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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (15 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—Eso he pensado yo también, aunque, por otra parte, de un hombre tan poco corriente puede esperarse cualquier cosa. Lo que dijo el fraile no va desencaminado, podía tener dinero guardado, y si era pobre por decisión propia...

Habíamos llegado a comisaría. Antes de dirigirme a mi despacho le dije a Garzón:

—Compruebe si tenemos algún dato policial con el nombre de la víctima. Yo voy a ver si le saco algo más al bueno de Anselmo.

—A sus órdenes, inspectora.

Como siempre que habíamos tenido algún escarceo a cuenta de la lucha de sexos, Garzón hacía notar que si me aguantaba era sólo por imperativo del cargo. Había sido una torpeza por mi parte provocarlo. Entré en el lavabo. Debía pensar un poco qué era lo que pretendía hacer con Anselmo. Ya que se mostraba sensible a la lágrima podía llorarle un poco más para ver si se guardaba algo en el tintero. Claro que, si era sensible de verdad, en su arrebato de sinceridad hubiera dicho todo lo que sabía. En fin, vería.

Para mi sorpresa, Anselmo no estaba donde lo dejé. Fui a buscar al policía que había recibido la orden de custodiarlo. Lo encontré frente al despacho de Coronas. Se adelantó, muy acelerado, antes de que me acercara a él.

—¡Inspectora, por fin ha llegado! El hombre aquel se marchó.

—¡Pero bueno!, ¿no le dije que lo vigilara?

—Sí, pero después de hablar con usted el comisario me hizo pasar a verlo un momento y luego, cuando entré en su despacho para decirle a ese hombre que esperara en el pasillo, ya no estaba. Lo busqué, pero se había escabullido.

—Es igual, no tiene demasiada importancia. Lo tenemos localizado.

En fin, a aquel tipo de cosas era a lo que la gente debe de referirse cuando habla de ineficacia policial. Nada grave, en el fondo, no tenía ganas de llorar ni pensaba que sirviera para mucho.

Llamé al inspector Sangüesa por el teléfono interno.

—¡Petra!, estoy encantado con el papelito que me diste para que lo desentrañara.

—¿Por qué?

—Estoy harto de complejas investigaciones económicas. Esto ha sido bastante más fácil. Es una simple ecuación de segundo grado.

—¿Ah, sí, y está bien resuelta?

—Lo está. Me hace gracia que no hayas sabido reconocer una simple ecuación de segundo grado.

—Pues ya ves.

—Las mujeres sois malas en matemáticas.

—No me toques las pelotas, Sangüesa.

Se echó a reír con enorme regocijo. Colgué. Había recibido mi propia medicina, y la verdad era que no tenía buen sabor. Quizá debía disculparme con Garzón, sin que se notara demasiado. En ese momento recordé que no le había preguntado cuál era la cuestión personal que intentó tratar conmigo. Lo haría aquella misma tarde sin falta, a lo mejor eso ya servía a modo de disculpa.

Bien, una ecuación de segundo grado que Tomás
el Sabio
le había regalado a su compañero de fatigas. Era lo que sabía hacer; si hubiera sabido componer poemas, el regalo hubiera resultado menos insólito. Pero la información de Sangüesa llegaba demasiado tarde, ahora ya conocíamos la titulación universitaria del muerto. Todo era extraño, hombres bien adaptados que pasan a la marginación y regalan un poco de sabiduría, vagabundos que no soportan ver llorar a una mujer. Quizá no nos encontrábamos en un mundo tan degenerado moralmente. Incluso podía pensarse que los vagabundos demostraban vivir con cierta libertad, con una elegancia básica que a nosotros nos faltaba.

