Los dedos de Mathilde volaban de tallo en tallo. Las espinas de las rosas, armas irrisorias, no oponían ninguna resistencia. Las ramas se desprendían unas sobre otras.
Y todavía peor. Estaba su idea personal, el célebre oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan. Enviar durante meses a su único hijo a vivir a Turquía, con su nuera encinta, ¡su nieta forzada a nacer en el extranjero! ¡Todo por una quimera! En 1998 todavía no se había puesto ni un tubo de esa maldita línea.
Léonce de Carville se había equivocado por completo.
Miró con repugnancia cómo las hojas de arce caían sobre su marido, por docenas, sobre su cabello, sus hombros, sus brazos, acumulándose en la entrepierna.
Mathilde seccionó una última rama y se echó hacia atrás para contemplar su trabajo.
La docena de rosales estaban podados lo más al ras posible. Mathilde se acordaba de los consejos de su propia abuela: «Nunca se poda demasiado un rosal; podarlos al ras, siempre más al ras, luchar contra su voluntad de subir la podadora, bajarla por el contrario, podar diez centímetros por debajo, siempre.» .
La villa la Rosaleda databa de 1857, el año todavía estaba grabado en el granito, por encima del porche. Mathilde sabía que los rosales habían sido plantados el mismo año, y que desde esos tiempos los Carville los cuidaban ellos mismos. Daban trabajo a docenas de personas para lavar, cocinar, cortar el césped, sacar brillo al cobre, limpiar las ventanas, vigilar la propiedad. Pero desde hacía generaciones los Carville se ocupaban del mantenimiento de la rosaleda. Mathilde había sido iniciada en la jardinería en cuanto supo caminar. Además de los rosales, había reunido ella misma un invernáculo, un poco apartado de la villa. Admiró una última vez el corte de las plantas y, sin una mirada a su marido, avanzó hacia el invernadero.
Volvió a las últimas palabras de Malvina. Así que el cuaderno de notas de Crédule Grand-Duc, su testamento, toda su investigación, estaba en las manos de Marc Vitral…
¡Qué ironía!
¿Debía servirse una vez más de Malvina para recuperarlo? ¿Continuar mintiéndole, mantenerla en su ilusión? Todas las pruebas que había obtenido, más tarde, esas pruebas que Grand-Duc le había proporcionado, nunca le había hablado de ellas a Malvina.
¡Eso la habría matado!
Entró en el invernadero y se quedó un largo rato, como todas las mañanas, para respirar la increíble mezcla de olores. Su remanso de paz. Su obra. Era allí, en ese invernadero, donde se sentía más cerca de Dios, de su creación, donde rezaba mejor, mucho mejor que en las iglesias.
Malvina…
¡La locura de su nieta!
Eso también era culpa de su marido. Se acordaba de la encantadora nieta que había sido Malvina a los seis años, de su risa en la escalera de cerezo, de sus escondites astutos en el jardín, de sus ojos maravillados ante los herbarios que hojeaba con ella. Ahora, aparte de mentirle, ¿qué más podía hacer? ¿Encerrarla en un hospital psiquiátrico? Sólo la obsesión de Malvina la movía todavía a levantarse, a vestirse, a alimentarse: Lyse-Rose estaba viva, había sobrevivido, a pesar de la sentencia del juez, dieciocho años antes; sólo ella, su hermana mayor, podía devolverla a la vida, incluso después de todos esos años.
Devolver a su hermana a la vida, con un Mauser L110 entre las manos…
Mathilde de Carville se inclinó sobre un ramo de lirios de los Cafres, una de las últimas plantas que florecen en otoño. Lograba todos los años aguantarla en su invernadero hasta diciembre; era su orgullo, el ramo en la mesa de la cena de Nochebuena, una mezcla de lirios rosas, de lirios de los Cafres, Major rojos y Alba inmaculados. Mathilde comprobó el nivel del agua; la humedad era la gula de los lirios, el secreto de su esplendor y de su longevidad.
Su mente se desvió de nuevo hacia Malvina, el brazo armado de su venganza. Era muy necesario que alguien defendiese ese día los intereses de los Carville. ¿Por qué no Malvina, después de todo?
