Un jamón calibre 45 (29 page)

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Authors: Carlos Salem

BOOK: Un jamón calibre 45
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Después de un rato, distinguí la sombra horizontal del camastro y sobre él lo que me pareció una silueta dormida. Una silueta delgada y temible, de las que duermen con la gruesa gabardina puesta y la navaja abierta y preparada.

Otra sombra, pequeña y ágil, se acercó a mis pies.

—Feo asunto, Nicolás, feo asunto —dijo Silvestre.

—¿Me lo vas a contar a mí? —murmuré.

—¿Sabes lo que te digo? Que en el fondo todo esto te gusta, eres un pelín masoca, tú. ¡Mira que venir a entregarte solito, mientras ella igual ya se está tirando a otro incauto!

—¿Y para eso viniste, gato de mierda? Mucho cuento de libertad y mucho romanticismo barato de callejón, pero al final sos igual que tu primo el del ministro. Pero él por lo menos se consiguió alguien que lo cuide, Silvestre. Y vos no conseguiste nada, de puro cagón.

—¡No te permito! —dijo el gato con el lomo erizado—. Yo vivo mi vida y si traté de ayudarte fue porque me diste pena. Pero tú, venga meter la pata, venga meter la pata. ¿Me hiciste caso en el Rastro? No. Y en Tánger, ya fue el colmo: te aviso que te están buscando y en lugar de actuar con sigilo, te vas a llamar la atención de los matones. Decididamente, como dices tú: eres un boludo alegre, Nicolás.

Cerré los ojos para borrar su silueta que susurraba verdades, pero cuando volví a abrirlos seguía ahí.

—Gracias por tus atenciones, gato. Pero las cosas están así y ya no puedo hacer mucho. Vos lo ves fácil porque como tenés siete vidas...

—Ya te dije que no me lo creo y por si acaso, me cuido. Y siempre se puede hacer algo. Nicolás. Siempre se puede.

Se acurrucó a mi lado, hecho un ovillo.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre mi primo y yo? —preguntó—. Que yo puedo quedarme contigo esta noche, aunque sea para que no te mueras solo. Nadie me espera y duermo donde me toca. Él tiene que cumplir los horarios y los rituales, y además fingir que le gustan.

El discurso me pareció una estupidez, pero no quise herirlo. Un amigo es un amigo, aunque ande a cuatro patas.

—Que se joda tu primo —dije.

—Que se joda —repitió Silvestre bostezando.

Nos dormimos juntos, cada uno soñando con su propio callejón y sus hembras peligrosas.

VIERNES

«La verdad es una mentira abortada.»

NICOLÁS SOTANOVSKY,
Horas bajas

«La verdad es un coño.»

GUILLERMINA LARRALDE,
Filosofía Práctica

«La verdad, la verdad, ¿la verdad?: No me acuerdo.»

J. SERRANO,
Poeta del ring

43

Técnicamente aún no era de día. Faltaba el requisito formal de un pájaro cantando la mañana o, en su defecto, el desafinado estribillo de algún borracho despidiendo la noche.

Esperé.

Por la calle abajo pasó un borracho destrozando
Asturias patria querida
.

Ya era de día.

Silvestre no estaba y la primera lengua de luz todavía vacilante me demostró que la silueta sobre el camastro no era nada más que una manta arrugada. Intenté desatarme las manos, pero lo que Serrano llamaba atar «flojo» era un concepto ajustado a su tamaño. De cualquier manera, las ataduras empezaron a ceder, pero todo era muy lento. La mañana me había devuelto las ganas de vivir, de burlar a El Muerto y a la Muerte, para seguir equivocándome por mi cuenta, para elegir no ser un jodido gato de ministro.

