—¿Por qué brindamos? —preguntó Francie.
—Por la esperanza —dijo Katie—, para que nuestra familia permanezca tan unida como esta noche.
—Espera —dijo Francie—, traigamos a Laurie para que también esté con nosotros.
Katie llevó a la sufrida criatura, que dormía en su cuna, a la cálida cocina. Laurie abrió los ojos, levantó la cabeza y mostró sus dos dientecitos al sonreír medio dormida. Enseguida apoyó la cabecita en el hombro de Katie y se quedó dormida de nuevo.
—Ahora —dijo Francie levantando su copa—. ¡Que estemos todos reunidos siempre!
Los tres chocaron las copas y bebieron. Neeley saboreó su bebida, frunció el entrecejo y dijo que prefería la leche sola. Volcó su copa en el fregadero y la llenó de leche helada. Katie observó, perturbada, cómo Francie vaciaba el vaso de un solo trago.
—Está rico —dijo Francie—, bastante rico. Pero no tanto como un helado de vainilla.
«¿Por qué debo preocuparme? —cantaba el corazón de Katie—. Después de todo, son tan Rommely como Nolan, y nosotros, los Rommely, no somos gente de beber».
—Subamos a la azotea, Neeley —invitó Francie impulsivamente—, para ver el aspecto que tiene el mundo entero cuando comienza un año.
—Sí, vamos.
—Primero poneos los zapatos y los abrigos —ordenó su madre.
Subieron por la escalera de madera. Neeley abrió la puerta y salieron a la azotea.
Era una noche helada pero límpida. No corría viento y el aire estaba frío y sereno. Las estrellas brillaban intensamente y parecían haberse acercado a la tierra. Había tantas que su luz daba al cielo un tinte azul cobalto. No había luna, y eran las estrellas las que iluminaban la noche.
De puntillas y con los brazos extendidos, Francie exclamó:
—¡Oh, quisiera abrazar y retener todo esto! Quisiera retener la noche como es: fría y sin viento. Y las estrellas, así cercanas y brillantes. Quisiera abrazarlo todo con fuerza hasta que todo eso me implorase que lo soltara.
—No te acerques tanto al borde —dijo Neeley—, podrías caerte.
«Necesito a alguien —pensó Francie, desesperada—. Necesito a alguien. Necesito a alguien a quien abrazar. Y necesito algo más que abrazar. Necesito a alguien que comprenda cómo me siento en momentos como éste. Y la comprensión debe ser parte del abrazo. Yo amo a mamá y a Neeley y a Laurie. Pero necesito a alguien a quien amar con otra clase de amor. Si le contara esto a mamá, me diría: "¿Ah, sí? Bien. Cuando te sientas así, cuídate de apartarte con algún muchacho a un rincón oscuro". Le preocuparía también que llegase a ser como fue Sissy. Pero a mí no me pasa lo de la tía Sissy, porque necesito la comprensión casi más que los abrazos. Si yo se lo contase a Sissy o a Evy, me hablarían igual que mamá, aunque Sissy ya estaba casada a los catorce y Evy a los dieciséis años. Mamá también era casi una niña cuando se casó. Pero se han olvidado… Y me dirían que soy demasiado joven para pensar en eso. Seré joven, quizá, porque sólo tengo quince años, aunque en muchas cosas soy mayor de quince. Sin embargo, no tengo a quien abrazar, y no hay nadie que me comprenda. Algún día quizá…, algún día…».
Francie rompió el silencio:
—Neeley, si tuvieses que morir, ¿no sería maravilloso morir ahora mismo, creyendo que todo es tan perfecto como esta noche?
—¿Sabes una cosa? —preguntó Neeley.
—No, ¿qué?
—Ese ponche te ha emborrachado.
Se le crisparon los puños y avanzó hacia él.
—¡No digas eso! ¡Jamás digas eso!
Él retrocedió, asustado por la fiereza de Francie.
—Bue… bueno, no es para tanto. Yo me emborraché una vez.
La curiosidad disipó de inmediato su rencor.
—Tú, Neeley. ¿De verdad?
—Sí. Uno de los muchachos consiguió varias botellas de cerveza y las llevamos al sótano para bebérnoslas. Yo me tomé dos y me emborraché.
—¿Y qué sentiste?
—Al principio, el mundo se me puso patas arriba. Después, todo empezó a girar como, ¿recuerdas el juguete aquel, el cono de cartón que compramos por un centavo, en el que se mira por el extremo estrecho mientras se da vuelta a la base y empieza a caer una cascada de papel picado y que nunca caen dos trochos de la misma forma? Bueno, así. Pero además estaba muy mareado. Después vomité.
—Entonces yo también me he emborrachado —dijo Francie.
—¿Con cerveza?
—No. La primavera pasada, en el parque McCarren, la primera vez que vi un tulipán.