Escribí el informe sobre los interrogatorios del día. Había comprobado que, si era regular proporcionando datos sobre nuestro trabajo, Coronas se mantenía aplacado y no me daba la tabarra. A medida que iba desgranando lo sucedido, viendo qué teníamos sobre aquel caso, me daba cuenta de que, hasta el presente, había sido todo enormemente lento y laborioso, y lo más llamativo: casi nunca habíamos formulado hipótesis. Normalmente era al revés, cada indicio que reuníamos daba lugar a un montón de posibilidades que teníamos que esforzarnos por no anticipar a las pruebas reales. Pero no aquí, en el caso de Tomás
el Sabio
acabábamos de determinar algo tan básico como su identidad, y sin que eso fuera muy prometedor. El asunto no olía a nada: ni drogas, ni pasiones... ninguna motivación tradicional. Sin embargo, no era tan inodoro como para quedarnos con la explicación inicial: unos skins quitan de en medio a un «sin techo» en un espontáneo acto de barbarie. Ni siquiera, a falta de sospechas, habíamos pensado en dar por buena aquella posibilidad. Había sido ejecutada con un método tan de manual que resultaba inverosímil.

Estaba cansada y la frustración empezaba a hacer mella en mí, de modo que cerré el ordenador y me dispuse a marcharme a casa. Antes, pasé por la mesa de Garzón cumpliendo con mi propósito amistoso, pero ya se había ido. Lo vería al día siguiente. En aquel momento sólo tenía la necesidad, cada vez más acuciante, de dormir. Apreté el acelerador.

Al salir del coche tuve la extraña impresión de que alguien me observaba. Miré a derecha e izquierda, pero mi calle estaba vacía. Sin embargo, mientras me acercaba a la puerta, volví a experimentar la misma sensación. Una íntima alegría me embargó. Mi psiquiatra loco hacía poco caso de las recomendaciones y quizá se disponía a salir de las sombras. Metí la llave en la cerradura y, en efecto, una mano se posó en mi hombro. Di media vuelta sonriendo al tiempo que un tremendo puñetazo me derribó. Dos individuos empezaron a darme patadas mientras intentaba cubrirme la cara. No podía levantarme ni responder, un alud de golpes se abatía sobre mí. Noté que me abandonaban las fuerzas, estaba mareada, pero procuré con el último aliento verles la cara. Era inútil, sólo pude descubrir dos siluetas vestidas con harapos, pelos largos, gorras en la cabeza. Me tumbé por completo en el suelo, me dejé ir. En ese momento noté que los golpes habían parado. Los dos individuos se alejaban. Con gran esfuerzo desenganché el bolso que llevaba en el hombro y saqué la pistola. Apunté como pude y disparé. Oí un grito. Los dos hombres corrían, uno de ellos cojeaba. Miré alrededor. No había nadie, estaba sola. Tenía un sabor cada vez más amargo en la boca, me costaba fijar la mirada. Pensé que iba a morirme allí, y me acometió la absurda idea de que era una pena, dos pasos más y podría haber muerto dentro de mi propia casa y no sola en la noche, como un perro sin dueño.

6

Recobré la conciencia tumbada en una camilla. Estaba desnuda bajo una bata de hospital. Miré alrededor, no había nadie. De pronto entró una enfermera y se dio cuenta de que me encontraba despierta.

—¡Vaya, por fin!, ¿cómo se encuentra?

—Bien.

La voz me salió apagada, tenía la boca seca.

—Claro, se encuentra bien porque le hemos inyectado Nolotil, pero ya le dolerá, ya. La pusieron como un mapa. ¿Se acuerda?

—Oiga, ¿dónde estoy, qué me han hecho? Tengo que levantarme y marcharme en seguida.

—No, tiene que esperarse. Está en un cubículo de urgencias, en el hospital del Mar. Ahora mismo aviso a la doctora. Ella le dirá. Pero de todos modos no se preocupe, sus compañeros ya están aquí y la esperan fuera. Cuando lo diga la doctora, podrán entrar a verla.

—¿Qué compañeros son, cómo se llaman?

