El hecho de que Greg utilizara un tiempo presente, o casi presente; su sensación de que todos aquellos sucesos no habían ocurrido hacía mucho, sino que habían tenido lugar «hacía un año, quizá» (y, por implicación, era probable que volvieran a ocurrir en cualquier momento); todo eso, que parecía tan patológico, tan anacrónico en las pruebas clínicas, parecía casi normal, natural, ahora que formábamos parte de una multitud anclada en los sesenta que caminaba hacia el Garden.
En el recinto encontramos un lugar especial reservado para la silla de ruedas de Greg, cerca del tornavoz. Y Greg estaba más excitado a cada minuto que pasaba; el estruendo de la multitud le exaltaba —«Es como un animal gigante», decía—, y también el aroma dulzón del aire cargado de hachís. «Qué olor tan estupendo», dijo, inhalando profundamente. «Es el olor menos estúpido del mundo.»
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Cuando la banda salió a escena y el ruido de la multitud se hizo mayor, Greg se vio arrastrado por la excitación y comenzó a aplaudir sonoramente y a gritar con un vozarrón: «¡Bravo! ¡Bravo!», y a continuación «Vamos, Hypo», seguido, homófonamente, de: «Ro, Ro, Ro, Harry-Bo.» Haciendo una pausa, Greg me dijo: «¿Ves la lápida que hay detrás del batería? ¿Ves el peinado afro de Jerry Garcia?» con tal convicción que momentáneamente, antes de darme cuenta que era una de las fabulaciones de Greg, me dejé llevar y busqué (en vano) una lápida detrás del batería y observé el pelo ahora gris de Jerry Garcia, que caía lacio y suelto por encima de sus hombros.
Y a continuación exclamó:
—¡Pigpen! ¿Ves a Pigpen?
—No —repliqué, vacilante, sin saber qué decir—. No está aquí… Lo ves, ya no está con los Dead.
—¿No está con ellos? —dijo Greg, asombrado—. ¿Qué ha ocurrido… lo han detenido o qué?
—No, Greg, no lo han detenido. Está muerto.
—Eso es terrible —respondió Greg, negando con la cabeza, muy afectado. Y entonces, un minuto más tarde, me dio un codazo—: ¡Pigpen! ¿Ves a Pigpen? —Y, palabra por palabra, la conversación volvió a repetirse.
Pero entonces la estruendosa excitación de la multitud le arrastró —las rítmicas palmas y las patadas en el suelo y el canturreo le poseyeron— y comenzó a salmodiar: «¡Los Dead! ¡Los Dead!», y con un cambio de ritmo, y un lento énfasis en cada palabra: «¡Queremos a los Dead!» Y a continuación: «Tobacco Road, Tobacco Road», el nombre de una de sus canciones favoritas, hasta que comenzó la música.
La banda comenzó con una vieja canción: «Iko, Iko», y Greg se añadió con entusiasmo, con abandono; estaba claro que se sabia la letra y que disfrutaba especialmente con el estribillo de sonido africano. Todo el Garden estaba ahora en movimiento con la música, dieciocho mil personas respondiendo juntas, todos transportados al unísono, todos los sistemas nerviosos sincronizados.
La primera mitad del concierto constaba de muchas de las primeras piezas de los Grateful Dead, canciones de los sesenta, y Greg se las sabía, le encantaban, las cantaba. Era asombroso ver su energía y su alegría; daba palmas y cantaba sin parar, sin la debilidad ni la fatiga que generalmente mostraba. Exhibía una rara y maravillosa continuidad en su atención, todo le orientaba, todo parecía sustentar su personalidad. Viendo a Greg transformado de ese modo, no se encontraba ni rastro de su amnesia, de su síndrome de lóbulo frontal: en ese momento parecía completamente normal, como si la música le infundiera su propia fuerza, su coherencia, su espíritu.
