Madeleine se reprendió a sí misma y respiró hondo en un intento por relajarse. Debía luchar contra el cansancio, contra el dolor de cabeza y contra la presión de las ballenas que oprimían su cintura desde hacía ya diez horas. Necesitaba mantener la mente despejada y recordar cuál era su objetivo. Estaba allí por asuntos gubernamentales, y también él. Lo que pensara de ella, la impresión que le hubiera causado, era irrelevante. A decir verdad, tampoco ella se entendía muy bien en lo que a él se refería, ni las reacciones que había experimentado al verlo por primera vez. Por lo general, cuando elegía compañía masculina prefería caballeros de buena familia apuestos y sofisticados. Nunca antes se había sentido atraída por los hombres como Thomas Blackwood, y ese hecho en sí mismo la intrigaba.
Escuchó el tintineo de los platos en la cocina, pero no se dirigió hacia allí. ¿Qué podría decirle? Tenían un montón de cosas que discutir, desde luego, pero se sentiría más cómoda dejando que él iniciara la conversación, algo que sin duda haría mientras tomaban el té. Además, estaba demasiado inquieta para retirarse a su habitación tan temprano.
En lugar de eso, Madeleine se adentró en la sala de estar. Le agradaba la sensación de amplitud que se respiraba en la estancia; aunque los muebles eran oscuros y las ventanas estaban al norte y al oeste, la habitación parecía luminosa y desahogada. Las brasas de la chimenea estaban a punto de apagarse, pero pronto se avivarían y se añadiría más carbón a fin de calentar la casa para la noche que se avecinaba. Por encima del fuego, en la repisa, había un reloj dorado que marcaba casi las cuatro, y al lado se encontraba lo que parecía ser una caja de música de madera. Madeleine se preguntó si esas cosas, o cualquiera de las que se encontraban en la estancia, eran de él. Estaba claro que el juego de ajedrez sí lo era. No lo sabía a ciencia cierta, pero la dureza de las piezas y la soledad que sugería parecían encajar con lo que sabía de él.
Se detuvo frente al tablero, cogió un caballo de mármol marrón y lo hizo girar entre los dedos. Era una talla pesada, fría y robusta. Sí, el ajedrez le pertenecía.
Levantó la mirada al escuchar los pasos masculinos sobre el suelo de madera. Thomas entró en la estancia con una bandeja plateada que contenía una tetera de porcelana, tazas y platillos a juego, un azucarero y un cuenco de nata. La miró a los ojos de nuevo con una expresión neutra e indescifrable.
Sin dejar de mirarlo, Madeleine se dejó caer muy despacio en el sofá e intentó sofocar la risa que le provocaba la imagen que tenía ante sí: un enorme semidiós guerrero, moreno y sensual, con una bandeja de té en las manos, preparado para servírselo personalmente. Consiguió mantenerse impasible y le formuló una pregunta.
—¿A quién le pertenece esta casa, Thomas?
Él arqueó un poco las cejas.
—No estoy seguro —Dejó la bandeja en la mesita, cogió la tetera y sirvió las dos tazas antes de colocar una delante de ella—. Sir Riley solo me dio las llaves y la dirección. Las pocas cosas que hay aquí son mías, lo que traje de mi casa. Los muebles de los dormitorios y de la cocina ya estaban aquí cuando llegué.
Madeleine se alisó las faldas y las colocó de forma que él pudiera tomar asiento en el sillón de al lado sin pisarlas. Thomas sujetó el platillo y la taza y se sentó con cierta rigidez.
—Entonces no es usted de aquí —comentó ella con los ojos fijos en su rostro.
—Soy de Eastleigh, una localidad a varias horas al norte de aquí —replicó él de inmediato y sin afectación—. Vine un par de veces a Winter Garden de vacaciones, aunque han pasado seis o siete años desde la última vez que estuve aquí. No conocía a nadie cuando llegué esta vez, pero he logrado conocer a algunas personas y establecer ciertas amistades durante las últimas semanas.
—Supongo que eso nos será de cierta ayuda en nuestra misión —respondió ella con aire pensativo.
—Mmm…
Se produjo un incómodo momento de silencio. Madeleine volvió a echar un vistazo a la pieza de mármol que aún tenía en la mano.
—¿Juega al ajedrez, Thomas?
Él se llevó la taza a los labios y dio un pequeño sorbo del humeante té.
—Juego a menudo, sí. Me ayuda a pensar y, en ocasiones, a relajarme.
Su tono se había hecho más grave al responder a la pregunta personal, pero ella decidió pasarlo por alto.
—En ese caso, supongo que jugará con alguien del pueblo, ¿no?
El guardó silencio durante tanto tiempo que Madeleine se vio obligada a volver a mirarlo a los ojos. Su expresión se volvió sombría e intensa casi al instante.
—Juego solo, Madeleine —respondió con un susurro grave y ronco—. Hace bastante tiempo que no tengo a nadie con quien jugar.