Francie paseó su vista por Brooklyn. La luz estelar revelaba casi menos de lo que escondía. Miró a lo largo de las azoteas planas, de distintos niveles, con algún tejado inclinado aquí y allá, resabio de otros tiempos. Las chimeneas…, y sobre algunas de ellas, la sombra de un palomar… De vez en cuando el arrullo de las palomas medio dormidas… Las agujas gemelas de la iglesia, que parecían en guardia sobre las oscuras viviendas… Y en el extremo de la calle, el gran puente, que como un suspiro se estiraba cruzando el East River para ir a sumirse en la orilla opuesta… Debajo del puente, las turbias aguas del río, y lejos, allí lejos, el nebuloso contorno de los rascacielos de Nueva York, como una ciudad de cartulina recortada.
—En el mundo no hay otro lugar como éste —dijo Francie.
—¿Como cuál?
—Como Brooklyn. Es una ciudad mágica, no es real.
—Es como cualquier otra.
—¡No! Yo voy todos los días a Nueva York y Nueva York no es lo mismo. Fui una vez a Bayonne a visitar a una de mis compañeras de oficina que estaba enferma. Y Bayonne no es lo mismo. Brooklyn encierra misterio. Es como, sí, como un sueño. Las casas y las calles no parecen reales… y la gente tampoco.
—Sí son reales, la forma en que se pelean y se gritan unos a otros, y lo pobres y sucios que son también son reales.
—Pero es como si soñaran que son pobres y pelean. En realidad, no sienten estas cosas. Es como si todo eso sucediese en sueños.
—Brooklyn no es distinto —dijo Neeley con firmeza—. Es tu imaginación que te la muestra distinta. Pero —agregó magnánimo— a mí eso ni me va ni me viene, mientras te haga feliz.
¡Neeley! Tan parecido a su madre, tan parecido a su padre, lo mejor de cada uno de los dos. Amaba a su hermano. Deseaba abrazarle y besarle. Pero era como su madre. Odiaba las manifestaciones de afecto. Si tratase de besarle se enojaría y le daría un empellón. Así, pues, le extendió la mano.
—Feliz Año Nuevo, Neeley.
—Igualmente.
Y se dieron un solemne apretón de manos.
En el breve espacio de las fiestas de Navidad, la vida de la familia Nolan había vuelto a ser como en los viejos tiempos. Pero después de Año Nuevo las cosas regresaron a la rutina a que se habían acostumbrado desde la muerte de Johnny.
Ya no tomaban lecciones de piano. Hacía meses que Francie no practicaba. Neeley tocaba de noche en algún café del vecindario. Dominaba la música sincopada y ahora se estaba convirtiendo en un buen músico de jazz. Hacía hablar al piano —según decía la gente— y era muy popular. Tocaba a cambio de algún refresco. Alguna que otra vez, Scheefly le entregaba un dólar por tocar toda la velada del sábado. A Francie no le gustaba, y habló con Katie de ello.
—Yo no se lo permitiría, mamá —le dijo.
—Pero ¿qué hay de malo en ello?
—Supongo que no querrás que se acostumbre a tocar a cambio de bebidas como… —titubeó.
Katie completó la frase.
—¿Como tu padre? No. Neeley jamás será como él. Tu padre nunca cantaba las canciones que le gustaban, como «Annie Laurie» y «La última rosa de estío». Sólo cantaba lo que le pedían los otros. Neeley es diferente. Siempre tocará lo que a él le guste, sin importarle un comino qué piensan los demás.
—Quieres decir, entonces, que papá era sólo un intérprete y que Neeley es un artista.
—Más o menos… sí —admitió Katie, desafiante.
—Me parece que es llevar el amor maternal demasiado lejos. Como Katie frunció el entrecejo, Francie cambió de tema.
Habían abandonado la lectura de la Biblia y de Shakespeare desde que Neeley había ingresado en el instituto. Neeley dijo que allí estaba estudiando
Julio César
y que el director les leía algo de la Biblia todas las mañanas, y eso le bastaba. Francie se excusó porque tenía la vista cansada de leer todo el día. Katie no insistió, pues creía que eran ya lo bastante mayores para leer lo que les apeteciera.
Las tardes de Francie eran solitarias. Los Nolan se reunían únicamente a la hora de la cena, incluso Laurie se sentaba a la mesa en su trona. Después de cenar, Neeley salía, ya fuera para reunirse con su pandilla, ya para tocar en algún café. Katie leía el periódico, luego ella y Laurie se acostaban a las ocho. (Katie aún se levantaba a las cinco de la mañana, para terminar con la limpieza mientras Francie y Neeley todavía estaban en casa con Laurie.)
Rara vez iba Francie al cine, porque el movimiento de las imágenes en la pantalla le irritaba la vista. No había teatros. La mayoría de las compañías de repertorio fijo habían dejado de existir. Además, había visto a Barrymore en
Justicia
, la obra de Galsworthy, en Broadway, y ahora las otras compañías le resultaban triviales. Ese último otoño había visto una película que le había gustado:
Novias de guerra
, con Nazimova. Habría querido verla otra vez, pero leyó en los periódicos que, debido a la inminencia de la guerra, la exhibición de la película había sido prohibida. Conservaba un maravilloso recuerdo de cuando fue hasta un barrio de Brooklyn desconocido para ver a la eminente Sarah Bernhardt en una obra de un solo acto en un teatro de variedades. La célebre actriz tenía ya más de setenta años, pero en escena no representaba ni la mitad. Aunque no sabía francés, Francie pudo deducir que la trama giraba alrededor de la pierna amputada de la actriz. La Bernhardt representaba el papel de un soldado francés que había perdido una pierna en el campo de batalla. De vez en cuando, Francie oía la palabra
boche
. Jamás olvidaría Francie aquella cabellera color del fuego y la inestimable voz de la Bernhardt. Atesoraba el programa de la función en su álbum de recortes.
