Un milagro en equilibrio (18 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

BOOK: Un milagro en equilibrio
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En el hospital, en la cama contigua a la de tu abuela, hay un niño en coma que no llegará a los doce años. Ha sido intervenido de un tumor cerebral intraventricular y, por la expresión de sus padres, presumimos que el pronóstico no debe de ser muy halagüeño. Estuve a punto de acercarme a su madre para decirle que lo sentía mucho, pero en el último momento me faltó valor, pues no sabía si ella podría tomárselo como una intromisión. Más tarde, cuando salimos de la UVI, tu tía Laureta comentó que es imposible medir la magnitud de una desgracia, porque siempre hay algo que te hace ver que hay tristezas más grandes que la tuya. Porque tu abuela, al fin y al cabo, ha tenido una vida larga que ha dado sus frutos en forma de cuatro hijos, y podía estarle muy agradecida a su dios porque los cuatro se han sacado su título universitario y ninguno ha salido drogadicto (¿ninguno? bueno, al menos siempre lo ha creído así, y me parece que ella no considera al alcohol o al tabaco drogas duras). Pero un niño de doce años tiene toda la vida por delante, apenas
acaba,
de estrenarla.

Laureta dijo entonces que no hay desgracia peor que la muerte de un hijo, que nadie se recupera de algo así. Me he pasado la noche atenta a tu respiración.

Llamaron al sacerdote para que le administrase a tu abuela la unción de los enfermos. Ya no se llama «extremaunción», supongo que para no pasarse de extremistas (mal chiste). La cama de al lado de tu abuela —no la del niño, la otra— la ocupaba un señor que estaba consciente y que, en cuanto el sacerdote sacó el misal, empezó a quejarse a la enfermera para que corriera la cortinilla. Como dijo luego tu tío Vicente, en un arranque de humor negro inusual en él —no lo de negro, sino lo de humor—, la visión del cura debió de ser para el pobre señor como la de un buitre para una cabra moribunda. En un momento dado del sacramento el sacerdote leyó: «Señor, libra a nuestra hermana de todo pecado y toda tentación.» Pero ¿qué tentación puede experimentar tu abuela en semejante entorno? Miré a tu tío. Los ojos azules se habían quedado fijos en el misal, como dos lagos insoportablemente helados, y me di cuenta de que estaba pensando exactamente lo mismo.

Una de las Sonias, ahora no recuerdo cuál, me contó que a su abuelo, que estuvo dos meses ingresado aquejado de un cáncer terminal, le administraron la unción cuatro veces. Al final, cada vez que el buen hombre veía al cura le decía: «Pero padre, ¿para qué voy a confesarme otra vez, si aquí no tengo oportunidad de pecar?»

A tu prima Laura le habían pedido en el instituto que escribiera un trabajo sobre el tema «Cómo era la vida sin contestador, sin teléfono móvil, sin avión y sin televisión».

Para realizarlo, había entrevistado a tu abuela, única persona —además de tu abuelo— a quien conocía que vivió tiempos así, y luego había dado a la entrevista formato de cuento. Hablo de Laura hija, que sigue siendo Laurita a los dieciséis años y que a este paso lo será el resto de su vida, y es que una de las razones que más me pesaban para no llamarte Eva era porque te ibas a quedar con Evita para los restos, y el nombre me suena demasiado a aquel chiste que solía repetir mi padre según el cual Perón le envió un telegrama a su mujer, que se encontraba de viaje oficial, en el que decía: «Evita besos y abrazos.»