Las cosas iban a cambiar, en los días, en las horas por venir. Ahora que Lylie había leído el cuaderno de Grand-Duc, Malvina ya no era la única bomba de relojería soltada en plena calle. Grand-Duc le había hecho un regalo de cumpleaños envenenado. La historia de su vida. Todos los secretos de familia sentados por escrito en cien páginas.
Dos familias. Doble dolor.
Suficiente para volver loca a Lylie también. Loca de rabia.
Mathilde de Carville avanzó un poco más. Los ásteres Septiembre rojo de su invernáculo perdían los últimos pétalos, algunos rayos púrpuras unidos a un corazón de oro, como si una enamorada indecisa se hubiese introducido en medio del invernadero para deshojar una a una las mayas gigantes.
Una imagen curiosa se impuso en la mente de Mathilde. Casi un sueño, como una premonición. Veía a Lylie entrar allí, en el jardín, en la Rosaleda, armada con un revólver, un Mauser L110, con el dedo en el gatillo. Caminaba poco a poco sobre el césped.
Sí, Lylie tenía muchas razones para vengarse, si Grand-Duc revelaba todo en su cuaderno. Mathilde sonrió para sí misma. Una pregunta la mortificaba. Ese dedo en el gatillo, ese índice, ¿llevaría la sortija? El zafiro claro. ¿Las incrustaciones de diamante adornarían ese dedo vengador?
La imagen, poco a poco, se borró. El áster naranja reapareció, sin hojas a excepción de tres últimos pétalos. Mathilde de Carville murmuró sin entusiasmo, sólo para sí: .
—Feliz cumpleaños, Lylie.
Si lo hubiese sabido en su momento, nunca habría contratado a Crédule Grand-Duc para esa cuenta atrás estúpida.
Avanzó más, volvió la cabeza por detrás de su hombro para comprobar que realmente estaba sola. Lo estaba. Nadie la observaba por las cristaleras del invernadero. Se inclinó sobre su jardín secreto, apartó los iris y descubrió algunos tallos discretos, florecitas amarillas, algunos pies de celidonia. A Mathilde de Carville le gustaba contemplar esos cuatro pétalos de color amarillo dorado, en cruz, agrupados en sombrilla. La hierba de las golondrinas, como se la llamaba antaño; pero Mathilde prefería el otro rostro de la celidonia, la cruz de pétalos disimulaba una planta mortal, tal vez la más tóxica de todas, una concentración única de alcaloides en su jugo…
Su debilidad.
Que Dios la perdonase.
Dio media vuelta, salió del invernadero. Léonce de Carville seguía sentado, desarticulado, sólo sacudido por un temblor regular que agitaba las hojas rojas.
Un tronco muerto. Deforme.
La mirada de Mathilde de Carville abarcó el conjunto de la propiedad, la rosaleda, la villa, el jardín…
No, tal vez no todo estuviese perdido. El apellido. La raza. El honor.
Lyse-Rose.
Acababa razonando como Malvina.
Quedaba una última esperanza, ese telefonazo de Crédule Grand-Duc, el día anterior, el último antes de su muerte. Pretendía haber descubierto un nuevo elemento que ponía en tela de juicio todas sus certezas anteriores. Le había afirmado que había tenido la iluminación tres días antes, en los ultimísimos minutos de su contrato, supuestamente leyendo
L’Est Républicain
. ¡Cinco minutos antes de medianoche!
¿Iba a ser lo bastante ingenua como para creerlo? ¿Iba a ser lo bastante estúpida como para seguir a Grand-Duc en un farol tan burdo?
Grand-Duc no había querido decir nada más, le había precisado que deseaba comprobar unos últimos detalles. Volvió a pensar en Malvina y en su Mauser. Grand-Duc se había comportado como esos testigos de las novelas policíacas, que tratan de venderse al mejor postor y que se encuentran con una bala en el corazón antes de haber podido pronunciar una cifra.
Mathilde de Carville se acercó ante las ramas cortadas de los rosales. Se inclinó y recogió los tallos con toda la mano, sin una mala cara, sin sufrimiento aparente.
A pesar de todo, no podía dejar de pensar que las últimas palabras de Crédule Grand-Duc quizá eran ciertas.
Un resultado. Una esperanza postrera.
Y, como siempre en esta historia, la balanza del destino. Para que una familia tuviera esperanza, la otra debía perderlo todo.