Madeleine no tenía la menor idea de cómo tomarse aquello, pero notó que la cercanía del hombre y la intensidad de su mirada le provocaban una súbita oleada de calor. ¿Tenía idea de lo sugerente que resultaba esa respuesta? Parecía un comentario íntimo y sensual entre amantes. A Madeleine no le cabía la menor duda de que, de haber estado con diez personas más en la habitación, ella habría sido la única que le habría encontrado una connotación erótica a la observación. ¿Pensaría él lo mismo?
Él se limitó a observarla con los párpados entornados y una leve expresión desafiante en sus hermosos labios. Madeleine notó que se le tensaban los músculos del vientre, pero no podía echarse atrás. Sí. Él lo sabía. Era muy consciente de lo que había dicho y sabía a la perfección cómo lo había interpretado ella.
—¿Usted juega? —preguntó Thomas con una voz ronca y queda.
Madeleine parpadeó con rapidez y se enderezó para dirigir la mirada hacia el tablero que tenía al lado antes de colocar con mucho cuidado el caballo de mármol en su lugar.
—Sé jugar, pero hace mucho que no lo hago —admitió con una timidez que la sorprendió incluso a ella—. Supongo que a usted se le da bien, Thomas.
—A mí se me da muy bien.
Ella titubeó.
—¿Suele… ganar?
—Hasta el momento, mis habilidades nunca me han fallado.
Aunque ni siquiera la había tocado, sentía las punzadas de esa mirada…
descarada, inquisitiva y arrogante.
—Creo que disfrutaría con el desafío —confesó ella en voz baja al tiempo que volvía a mirarlo a la cara con fingido candor—. Pero debe usted saber que yo también juego para ganar.
El hombre se arrellanó en el sillón y extendió la pierna para apoyarla sobre el escabel que había delante.
—¿Y lo consigue?
—¿Ganar?
Él asintió con indolencia.
Madeleine se movió con incomodidad en el sofá y se pasó la mano húmeda sobre el muslo cubierto de muselina.
—A menudo —admitió con un nudo en la garganta.
Durante un efímero instante, le pareció que Thomas había sonreído, algo que hasta ese momento no le había visto hacer. Acto seguido, se llevó la taza a los labios con lenta y calculada precisión y dio un largo sorbo sin apartar los ojos de ella.
—Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo… —dijo unos segundos más tarde—… en que cuando ambos contrincantes tienen la oportunidad de ganar, el juego… resulta mucho más divertido —Hizo una pausa antes de añadir en un suave susurro—. Creo que resultaría fascinante observar la expresión de satisfacción de su rostro cuando lo consigue, Madeleine.
No podía creer que él hubiera dicho aquello, y no pudo soportarlo más. De repente, el ambiente de la habitación le pareció viciado, cargado de una tensión que no acertaba a describir. Deseó tener un abanico a mano, a pesar de que estaban casi en pleno invierno. El calor que sentía provenía de su interior, y lo había provocado un hombre al que apenas conocía con palabras inocentes cuya connotación sexual era muy evidente para ambos. Y todo disimulado en una sencilla charla sobre ajedrez.
Madeleine dio un respingo cuando el reloj de la repisa marcó las cuatro. Apartó la mirada y estiró la mano rápidamente en busca de su té antes de servirse el azúcar y la crema con dedos inusualmente torpes. Se fijó en los intrincados detalles de los diminutos tulipanes morados grabados al aguafuerte en las delicadas tazas de porcelana.
—¿Le gustaría saber algo más acerca de nuestra misión?
Temblaba como un flan, pero él parecía haber recuperado de nuevo su comportamiento indiferente, casi formal. Se le daba muy bien hacer eso, pensó Madeleine, y estaba claro que era un experto a la hora de ocultar sus pensamientos, sus sentimientos y, a buen seguro, sus emociones. Se había dado cuenta de eso al instante. A ella también se le daba bien, pero ese hombre parecía llevarle ventaja en lo que a recuperar la compostura se refería. Al menos, él no se había ruborizado como ella, y tenía la certeza de que ése era un hecho que Thomas no había pasado por alto. Se preguntó por un momento si a él lo había excitado tanto la conversación como a ella, pero dado que no tenía forma de averiguarlo, trató de no pensar en ello.
—Desde luego, por favor —contestó al tiempo que dejaba la cucharilla sobre el plato.
Él colocó la taza y el platillo sobre la mesa y volvió a reclinarse en el sillón antes de apoyar el codo sobre el acolchado del brazo.
—¿Qué es lo que sabe ya?
Madeleine se encogió de hombros y se concentró en la taza de té humeante mientras se la llevaba a los labios para dar un pequeño sorbo.
—Solo que corren ciertos rumores sobre actividades contrabandistas que tiene lugar desde o a través de Winter Garden. Nada más.
—¿Qué le contó sir Riley sobre mí? —preguntó él con mucha cautela.