Pero aquellas sólo habían sido tres noches durante muchos meses.
La primavera asomó temprano aquel año y las perfumadas y cálidas noches le producían inquietud. Iba y venía por las calles y cruzaba el parque. Y por dondequiera que fuese, veía jóvenes parejas que andaban del brazo, o que se abrazaban en algún banco del parque o de pie y en silencio en algún vestíbulo. Todo el mundo, excepto Francie, tenía un novio o un amigo. Parecía ser la única solitaria de Brooklyn.
Marzo de 1917. En el vecindario no había otro tema que lo inevitable que era la guerra. En su edificio vivía una viuda que tenía sólo un hijo. La mujer temía que su hijo tuviese que ir a la guerra y muriese. Le compró una corneta y le hizo tomar lecciones, pensando que así entraría en la banda del regimiento para tocar en desfiles y revistas y que no llegaría al frente. Un pobre vecino, torturado hasta la desesperación, le dijo a la viuda que él había llegado a saber, por vías confidenciales, que las bandas militares precedían a los soldados en el campo de batalla y que siempre eran sus componentes los primeros en caer. La aterrorizada madre empeñó inmediatamente la corneta y destruyó el recibo. Terminaron así esos horribles ensayos de corneta.
Cada noche, a la hora de la cena, Katie le preguntaba a Francie:
—¿Ha empezado ya la guerra?
—Aún no. Pero llegará cualquier día.
—Pues espero que empiece pronto.
—¿Cómo? ¿Deseas la guerra?
—No. No la deseo. Pero si tiene que venir, cuanto antes mejor. Cuanto antes empiece, antes acabará.
Entonces Sissy armó tal escándalo que el tema de la guerra quedó momentáneamente relegado a un segundo plano.
Sissy, que había terminado con su borrascoso pasado y se suponía que iba asentándose en esa calma que precede a una plácida madurez, causó de repente un tremendo revuelo en la familia. Se enamoró locamente del John con quien estaba casada desde hacía más de cinco años. Y eso no fue todo. Enviudó, se divorció, volvió a casarse y concibió, y todo en diez días escasos.
El diario favorito de Williamsburg,
The Standard Union
, llegó una tarde, como de costumbre, al escritorio de Francie a la hora de salida. También, como de costumbre, lo llevó a casa para que lo leyera Katie después de cenar. A la mañana siguiente lo devolvería a la agencia, lo leería y lo marcaría. Puesto que Francie jamás leía periódicos fuera de la oficina, no podía saber lo que contenía aquella edición.
Después de cenar, Katie se sentó cerca de la ventana para dar un vistazo a las noticias. Un instante después de pasar la tercera página, estalló con un «¡Oh, qué cosa!». Francie y Neeley corrieron, y uno a cada lado leyeron por encima de los hombros de Katie el título que ella señaló: «Un heroico bombero pierde la vida en el incendio del mercado Wallabout». Debajo, en letra algo más pequeña, en un subtítulo, se leía: «Pensaba jubilarse dentro de un mes».
Leyendo el reportaje, Francie supo que el heroico bombero era ni más ni menos que el primer esposo de Sissy. Publicaban una fotografía de Sissy tomada hacía veinte años, en la que aparecía con un prominente peinado al estilo Pompadour y enormes mangas abullonadas. Sissy a los dieciséis años. Debajo de la fotografía, la leyenda: «La viuda del heroico bombero».
—¡Oh, qué cosa! —repitió Katie—. Por lo visto, no volvió a casarse. Debió de guardar esa fotografía de Sissy todo este tiempo, y al fallecer, los que revisaron sus efectos, encontraron ¡a Sissy! Tengo que ir enseguida —dijo quitándose el delantal y yendo a buscar su sombrero, mientras explicaba—: El John de Sissy lee los periódicos. Ella le dijo que estaba divorciada. Cuando sepa la verdad, la matará. O, por lo menos, la echará a la calle. No tendrá adónde ir con su criatura y su madre.
—Parece un buen hombre —dijo Francie—. No creo que haga eso.
—No sabemos qué no haría. No sabemos nada de él. Es un extraño en la familia y siempre lo ha sido. Rogad a Dios que no llegue demasiado tarde.
Francie insistió en ir también, y Neeley consintió en quedarse en casa con Laurie a condición de que luego le contasen hasta el último detalle.
Cuando llegaron a casa de Sissy, la encontraron con el rostro encendido por la conmoción. La abuela se había refugiado con la criatura en la sala y sentada en la oscuridad rezaba para que se resolviera todo de la mejor manera.