2 de octubre de 1998, 11.01
Miromesnil.
Campos Elíseos-Clemenceau.
Las estaciones pasaban. El vagón se vaciaba, parada tras parada. El metro aceleraba con brusquedad para reducir la velocidad casi de inmediato, como un inagotable esprínter ciego.
Una chica guapa subió en Inválidos. Por un momento, Marc Vitral creyó reconocer a Lylie, por su silueta estilizada y su cabello rubio recatadamente peinado. Sólo un momento. El metro estaba lleno de rubias guapas, no era el azar lo que volvería a ponerle tras los pasos de Lylie, ni sus mensajes desesperados en un contestador, sino la lectura atenta de ese cuaderno; era a Grand-Duc al que debía encontrar, a cualquier precio.
Varenne.
Marc estaba ahora casi solo en el vagón. La rubia ya se había bajado. Hizo la extraña reflexión de que de las once personas presentes en el vagón, siete eran negras. Cualquiera habría dicho que una ley les prohibiese todavía en la actualidad a los africanos caminar al aire libre por las aceras de las calles para gente adinerada que había justo por encima de sus cabezas, las calles de Grenelle, de Varenne, de Babylone. Definitivamente, Marc no se acostumbraba a París, a su miseria, a su indiferencia, a sus soledades. Echaba de menos Dieppe, el puerto comunista de su infancia. Suspiró. No tenía mucha elección. La urgencia estaba en otra parte. Resignado, se sentó de nuevo y retomó su lectura.
Diario de Crédule Grand-Duc
La decisión del juez Weber llegó por correo oficial al buzón de los Vitral, calle Pocholle, la mañana del 11 de mayo de 1981. Como un símbolo.
Toda la noche anterior, el inmenso paseo marítimo de Dieppe se había transformado en el teatro improvisado de una gigantesca fiesta popular. Se había cantado, bebido, reído y bailado descalzo toda la noche en el césped de la explanada. Dieppe, la ciudad roja, el puerto obrero, la ciudad afectada por la desaparición de sus fábricas una a una, había celebrado como el más grande de los 14 de julio la elección a la presidencia de la República de François Mitterrand; la llegada histórica al poder de la izquierda, los comunistas al gobierno. ¡Cambio! El eslogan corría por todas las bocas. La decana de las estaciones balnearias francesas se había puesto por una noche el vestido de su primer baile. ¡Y todavía le sentaba bien!
Pierre y Nicole Vitral también participaron en la fiesta, a su manera. Hacía una generación que esperaban aquello, que luchaban, que se manifestaban, que repartían octavillas en los mercados. Su camioneta, en el paseo marítimo, se mantuvo abierta casi toda la noche, creps, gofres y hojaldres se habían mezclado con el champán y la sidra en un alegre follón. Todas las generaciones estaban felices. Pero los Vitral no habían logrado liberarse completamente. Esperaban el correo del juez, la decisión final; se temían aún un recurso de los Carville, un último giro. No querían gozar de una victoria semejante antes de tener el papel oficial en sus manos, antes de estrechar a Émilie, todavía al cuidado del nido de Montbéliard, entre sus brazos.
No se atrevían a creer en ello.
Pero, después de todo, ¿quién había creído en realidad, incluso en Dieppe, antes de ese 10 de mayo de 1981, en la victoria de la izquierda?
Pierre abrió la carta del juez hacia las ocho de la mañana. Temblando. No había dormido más que dos horas. El correo del juez Weber no dejaba ninguna duda. La superviviente de la catástrofe del monte Terrible se llamaba Émilie Vitral. Sus abuelos paternos se convertían en sus tutores legales. Podían ir a buscarla a Montbéliard esa misma mañana.
En el barrio del Pollet no se habían guardado las copas, el champán, el aceite de fritura y las parrillas. Se compartieron los restos. La fiesta se prolongó. El 10 y el 11 de mayo de 1981.
Los dos días más hermosos de sus vidas.
Mathilde de Carville dejó que pasara la tarde, ya era casi de noche, para acercarse a la camioneta de los Vitral. Había esperado con paciencia a que los últimos clientes se alejasen. También había tenido la precaución de que Nicole Vitral estuviera sola; su marido estaba en el Pollet, para la reunión del barrio, ese 13 de mayo de 1981, como todos los miércoles por la noche. Se planteaba seriamente presentarse en la lista de las municipales de 1983. Hacía un buen tiempo de mayo, pero con demasiado viento, como siempre.
