Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
—Hijo, si no lo recuerdas tú, ella lo recordará.
Pagué y guardé los otros billetes en mi bolsillo. El taxi se esfumó y caminé hacia la puerta del restaurante. Veinte metros más allá, un grupo de marroquíes delgados jugaban a asustar en silencio a los paseantes. Conmigo lo consiguieron.
Dentro del local había luces, pero las ventanas estaban clausuradas por gruesas celosías de madera. Un camarero aburría sus pasos por la parte visible del salón, esperando la hora de cerrar.
«
Demasiado tarde
», pensé. Pero al acercarme, una algarabía de voces me reveló que no. Al otro lado de esa puerta, en un salón interno, cien cosacos celebraban una fiesta ruidosa. ¿O eran italianos arrojándose la vajilla a la cabeza? Tampoco. Un coro desafinado de vino y distancia desentonó una estrofa de
Caminito
.
Eran mis compatriotas trasplantados.
Empujé la puerta, pero no se abrió. El camarero no me prestaba atención. Un cocinero, con gorro de cocinero y bigotes de cocinero, se compadeció y me animó a entrar con una seña amplia del brazo. Una mancha de sudor dibujaba un mapa en su sobaco. Volví a empujar y nada. Él me animó otra vez. Nuevo fracaso. Para entonces un grupo de caras desconocidas pero familiares observaba mis esfuerzos. Ahí estaban: buena parte de la colonia periodística argentina en Madrid. Y yo del otro lado de un cristal.
«
Esto debe ser un símbolo
», pensé. «
Debe significar algo
.»
Pero no sabía qué carajo era.
Una cara amiga se acercó. Lidia. Me hizo retroceder y empujó la puerta hacia fuera. Se abrió en seguida. Comprendí el significado del símbolo: las extrañas puertas del viejo Madrid habían vuelto a jugarme una mala pasada. Y yo había vuelto a quedar como un pelotudo.
Me recibieron felices y me olvidaron al instante. Yo no era uno de ellos, ni por generación ni por historia. Me soportaban por Lidia. Ella también era mucho más joven, pero su solidaridad no tenía edad. Me llevó a un rincón de una larga mesa llena de platos vacíos. Me alcanzó una copa de un vino oscuro y fragante.
—¡Ay, Nico, Nico! —se quejó—. Te dije a las diez. ¿Sabés qué hora es?
—Mil perdones, negrita —pedí secándome la frente con un pañuelo—. Si supieras lo que me pasó...
Rio, señalando mi mano.
—Me lo imagino.
Descubrí que me secaba con el tanga de Nina, que no había vuelto a guardar.
Lo doblé con cuidado y lo metí en mi bolsillo.
—No es lo que pensás.
—No me imagino qué otra cosa puede ser —replicó como lo haría una hermana mayor con su hermanito tarambana. Tenía dos años menos que yo, pero siempre me trataba como a un nene travieso. Casi todas las mujeres lo hacían. Y parecía gustarles. A mí no me molestaba, pero a veces me desconcertaba.
—¿En qué lío estás metido, bebé? —preguntó abandonando la broma.
Hablé durante cuatro vinos y no me interrumpió.
—Dame los nombres y las direcciones —exigió. Se los di.
—No conozco el apellido del grandote, pero trabaja para un tal El Muerto. Por lo que dice el otro, es un tipo peligroso.
—Ajá. ¿El teléfono de la putita?
—¡Eh! Que no es para tanto...
—¿Cómo llamás a una que al minuto de conocerte se abre de piernas: novicia?
—Mujer normal —respondí—. No es su culpa si soy irresistible...
—Eso ya lo sé, bebé —dijo secamente.
Conocía a Lidia desde la facultad. Éramos amigos. Tan amigos que cuando quisimos más, supimos que no funcionaría. Yo lo supe y ella lo aceptó, no muy conforme. Ahora, a varios años de aquella camaradería, era la única persona en Madrid que se preocuparía si una boca de metro me tragaba para siempre. Cambié de tema.
