Érase una vez en Mauritania un famoso loco, embustero y bribón llamado María Audran, o quizá no lo fuera. Un día Miaran conducía su sedán westfaliano de color crema dispuesto a resolver un importante asunto, cuando chocó con otro coche. El segundo coche era viejo y destartalado, y aunque el accidente fue claramente culpa del otro conductor, el hombre saltó del demolido montón de chatarra y empezó a gritar a Audran.
—¡Mira lo que has hecho a mi magnífico vehículo! —gritó el conductor, que era el teniente de policía Hajjar.
Reda Abu Adil, Hassan el chiíta y Paul Jawarski salieron también del coche. Los cuatro amenazaron e insultaron a Audran, aunque él protestó diciendo que no había hecho nada malo.
Jawarski dio una patada al arrugado parachoques del coche de Hajjar.
—Ahora no sirve para nada —dijo—, y la única solución honrada por tu parte es darnos tu coche.
Audran estaba en inferioridad numérica, cuatro contra uno, y era evidente que no estaban dispuestos a entrar en razón, de modo que asintió.
—¿Y no nos recompensarás por mostrarte el camino honorable? —preguntó Hajjar.
—De no haber insistido —dijo Hassan—, tus acciones habrían puesto en peligro tu alma ante Alá.
—Tal vez —dijo Audran—. ¿Qué deseáis que os pague por ese servicio?
Reda Abu Adil separó sus manos como si eso importara poco.
—No es más que un símbolo entre hermanos musulmanes —dijo—. Nos darás a cada uno cien kiams.
De modo que Audran ofreció las llaves de su sedán westfaliano color crema al teniente Hajjar y pagó a cada uno cien kiams.
Toda la tarde Audran empujó el coche destrozado de Hajjar bajo el sol ardiente. Aparcó en medio del zoco y buscó a su amigo Saied Medio Hajj.
—Deberías ayudarme a desquitarme de Hajjar, Abu Adil, Hassan y Jawarski —dijo, y Saied estuvo de acuerdo.
Audran hizo un agujero en el suelo del automóvil destrozado y Saied se tumbó en él, tapado con una sábana para que nadie pudiera verlo, con una pequeña bolsa de monedas de oro. Entonces, Audran puso en marcha el motor del coche y esperó.
Poco después, aparecieron los cuatro villanos. Vieron a Audran sentado a la sombra del destruido vehículo y se echaron a reír.
—¡No avanzarás ni un metro! —se burló Jawarski—. ¿Para qué calientas el motor?
Audran levantó la vista hacia ellos.
—Tengo mis razones —dijo, y sonrió como si guardara un maravilloso secreto.
—¿Qué razones? —exigió Abu Adil—. ¿Te ha derretido el seso el sol del desierto?
Audran se levantó y bostezó.
—Me gustaría poder contároslas —dijo indiferente—. Después de todo, os debo a vosotros mi buena suerte.
—¿Buena suerte? —preguntó Hajjar, suspicaz.
—Ven. Mira —dijo Audran, conduciendo a los cuatro villanos hasta ¡aparte trasera del coche, donde la tapa de la batería había quedado abierta—. Mead en la batería.
—No hay duda de que te has vuelto loco —dijo Jawarski.
—Entonces lo haré yo mismo —dijo Audran. Y así lo hizo, orinó en la batería destruida—. ¡Ahora hemos de esperar un momento! ¡Ya está! ¿Lo oís?
—Yo no oigo nada —dijo Hassan.
—Escucha —dijo Audran. Y entonces se produjo un delicado «cling, cling» por debajo del coche—. Echad un vistazo —les ordenó.
Reda Abu Adil se puso a cuatro patas, ignorando el polvo y la indignidad, y miró debajo del coche.
—¡Maldita sea su fe! —gritó—. ¡Oro!
Se estiró en el suelo y alargó el brazo por debajo del coche; cuando se puso en pie tenía un puñado de monedas de oro. Las enseñó a sus compañeros asombrado.
