Ichaso, que se había incautado de un piso del Paseo de Gracia para instalar en él las oficinas del SIFNE, fue informado por varios de sus agentes de que muchas familias catalanas, utilizando como modelo las fotografías y caricaturas de los periódicos, habían dedicado sus ocios de guerra a confeccionar precisamente retratos de Franco con los materiales más inverosímiles. Abundaban los retratos conseguidos por mecanógrafas, utilizando exclusivamente letras y signos; los bordados en pañuelos, de ocultación fácil; había «Francos» plegables, que aparecían al juntar dos papeles; un relojero de la calle de Fernando había pintado el perfil del Caudillo en la cabeza de un alfiler. Y entretanto, Franco en persona, Franco de carne y hueso, infatigable y alerta, continuaba con su Estado Mayor en el Castillo de Raymat, cerca de Lérida, ante un mapa de Cataluña salpicado de banderitas que miraban hacia Gerona. ¡Claro, de las cuatro capitales catalanas, tres habían sido ya ocupadas! No faltaba sino Gerona, ciudad inmortal. En el mapa se veían los obstáculos existentes para llegar a ella, pero también las lineas de comunicación.

Barcelona, urbe mediterránea… Fundada por Amílcar Barca: «Barcino». ¡Cuántas revoluciones, sucesos, saqueos, incendios! En 1835 ¡también en julio! ardieron los conventos de la ciudad. En 1909 ¡también en julio! la Semana Trágica… Desde las antiquísimas dominaciones romanas, goda y árabe, hasta la dominación rusa del embajador Gaiskis y del cónsul Axelrod, trabajo y muerte, barbarie y cultura. Barcelona comenzaba un nuevo ciclo y mosén Alberto repetía: «Sólo se destruye aquello que se sustituye».

Seres aparte, protagonistas anónimos, eran los niños. Los niños de Barcelona no entendían apenas nada de cuanto sucedía a su alrededor; muchos de ellos sólo comprendieron que sus padres y amigos habían sufrido mucho y que de pronto, a la llegada de unos soldados con el uniforme limpio, enronquecieron deseando que España viviera y que viviera muy arriba.

—¿Ya no habrá más bombardeos, papá?

Other books

Deadly Heat by Castle, Richard
Wild Thing by Dandi Daley Mackall
The Lazarus Impact by Todarello, Vincent
Hero for Hire by Madigan, Margaret
The Last Good Day by Gail Bowen
Cinders and Ashes by King, Rebecca