—¿Qué tal la fiesta?
—Bien. Lo de siempre: unos contando éxitos y otros fabulando grandes negocios para no quedarse atrás.
Eran periodistas o publicistas, casi todos con su pequeña empresa y su gran miedo al fracaso. La mayoría había tenido que salir del país después del 76 y todos tenían en su pasado un familiar o un amigo muerto y sin tumba, desaparecido. Muchos habían estado presos por militar en partidos de izquierda o simpatizar con organizaciones de las llamadas «subversivas» por sus verdugos de uniforme. Y sin embargo, no terminaba de entenderlos ni pretendía juzgarlos. Al menos sabían por qué se fueron. Intercalados entre ellos, pero tan aislados como si estuvieran en un cine viendo una película que se sabían de memoria, chicos y chicas de mi edad y otros menores. Cuando hablaban, la «z» que salpicaba sus palabras advertía que se habían criado acá. Eran la segunda generación, los hijos de los exilados que no habían conocido el horror y solo habían tenido acceso a las batallitas de sus mayores. Todo ese argentinismo desatado en el local era para ellos figurita repetida. Aunque por edad estaba más cerca de ellos que de sus mayores, tampoco encajaba en su grupo.
Siempre fui un argentino raro.
Nací en 1978, el año en que ganamos el Mundial de Fútbol y perdimos la memoria. Después supe que era la primera vez que levantábamos la Copa de la FIFA, pero que teníamos mucha experiencia en amnesias colectivas.
Cuando quiero recordar mi infancia me viene a la memoria la imagen de mi viejo saltando de alegría frente a la tele y gritando:
—¡Alfonsín, macho viejo y peludo!
Yo tenía cinco años y creí que habíamos ganado otro Mundial. Pero el señor regordete y de bigote que aparecía saludando en la tele con traje y corbata no tenía pinta de futbolista. Ni mirada de goleador. Después me explicaron que no se trataba de un partido sino de las Elecciones, y lo decían así, con «E». Y que «habíamos» ganado. Los perdedores fueron los peronistas y me hice un lío, porque tenía la vaga sensación de que mi viejo, antes, era peronista. Pero como todo me sonaba a fútbol y yo cambiaba de cuadro cada año, según el que fuera ganando, creí que el viejo había hecho lo mismo, aunque no entendía un carajo.
Cuando crecí, tuve más datos. Pero seguía sin entender un carajo. Supongo que había llegado demasiado tarde o demasiado temprano a todo lo importante.
La generación de mi viejo creció convencida de que Dios era argentino.
La de mi tío creía que Dios no existía, pero si existiera, sería argentino.
Mi generación creció sabiendo que Dios no existe. Y la Argentina, ya veremos.
El resto fue acumular años y mudanzas, hasta que, cansado de sentirme siempre afuera, decidí salir a buscarme en España.
Ajenos al hastío de sus cachorros, los mayores hablaban de la política «de allá», discutían en la frontera del grito y de la broma. Era como si no se creyeran su propia vehemencia. Un tipo de bigotes, con el pelo agobiado de gomina, que dijo llamarse Jorge o algo así, se pegó a nosotros al saber que yo llevaba pocos meses en España. Jorge quería conocer mi opinión sobre el país, aquel país que no visitaba desde hacía muchos años. Traté de escapar, pero insistió. Quería la opinión de la «nueva generación», mi opinión. Se la dije. Y no le gustó.
Empezó un discurso sobre lo que «nosotros» habían hecho y lo que «nosotros» habían luchado por el país, para qué, para que los trataran como asesinos, los torturaran y los echaran como a perros sarnosos, y que se metieran el país en el culo, eso, en el culo.