—Escuchad —dijo Audran.
Y ellos oyeron el tintineo de más monedas de oro cayendo al suelo.
—Mea amarillo en el coche —murmuró Hassan— y de él manan monedas amarillas.
—Que Alá te conceda prosperidad si me permites recuperar mi coche —gritó el teniente Hajjar.
—Me temo que no —dijo Audran.
—Quédate tu maldito sedán westfaliano color crema y lo consideraremos un trato honrado —dijo Jawarski.
—Me temo que no —dijo Audran.
—También te daremos cien kiams —dijo Abu Adil.
—Me temo que no —dijo Audran.
Imploraron una y otra vez y Audran se negó. Por último se ofrecieron a devolverle el sedán más quinientos kiams de cada uno y él aceptó.
—Pero volveré dentro de una hora —dijo—. Todavía está mi orina en la batería.
Ellos aceptaron. Entonces Audran y Saied se largaron y se repartieron los beneficios.
Bostecé al quitarme el Sabio Consejero. Me gustó la visión, a no ser por la presencia de Hassan el chiíta, que estaba muerto y por mí podía seguir así. Reflexioné sobre el significado de la historia. Tal vez mi mente inconsciente se esforzaba en ingeniar sagaces modos de vencer a mis enemigos. Me alegraba de saberlo. Era consciente de que por la fuerza no conseguiría nada. Carecía de ella.
Me sentí sutilmente diferente después de la sesión de Sabio Consejero, más decidido, pero también maravillosamente lúcido y libre. Ahora mi rostro esbozaba una sonrisa y tenía la sensación de que nadie podría frenarme. La muerte de Shaknahyi me había cambiado, proyectado a un nivel de energía más alto. Me sentía como si viviera en oxígeno puro, brillante y limpio y peligrosamente explosivo.
—Yaa Sidi —dijo Kmuzu bajito.
—¿Qué ocurre?
—El amo de la casa está hoy enfermo y desea que atiendas un pequeño asunto de negocios.
Volví a bostezar.
—Sí, ¿qué clase de negocios?
—No lo sé.
Esa sensación liberadora había conseguido que me olvidara de lo que Friedlander Bey pensaría de mis ropas. Ya no iba a preocuparme nunca más de eso. Papa me tenía bajo el pulgar y tal vez yo no pudiera evitarlo, pero no iba a permanecer pasivo más tiempo. Intenté hacérselo saber, pero cuando lo vi, parecía tan enfermo que lo dejé para más tarde.
Estaba en la cama incorporado sobre una pequeña montaña de almohadas. Tenía una mesa bandeja sobre sus piernas y estaba llena de archivadores, informes, placas de memoria multicolores y un diminuto microordenador. Sostenía una taza de té aromático en una mano y uno de los dátiles rellenos en la otra. Umm Saad debió de creer que podía sobornar a Papa con ellos o que éste olvidaría el ultimátum que le dio. Para ser honesto, en aquel momento el problema de Friedlander Bey con Umm Saad parecía casi trivial, ni se lo menté.
—Rezo por tu bienestar —dije.
Papa alzó los ojos hacia mí e hizo una mueca.
—No es nada, hijo mío. Me siento un poco mareado y me duele el estómago.
Me incliné hacia Papa, le besé en la mejilla y murmuró algo que no pude oír con claridad.
Esperé a que me explicara el asunto de negocios del que deseaba que me ocupase.
—Youssef me dice que hay una mujer grande y enojada en la sala de espera —dijo, torciendo la boca hacia abajo—. Se llama Tema Akwete. Ella intenta ser paciente porque ha recorrido una gran distancia para pedir un favor.
—¿Qué clase de favor? —pregunté.
Papa se encogió de hombros.
—Representa al nuevo gobierno de la República de Songhay.
—Nunca he oído hablar de ella.