Ha llegado el momento de presentarles a Mathilde de Carville. Entró en juego dos días después de la euforia. No es fácil para mí dibujar un retrato imparcial, lo comprenderán en unas páginas. Asumo el cuadro que les voy a pintar, en la forma y en el fondo. Si no les parezco objetivo, crean al menos en mi sinceridad. Mathilde de Carville, durante todo el tiempo de la instrucción, había confiado en su marido; en su marido y en Dios. Hasta el momento presente, en el transcurso de su vida, nunca había tenido que quejarse de Dios, ni de su marido, por otra parte. Nacida noble de un linaje angevino emigrada a las elegantes afueras de París, bastante encantadora, inteligente, humanista, llevaba alto el moño, con una pizca de malicia a lo Romy Schneider. Mathilde, desde sus veinte años, fue rápidamente admirada, envidiada, cortejada. No mucho tiempo. Confiaba en Dios. Se enamoró del primer hombre que el cielo puso en su camino y le juró fidelidad eterna. Fue Léonce, un joven ingeniero brillante, ambicioso y pobre. El ingeniero destruyó poco a poco todo lo que Mathilde tenía de encantadora y humanista. Si Dios así lo quería…
Mathilde aportaba una dote de un valor inestimable: su apellido. Mathilde de Carville. La descendencia privilegiada, la sangre noble, la raza, la sucesión. Léonce tomó el apellido de su esposa. No es muy común, pueden admitirlo conmigo, ¡un hombre que toma el apellido de su mujer! Hace falta al menos un «de» y un árbol genealógico que se remonte a san Luis para eso. Mathilde le ofrecía a su marido su apellido y, no hay que olvidarlo, los pocos millones en bonos del Tesoro que fueron necesarios para fundar la empresa de Carville. El genio industrial de Léonce hizo el resto: la multiplicación de los primeros millones en docenas de millones, el éxito comercial de la empresa, las patentes jugosas, las filiales en los cinco continentes. Hasta ahí, Mathilde debió de pensar que su apellido había sido fenomenalmente invertido…
Cuando Dios se llevó a Alexandre, su hijo, en ese accidente de avión, Mathilde no dudó. Esto puede parecerles extraño, pero he aprendido después de todos estos años que las pruebas que exige la religión refuerzan la fe más que la ponen a prueba. La injusticia divina, por curioso que pueda parecer, lleva a la sumisión más que a la revuelta. Como el castigo obliga a la obediencia. Sobre todo el castigo injusto, el que llegar por azar, por ejemplo. Mathilde de Carville tomó el velo y expió. Sólo Dios sabe qué falta. Tenía confianza en la justicia de Dios, en la justicia de los hombres también, ya que la clarividencia divina ilumina la de los mortales.
Sin embargo, cuando el juez Weber decretó la muerte de su nieta, por primera vez Mathilde dudó. Oh, no de Dios, no. Sino de la justicia de los hombres. De su marido, también.
Su fe mudó.
No se tambaleó, al contrario, era sin duda más fuerte que antes. Pero ella había cambiado. Su fe ya no era sólo contemplativa, pasiva, sumisa. Mathilde de Carville había tomado a partir de entonces conciencia de que era la intermediaria en la tierra entre Dios y los hombres; de que su fe era su fuerza, su arma. Que su fe le daba una dirección, que tenía una misión divina. Que debía actuar.
Sé adónde puede llevar ese tipo de razonamiento, a qué fanatismos; en todos los rincones del mundo las personas se matan entre ellas por dioses que no les han pedido nada. Lo he olido de cerca en otra vida, antes de sentar la cabeza como detective privado.
Por suerte para Mathilde de Carville, la transición se hizo despacito. Al menos, eso creo. En 1981, estimaba simplemente que ciertos hombres hacían caso omiso a los mandatos divinos, y que si Dios le había dado tanto dinero, no era sin duda para ir en contra de esa decisión, sino para utilizarla para cambiar el orden de las cosas.
