Un árbol crece en Brooklyn (40 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—¿Has fabricado otro portalibros últimamente?

—No… no, señor —tartamudeó Neeley, sorprendido por tan rara pregunta.

McGarrity esperó. ¿Por qué no conversaría el chico? Neeley se afanaba en descascarar huevos con más rapidez. McGarrity lo intentó de nuevo.

—¿Crees que Wilson nos evitará entrar en la guerra?

—No lo sé —contestó Neeley.

McGarrity hizo otra pausa. El muchacho creyó que estaba vigilando su trabajo. Ansiando complacerle, lo hizo con tanta presteza que terminó su tarea mucho antes de la hora. Colocó el último huevo descascarado en el bol y levantó la vista. McGarrity se dijo: «¡Ah! Ahora me va a contar algo».

—¿Desea que haga alguna otra cosa? —preguntó Neeley.

—Eso es todo —contestó McGarrity y siguió a la expectativa.

—En ese caso podré marcharme.

—Bien, muchacho —suspiró el hombre.

Observó a Neeley dirigirse hacia la puerta. «Si por lo menos se volviese para decirme algo… algo de interés personal».

Pero Neeley no se volvió.

Al día siguiente McGarrity hizo el intento con Francie. Subió al piso y se sentó sin decir nada. Francie se asustó y disimuladamente fue barriendo hacia la puerta.

«Si se me acerca —pensó—, puedo escapar».

McGarrity se quedó en silencio un largo rato pensando que así ella se acostumbraría a su presencia, sin sospechar el pavor que le estaba infundiendo.

—¿Has sacado algún sobresaliente en redacción últimamente?

—No, señor.

Esperó.

—¿Crees que tomaremos parte en la guerra?

—Yo… no lo sé.

Francie fue acercándose más a la puerta.

—No temas, ya me voy, y puedes cerrar la puerta con llave si lo deseas.

—Sí, señor.

Cuando se hubo retirado, Francie pensó: «Parece que lo único que deseaba era conversar conmigo, pero no tengo nada que decirle».

Otra vez fue Mae quien intentó congraciarse con ella. Francie estaba arrodillada limpiando las cañerías debajo del fregadero. Mae le dijo que se levantara y las olvidara.

—Por el amor de Dios, criatura, no te mates trabajando. El piso seguirá intacto aquí mucho después de que tú y yo estemos muertas y enterradas.

Sacó de la nevera un pudín de gelatina rosada y, tras cortarlo en dos, puso la mitad en otro plato, lo adornó con abundante nata, sacó dos cucharas, se sentó e invitó a Francie a que hiciera lo mismo.

—No tengo apetito —mintió Francie.

—Da igual, come, aunque sólo sea para acompañarme.

Era la primera vez que Francie probaba la gelatina con nata. Le gustó tanto que tuvo que esforzarse para recordar sus buenos modales y no devorarla. Mientras comía pensaba: «La señora McGarrity es muy buena. El señor McGarrity también es muy bueno. Me parece que lo que pasa es que no son buenos el uno para el otro».

Mae y Jim McGarrity se sentaron solos a una mesita redonda en un rincón apartado del salón para cenar, como de costumbre, deprisa y en silencio. Inesperadamente ella puso la mano en el brazo de su marido. Éste tembló ante el inusitado contacto. Con sus ojillos claros miró los ojos color caoba de su esposa y vio que reflejaban piedad.

—No dará resultado —le dijo con suavidad.

Súbitamente conmovido, él pensó: «¡Lo sabe! Ha comprendido… Ha llegado a comprender».

—Hay un dicho —continuó Mae— que reza: «El dinero no lo compra todo».

—Sí, lo sé —dijo él—. Los despediré, entonces.

—Espera hasta un par de semanas después del parto. Dales una oportunidad.

Mae se levantó para dirigirse al bar.