—¡Huy, hija, usted pregunta mucho! Pues dos policías como usted. Porque me han dicho que usted es policía. ¡Vaya oficio, ¿no?!, siempre viendo desastres.

—Bueno, usted tampoco ve aquí películas de amor.

Se echó a reír. Cabeceó y vino hasta mí, me pasó la mano por la cara con una actitud maternal que agradecí enormemente.

—Ya tiene usted mejor color. ¡Si viera la cara que traía cuando la ingresaron! Voy a buscar a la doctora.

Me relajé y miré hacia la ventana. Hacía sol. Recordaba a la perfección lo que había pasado: los golpes, los dos hombres corriendo... tenía que hablar en seguida con alguien del servicio, había herido a un hombre y probablemente nadie lo sabía. Ya deberían haber empezado a buscarlo. Me removí, inquieta, en aquella camilla tan incómoda. Busqué mi ropa con la vista, pero no estaba. Entonces entró una médica joven, que me miró sin sonreír.

—Hola, ¿cómo se encuentra?

—Estoy bien. Oiga, me han dicho que mis compañeros están aquí. Tengo que verlos urgentemente.

—Sí, ahora entrarán. ¿No quiere saber cuál es su diagnóstico?

—Después, ahora déjelos entrar, por favor. Soy policía.

Se encogió de hombros, y con cara de escepticismo salió. Al cabo de un momento entraron Garzón y Coronas. Este último abrió los brazos con aire patriarcal.

—¡Joder, Petra, no nos da usted una digestión a gusto! ¿Cómo está hoy?

—Comisario, le disparé a uno de los hombres que me agredieron y le di, creo que en una pierna. Eran dos.

—Lo sabemos, lo sabemos, no se preocupe. Tenía usted su pistola en la mano cuando la encontraron y lo dijo entre sueños. Un vecino llamó a la policía. Ya están todos los hospitales alertados.

—¿Y qué?

—De momento, nada. Encontramos la bala junto al bordillo de la acera frente a su casa. Probablemente sólo lo rozó, y puede que no haya solicitado atención médica por miedo. Habrá que esperar un poco más.

—Eran dos. Parecían mendigos.

—¿Mendigos?

—Estoy casi segura de que vestían con harapos y ropa vieja.

Garzón, que no había despegado los labios, intervino por fin, muy angustiado:

—Bueno, Petra, pero ¿usted cómo se encuentra? Lo primero ahora es la salud.

—Déjese de chorradas. ¿Se sabe con qué me pegaron?

—Tendrá que visitarla el forense para determinar eso.

—Pues no sé a qué estamos esperando.

—A que le den el alta, por ejemplo —dijo Coronas.

—Comisario, estoy bien. No tengo fracturas ni heridas, la verdad es que no sé qué estamos haciendo aquí.

—No se puede salir del hospital si no es con el alta médica firmada.

—Dígales usted que tengo que marcharme, que me necesita urgentemente.

Se echó a reír, halagado.

—¿Cree que mi autoridad es universal?

—Eso suele parecerme.

—¡Vaya, ya lo ha estropeado! Hablaré con la médica, si realmente se encuentra bien...

Salió de la habitación mientras el subinspector me echaba una mirada furibunda.

—La médica ha dicho que tiene que estar al menos veinticuatro horas en observación. No me parece prudente que se largue por las buenas. Al comisario tres carajos le importa, es más, está deseando que vuelva, pero insisto, debería quedarse y pasar otra noche aquí.

—¿Va a quedarse junto a mí y arroparme como un padre? Porque le aseguro que ser huérfana no me parece tan malo.

—Es usted como una mula resabiada, inspectora, en cuanto uno se descuida, le suelta una coz.

—Soy una yegua con muchos años de trote. No se ofenda.

—¿Quién cree que le pegó?

—No lo sé, Fermín, pero desde luego me cuesta pensar que hayan sido dos mendigos auténticos. Corrían con un estilo olímpico que no suele encontrarse en el mundo marginal.