Así que, segura de sus nuevas convicciones, Mathilde de Carville tomó dos decisiones muy meditadas. La segunda me concierne. La primera fue ir a encontrarse con Nicole Vitral, esa tarde de mayo, en el paseo marítimo de Dieppe; un encuentro del que Nicole se acordaba todavía, de cada palabra, del más mínimo silencio, cuando me encontré con ella veinte meses más tarde.
Nicole Vitral vio llegar a Mathilde de Carville con una desconfianza extrema. Se cerró maquinalmente la chaqueta por encima de sus pechos desnudos. Se habían cruzado, mirado con desdén, durante las audiencias, con ocasión del juicio. Todo era diferente en ese momento, Nicole Vitral conocía su derecho. Émilie era su nieta. Nadie, ningún Carville podía hacer nada en contra de ese hecho. Por esa razón, por esa sola razón, aceptó escuchar lo que tenía que decirle.
Mathilde de Carville se quedó de pie delante de la camioneta Citroën H. Nicole Vitral, en el vehículo, estaba una veintena de centímetros más alta. Su voz no emanaba ninguna emoción: .
—Señora Vitral, voy a ir al grano. Hay lutos más difíciles de llevar que otros. La decisión del juez Weber, lo sabe, ¡es una pena de muerte! Para dar vida a un niño, ha matado a otro…
Nicole Vitral esbozó un gesto de irritación, como si deseara cerrar su cortina metálica y no pasar de ahí. Mathilde de Carville elevó muy ligeramente el tono: .
—No, no me interrumpa, por favor. Ah, hoy, menos de un mes después, uno no se da bien cuenta. Tiene un bebé en custodia. Lyse-Rose sigue presente en nuestro recuerdo. Pero ¿dentro de cinco años, de diez, de veinte? Lyse-Rose no habrá existido jamás, no habrá jugado jamás, no habrá asistido jamás a ningún colegio. Émilie, por su parte, existirá, vivirá. Todo el mundo se habrá olvidado de la catástrofe, de la terrible duda. Será para siempre Émilie Vitral, y aunque no lo fuera, se convertirá en ella. Todo el mundo se olvidará de este incidente.
Un fuerte viento frío hizo restallar el tejadillo de tela naranja y rojo. Nicole Vitral se sentía violenta, incómoda, pero no podía interrumpir a Mathilde de Carville.
—Nicole. ¿Permite que la llame Nicole? Sí, éste es de los lutos difíciles de llevar. No tendré nunca ninguna tumba que adornar con flores, ningún mármol que grabar. Pues lo peor, Nicole, es que si lo hiciese, si llorase a Lyse-Rose como a una muerta, si celebrase misas en su nombre, ¿no sería el peor de los monstruos? Porque la enterraría y tal vez esté muy viva…
—¡Ya estamos! —cortó Nicole Vitral con sequedad.
El potente viento del oeste parecía incapaz de hacer mover el más mínimo cabello del estricto moño de Mathilde de Carville.
—¡No, Nicole! ¡No estamos! Escúcheme hasta el final. No quiero quitarle a Émilie. Todo esto es muy sencillo para usted. Si en verdad se trata de su nieta, entonces todo es para mejor. Si no lo es, la habrá criado como a una hija adoptiva. La duda no tiene ninguna importancia para usted. No es más importante que la del padre que nunca sabe realmente si su hijo es suyo. Pero para mí, la duda…
—Pero ¿qué es lo que quiere? —dijo Nicole Vitral, casi gritando.
Su chaqueta voló al viento, su pecho de madona se hinchó. Nicole Vitral había cogido seguridad desde el comienzo de esta historia a causa de los medios, de los abogados, de los policías. Continuó en el mismo tono: .
—¿Quiere que la pequeña la llame «abuelita»? ¿Que la telefonee de vez en cuando? ¿Invitarla el primer domingo de cada mes para comer pastas?
No se movió ni una arruga, ni una pestaña de Mathilde de Carville.
—No tiene necesidad de ser desagradable, Nicole. De verdad que no. Lyse-Rose está muerta. Estoy segura de que siente lo que siento. Esa pequeña renacuaja a la que quiere, la llamará Émilie, pero en el fondo de usted no lo sabrá nunca. Ni usted ni yo. La vida nos ha acorralado.
Nicole Vitral suspiró.
—De acuerdo, venga. ¿Qué quiere?
—Simple y llanamente ayudar a esa niña. Si es Lyse-Rose, entonces tendré la conciencia tranquila. Si es Émilie, entonces. mejor para ella.