McGarrity permaneció sentado, turbada por sus pensamientos. «Hemos mantenido una conversación. No se ha pronunciado ningún nombre y no se ha dicho nada explícito. Pero ella sabía lo que yo pensaba y comprendí lo que ella pensaba». Fue tras su mujer. Se apresuró para alcanzarla y prolongar esa complicidad entre ellos. Vio a Mae en un extremo del mostrador. Un carretero la tenía abrazada por la cintura y le susurraba algo al oído. Ella se tapaba la boca con la mano para disimular la risa. Al entrar McGarrity, el carretero soltó avergonzado a Mae y se alejó para unirse a un grupo de hombres. McGarrity pasó detrás del mostrador mirándola fijamente a los ojos. Carecían de expresión y entendimiento. A las facciones de McGarrity iban retornando los rasgos habituales de su lastimera desilusión a medida que iniciaba sus tareas nocturnas.

Mary Rommely estaba envejeciendo. Ya no podía caminar sola por las calles de Brooklyn. Deseaba ardientemente ver a Katie antes del parto y le mandó un mensaje con el cobrador de seguros.

—Cuando una mujer da a luz —le dijo— la muerte la toma de la mano un instante. A veces ésta no afloja. Diga a mi hija menor que desearía verla una vez más antes del acontecimiento.

El cobrador llevó el recado. El domingo siguiente Katie fue a visitar a su madre, acompañada por Francie. Neeley se excusó diciendo que no podía faltar a un partido de béisbol en el solar.

La cocina de Sissy era grande, cálida, soleada y limpia. Mary Rommely estaba sentada cerca de la estufa en una mecedora. Era el único mueble que había llevado de Austria; aquella silla había permanecido junto a la chimenea de sus antepasados durante más de un siglo.

El marido de Sissy estaba sentado frente a la ventana con el bebé en brazos, dándole el biberón. Después de saludar a Mary y a Sissy, se dirigieron a él.

—¡Hola, John! —dijo Katie.

—Hola, Katie.

—¡Hola, tío John! —Hola, Francie.

Éstas fueron las únicas palabras que pronunció John mientras duró la visita. Francie lo observaba intrigada. La familia le consideraba un pariente provisional, igual que a todos los otros maridos de Sissy. Francie se preguntaba si él tendría esa sensación de provisionalidad. Su verdadero nombre era Steve, pero Sissy le llamaba «mi John», y para referirse a él la familia decía «el John» o «el John de Sissy». Francie también se preguntaba si sus compañeros de la editorial le llamarían John. ¿Habría protestado alguna vez? ¿Alguna vez habría dicho a su mujer: «Escucha, Sissy, mi nombre no es John. Me llamo Steve, y di a tus hermanas que me llamen Steve»?

—Sissy, estás engordando —observó Katie.

—Es lógico que una mujer engorde un poco después de tener un hijo —dijo Sissy impertérrita, y sonriendo a Francie le preguntó—: ¿Te gustaría coger a la niña en brazos?

—¡Oh, sí!

Sin decir palabra, el marido de Sissy, hombre de mucha estatura, se puso en pie, entregó la criatura y el biberón a Francie y, todavía sin abrir la boca, salió de la habitación. Nadie comentó su salida.

Francie se sentó en la silla que él dejó. Nunca había tenido un bebé en los brazos. Acarició la suave mejilla de la criatura con la yema de los dedos. Un agradable estremecimiento le subió de las puntas de los dedos al brazo y después a todo el cuerpo. «Cuando sea mayor —se prometió—, siempre tendré un bebé en casa».

Mientras tanto escuchaba lo que la abuela y su madre decían, y observaba a Sissy, que estaba haciendo los macarrones para todo el mes. Tomaba una bola de masa amarilla, la aplastaba con el rodillo y la enrollaba. Con un cuchillo afilado cortaba el rollo en tiras, las estiraba y las colgaba en un perchero hecho de varillas delante de la estufa, para que se secasen.