Lidia me hizo una seña de que no le hiciera caso. El tal Jorge pasó del discurso del rencor al del mundano pesimista con solo un vaso de vino, que debía de completar por lo menos la docena. Yo había hecho bien, dijo, en dejar atrás «toda esa mierda», porque «allá» nada era posible, no había cambio, qué mierda iba a haber cambio, si «nosotros» no pudieron, nadie podría. De modo que lo mejor era buscar el futuro en otra parte y que cada uno fuera a lo suyo, y que el país se hundiera y, desde luego, que se lo metieran en el culo, eso, en el culo.
A medida que hablaba se cargaba de rabia y de ironía, como si yo tuviera la culpa de sus contradicciones, como si mi exilio fuera egoísta y el suyo algo digno de los libros de Historia. Llenó otros dos vasos, me dio uno y volvió al ataque. Yo había hecho lo correcto, porque, pibe, «
¿para qué quedarse a trabajar por la patria, cuando es más cómodo hacer el vago en Europa, pibe; para qué joderse ganando una mierda y peleando contra la corrupción, la injusticia y la venta del país?
».
Él me entendía, él nos entendía a todos, él era la conciencia cósmica de un pueblo que no tenía conciencia individual. Él era Dios todopoderoso y paternal, y con el pelo tirante como Gardel, y borracho como un marinero y repetitivo como un viejo locutor de la tele, y con más miedo de mirar hacia atrás que el que tuvo la mujer de Lot. Y como ella, vivía mirando hacia atrás.
Empecé a hartarme del tal Jorge, que no parecía ver las miradas de los demás, mis bostezos que alarmaban a Lidia y la energía con que el camarero retiraba botellas vacías de vino y traía otras llenas, rogando que fueran las últimas. Pasó a la fase triste sin respirar. Dos lagrimones se amontonaron en sus ojos sin atreverse a saltar.
—¿Por qué te viniste, pibe? ¿Por qué no te quedaste allá?
—Me cansé de los tipos que creen que se las saben todas y viven llorando porque el pueblo no descubre lo brillantes que son.
No se dio por aludido.
—Tenés que volver, pibe. Al país hay que arreglarlo desde adentro.
—¿Y vos, por qué no volviste todavía?
Se puso a la defensiva.
—Yo ya hice demasiado por la patria y mirá cómo me lo pagaron. Treinta años de sacrificio hasta alcanzar una posición. Ustedes se creen que es fácil llegar a España y que acá la guita la cagan los perros —sentenció—. Pero es muy difícil, hay que tragar mucho. Yo tardé casi dos años hasta que alguien me ofreció una oportunidad y salí adelante a fuerza de capacidad, después de hacer trabajos asquerosos, escribir sin firmar y cobrando monedas, para que unos hijos de puta se quedaran con los billetes. —Se sirvió otro vaso—. Claro que muchos fracasaron y pegaron la vuelta, pero yo no. Y ya ves, no nado en guita, pero voy saliendo a flote con mi propia empresa de servicios periodísticos.
—Solo los mejores sobreviven —dije.
—¡Eso es! —aprobó—. A lo mejor te puedo dar una mano. ¿Periodista? Lo sabía. Casualmente tengo un trabajito que te puede venir bien para empezar. La biografía de un tenor al que le van a dar un premio. No es mucho, cincuenta o setenta folios, casi un folleto... Lo fusilás todo de un par de libros y chau. Claro que, por ahora, sería conveniente que no firmés, porque no te conoce nadie y acá buscan firmas más o menos conocidas... No es mucha guita, pero no se puede pedir más, un recién llegado...
—¿Cuántas monedas? —pregunté.
—¿Cómo? —pareció reaccionar, pero no era seguro.
—Que cuántas monedas para mí y cuántos billetes para tu floreciente empresa, y cuánta gloria para tu firma más o menos conocida.
—¡Pero...!
Me puse de pie, un poco mareado.
—¿Sabés lo que podés hacer con tu ayuda y tu gloriosa historia?