Yo preguntaba si no debíamos marcharnos en el intermedio del concierto, pues Greg era, al fin y al cabo, un paciente discapacitado y confinado a una silla de ruedas que realmente no había salido de la ciudad ni asistido a un concierto de rock desde hacía más de veinte años. Pero él dijo: «No, quiero quedarme, quiero verlo todo», con una seguridad y una autonomía de las cuales yo me alegré y que apenas había presenciado en su sumisa vida en el hospital. De modo que nos quedamos, y en el intermedio fuimos a bastidores, donde Greg se tomó un gran
pretzel
caliente y a continuación conoció a Mickey Hart y cambió unas palabras con él. Al principio me habla parecido un poco cansado y pálido, pero ahora estaba rojo, excitado por el encuentro, se sentía emocionado y ávido de más música.
La segunda mitad del concierto, sin embargo, resultó un tanto extraña para Greg: casi todas las canciones eran de mitad o finales de los setenta y no conocía la letra, aunque el estilo le era familiar. Disfrutó con ellas, dio palmas y cantó sin palabras, o inventándoselas mientras cantaba. Pero entonces surgieron canciones más nuevas, radicalmente distintas, como «Picasso Moon», con armonías profundas y graves y una instrumentación electrónica que habría sido imposible e inimaginable en los sesenta. Greg estaba intrigado, aunque profundamente desconcertado. «Qué música más rara», dijo, «nunca había oído algo así.» Escuchaba atentamente y sus sentidos musicales se aguzaban, aunque con una expresión ligeramente asustada y perpleja, como si viera un nuevo animal, una nueva planta, un nuevo mundo, por primera vez. «Supongo que es algo nuevo, experimental», dijo, «algo que nunca han tocado antes. Suena futurista… quizá es la música del futuro.» Las canciones más recientes que escuchó superaban cualquier evolución que pudiera haber imaginado, superaban (y en cierto modo se parecían muy poco) todo aquello que asociaba con los Dead, tanto que «le dejaron alucinado». No dudaba que la música que oía era «de ellos», pero despertaba en él la sensación casi insoportable de oír el futuro, al igual que el último Beethoven habría sorprendido a un admirador si se hubiera interpretado en un concierto en 1800.
—Ha sido fantástico —dijo mientras salíamos del Carden—. Siempre lo recordaré. Ha sido el momento más feliz de mi vida.
En el coche, de vuelta a casa, puse un compact disc de los Grateful Dead para mantener el mayor tiempo posible el estado de ánimo y el recuerdo del concierto. Tenía miedo de que si dejaban de sonar los Dead, o dejábamos de hablar de ellos, aunque sólo fuera un momento, todo el recuerdo del concierto se le borraría de la cabeza. Greg cantó muy entusiasta todo el camino de vuelta, y cuando nos separamos, en el hospital, aún estaba entusiasmado por el concierto.
Pero a la mañana siguiente, cuando llegué al hospital, encontré a Greg en el comedor, solo, de cara a la pared. Le pregunté por los Grateful Dead… ¿qué le parecían?
—Un gran grupo —dijo—, me encantan. Los oí en Central Park y en el Fillmore East.
—Sí —dije—, me lo contaste. ¿Pero los has vuelto a ver? ¿No los oíste en el Madison Square Garden?
—No —dijo—, nunca he estado en el Garden.
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El síndrome de Tourette se ha observado en todas las razas, en todas las culturas, en todos los estratos de la sociedad; puede reconocerse a simple vista una vez uno se ha acostumbrado a él; Areteo de Capadocia consignó hace casi dos mil años casos de ladridos y gestos crispados, de muecas, de extraños ademanes, de maldiciones y blasfemias involuntarias. Sin embargo, no fue descrito clínicamente hasta 1885, cuando Georges Gilles de La Tourette, un joven neurólogo francés —discípulo de Charcot y amigo de Freud—, decidió yuxtaponer esos informes históricos a las observaciones de algunos de sus propios pacientes. El síndrome, tal como él lo describió, se caracterizaba por tics convulsivos, mímica involuntaria o repetición de las palabras o los actos de los demás (ecolalia y ecopraxia), y por pronunciar de una manera involuntaria o compulsiva maldiciones u obscenidades (coprolalia). Algunos individuos (a pesar de su enfermedad) mostraban una extraña despreocupación o indiferencia; otros una tendencia a realizar asociaciones extrañas, a menudo ingeniosas, de vez en cuando oníricas; algunos eran extremadamente impulsivos y provocadores, en un constante poner a prueba los límites físicos y sociales; otros mantenían una reacción constante e incansable al entorno, una tendencia a embestir contra todo y a olerlo todo, o un impulso a lanzar objetos; y aun otros revelaban un extrema estereotipia y obsesión; casi nunca había dos pacientes iguales.