—El mes pasado el país se llamaba Reino Unificado Segu. Antes de eso era la Magistratura de Tombuctú y antes que eso Mali y antes formaba parte del África occidental francesa.
—Y la mujer Akwete ¿es una emisaria del nuevo régimen?
Friedlander Bey asintió. Empezaba a decir algo, pero se le cerraron los ojos y se le cayó la cabeza contra las almohadas. Se pasó la mano por la frente.
—Perdóname, hijo mío —dijo—. No me encuentro bien.
—Entonces no te preocupes por la mujer. ¿Cuál es su problema?
—Su problema es que el rey Segu estaba muy enfadado al descubrir que había perdido su trabajo. Antes de huir de su palacio saqueó el tesoro real, por supuesto, no hacía falta decirlo. Su banda también destruyó todas las terminales de ordenador más importantes de la capital. La República de Songhay ha abierto el tenderete sin la menor idea de sobre cuánta gente gobierna, ni siquiera de cuáles son los límites del país. Carecen de una base impositiva legítima, listas de los empleados del gobierno ni descripciones de sus obligaciones, y no existe información precisa sobre las fuerzas armadas. Songhay se encamina hacia la catástrofe.
Comprendía.
—De modo que han enviado a alguien. Te necesitan para restaurar el orden.
—Sin los ingresos de los impuestos, el nuevo gobierno no puede pagar a sus empleados ni continuar los servicios normales. Es probable que pronto Songhay se vea paralizada por huelgas generales. El ejército puede desertar y entonces el país estará a merced de las naciones vecinas mejor organizadas.
—¿Por eso la mujer está enfadada contigo?
Papa separó las manos.
—Los problemas de Songhay no son asunto mío —dijo—. Te expliqué que Reda Abu Adil y yo nos dividimos el mundo musulmán. Ese país es de su jurisdicción. No tengo nada que ver con los estados subsaharianos.
—Akwete debió acudir primero a Abu Adil.
—Exacto. Youssef le transmitió el mensaje, pero ella gritó y pegó al pobre hombre. Cree que intentamos extorsionar a su gobierno por un pago más sustancioso. —Papa dejó su taza de té y buscó entre las desordenadas pilas de papeles sobre sus mantas, escogió un grueso sobre y me lo ofreció con mano temblorosa—. Éstas son las condiciones materiales y el contrato que me ha ofrecido. Dile que se lo lleve a Abu Adil.
Respiré profundamente. No parecía que tratar con Akwete resultase divertido.
—Se lo diré.
Papa asintió ausente. Había arreglado una molestia de orden menor y ya volcaba su atención en otra cosa. Después de un momento murmuré unas palabras y abandoné la habitación. Ni siquiera notó que me había ido.
Kmuzu me esperaba en el pasillo que conducía a las dependencias privadas de Papa. Le conté lo que habíamos hablado Friedlander Bey y yo.
—Voy a ver a esa mujer —dije—, y luego tú y yo daremos un paseo hasta la casa de Abu Adil.
—Sí, yaa Sidi, pero será mejor que te espere en el coche. Sin duda, Reda Abu Adil me considera un traidor.
—Aja. ¿Porque fuiste contratado como guardaespaldas de su esposa y ahora te cuidas de mí?
—Porque dispuso que me convirtiera en un espía en la casa de Friedlander Bey y ya no me considero en ese empleo.
Sabía desde el principio que Kmuzu era un espía. Sólo que pensaba que era espía de Papa y no de Abu Adil.
—¿Ya no le informas de todo?
—¿Informar a quién, yaa Sidil —A Abu Adil.
Kmuzu me dedicó una breve y solemne sonrisa.
—Te aseguro que no. Ahora informo al amo de la casa.
—Bueno, está bien.
Bajamos la escalera y me detuve fuera de una de las salas de espera. Las dos Rocas Parlantes flanqueaban la puerta. Miraron amenazadoramente a Kmuzu. Kmuzu les devolvió la mirada. Yo hice caso omiso y entré.
