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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (52 page)

BOOK: Último intento
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Yo he estado antes en esa habitación. Me la imagino. Teléfonos celulares suenan desde el interior de esas bolsas. Los
pagers
también suenan cuando la gente que no sabe lo sucedido trata de comunicarse con personas que están presas o muertas. Hay allí también heladeras cerradas con llave para el almacenamiento de Equipos de Recuperación de Pruebas Físicas y cualquier otra prueba que pueda ser perecedera, como por ejemplo el pollo crudo al que le propiné muchos golpes con el martillo cincelador.

—Dígame, ¿por qué se puso a golpear el pollo crudo con el martillo cincelador? —Berger quiere que le aclare más esta parte de mi relato bien extraño.

—Para ver si las heridas coincidían con las que Bray tenía en el cuerpo —respondo.

—Bueno, el pollo está todavía en la heladera para pruebas —dice Marino—. Tengo que decir que realmente hiciste bolsa a ese pobre pollo.

—Descríbame en detalle lo que le hizo al pollo —me acicatea, como si yo estuviera en la barra de los testigos.

Los enfrento a ella y a Marino en el hall de entrada de casa y explico que puse pechugas crudas de pollo sobre una tabla de picar y me puse a golpearlas con todas las superficies del martillo cincelador para ver qué dibujo o marca quedaba de las lesiones. Dichas lesiones, tanto del extremo romo como de la punta filosa eran idénticas en configuración y medidas a las que había en el cuerpo de Bray, en particular en las zonas de su cartílago y su cráneo, que son excelentes en cuanto a retener la forma —O la marca de herramienta— de lo que las ha penetrado. Explico que después extendí una funda de almohada y mojé el mango del cepillo cincelador en salsa para parrillada. Como es natural, Berger me pregunta qué clase de salsa.

Recuerdo que era salsa Smokey Pig que yo había reducido hasta conferirle la consistencia de sangre, y después oprimí el mango cubierto de salsa contra la tela para ver qué aspecto tenía el dibujo transferido. Y obtuve las mismas estrías que quedaron con sangre en el colchón de Bray. Marino dice que la funda de almohada con las impresiones de la salsa para parrilla fue entregada al laboratorio para las pruebas de ADN. Comento que esto es una pérdida de tiempo. No hacemos esa prueba para los tomates. No trato de hacer un comentario divertido, pero sí me siento lo suficientemente frustrada como para ser un poco sarcástica. Prometo que el único resultado que obtendrá el laboratorio especializado en ADN no será humano. Marino comienza a pasearse por la habitación.

Él dice que estoy perdida, porque el martillo cincelador que yo compré y con el que hice todas esas pruebas ha desaparecido. Él no pudo encontrarlo. Lo buscó por todas partes. Tampoco figura en la lista de pruebas de la computadora. Es evidente que nunca se puso en ese cuarto de la comisaría y tampoco se lo llevaron los técnicos forenses ni figura un recibo de los laboratorios. Se ha hecho humo. Ha desaparecido por completo. Y yo no tengo la factura de compra. Ahora estoy segura de ello.

—Por el teléfono del auto te comenté que lo había comprado —Le recuerdo.

—Sí —dice él. Recuerda que yo lo llamé desde el auto después de salir de la ferretería, entre las seis y media y las siete. En esa oportunidad le dije que creía que un martillo cincelador era lo que se había usado en Bray. Le dije que acaba de comprar uno. Pero él me señala que eso no quiere decir que yo no compré una herramienta así después del homicidio de Bray para fabricarme una coartada.

—Ya sabes, para que pareciera que no tenías uno o siquiera sabías con qué la habían matado hasta después del hecho.

—¿De qué lado estás? —le digo—. ¿Tú crees en todas esas mentiras que dice Righter? Por Dios. Ya no lo soporto más.

—Esto no tiene que ver con tomar partido —dice Marino mientras Berger nos mira.

Volvemos al apunto en que hay sólo un martillo: el que tiene la sangre de Bray y fue encontrado en casa. Concretamente, en el living de mi casa, sobre la alfombra persa, exactamente cuarenta y cuatro centímetros y medio a la derecha de la mesa ratona Jarrah Wood. El martillo de Chandonne, no el mío, sigo diciendo mientras imagino bolsas baratas de papel marrón con número de comprobante y código de barras que representa a Scarpetta, yo, detrás del alambre tejido, en un estante de ese cuarto para pruebas.

Me recuesto contra la pared de mi hall de entrada y me siento mareada. Es como si estuviera viviendo una experiencia extracorporal, viéndome a mí misma después de que algo terrible y final hubiera sucedido. Mi anulación. Mi destrucción. Estoy tan muerta como las otras personas cuyas pertenencias metidas en bolsas de papel marrón terminan en ese cuarto para pruebas. No estoy muerta, pero quizás es mucho peor ser acusada. Detesto siquiera sugerir el paso siguiente de mi destrucción. Es algo así como una sobrecapacidad de exterminación. —Marino —digo—, prueba esa llave en mi puerta.