Cualquier enfermedad introduce una duplicidad en la vida: un «ello», con sus propias necesidades, exigencias, limitaciones. Con el síndrome de Tourette, el «ello» toma la forma de la compulsión explícita, más aún, la forma de una multitud de impulsos y compulsiones: uno es impelido a hacer una cosa u otra, contra su propia voluntad, o por deferencia a la voluntad ajena del «ello». Puede existir un conflicto, un compromiso, una colusión entre esas voluntades Este estar «poseído» puede ser algo más que una figura retórica para alguien con un trastorno impulsivo como el de Tourette, y no hay duda de que en la Edad Media fue en ocasiones considerado literalmente como «posesión». (El propio Tourette estaba fascinado por el fenómeno de la posesión, y escribió una obra de teatro sobre la epidemia de posesión diabólica de Loudun.)
Pero la relación entre enfermedad y yo, entre «ello» y «yo», puede ser particularmente compleja en el síndrome de Tourette, especialmente si el «ello» ha estado presente desde la primera infancia, creciendo con el yo, entrelazándose con él de todas las maneras posibles. El síndrome de Tourette y el yo se conforman el uno al otro, complementándose mutuamente cada vez más, hasta que finalmente, como una pareja que lleva mucho tiempo casada, se convierten en un solo ser compuesto. Esta relación es a menudo destructiva, pero también puede ser constructiva, puede añadir rapidez y espontaneidad, y una capacidad para actuar de una manera inusual y a veces sorprendente. A pesar de su cualidad intrusiva, el síndrome de Tourette puede ser utilizado creativamente.
Sin embargo, en los años posteriores a su descripción, el síndrome de Tourette tendió a verse no como una enfermedad orgánica, sino «moral»: una expresión de malicia o debilidad de la voluntad, que había que tratar rectificando la voluntad. En el tiempo comprendido entre los años veinte y los sesenta fue visto como una enfermedad psiquiátrica que debía tratarse mediante psicoanálisis o psicoterapia; pero esto, por lo general, resultó también ineficaz. Posteriormente, con la demostración, a principios de la década de los sesenta, de que el haloperidol podía suprimir drásticamente sus síntomas, el síndrome de Tourette fue considerado (en un repentino cambio de opinión) una enfermedad química, el resultado del desequilibrio de un neurotransmisor cerebral, la dopamina. Pero todos estos puntos de vista son parciales y reductores, y no hacen justicia a la enorme complejidad del síndrome de Tourette. Para describirlo no basta adoptar una perspectiva sólo biológica, ni un punto de vista psicológico o ético-moral, debemos ver el síndrome de Tourette no sólo simultáneamente desde las tres perspectivas, sino desde una perspectiva interior, la de la propia persona afectada. Las descripciones interior y exterior, en este caso, como en todos, deben fundirse.