Después de entrevistar a mi madre, Laura-Laurita escribió cinco páginas en las que contaba los rigores de la posguerra y en donde aparecían un montón de anécdotas que yo desconocía. Ignoraba, por ejemplo, que Antonio Machín había comenzado su carrera española actuando en la Explanada de Alicante y que en los años cuarenta no había en esta provincia más salas de fiestas ni cines que los de la capital y, por esa razón, todos los mozos de los pueblos iban allí los fines de semana a buscar novia, a pesar de que poco pudieran hacer en una época en la que canciones como
Bésame mucho
o
Fumando espero
estaban prohibidas (no hablemos ya de los tangos de Gardel que tanto le gustaban a mi tía Reme y que hablaban de cosas tales como «calzones de seda con rositas rococó») y no se podían escuchar en la radio ni bailar en público y mucho menos ver u oír en el cine, porque una mano delante del proyector censuraba cualquier escena de amor en películas que, para colmo, ya se habían censurado previamente. Fue por aquella época cuando se prohibió el tradicional carnaval de Alicante, por indecente. Tampoco sabía que la playa del Postiguet fue el escenario de los primeros amores de tu abuela con un veraneante madrileño —amores que se frustraron cuando conoció a su segundo novio, que acabó siendo su cuñado (pero ésa es otra historia, que diría Moustache)—, un romance de lo más inocente ya que un bando del alcalde ordenaba expresamente que los bañistas llevasen albornoz fuera del agua y prohibía los juegos en la playa, y que debía cumplirse a rajatabla so pena de condena, como el arresto de quince días que sufrió una mujer por lucir «un traje de baño inmoral». Pero yo nunca había oído hablar de todo aquello ni conocía tampoco detalles del hambre que tu abuela había llegado a pasar pocos años antes de iniciar aquellas relaciones, cuando el azúcar, el arroz, las judías y el aceite estaban racionados, cuando los hogares se iluminaban con carburo y candil, cuando los caldos se hacían con un raquítico hueso de jamón que todos se peleaban por saborear, cuando afortunado era aquel que podía probar la carne o el pescado pues había quien incluso llegaba a comerse las cáscaras de naranja que se encontraba por la calle, cuando los agricultores vendían de estraperlo la mayor parte de sus cosechas en connivencia con los altos cargos de la jerarquía franquista, enriqueciéndose de forma rápida a costa del hambre de media España. Y mucho menos sabía que tu abuela se había pasado casi toda la juventud vestida de negro, porque el color de los lutos llegó a ser casi el habitual de las prendas de vestir pues rara era la familia que no había sufrido la pérdida de algún familiar. Además, resultaba el atuendo más barato, ya que la sarga negra podía usarse sin que se notaran en demasía el paso del tiempo y los mil y un lavados. Otra de las cosas que ignoraba es que tu abuela no tuvo un traje rojo hasta el año sesenta debido a que en la posguerra aquel color pasó a estar tácitamente prohibido, y también desconocía que la tía de mi madre, Sabina, sospechosa de roja porque tuvo un novio que cayó luchando a favor de la República, se quedó soltera pese a haber sido guapísima de joven porque en Elche nadie se atrevía siquiera a hablarle, temerosos de las represalias, y por este motivo los padres de mi madre, Blai Benayas y Palmira Lloret, decidieron trasladarse a Alicante al poco de su boda después de que alguien denunciara a Sabina, no fuera que luego fuesen a por mi abuela, que no se había significado nunca pero que no dejaba de ser una
Lloreta,
hija de un ateo y masón reconocido y para colmo hija «natural», como decían entonces, dado que sus padres no se habían casado por la Iglesia. Y eso que Elche nunca fue fascista, muy al contrario, siempre se dijo en Alicante que era «la ciudad del marxismo» debido a que era una zona textil con un movimiento obrero muy fuerte, donde casualmente se fundó en 1870 la primera logia de toda la provincia, la «Illecense» (aunque mi bisabuelo no pertenecía a ésta sino a la «Constante Alona»), creada bajo los auspicios del Gran Oriente Nacional de España. Pero aun así mis abuelos seguían teniendo miedo, pues eran conscientes de que en aquellos tiempos cualquiera denunciaba al vecino aireando antiguas afrentas o celos nunca solventados. Sin embargo, Flora y Sabina, las tías de mi madre, se quedaron en Elche a cargo de la turronería de la primera.

De repente entendí el porqué de las manías de mi madre. Su obsesión, por ejemplo, de guardar siempre el terrón de azúcar que ponían en las cafeterías. En casa la palabra «azúcar» nunca figuró en la lista de la compra porque tirábamos de los montones de terrones y sobrecitos que mi madre acumulaba. También era una maniática de las latas y por ello siempre había cientos de ellas acumuladas en la despensa: de pisto, de fabada, de albóndigas, de lentejas, de pimientos fritos, de atún en escabeche y, sobre todo, botes y botes de berenjenas en salmorra, una cosa rarísima de encontrar que no nos gustaban a nadie excepto a mi padre, que se volvía loco por ellas. Mi tía Reme siempre bromeaba con mi madre y le preguntaba que por qué, ya puestos, no construía un refugio atómico en la despensa.

