—¿Por qué haces esto, Thomas? —susurró con calma.
Él movió la cabeza muy despacio mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar.
—Porque quiero que admitas que sientes algo por mí, Madeleine, por nosotros. Lo que sea.
Ella lo miró de hito en hito.
—Por supuesto que siento algo.
Él la sujetó con más fuerza.
—Quiero que admitas que sientes pasión, y no una pasión física, sino emocional. Que te sientes emocionalmente unida a mí y a lo que compartimos.
Madeleine trató de liberarse, pero él no se lo permitió.
—Nuestra relación ha sido de lo más apasionada. No sé qué más puedo darte.
Ella no lo comprendía, o no quería hacerlo, y Thomas decidió en ese mismo momento que tendría que contárselo todo para lograr que lo entendiera. Deseaba que ella admitiera que lo amaba primero; eso haría que el dolor posterior le resultara mucho más fácil de soportar. Pero estaba claro que no entendía lo que él necesitaba oír y era muy posible que ni siquiera se hubiera dado cuenta de los profundos sentimientos que albergaba hacia él.
La soltó de manera brusca antes de erguirse en toda su estatura. Ella se apartó de él de inmediato y se alejó unos cuantos pasos, hasta el otro extremo del sofá.
Thomas le dio la espalda y caminó hasta el otro extremo de la habitación para clavar una mirada perdida al otro lado de la ventana, en la creciente oscuridad del atardecer, en los tejados y en el humo de un par de chimeneas, sin ver nada en realidad. Se hizo el silencio mientras ella aguardaba a que dijera algo, aturdida y probablemente furiosa, aunque lo disimulaba muy bien. Thomas sabía que se habría sentido de la misma manera de haber estado en su lugar. Escuchaba su respiración irregular, pero ninguna otra cosa, y eso lo impresionaba sobremanera. Estaba concentrado en ella, solo en ella. A pesar de sus constantes negativas, estaba casi seguro de que Madeleine estaba enamorada de él. Quizá si llegaba a esa conclusión por sí sola tuviesen alguna oportunidad.
—No he sido del todo sincero contigo con respecto a mí, Madeleine —declaró en voz baja.
Después de unos segundos que parecieron horas, ella murmuró.
—Una vez más me dejas desconcertada, Thomas. No sé qué quieres decir.
Thomas respiró hondo, apretó las manos hasta convertirlas en puños y cerró los ojos durante un instante.
—Mi nombre completo no es Thomas Blackwood —reveló con creciente impaciencia—, sino Christian Thomas Blackwood St. James, conde de Eastleigh.
Ella dejó de respirar. El silencio se volvió atronador, o tal vez solo fuera la sangre que palpitaba en sus venas. No lo sabía con certeza.
—¿Un conde? —repitió ella con voz baja y temblorosa, cargada de incredulidad—. Un conde…
Cuando por fin escuchó el susurro de sus faldas, se dio la vuelta muy despacio para descubrir que se había sentado de nuevo en el sofá y que se aferraba al reposabrazos como si de ello dependiera su vida. Enfrentarse a su mirada en ese momento fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida, ya que ella estaba furiosa y atónita, y lo observaba con una expresión desolada en sus hermosos ojos azules, rogándole en silencio que le dijera que eso no era cierto, que nunca le había mentido.
Tras decidir que lo mejor era abordar el meollo de la cuestión antes de que el mero hecho de contemplarla lo destrozara por completo, se dispuso a continuar.
—Y no trabajo para sir Riley; es él quien trabaja para mí.
—¿Qué…? ¿Qué?
Madeleine comenzó a temblar y su rostro palideció de inmediato. Su aplomo se vino abajo al tiempo que parecía hundirse en el corsé y en sus hermosos ojos brillaron la confusión, el asombro y una mezcla de complejas emociones que en ese momento era incapaz de manejar.
Ya no había vuelta atrás.
Thomas se quitó la chaqueta y el chaleco con un temblor en las manos que rogó a Dios que ella no percibiera. Después se desanudó la corbata, se la retiró del cuello y la llevó junto con las demás prendas hasta su silla, donde las dejó dobladas sobre el brazo antes de situarse detrás y apoyar ambas manos en el respaldo en busca de estabilidad.
—Quiero contarte una historia, Madeleine —comenzó en tono conciliador. Clavó los dedos en el acolchado en un intento por controlar el impulso de acercarse a ella y obligarse a permanecer donde estaba mientras revelaba el pasado que había mantenido en secreto.
Ella no se movió, pero sus ojos se clavaron en los suyos, claros como el cristal.
—Después de la muerte de mi esposa y antes de que sufriera el accidente, era un hombre bastante sociable, y todo un libertino. Vivía en la ciudad la mayor parte del tiempo, siempre y cuando no estuviera en el continente inmerso en alguna investigación. Jugué con las mujeres en muchas ocasiones porque tenía el poder y el dinero necesarios para hacerlo. Después de todo, era un conde viudo con un título y una enorme propiedad que lo demostraban. Las mujeres también me encontraban atractivo físicamente, de modo que podía cogerlas y dejarlas cuando me venía en gana. Era un juego, y lo disfrutaba sobremanera.