Ella lo miró de reojo a través de las pestañas y dio otro sorbo al té. Los últimos rayos de sol que se colaban a través de la ventana que daba al oeste iluminaban su cuerpo y su rostro, destacando la cicatriz de la boca. Un grueso y oscuro mechón ondulado caía sobre su frente, pero él no parecía notarlo y permanecía curiosamente concentrado en ella.
Tras dejar la taza y el plato sobre la mesa, Madeleine se giró para enfrentarse a él y entrelazó las manos sobre el regazo en un intento por apartar todo pensamiento sexual de su cabeza. Algo que al parecer él ya había conseguido.
—Solo me dijo que usted era un hombre «grande» de treinta y nueve años. Y que llevaba viviendo aquí varias semanas sin averiguar nada. Me comentó que había solicitado ayuda y que sería usted quien me proporcionaría todos los detalles necesarios. Eso es todo. Apenas estuve unos minutos con él ayer.
—Entiendo —Se frotó la barbilla con el dorso de los dedos y se rascó la piel con la barba incipiente—. ¿Sabe qué es lo que se está pasando de contrabando?
Madeleine enarcó las cejas.
—No, aunque supongo que debe de ser algo importante o valioso. Jamás me habrían pedido que viajara desde el sur de Francia hasta aquí por un asunto trivial.
—Opio —reveló él con voz queda.
Madeleine se sintió atravesada por una gélida y sombría oleada de emociones que la dejó paralizada. De todos los recuerdos infantiles que le habían dejado una amarga huella, sus experiencias con los efectos del abuso de opio eran las que le causaban un mayor dolor. Pero él no tenía por qué saberlo.
—Opio —repitió con suavidad—. ¿Cómo se puede pasar de contrabando algo que es legal y que puede adquirirse de la manera apropiada?
—Robándolo antes de que sea tasado y distribuido —Se quedó ensimismado mientras recopilaba la información necesaria para continuar—. Nuestras sospechas comenzaron hace dieciocho meses, cuando nos enteramos de que estaban desapareciendo pequeños cargamentos poco después de su llegada a Portsmouth. El servicio secreto no inició una investigación de inmediato porque las cantidades robadas, en un principio, no merecían tal esfuerzo. Sin embargo, durante los últimos cuatro o cinco meses las cantidades robadas se han incrementado hasta tal punto que ya no pueden pasarse por alto. Las pérdidas son cada vez más cuantiosas. Así pues, se emprendió una investigación oficial, pero tras unas cuantas semanas sin descubrir nada, se tomó la decisión de enviarme aquí para que me integrara en el pueblo y trabajara en secreto.
Intrigada, Madeleine se inclinó hacia delante, con los antebrazos apoyados sobre los muslos y las manos entrelazadas.
—¿Creen que el opio se pasa de contrabando desde Winter Garden?
Thomas se acercó a ella por encima del brazo del sillón con los ojos brillantes y el rostro tenso.
—El rastro conduce hasta las inmediaciones de Winter Garden, donde se desvanece. En condiciones normales, ya deberíamos haber detectado alguna señal de actividad o haber averiguado algo útil gracias a la vigilancia y a los rumores, pero hasta ahora no hemos conseguido nada —Entrecerró los ojos de manera astuta—. Creo que el opio se trae hasta este lugar porque el pueblo no está bajo sospecha, y una vez aquí, se divide y se transporta hacia el norte de Inglaterra para su venta y distribución. Las razones no están claras, y no sabemos nada acerca de sus medios, pero creemos que quienquiera que se esté arriesgando a hacerlo lo vende para que sea fumado, y no bebido, y que él (o quizá ella) está ganando una fortuna vendiéndoselo a una clientela de lo más selecta. Creo también que la operación está dirigida, o al menos organizada, por alguien que tiene su residencia permanente aquí, ya que los cargamentos se han recibido durante los meses de verano. No obstante, aún nos queda por descubrir quién es esa persona y cómo logra llevar a cabo la distribución en absoluto secreto.
Madeleine cogió de nuevo la taza de té; comenzaba a sentir el suave aguijoneo de la anticipación, como siempre que le asignaban un nuevo caso.
—Puesto que el opio es robado, está claro que la operación resulta de lo más lucrativa para el distribuidor —especuló en voz alta al tiempo que observaba la mesa que tenía enfrente—. De lo contrario, esa persona no se habría arriesgado tanto; y dado que no se necesita una inversión inicial, la venta no le proporcionará más que beneficios. Pero no trabaja sola. El proceso es demasiado complicado —Dio un largo sorbo de té—. Está al tanto de los envíos que llegan a puerto, organiza el robo y consigue de algún modo que lo traigan hasta aquí; y después lo embarca de nuevo para vendérselo a aquellos que lo necesitan, ya sea a un precio económico o a cambio de su discreción. Puede que ambas cosas. Y si sus clientes son adictos y adinerados, los beneficios deben de ser de lo más sustanciosos —Volvió a mirarlo a los ojos con un brillo intenso en la mirada—. Una operación impresionante. Brillante.