Francie advirtió que Sissy había cambiado. No era la tía Sissy de antes. No porque ahora estuviese menos delgada. La diferencia no era física. Esto intrigaba a Francie.

Mary Rommely quería enterarse de todas las novedades y Katie le dio todos los detalles empezando por el final y siguiendo hacia atrás. Le contó que sus hijos trabajaban en casa de McGarrity y que lo que ganaban los estaba manteniendo. Se remontó al día en que McGarrity estuvo sentado en la cocina, hablándole de Johnny. Terminó diciendo:

—Se lo aseguro, madre: si McGarrity no hubiera venido cuando vino, no sé lo que habría sucedido. Unas noches antes yo estaba tan desesperada que recé pidiéndole a Johnny que nos ayudara. Fue una tontería, ya lo sé.

—Tontería, no. Te oyó y fue en tu auxilio.

—Los fantasmas no pueden auxiliar, madre —observó Sissy.

—Los fantasmas no son únicamente seres que entran a través de puertas cerradas —contestó Mary Rommely—. Katie nos ha contado que su marido acostumbraba conversar con el dueño del bar. En esos años de conversación Yohnny implantó pedacitos de su ser en ese hombre. Cuando Katie imploró a su esposo que la socorriera, esos pedacitos de su ser se reunieron en ese hombre y fue el Yohnny dentro del alma de McGarrity el que oyó la súplica y prestó su ayuda.

Francie daba vueltas y más vueltas a esta idea. «Si es así, el señor McGarrity nos devolvió todo lo que papá había dejado en él durante sus conversaciones. Ahora ya no queda nada de papá dentro de él. Tal vez por eso nosotros no podemos hablarle como él desea».

Cuando llegó la hora de retirarse, Sissy le regaló a Katie una caja de zapatos llena de macarrones. Su abuela estrechó cariñosamente a Francie y le dijo en su lenguaje:

—Durante el próximo mes, obedece y respeta a tu madre más que nunca. Tendrá gran necesidad de amor y comprensión.

Francie no comprendió ni una palabra de lo que le había dicho, pero contestó:

—Sí, abuela.

Cuando regresaban en el tranvía, Francie sostenía en su regazo la caja que les había dado Sissy, porque a Katie le resultaba difícil a causa del embarazo. Hizo el trayecto sumida en una profunda meditación. «Si la abuela Mary Rommely tiene razón, entonces, en realidad, nadie se muere. Papá se ha ido, pero en cierto modo no deja de estar con nosotros. Está en Neeley, que se la parece tanto, y en mamá, que lo conoció tanto tiempo. Está en su madre, que le dio vida y que vive aún. Tal vez algún día yo tenga un hijo que se le parezca, que tenga todas sus buenas cualidades, pero sin su alcoholismo. Ese hijo a su vez tendrá un hijo. Y ese hijo tendrá otro hijo. Puede ser que realmente no exista la muerte». Sus pensamientos se desviaron hacia McGarrity. «Nadie creería que llevase dentro una parte de papá». Recordó a la señora McGarrity y cómo le había allanado el camino para que pudiese aceptar aquella gelatina tan apetitosa. Algo parecido a un rayo de luz cruzó su mente. Comprendió de pronto en qué consistía la diferencia que había notado en Sissy. Preguntó a su madre.

—Mamá, la tía Sissy ya no usa aquel perfume tan fuerte, ¿verdad?

—No. Ahora no lo necesita.

—¿Por qué?

—Porque tiene ya a su hija y un hombre que cuida de ella y de la criatura.

Francie hubiera deseado seguir haciendo preguntas, pero Katie había cerrado los ojos y reclinaba la cabeza en el respaldo del asiento. Estaba muy pálida y cansada y Francie resolvió no importunarla. Tendría que desenredar sola aquella madeja. «Debe de ser —pensó— que el perfume fuerte tiene algo que ver con el ansia de tener un hijo y la esperanza de encontrar un hombre que le dé ese hijo y que luego cuide del niño y de la madre». Atesoró esa perla de conocimiento junto con tantas otras que continuamente iba recolectando.