Nicole Vitral se acercó tanto como pudo con su mostrador delante, fulminándola con la mirada.
—¿Qué ayuda? ¿Verla?
—No. Creo que es mejor que no me conozca. Ignoro si desea hablarle de todo esto a Émilie. Más adelante, quiero decir. No sé si ha pensado en ello. Pero creo que es mejor para ella que lo ignore el mayor tiempo posible. No tengo ningunas ganas de acecharla, de lejos, a la salida del colegio. De verla crecer a través de un parabrisas. De tener la esperanza de descubrir una semejanza con mi hijo. No, eso no es propio de mí, está por encima de mi umbral de tolerancia al sufrimiento.
A Mathilde de Carville le vino una risita que no era propia de ella.
—No, Nicole, la gente rica tiene medios más radicales para aliviar su conciencia…
—¿El dinero?
—Sí, el dinero. Guárdese su dignidad, Nicole, no he venido, como mi marido, a comprar a la pequeña. No es un chantaje, un trato, nada de todo eso. Sólo una donación para ella. No pido nada a cambio.
Nicole Vitral iba a responder. La ira crecía en ella, como ese viento de alta mar que se metía en la camioneta. Mathilde de Carville no le dejó tiempo: .
—No lo rechace, Nicole. Tiene a Émilie, ha ganado. No la estoy comprando ni a usted ni a la niña. Reflexione simplemente, por qué rechazar ese dinero que le es regalado a Émilie, que le cae del cielo…
—No he dicho que lo rechace —dijo Nicole Vitral—. Ni que acepte…
El tono de su voz bajó, brusco: .
—Lo que me propone es complicado…
La inflexión de voz de Mathilde, como en eco, se elevó: .
—Ábrale una cuenta bancaria a nombre de Émilie, es todo lo que ha de hacer…
Los labios de Nicole Vitral temblaron.
—¿Y después?
—Émilie recibirá cien mil francos al año en esa cuenta. Hasta sus dieciocho años. Ese dinero no deberá servirle más que a ella, a su educación, a sus placeres, para que tenga las mejores oportunidades. Por supuesto, estará en su mano gestionarlo durante estos dieciocho años. Hará como desee. Le doy los medios y la libertad para utilizarlos. No tiene de qué quejarse…
Nicole Vitral dejó un largo rato que el viento hiciese volar su chaqueta, acariciar la parte de arriba de su pecho desnudo, hasta sentir escalofríos. Se dejó mecer por el ruido de los guijarros, arrastrados incansablemente por el flujo y el reflujo de las olas.
Los pros y los contras.
Por fin, se lanzó: .
—Abriré esa cuenta, madame de Carville. Para Émilie. Porque si no lo hiciese, podría reprochármelo. Ella podría reprochármelo, más bien. Ingrese esa fortuna si quiere…
—Gracias.
—¡. pero no lo tocaremos!
Nicole Vitral casi había chillado.
—Émilie será educada como su hermano Marc, y lo lograremos. Haremos los sacrificios que haga falta, pero lo conseguiremos. A los dieciocho años, a su mayoría de edad, Émilie hará lo que quiera con ese dinero. Será suyo, si acaso lo quiere, no nuestro. ¿Entiende?
Una ligera sonrisa apareció en la comisura de los labios de Mathilde de Carville.
—Es usted cruel, Nicole. Pero se lo agradezco de todas formas.
Dudó apenas un segundo, luego continuó: .
—¿Puedo pedirle un segundo favor?
Nicole Vitral suspiró, exasperada.
—No tengo ni idea. Rápido. Estoy cerrando.
Mathilde de Carville sacó un estuche azul del bolsillo de su largo abrigo. Lo abrió, lo acercó y lo dejó sobre el mostrador de la camioneta. Nicole Vitral no pudo apartar la mirada del zafiro claro de la sortija.
—Es una tradición antigua —dijo Mathilde con voz tranquila—. Las chicas jóvenes de la familia, por sus dieciocho años, reciben una sortija con una piedra del color de sus ojos engarzada en ella. Es así desde hace generaciones. Yo llevo la que me regaló mi madre hace más de treinta años. Por desgracia, no tendré ocasión de hacer lo mismo por Lyse-Rose.