—Pues igual lo hago —respondía ella—. Nunca se sabe.

En la redacción de Laurita tu abuela concluía con su frase estrella, frase que le he escuchado repetir del orden de diez veces al día desde que tengo uso de razón, ya fuese al hablar de su juventud en Alicante, ya fuese para convencernos de que nos tocaba ir al colegio andando porque ella no se encontraba bien aquella mañana (una de tantas) y no podía llevarnos: «Lo que no te mata te hace más fuerte.»

Al acabar de leer el trabajo me di cuenta de que no sé nada de mi madre, de tu abuela.

Peor aún, de que nunca me he parado a escucharla.

24 de octubre.

El banco me niega el aval.

Las desgracias nunca vienen solas.

Ayer fuiste oficialmente presentada a Supernegro, que ya no se llama Supernegro sino Tibi. Yes portugués, de Madeira. Cuando se enteró de que te llamabas Amanda me preguntó cómo se me había ocurrido ponerte un nombre tan raro.

—¿No había una cantante que se llamaba así? —me dijo ex-Supernegro, ahora Tibi—. Amanda Lear, que era travestí o transexual, no me acuerdo. Que tenía una pinta muy exagerada. Es que el nombre suena a eso... a nombre de chica de las que trabajan aquí.

—Y tú, ¿cómo te llamas de verdad? —le pregunté, ligeramente ofendida—. ¿Tiburcio o Tibidabo?

Se rió.

Vi a una cantante famosa en la tele haciendo de modelo de excepción en un desfile de L'Oreal. Pero si esta mujer parió cuatro semanas antes que yo, me dije, ¿cómo diablos ha hecho para recuperar la figura? Teniendo en cuenta que durante la cuarentena no se puede hacer ejercicio, o se ha pasado un mes haciendo abdominales o dos sin probar bocado. En ese momento una de las tertulianas del programa del corazón en el que las imágenes se mostraban dijo exactamente lo mismo que yo estaba pensando: «Pero, ¿cómo ha podido recuperarse tan rápido?» Otra tertuliana respondió: «Liposucción, hija.» Y una tercera apostilló: «No, no, querida, sé de buena tinta que Marta no se ha hecho ningún retoque» (últimamente, querría decir).

Me avergüenza reconocer que estaba viendo semejante programa, y no sé si sirve de excusa o de eximente decir que necesitaba un desahogo en medio de tanto caos y que me faltaba la necesaria concentración para leer. En cualquier caso, pensé que mejor hubiera hecho Marta no retocándose o no yendo al gimnasio o no haciendo lo que quiera que haya hecho para conseguir milagro semejante, porque si las mujeres nos acostumbráramos a ver en la tele a otras mujeres normales, de carne y hueso, de esas cuya figura se resiente tras un embarazo, estaríamos orgullosas de nuestras caderas anchas y nuestros pechos colmados en lugar de añadir otro motivo más de estrés a nuestra ya estresada vida.

Marta, por favor, por todas nosotras te lo pido:

Engorda.

Una cosa de la que nunca te advierten cuando te quedas embarazada: la incontinencia urinaria posparto. De alguna manera, al dilatarse el canal de parto, se hace imposible que puedas aguantarte. Teóricamente tienes que hacer unos ejercicios para recuperar el tono y la musculatura que a mí no me sirven de nada. Acabo de ir corriendo al cuarto de baño y no he llegado, en mitad del pasillo he sentido el agua corriendo entre las piernas y no he podido hacer nada por evitarlo, de forma que he tenido que desandar el camino e ir a la cocina a por la fregona. Como el perro está tan celoso de ti, también se desahoga por toda la casa, como si fuera un cachorro, así que este piso empieza a oler a urinario público. Me pregunto si Marta conocerá este tipo de problemas.