Francie empezó a sentir dolor de cabeza. No sabía si atribuirlo a la emoción de haber tenido un bebé en brazos, al traqueteo del tranvía, al nuevo concepto sobre la muerte de su padre o al descubrimiento acerca del perfume de Sissy. También podía deberse a que madrugaba mucho y trabajaba en exceso.

—Bueno —concluyó—, creo que lo que me da dolor de cabeza es la vida, y nada más que la vida.

—No seas tonta —dijo su madre tranquilamente, sin abrir los ojos—. En la cocina de Sissy hacía demasiado calor. A mí también me duele la cabeza.

Francie se sobresaltó. ¿Acaso su madre tenía ahora el poder de penetrar en su mente, aun con los ojos cerrados? Enseguida comprendió que, olvidando que estaba reflexionando, había expresado su último pensamiento sobre la vida en voz alta. Se rió por primera vez desde que su padre había fallecido, y Katie abrió los ojos y sonrió.

XXXIX

Francie y Neeley se confirmaron en el mes de mayo. Francie tenía ya casi quince años y Neeley uno menos. Sissy, experta costurera, confeccionó para Francie un sencillo vestido de muselina blanca. Katie se las ingenió para comprarle un par de zapatos de cabritilla blanca y medias largas de seda blanca. Fueron las primeras medias de seda de Francie. Neeley llevó el traje negro del funeral de su padre.

En aquella época, la gente del barrio creía que si se pedían tres gracias en ese día serían concedidas. La primera de ellas debía ser un imposible; la segunda, algo que dependiese de sí mismo, y la tercera, algo que hubiera de cumplirse cuando se fuese adulto.

El imposible de Francie fue que su lacio cabello castaño se convirtiese en rubio y ondulado como el de Neeley. La segunda gracia, adquirir un tono de voz suave y melodioso, como el de su madre y sus tías. Y la tercera, para cuando fuese mayor, poder viajar por todo el mundo. Neeley eligió llegar a ser rico, conseguir mejores notas y no convertirse en un hombre bebedor como su padre.

En Brooklyn había una costumbre muy arraigada: que los chicos fuesen fotografiados el día de la confirmación por un profesional. Katie no podía afrontar ese gasto. Tuvo que contentarse con que Flossie Gaddis, que tenía una pequeña cámara, les sacara una instantánea. Flossie los hizo posar en el borde de la acera y tomó la fotografía, sin darse cuenta de que en aquel preciso momento pasaba un tranvía. Hizo ampliar y poner en un marco la fotografía y se la dio a Francie como regalo de confirmación.

Sissy estaba presente cuando llegó la foto. Katie la cogió y todos la examinaron por encima de sus hombros. Francie nunca había sido fotografiada. Por primera vez se vio como la veían los demás. Estaba rígida, de pie en el borde de la acera, de espaldas a la alcantarilla, el viento le levantaba el vestido. Neeley, a su lado, era un palmo más alto, tenía aspecto de rico y estaba guapo con su traje negro recién planchado. Un rayo de sol que declinaba ya había alcanzado a Neeley y su rostro aparecía claro y resplandeciente, mientras que el de Francie, que había quedado en sombras, se veía oscuro y parecía enojado. Detrás de ellos, la borrosa figura del tranvía en movimiento.

—Apuesto a que es la única fotografía de confirmación en todo el mundo con un tranvía al fondo —dijo Sissy.

—Es un buen retrato —dijo Katie—. Es más natural así, de pie en la calle, que delante del telón con una ventana de iglesia dibujada que usa el fotógrafo.

Lo colgó sobre la chimenea.

—¿Qué nombre elegiste, Neeley? —preguntó Sissy.

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