Entró Coronas con una sonrisita pintada en los labios.

—Bueno, arreglado. La médica dice que tendrá que firmar un papel conforme se va usted bajo su responsabilidad. Le dará una receta para que vaya tomando antiinflamatorios.

—Perfecto. Cuando quieran.

Se quedaron mirándome con cara de bobos.

—Cuando queramos, ¿qué?

—Cuando quieran salen de la habitación. La camaradería policial no incluye que me vean en pelotas.

—¡Qué barbaridad, qué bruta es usted, Petra! —exclamó Coronas enfilando la puerta, y Garzón, que le seguía de cerca, añadió cargado de razones y en tono muy audible:

—No lo sabe usted bien, señor.

La forense me miró con simpatía. Empezó a desenrollar la venda que envolvía mi muslo izquierdo.

—Esto debe de dolerte, ¿no, Petra?

—Empiezo a notarlo, sí.

—De todas maneras, me alegro, de todos los servicios que yo puedo prestarte, éste es el menos grave.

—No descartes hacer mi autopsia un día de éstos, cuando acabe de tomar todas las pastillas que me han recetado en el hospital.

Rió un poco, dejó al aire la zona tumefacta y le aplicó una fuerte luz. Observó en silencio absoluto. Por fin, silabeando y sin dejar de mirar informó o pensó en voz alta:

—Bien, o mucho me equivoco o... no, no creo equivocarme demasiado, de hecho estoy casi segura... segura por completo. —Levantó los ojos y los fijó en mí—: Todo está un poco hinchado aún, pero puede afirmarse que es un golpe propinado con una superficie bruñida. Si te fijas, a pesar de la rojez, se ve con claridad un entramado, un dibujo.

—El dibujo correspondiente a una suela de bota muy dura, ¿verdad?

—Sí, eso mismo diría yo.

—Es suficiente con eso, Silvia. No necesito más.

Garzón esperaba en el pasillo, adormecido por la calefacción y el cansancio.

—¿Quién tiene fácil acceso a su ordenador, Fermín?

—Pues... el mismo Castillo puede entrar si le doy la contraseña.

—Vamos a pedirle que lo haga y nos dé por teléfono una dirección. Así no perdemos tiempo.

Una gestión fácil, directa, que no se hizo esperar más de unos minutos. El subinspector recibió la información de Castillo cuando ya íbamos en coche, saliendo a toda prisa del Anatómico Forense. Estaba segura de lo que hacía.

Fui yo la que llamó a la puerta, y también quien contestó: «¡Policía!» a la pregunta de una mujer. Al abrir comprendí que debía de ser la madre: cincuenta años, aspecto corriente... una ama de casa más de un barrio obrero. Negó con la cabeza cuando le preguntamos por Matías Sanpedro.

—No está. Bueno, sí que está, pero en la cama, enfermo. Hoy no ha podido ni ir a trabajar.

—Ya. Se ha hecho daño en una pierna, ¿verdad?

Sus ojos empezaron a evidenciar miedo, rechazo, duda. En seguida optó por el ataque.

—Oigan, mi chico es un trabajador y, como comprenderán, si está de baja...

La interrumpí del modo más seco que pude, pero sin perder la serenidad:

—Señora, esto es serio. Si no nos deja pasar y hablar con su hijo, será mucho peor para él. Se la juega, así que usted verá. Si traemos coches, guardias y toda la historia, se enterará hasta el último vecino.

—Mi hijo no ha hecho nada malo, se torció un tobillo al salir del taller.

Metí un pie dentro del recibidor y comencé a avanzar con tiento. Al comprobar que la mujer no se oponía abiertamente continué con más seguridad. Garzón venía detrás, y la madre de mi querido skin cerraba la comitiva sin parar de hablar un momento. Abrí una puerta de la que salía música electrónica y allí estaba, con la pierna vendada y tumbado en la cama. Me miró con más miedo que odio.

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