Podría pensarse que muchas profesiones quedarían vedadas a alguien con complejos tics y compulsiones, o con comportamientos extraños y grotescos, pero éste no parece ser el caso. El síndrome de Tourette afecta quizá a una persona entre mil, y encontramos personas con esa enfermedad —y a veces casos de extrema gravedad— en prácticamente todas las profesiones y clases sociales. Hay escritores con el síndrome de Tourette, matemáticos, músicos, actores, disc-jockeys, trabajadores de la construcción, asistentes sociales, mecánicos, atletas. Podría pensarse que hay profesiones que resultan inconcebibles para alguien que padece esa enfermedad: especialmente, quizá, el delicado y preciso trabajo de un cirujano. Probablemente yo habría creído lo mismo no hace mucho. Pero ahora, por increíble que parezca, conozco a
cinco
cirujanos con el síndrome de Tourette.
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Conocí al doctor Carl Bennett en una conferencia científica sobre el síndrome de Tourette celebrada en Boston. Su apariencia era impecable: sobre la cincuentena, de estatura media, con barba y bigote parduscos y ya entrecanos, y sobrio traje oscuro, hasta que de pronto empujaba, se ponía a tocar el suelo, saltaba o caminaba a trompicones. Me sorprendieron tanto sus grotescos tics como su calma y dignidad. Cuando expresé incredulidad ante su elección profesional, me invitó a visitarle y quedarme en su casa, ver dónde vivía y practicaba su profesión: la ciudad de Branford, en la Columbia Británica, a pasar visita en el hospital con él, a operar con él, a verle en acción. Cuatro meses más tarde, a principios de octubre, volaba en un pequeño avión que se aproximaba a Branford, lleno de curiosidad y expectativas contradictorias. El doctor Bennett vino a buscarme al aeropuerto, me saludó —un extraño saludo, medio embistiendo, medio un tic, un gesto de bienvenida idiosincrásicamente tourettizado—, cogió mi maleta y me llevó hasta su coche con un extraño y veloz paso saltarín, un brinco cada cinco pasos y de pronto la mano al suelo como si fuera a recoger algo.
La situación de Branford es casi idílica: a la sombra de las Rocosas, al sudeste de la Columbia Británica, con Banff sus montañas al norte, y Montana y Idaho al sur; se halla en una región de clima suave y muy fértil, aunque rodeada de montañas, glaciares y lagos. El propio Bennett siente pasión por la geografía y la geología; unos pocos años atrás se tomó un año sabático de su práctica quirúrgica para estudiar ambas disciplinas en la Universidad de Victoria. Mientras conducía me señaló morrenas, estratificaciones y otras formaciones, de modo que lo que al principio me había parecido un simple paisaje bucólico se convirtió en un territorio histórico y geológico modelado por inmensas fuerzas ctónicas. Esa entusiasta e intensa atención a cada detalle, ese constante mirar bajo la superficie, tal examen y análisis, son característicos de una mente con el síndrome de Tourette, inquieta e inquisitiva. Es, por así decir, el otro lado de sus tendencias a la obsesión y la insistencia, su inclinación a repetir, a tocar y volver a tocar.
Y de hecho, siempre que la corriente de atención e interés se interrumpía, los tics y las repeticiones de Bennett se reafirmaban, en particular un obsesivo tocarse el bigote y las gafas. Su bigote tenía que ser continuamente alisado y comprobado en busca de simetría, sus gafas tenían que ser «equilibradas» —arriba y abajo, a un lado y a otro, en diagonal, subiéndolas y bajándolas por la nariz— con gestos súbitos, propios de un tic, realizados con los dedos, hasta que quedaban exactamente «centradas». También había esporádicas embestidas y extensiones del brazo derecho; tocaba repentina y compulsivamente el parabrisas, con los dos dedos índices («Hay que tocar simétricamente», comentaba); repentinas reubicaciones de las rodillas, o del volante («Debo tener las rodillas simétricas con relación al volante. Tienen que estar
exactamente
centradas»); y repentinas y agudas vocalizaciones, con una voz nada parecida a la suya propia, que sonaban como «
Hi, Patty
» [Hola, Patty], «
Hi, there
» [Hola, qué hay] y, en un par de ocasiones, como «
Hideous!
» [Horroroso]. (Enseguida me enteré de que Patty había sido una antigua novia, cuyo nombre había sido conservado devotamente en un tic.)
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