El sol subía y subía, como si se hubiera quedado dormido y ahora recuperara el tiempo perdido. Oí la puerta y voces: la de Serrano y la de El Muerto, que estaba vergonzosamente excitado. Su voz se acercó y la de Jamón se alejó. Yo tiré y tiré, retorcí las manos tratando de soltar una, pero lo único que conseguí fue aumentar la separación entre ambas, algo más de movimiento. Y El Muerto estaba junto a la puerta. La abrió, pero en ese momento sonó su teléfono. Empezó a discutir con su interlocutor exigente, pero ahora sonaba más seguro. Me daba la espalda y de cuando en cuando miraba hacia mí. En la otra mano tenía abierta una navaja larga y brillante. Y gastada por el uso.

Con los ojos fijos en su espalda, a menos de cinco metros de distancia, redoblé el esfuerzo por liberar mis manos, a la vez que tiraba desesperado para acercar mi mochila. La conversación no iba a durar mucho más y yo tampoco, a menos que consiguiera soltarme. Pude poner la mochila a mi espalda y abrirla trabajosamente. Con las manos todavía sujetas, logré separarlas unos quince centímetros y rebusqué en la mochila la caja de puros y casi grito cuando El Muerto dijo al teléfono «
Vale, le llamo en media hora
» y pareció que iba a cortar para empezar a cortarme, pero entonces el otro lo amenazó con algo y él se ofendió por la duda y yo, que por fin toqué la caja de puros y pude soltarme una mano mientras las dos seguían detrás y me hacía el dormido, descubrí que no sabía cuál de las cajas era la de la pistola porque a las dos les había quitado el celofán y El Muerto ya cerraba el teléfono móvil a la vez que yo tiraba mentalmente una moneda al aire, la veía caer en mi mente, rodar entre recuerdos de la infancia, desviarse al topar con un hueso-recuerdo mal enterrado, «
Laika, me cago en tu madre
», y perderse de vista entre un amor de adolescencia y el nombre de Ella. Me decidí por una de las cajas, la abrí mientras él giraba y la navaja giraba, metí la mano libre en la caja y comprendí que era la de los puros.

—¿Usted fuma? —pregunté solícito.

—No fumo —dijo—. Y muy pronto, usted tampoco.

No había advertido que tenía las manos libres detrás de la espalda. Y es que El Muerto estaba eufórico. No hay nada más ridículo que un muerto entusiasmado.

—No finja más, Sotanovsky. Lo sé todo. Y aléjese de esa mochila, que no me fío de Serrano: es un blando y ya que se han hecho tan amigos, pronto irá a hacerle compañía.

Me aparté con las manos atrás, como si siguiera atado. Pero había perdido mi ocasión y la pistola seguía en la otra caja perfumándose de tabaco cubano. No alcancé a reflexionar sobre eso, porque la risa de El Muerto me sorprendió. Era como un graznido.

—Jodido sudaca. Vamos, que hasta consiguieron engañarme por un tiempo. —Volvió a reír y casi le ruego que me mate en seguida para no seguir oyéndolo—. Mire lo que encontramos en casa de la puta morena. Debajo de la cama...

Me mostró el contenido de un bolso que no conocía.

—No entiendo un carajo —dije.

Pero entonces ya entendía casi todo.

—A mí nadie me engaña —decretó El Muerto.

—¿Y el dinero?

—Ahora sé dónde puedo encontrarlo, o mejor dicho, dónde puedo encontrar a quién irá a buscarlo. Es más sencillo. Pero antes de matarlo, le confieso una cosa, Sotanovsky: más que recuperar la pasta, que veré pasar de largo como usted supondrá; más que salir del follón en que me metió la hijaputa pelirroja, que también podía haberme pegado el piro y adiós; más que todo eso, lo que me volvía loco era saber cómo y por qué.

Me asusté al comprobar que sus razones para seguir en esa historia eran iguales a las mías, con la sutil pero brutal diferencia de que yo moriría por esa curiosidad y él no. Pensé en ganar tiempo, en esperar un descuido para saltarle encima, pero solo pude pedir piedad.

—Yo también fui una víctima, Muerto. Para qué matarme.