Ella no reaccionó al escuchar eso, ni ninguna otra cosa, así que Thomas volvió a fijar la mirada en las resplandecientes ascuas de la chimenea y se concentró en lo que iba a decir, en unas palabras a las que nunca había dado tanta importancia.
—Te dije que me había lesionado las piernas en la guerra, y en esencia es cierto. Pero no me hirieron en la lucha, por más que deseara que así hubiese sido —Era posible que no lo hubiera entendido, aunque también lo era que no hiciera ningún comentario al respecto, de manera que siguió adelante—. El Ministerio del Interior me envió a la bahía de Hong Kong a principios de octubre del cuarenta y dos, justo después de la firma del Tratado de Nankín. Mi misión no tenía nada que ver con la guerra en sí, sino que consistía en investigar a dos altos cargos navales, Charlie Dunbar y Peter Goodfellow, ambos destinados en un buque de guerra situado cerca de la península de Kowloon con el objetivo de mantener la paz durante las complicadas semanas posteriores a la firma inicial. Se rumoreaba que esos hombres comerciaban con especias, opio, sedas y otros artículos por cuenta propia con altos dignatarios del gobierno chino, y que después falseaban los informes alegando que los chinos les habían timado, que las mercancías se habían perdido en alta mar durante una batalla o sencillamente que las habían robado, tras lo cual se quedaban con todo el dinero.
»Comencé a trabajar para el capitán Dunbar a bordo del
Royale
, un barco a vapor recién botado, el dos de noviembre, haciéndome pasar por un constructor naval contratado por el gobierno para vigilar la creación de un astillero cerca del puerto de Hong Kong. Mi identidad falsa permaneció intacta y todo transcurrió de manera más o menos rutinaria durante unos seis meses, aunque durante ese período no averigüé nada sobre los objetivos de mi misión. No logré encontrar ninguna evidencia sólida que sugiriera que Dunbar o Goodfellow estaban implicados en alguna actividad ilegal, aunque de vez en cuando aparecía un informe sobre un cargamento extraviado en el barco o en la flota. Era un caso desconcertante; un caso que llegó a angustiarme en exceso con el paso de los meses.
Hizo una pausa y echó un vistazo rápido en dirección a Madeleine. Ella contemplaba las piezas de ajedrez sin pestañear, con las manos enlazadas en el regazo y aferradas al tejido de seda color ciruela del vestido.
—La peor parte de esta historia, Madeleine —continuó con voz cansada—, es que descubrir cómo funcionan las operaciones encubiertas como ésta e infiltrarme en ellas para poner fin a las actividades ilegales son las dos cosas que mejor se me dan en este mundo. Es mi trabajo. Sin embargo, en Hong Kong no logré cumplir mi objetivo ni realizar las tareas que me habían encomendado. En el momento en que llegué a China, llevaba trabajando para la Corona en el mismo puesto más de cuatro años y jamás me había llevado tanto tiempo dar con las pruebas necesarias para incriminar a los culpables como en esa misión. Debería haber encontrado evidencias para hacer que los arrestaran, pero nadie quería hablar, no tenía ninguna pista y no conseguí descubrir ni una sola prueba sólida que pudiera utilizar contra ellos. Por primera vez en mi carrera, estaba fracasando.
Apretó el respaldo de la silla aún más cuando los recuerdos del aciago día del accidente emergieron a la superficie.
—El diez de mayo de mil ochocientos cuarenta y cuatro cometí el error más grave de toda mi vida —confesó en voz ronca y grave—. Salí a pasear a solas una noche por las afueras de la ciudad para analizar detenidamente mis opciones y no tomé las debidas precauciones para mi seguridad debido a mi acostumbrada arrogancia y al resentimiento y la desesperación que comenzaba a provocarme el trabajo. Recuerdo haber oído pasos detrás de mí en la calle desierta cuando me dirigía hacia los muelles, y al volverme para averiguar su procedencia, me dieron un golpe en la parte posterior de la cabeza. Cuando recobré la conciencia, estaba en el interior de un astillero abandonado, atrapado bajo un pilar de madera al rojo vivo mientras el edificio se quemaba hasta los cimientos.
Titubeó un poco en la narración. No se atrevía a mencionarle el humo que le había abrasado los pulmones con cada respiración y que había hecho que le ardiera la garganta durante semanas, ni tampoco los vómitos ni el insoportable dolor. Ni el tormento y el terror que había sentido cuando trató de utilizar las piernas y se dio cuenta de que estaban aplastadas.
—Conseguí ponerme a salvo, aunque no sé muy bien cómo —balbuceó con un hilo de voz—. Pasé tres semanas en un hospital de China antes de poder regresar a Inglaterra. Cuando llegué a casa por fin, pasé dos meses recuperándome y adaptándome al mundo como un hombre cuya vida, desde mi punto de vista, había sido destruida.