La mujer negra se puso en pie tan pronto pisé el umbral.
—¡Exijo una explicación! —gritó—. Se lo advierto, como embajadora legítima de la República de Songhay...
La hice callar con una mirada incisiva.
—Señora Akwete —dije—, el mensaje que ha recibido antes era muy explícito. De verdad, ha venido al sitio equivocado. Sin embargo, puedo acelerar sus trámites. Transmitiré la información y el contrato que contiene este sobre al caíd Reda Abu Adil, que participo en la fundación del Reino Segu. Podrá ayudarla a usted del mismo modo.
—¿Y qué pago espera como mediador? —me preguntó agriamente Akwete.
—Ninguno en absoluto. Es un gesto de amistad por parte de nuestra casa hacia la nueva república islámica.
—Nuestro país es aún joven. Desconfiamos de semejante amistad.
—Están en su derecho —dije encogiéndome de hombros—. Sin duda al rey Segu le pasó lo mismo.
Le di la espalda y abandoné la sala de espera.
Kmuzu y yo cruzamos enérgicamente el vestíbulo hacia las grandes puertas de madera. Oía los zapatos de Akwete repicar en el parquet detrás de nosotros.
—Espere —gritó.
Me pareció distinguir un tono de excusa en su voz.
Me detuve y la miré.
—¿Sí, señora?
—Ese caíd... ¿puede hacer lo que usted dice? ¿O se trata de un complicado truco?
Le sonreí con frialdad.
—No creo que ni usted ni su país estén en condiciones de dudarlo. Su situación es desesperada y Abu Adil no la empeorará. No tiene nada que perder y todo que ganar.
—No somos ricos —dijo Akwete—. No después del modo en que el rey Olujimi sangró a nuestro pueblo y disipó nuestra escasa riqueza. Tenemos un poco de oro...
Kmuzu alzó una mano. Era muy raro que él interrumpiera.
—El caíd Reda no está tan interesado en su oro como en el poder —dijo.
—¿Poder? —preguntó Akwete—. ¿Qué clase de poder?
—Estudiará vuestra situación —dijo Kmuzu—, y luego se reservará cierta información para él.
Noté que la mujer negra vacilaba.
—Insisto en ir con ustedes a ver a ese hombre. Estoy en mi derecho.
Kmuzu y yo nos miramos. Ambos sabíamos que era una ingenua al creerse con derechos en tales circunstancias.
—Muy bien —dije—, pero dejará que yo hable con Abu Adil primero.
Parecía sospechar.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo digo yo.
Salí al exterior con Kmuzu, donde esperé al sol mientras él iba a buscar el coche. La señora Akwete me siguió al cabo de un momento. Parecía furiosa, pero no dijo nada más.
En el asiento trasero del sedán, abrí mi maletín y cogí el moddy de tipo duro de Saied y me lo conecté. Me invadió una sensación de seguridad, de que nadie podía interponerse en mi camino, no a partir de ahora, ni Abu Adil, ni Hajjar, ni Kmuzu, ni Friedlander Bey.
Akwete se sentó tan lejos de mí como pudo, con las manos crispadamente cruzadas sobre su regazo y la cabeza hacia el lado contrario. No me importaba la opinión que tenía de mí. Miré la libreta de tapas de vinilo de Shaknahyi. En la primera página había escrito Archivo Fénix en letras grandes. Debajo de eso había varias entradas:
Ishaq Abdul—Hadi Bouhatta — Elwau Chami (Corazón, pulmones) Andreja Svobik — Fatima Hamdan (Estómago, intestino, hígado) Abbas Karami — Nabil Abu Khalifeh (Riñones, hígado) Blanca Mataro Shaknahyi estaba convencido de que los cuatro nombres de la izquierda tenían alguna relación, pero en palabras de Hajjar eran sólo «casos abiertos». Bajo los nombres, Shaknahyi había escrito tres letras árabes: alif, lam, mim, que corresponden a las letras latinas A.L.M.