A mi madre la han cambiado de planta. Ha pasado de la UVI de neurocirugía —a la que la enviaron debido a la falta de camas— a la de digestivo, que es en la que hubiera debido estar desde un principio. Cambio para mejor, porque en esta nueva UVI la mayoría de los pacientes están despiertos y no se respira ese ambiente tétrico de muerte inminente que se percibía en la otra. A los familiares se los ve también mucho más animados. Además, una de las enfermeras de aquí es un encanto que acicaló con mimo a tu abuela. La ha peinado, le ha cortado las uñas y le ha puesto vaselina en los labios. Y es evidente que esto lo hace más por nosotros que por ella, para que el impacto de ver a tu abuela absolutamente amarilla conectada a veinte tubos, un respirador y cuatro máquinas se amortigüe un poco. La enfermera, que se llama Caridad, debe de andar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pero igual se trata de una mujer guapa, con ese tipo de belleza que se siente antes de verse: es bella porque transmite armonía, no porque se ajuste a ningún canon. Me hizo mucha ilusión enterarme de que era una de las lectoras de
Enganchadas.
Creo que fue Savater el que dijo aquello de «No hay mejor antídoto para la vanidad que conocer a tus admiradores». Y es cierto que esta mujer me borró de un plumazo cualquier resto de vanidad, pero no por las razones que el filósofo imaginaba. Me hizo sentir pequeña a su lado porque me di cuenta de que mi trabajo no vale nada comparado con el suyo.

Por la mañana el médico le dijo a mi padre que nos fuéramos preparando, que a mi madre le había fallado el riñón varias veces, que el hígado no funcionaba y que tenía los dos pulmones encharcados.