No respondió y me alejé hacia la salida del comedor.
—Te las podés meter en el culo.
Avancé dos pasos más y me giré.
—Eso, en el culo —repetí.
Y busqué la puerta con Lidia pisándome los talones.
—Me asombra tu capacidad para hacer nuevos amigos —dijo Lidia.
—Y a mí que pierdas el tiempo con pelotudos como ese. —Señalé hacia el comedor, donde las palabras querían volver como si nada hubiera pasado, pero el silencio no las dejaba. Alguien cantó
Caminito
, llevaba el ritmo con las palmas en la mesa y las sílabas muy separadas. Parecía una marcha militar de la derrota.
—Perdóname, no quise comprometerte. ¡Pero el boludo ese me...!
—No es nada —dijo Lidia—. Es un plomo, ya lo sé. Pero la mujer es un encanto y lo aguantamos por ella. ¿Qué vas a hacer?
—Me voy a casa de Noelia. ¿Dónde si no?
—Podrías dormir en casa —ofreció.
Había dormido semanas en el piso de Lidia y nunca me sentí incómodo. Pero esa noche su cara decía algo y temí que al despertar el sábado por la mañana hubiera perdido una buena amiga para ganar otro futuro fracaso amoroso que agregar a mi lista de olvidos.
—No. El grandote debe estar por llegar y no quiero meterte en esto. Bastante hacés por mí. Y si te enterás de algo...
—Te llamo. Voy a probar primero con las chicas. Si estaban tan unidas y a
tu
Nina le da por ponerse en pelotas ante la cámara, es posible que las dos hayan hecho teatro experimental y cosas así. Lo de los mafiosos es más difícil, pero voy a tocar un contacto que tengo en la policía...
—¡Ahá! Con que alternando con los represores...
Se ruborizó un poco.
—Nico, ¿cuándo vas a crecer? Ya sos grande para jugar al detective. Y no me digas que te quedás por lo del pasaporte y el pasaje. Puedo usar ese contacto policial del que te burlás y en un par de días estás volando a Buenos Aires. Mientras, repito mi oferta por última vez. En casa hay lugar de sobra y no es obligatorio que...
—No es obligatorio desperdiciar a una mujer como vos en un tipo como yo.
La besé en la frente y se apretó a mí con fuerza. Temblaba un poco.
—Tengo miedo, Nico. Miedo de que te hagan algo.
—¿Y qué me van a hacer? Ves muchas películas. Quieren asustarme, pero cuando se den cuenta de que no sé nada, esos se olvidan de mí.
—No sé...
—Tranquila, princesa Lidia, que su caballero tiene la armadura gruesa y las piernas veloces. —Hice una reverencia que casi termina en el suelo—. Buen vino toman estos hijos de puta. Con razón no quieren volver. Bueno, me voy silbando bajito, porque ahora quién consigue un taxi...
Le di otro beso en la frente y caminé unos metros hacia la esquina.
—¿Nicolás? —preguntó.
Me detuve.
—¿Qué?
—¿No pensaste en volver?
Giré para mirarla de frente.
—¿Volver? ¿A qué?
—Querrás decir adónde. Y eso lo sabés. En serio. ¿Por qué no te volvés?
—No sé. Tampoco sé por qué me quedo. A lo mejor es para eso, negrita. Para saber.
Le tiré un beso, caminé hasta la esquina silbando
Volver
, y alcancé a subirme a un taxi que milagrosamente pasaba por allí. Poco después comprobé que no hay milagros.
Solo sorpresas desagradables.
* * *
El taxista era tan corpulento que tapaba la visión de la calle. Y cuando dijo «
buenasnoche
» su voz me sonó conocida. Pero iba demasiado mareado como para analizar nada. Un rato después me di cuenta de que me llevaba sin que yo le hubiera dado ninguna dirección. El taxímetro sumaba céntimos en silencio.