—Usted nació para víctima, infeliz.

Dejó caer el bolso y levantó la navaja, calculando la trayectoria y el corte, que sería limpio, definitivo y seco.

—¿Por qué Lidia? —pregunté.

—Porque se volvió ambiciosa y su amigo el pasma se pasó de listo. Era una puta rara, su amiga, ¿sabe? Pero follaba como los dioses. Y no me entretenga más, un poco de seriedad, Sotanovsky, que lo suyo ya es pasado y no tengo tiempo que perder.

—¿Alguna vez ha visto un gato que hable? —pregunté.

—¿Qué coño dice?

—Que si conoce a un gato filósofo, atorrante y flaco, negro como la noche y con manchas blancas en la barriga, las patas, y ahora que lo miro bien, en la punta de la cola; un gato amigo, Muerto, de esos que se quedan a pasar la última noche con uno, saben de la fatalidad de los caminos difíciles que a veces son los únicos, de las hembras peligrosas que a veces son las mejores aunque sean las peores, y de la lealtad, que no es lo mismo que la fidelidad, cosa de perros; el gato que le digo conoce la diferencia y la valora, como conoce la debilidad de las versiones oficiales y por eso aunque lo criaron diciendo que tenía siete vidas, él cuida mucho la primera pero sin avaricia, la vive, que para eso son las vidas, Muerto, para vivirlas como salga y si hace falta y hay que arriesgarla, pues se arriesga y punto. Cuídese de ese gato, Muerto, porque le va a saltar a los ojos cuando menos se lo espere, cuando me corte el cuello para cortar ese miedo que ya le veo en los ojos y aunque sepa que puede morir en el salto, el gato que le digo no dudará en saltar porque si no no sería ese gato, sino un gato de ministro...

—¿Pero, qué coño...? —dijo El Muerto espantado y mirando hacia atrás con temor. Bajó la navaja y buscó en su cintura la pistola. Dio un paso atrás y saltó de espanto al oír el maullido espeluznante de un gato cuando lo pisan. Perdió un momento el equilibrio y entonces yo salté, con los pies atados y las manos sueltas, con ferocidad de último gesto e ignorancia de probabilidades estadísticas, salté.

—¡No lo pisés, hijo de puta, a mi amigo no lo pisés! —grité mientras caía sobre su cuerpo escueto y sin pensar siquiera en desarmarlo empezaba a pegarle y pegarle, a pegarle como nunca había pegado a nadie, las dos manos agarrando su pelo y sacudiendo su cabeza contra el suelo una vez y otra, sin contar los rebotes secos que retumbaban en toda la casa vacía. No era yo el que pegaba: era el Otro, el pusilánime inquilino previsor «
y te lo dije
», que mataba a El Muerto porque conmigo no se atrevería. Y mi inquilino sabía, en su miedo supremo, que una sola pausa, un rasgo de duda, una salpicadura de piedad y estaríamos perdidos. Por eso había tomado el mando de ese enloquecido pegar y pegar de la cabeza de El Muerto contra el suelo, y no dejó de sacudirlo hasta que un calambre de cansancio me congeló los brazos y pude convencerlo para soltar los pelos ensangrentados y la cabeza que cayó con ruido blando. Me levanté con las piernas temblando y caí de costado, agotado. Las ataduras de los pies eran serpientes que mordían mis tobillos y de repente me sentía más indefenso que en toda la noche anterior. Tiré de la navaja de El Muerto, pero la tenía aferrada con tanta fuerza que tuve que cortar las cuerdas usando su mano muerta.