Hago memoria de lo que me han contado y me remito a los años de antes de la guerra para hablarte de mi abuela y sus dos hermanas, a las que en Elche apodaban
les Lloretes
—las Lloretas—, porque Lloret era su apellido. Siempre iban las tres juntas a todas partes y las consideraban las muchachas más bonitas de la ciudad. Ya te he contado que se llamaban Flora, Sabina y Palmira por convicción anticlerical del padre, don Trino Lloret, mi bisabuelo, que no quiso cristianarlas y por eso escogió para ellas tres nombres romanos. Sin embargo, debido a esta fiebre radical y anticlerical del buen señor, años más tarde mi abuela Palmira descubriría que sí estaba bautizada, y no una sino tres veces, porque cada una de sus tías la había bautizado por su cuenta a escondidas de su padre y en una parroquia distinta. («Me llevo a la nena a dar un paseo», anunciaban, sin especificar que se trataba de un paseo a la iglesia, donde esperaba el cura, conchabado para imponerle el sacramento a la niña sin decir nada al resto de la familia, especialmente a su padre, el feroz ateo.) El tal Trino era todo un personaje: la suya fue una de las seis (o siete, menos de diez desde luego) uniones civiles que se celebraron en la provincia a principios de siglo y, empeñado en permanecer lejos de los curas hasta el final, dejó escrito en el testamento que quería un entierro civil (aprovechando que Elche, junto con Crevillente y Alicante, era una de las únicas tres ciudades de toda la región que tenían cementerio «neutro»), pero el pobre acabó enterrado por la fuerza en el católico, cuando la dictadura prohibió los camposantos laicos, pues fue a fallecer en el año cuarenta y dos. Aunque, bien pensado, hubiera dado lo mismo que hubiese muerto antes de la dictadura, porque por mucho que en Alicante hubiera cementerio civil durante la República, casi todos los socialistas acababan enterrados en camposanto, y es que bien se encargaba la Iglesia de persuadir a los supersticiosos familiares de la inconveniencia de sepultar al pariente en tierra no sagrada. Trino Lloret perteneció a una logia de Elche, era miembro del Círculo Obrero Ilicitano —en el seno del cual estalló una dura polémica cuando su presidente fue acusado de admitir el retrato de Pablo Iglesias pero no el de Carlos de Borbón— e hizo algunos pinitos literarios publicando artículos de fondo en
El Alicantino Masón y
en el
Mundo Obrero
alicantino, que había fundado el socialista Miguel Pujalte, mentor y amigo suyo. Siendo muy joven, cuando aún no había cumplido los dieciocho, fue uno de los redactores de un famoso panfleto editado por los socialistas en respuesta a los ataques del párroco de Santa María, que había afirmado que los socialistas pretendían que en la sociedad futura no hubiera intercambio de productos y que las mujeres fueran comunes a todos los que las desearan. Conviene recordar que en el Alicante de la época era posible ser masón o espiritista sin quedar por ello relegado en los asuntos ciudadanos de importancia, pues la persecución no comenzó hasta después de la República, cuando se fundó el Tribunal de Represión de la Masonería. De hecho, diez de los once diputados alicantinos electos tras los comicios de 1931 eran masones. El propio Pujalte era espiritista y fundó la Sociedad de Estudios Psicológicos La Caridad y la revista espiritista
La Revelación.
Y es que desde la izquierda, incluso la obrera, las inclinaciones paranormales eran muy bien acogidas en la lucha contra la oligarquía católica, y por eso en la época había sociedades espiritistas también en Alcoy, Santa Pola, Elche y Villena. De hecho, en Villena sigue habiendo una comunidad espiritista muy nutrida (pero eso es otra historia, que diría Moustache) y en Elche se ha mantenido incólume un gusto por lo paranormal que lleva a consultar a brujas del estilo de la Juli, la vidente ilicitana por antonomasia de la provincia de Alicante, que tiene fama de infalible y a la que mi propia madre consultó en su día. De las tres Lloretas sólo Palmira, mi abuela, tuvo hijos, dos: Eva, mi madre, y Blai, su hermano menor, que falleció muy joven por culpa de la tuberculosis, una muerte muy usual en los tiempos de posguerra —tanto que los niños se tomaban a chufla la desgracia y cantaban una canción que decía:
Somos los tuberculosos / los que más nos divertimos / y en todas nuestras reuniones / arrojamos y escupimos / es el Bacilo de Koch / el que más nos interesa / y estamos llenos de taras / de los pies a la cabeza / pasando por los... cordones,
y que más de una vez le he escuchado cantar a mi tía Eugenia cuando estaba más que achispada—, aunque probablemente lo que de verdad le mató fue el hambre y la ínfima atención médica. Sabina tuvo un novio que cayó en la guerra, luchando en el bando republicano, y después de aquello nunca se volvió a casar. En cuanto a Flora, se había casado a los dieciocho con un marino mercante oriundo de Benidorm, pero enviudó a los veinte y tampoco quiso volver a saber nada de hombres desde entonces. Creo recordar que mi madre me contó que su tía había conocido a su futuro marido en el velatorio de su antiguo profesor de matemáticas, pues el marino era pariente del profesor, así que el difunto que propició la feliz unión enseñó a mis tres tías abuelas en el Instituto de Elche, que se cerró en la dictadura porque se aseguraba que la República lo había creado sólo para perjudicar a las órdenes religiosas, y mira que ya tiene mérito intentar hacerle la competencia precisamente a los colegios de curas y monjas, porque por entonces había en Alicante setenta y nueve escuelas y sólo tres de ellas eran laicas. Por lo visto, el flechazo fue instantáneo: se gustaron en el velatorio, se enamoraron en el funeral y acabado el entierro ya eran novios formales. A los tres meses se casaron. No era raro que Flora, tan avanzada y culta como era, se sintiera atraída por un marino, porque de siempre en Alicante los pueblos del interior han sido más tradicionales y los pueblos marineros y las partidas municipales más liberales y matriarcales, aunque sólo fuera por necesidad, debido a que los hombres no estaban mucho en tierra. Pero poco les duró la dicha. El novio, que trabajaba para la Compañía Transatlántica, la naviera mercantil más importante de la zona por entonces, contrajo unas fiebres en un viaje a Cuba y murió en el mismo barco. Después de aquello Sabina y Flora se fueron a vivir juntas y, con el poco dinero que a Flora le había dejado su marido, abrieron un negocio que era heladería en verano y turronería en invierno. De hecho, su especialidad era el helado de turrón, tan exquisito como el de Xixona, una mezcla de almendra, azúcar y miel que habían aprendido a hacer en casa pues durante mucho tiempo su fabricación había sido un proceso de carácter familiar. Como las dos señoras vivían solas y todo lo compartían, y como además leían mucho y encargaban de Alicante libros y revistas, acabaron creándose fama de raras.

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