No pudo soportarlo más y, con los puños apretados a los costados, Thomas comenzó a pasearse desde la ventana hasta la chimenea sin escuchar ni un solo comentario por parte de Madeleine y sin atreverse a mirarla.
—Debes comprender lo que supuso ese accidente para mí —señaló con fervor—. Y no solo físicamente. Antes de partir hacia Hong Kong era un hombre muy codiciado por las mujeres, admirado por las damas, consentido, rico y consagrado entre los amigos y colegas. Y de repente me convertí en nada. Nada. Me marché para realizar una sencilla tarea y regresé lisiado, Madeleine, y estoy seguro de que sabes muy bien cómo nos trata la sociedad —Soltó una risotada sarcástica, se detuvo sobre la alfombra frente a la mesita de té y cerró los ojos con fuerza—. El diez de mayo de mil ochocientos cuarenta y cuatro me convertí en un tullido y ¿para qué? ¿Para qué? No hice nada importante. No salvé ninguna vida, ni me encontraba en un lugar peligroso para desenmascarar a los ladrones a quienes me habían ordenado vigilar y arrestar por el bien de mi país. Ni siquiera perdí las piernas en la maldita guerra —Con los dientes apretados y la mandíbula tensa añadió—. Perdí las piernas a causa de mi enorme arrogancia y mi estupidez, porque alguien a quien probablemente habían contratado para matarme fracasó en su intento. Por eso. Nunca pudo probarse nada y la investigación jamás llegó a resolverse. Me salió el tiro por la culata.
Abrió los ojos de nuevo y clavó la vista en la alfombra. La estancia ya se había caldeado. Sentía arder la parte derecha de su cuerpo a causa del calor del fuego, pero no le importaba. Lo único que le importaba en esos momentos era Madeleine, y seguía sin atreverse a mirarla. Todavía no, aunque sabía que ella no había movido ni un músculo.
—Cuando regresé de China todo cambió para mí —continuó, tratando de distanciarse del desprecio y el horror que seguían angustiándole el alma—. Tenía quemaduras muy graves en las piernas y algo menos importantes en el pecho, la espalda y el rostro, aunque la mayoría de ellas se curaron rápidamente y apenas han dejado cicatriz. Pero no podía caminar. A principios de julio, cuando logré por fin salir de la cama por primera vez en muchas semanas, me vi obligado a pasar las horas que permanecía despierto en una silla de ruedas. ¿Te imaginas lo que fue eso para mí? Yo, el orgulloso y extrovertido aristócrata confinado en una silla de ruedas y quizá, si la fortuna me sonreía después de muchos meses de esfuerzo físico y agotamiento, en un mundo en el que solo podría caminar con la ayuda de una muleta. Una muleta. Nunca volvería a la vida de excesos sensuales ni a disfrutar de las reuniones sociales; jamás volvería a mantener relaciones sexuales a menos que las pagara, y ambos sabemos que eso satisface la lujuria, pero te deja vacío. Y tuve la certeza de que jamás volvería a ser deseado y amado por una mujer. Como muy bien expresaste esta mañana, Madeleine, ¿quién iba a quererme?
Se frotó el rostro con la palma de la mano. Entonces, incapaz de permanecer quieto por más tiempo, se paseó una vez más hasta la ventana, con las piernas doloridas y pesadas como el plomo.
—Mis temores estaban bien fundados —prosiguió, con la cadera apoyada contra el alféizar y los brazos cruzados a la altura del pecho mientras contemplaba las desdibujadas sombras del exterior en la creciente oscuridad—. Durante las primeras semanas después de mi regreso a Londres, me convertí en el blanco de atentas habladurías y miradas compasivas, y por lo general ni siquiera existía para nadie cuando no era necesario socialmente hacerme una visita. Muchos hombres volvieron mutilados de la guerra, pero en muy raras ocasiones uno de mi posición social. Me convertí en una especie de monstruo de feria, un ser infrahumano al que se podía observar sin reservas y de quien aquellos que en su día se llamaban mis amigos podían cotillear entre ellos. La refinada lady Alicia Douglas, una belleza bastante obtusa y veleidosa a la que había cortejado y con quien había considerado casarme, me hizo una visita a primeros de julio. No me dirigió ni una sola palabra amable que no fuera uno de los típicos comentarios, ni me besó en la boca… y te aseguro que antes habíamos compartido un buen número de besos apasionados. En vez de eso, se sentó frente a mí en una de las sillas de mimbre de mi hermoso jardín, a todas luces asqueada por mi desfiguramiento, y me anunció sin ningún pudor que lo sentía mucho pero que, a pesar de mi fortuna y de mi título, no iba a casarse con un hombre que no podría bailar el vals con ella en un salón de baile.
Madeleine se encogió al escucharlo. Thomas lo vio con el rabillo del ojo y se volvió para mirarla cara a cara, preparado al fin para revelárselo todo. Ella había entrecerrado los párpados y movía muy despacio la cabeza en un gesto de negación.