Fui tambaleando por toda la casa, rebotando contra los pasillos, hasta desembocar en otra habitación. Había dos sillas, una mesa y dos catres. Todo barato y provisional. Un bolso en cada cama. Yo estaba helado y el sudor en todo mi cuerpo era una escarcha repugnante. Sobre la mesa encontré media botella de whisky. Pude levantarla y dar un largo trago, chorreando de los costados de mi boca dos cascadas de alcohol barato. Me quemó la garganta, mi estómago dio un triple salto mortal y mi cabeza se rompió en diez pedazos desiguales. Pero eran todos perezosamente míos y sabría volver a unirlos. Dejé la botella en la mesa, las dos, tres, cuatro, ninguna mesa. Casi cae de costado, pero lo conseguí. Reconocí la etiqueta de la marca infame que usamos para sobornar guardias en la frontera de Marruecos. Me reí, sentado en un catre salpicado de zonas duras. «
A ver el equilibrio de esa cabeza, hop, abajo y sin manos
.» Eran hileras de ladrillos reforzando el catre para el peso descomunal de Serrano. Levantar la cabeza me costó más y saberme en cama amiga me llamó a descansar. No podía, yo olía mal, muy mal, con un hedor que me salía desde dentro. Fui hasta el baño y lo encontré. El abandono estaba pintado en las paredes de esa casona que hasta los okupas habían dejado. Pero el baño estaba acondicionado para una estancia de algunos días, un refugio para desaparecer si era necesario. Pensé que El Muerto debía estar en las últimas para esconderse ahí, y que una ducha era lo único que yo quería, para borrar el olor. Mi inquilino se quejó débilmente, no era lógico quedarse ni un segundo más. Lo hice callar y me desnudé. El agua caía helada y me despejó. No encontré jabón pero me froté con champú para bebés de un envase enorme.

Una vez seco me sorprendí sonámbulo, paseando desnudo por la casa, repitiendo pintadas de las paredes y el estribillo de una marcha patriótica de mi país que no creía recordar. «
Cabral, soldado heroico
», nunca me había caído bien Cabral, prócer que nos enseñaban a admirar en la escuela, «
cubriéndose de gloria, cual precio a la victoria
», por el solo mérito de haberse puesto en el camino de una lanza que, dicen, iba para el general San Martín, «
¡Su vida rinde!, haciéndose inmortal
» murió de puro obsecuente y, según la oficial historia, en lugar de lamentar su mala suerte, dijo morir contento porque habíamos «
batido al enemigo y así, salvó su arrojo, la libertad naciente, de medio continente
», antes de morir por eso, era cabo y como premio lo ascendieron a sargento. «
¡Honor, honor al gran, Cabral!
» Post mórtem, claro.

Una moto madrugadora atronó por una calle cercana y me puse en marcha. Mi camisa empapada de la sangre de El Muerto me provocó arcadas y la poca ropa que tenía en la mochila no estaba mucho mejor. Quería sentirme limpio, por lo menos por fuera. Volví al cuarto y sin mirar la silueta caída arrastré mi mochila y el bolso que él había traído. En el dormitorio busqué junto a la cama de Jamón una de sus enormes camisas hawaianas, primorosamente planchadas por la mano de su viuda. También encontré un manojo de folios que reconocí. Los guardé en el bolsillo de mi mochila, en la que busqué un vaquero y al sacarlo cayó al suelo la caja de puros, rodó y se abrió, mostrando la pistolita plateada.

En la camisa de Serrano cabíamos yo y por lo menos tres mujeres estupendas. Tres. Quise enterrar sus nombres pero Laika se había ido de vacaciones y no respondió a mis silbidos.

Antes de salir, me asomé otra vez al cuarto, porque tenía que mirarlo. Tendido en el suelo, aureolado de sangre y envuelto en su gruesa gabardina negra, El Muerto parecía un perro flaco enorme y hocicudo, definitivamente muerto.

Ya estaba junto a la puerta cuando me acordé y le dije a nadie:

—Gracias, Silvestre. Gracias por todo.

Esperé pero no hubo respuesta. Cargué la mochila a mi espalda y me coloqué el bolso en bandolera.
Kung Fu
con camisa hawaiana. En el momento en que cerraba la puerta detrás de mí, creí oír una voz felina y conocida que me decía:

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