Él vacila y frunce el entrecejo. Después saca la bolsa transparente para pruebas del bolsillo interior de su vieja campera de cuero con el forro desflecado. Una ráfaga de viento helado entra en la casa cuando él abre la puerta de calle y desliza la llave de acero —que entra con toda facilidad— en la cerradura, la hace girar, y el pestillo entra y sale sin ninguna dificultad.

—El número que tiene escrito —Les digo a Marino y a Berger—. Dos-treinta-tres, es el código de mi alarma contra ladrones.

—¿Qué? —Por una vez, Berger queda sin habla.

Los tres nos dirigimos al living. Esta vez, me siento en la chimenea fría, como Cenicienta. Berger y Marino evitan tomar asiento en el sofá arruinado y se instalan cerca de mí, mirándome y esperando una posible explicación. Sólo encuentro una, y me parece bastante obvia.

—La policía y sólo Dios sabe quién más se han pasado entrando y saliendo de mi casa desde el sábado —digo—. En un cajón de la cocina hay toda clase de llaves: las de mi casa, mi automóvil, mi oficina, muebles-archivo, lo que sea. De modo que no es como si nadie tuviera un fácil acceso a una llave adicional de casa, y ustedes tenían el código de mi alarma contra ladrones, ¿no es así? —Miro a Marino—. Quiero decir, ustedes no dejaban mi casa sin activar la alarma cuando se iban. Y la alarma estaba activada cuando llegamos aquí, hace un rato.

—Necesitamos una lista de todas las personas que estuvieron en el interior de esta casa —Decide Berger.

—Yo puedo decirle el nombre de los que sé que estuvieron —responde Marino—, pero no estuve aquí cada vez que venía alguno de mis hombres. Así que no puedo decir que tengo la lista completa.

Suspiro y me apoyo contra la chimenea. Empiezo a nombrar a los policías que vi entrar con mis propios ojos, incluyendo a Jay Talley. Incluyendo a Marino.

—Y Righter también estuvo aquí —Agrego.

—Y yo —dice Berger—. Pero no entré por mi cuenta. No tenía idea de cuál era el código de la alarma.

—¿Quién la hizo pasar? —Pregunto.

Su respuesta es mirar a Marino. Me preocupa que Marino nunca me haya dicho que él fue el guía turístico de Berger. Es irracional que me enfurezca tanto. Después de todo, ¿quién mejor que Marino? ¿En quién confío más que en él? Marino está visiblemente agitado. Se pone de pie y se dirige a la cocina. Lo oigo abrir el cajón donde yo guardaba las llaves y después, abrir la heladera.

—Bueno, yo estaba con usted cuando encontró esa llave en un bolsillo de Mitch Barbosa. —Berger comienza a pensar en voz alta—. Usted no pudo haberla puesto allí, no pudo haber plantado esa prueba. Porque usted no estuvo en la escena. Y no tocó el cuerpo sino frente a testigos. Quiero decir, Marino y yo estábamos allí cuando usted descorrió el cierre de la bolsa.

—¿Y Marino?

—El nunca lo habría hecho —La interrumpo con un movimiento de la mano—. De ninguna manera. Desde luego, él tenía acceso a mi casa, pero no. Y, basándome en su relato de la escena del crimen, él nunca vio el cuerpo de Barbosa. Ya estaba siendo cargado en la ambulancia cuando él llegó a Mosby Court.

—De modo que alguno de los policías de la escena del crimen lo hizo…

—O, más probablemente —Completo su pensamiento—, pusieron la llave en el bolsillo de Barbosa cuando lo mataron. En la escena del crimen. No en el lugar donde lo arrojaron después.

Marino regresa bebiendo una botella de cerveza Spaten que Lucy debe de haber comprado. Al menos yo no recuerdo haberla comprado. Nada de mi pasado parece pertenecerme ya, y de pronto recuerdo el relato de Anna. Comienzo a entender cómo debe de haberse sentido cuando los nazis ocuparon la casa de su familia. Me doy cuenta de que es posible empujar a la gente más allá de la furia, más allá de las lágrimas, más allá de las protestas, incluso más allá de la tristeza y la pena. Uno termina por hundirse en el pantano sombrío de la aceptación. Lo que es, es. Y lo que fue, pertenece al pasado.

—Yo no puedo seguir viviendo aquí —Les digo a Berger y a Marino.

—Por fin lo entendiste —me dispara Marino en el tono enojado y agresivo que parece usar como su propia piel en estos días.

—Mira —Le digo—, no me ladres más, Marino. Todos estamos enojados, frustrados, agotados. Yo no entiendo lo que está pasando, pero es claro que alguien relacionado con nosotros está también involucrado en el asesinato de esas dos víctimas recientes, esos hombres que fueron torturados, y supongo que quienquiera puso mi llave en el cuerpo de Barbosa, lo que quiere es, o bien implicarme en esos crímenes o, quizá más probablemente, enviarme una advertencia.

—Yo creo que es una advertencia —dice Marino.

¿Y dónde está Rocky en estos días?, casi le pregunto.

—Su querido hijo Rocky —dice Berger por mí.

Marino bebe un trago de cerveza y se seca la boca con el dorso de la mano. No responde. Berger consulta su reloj y nos mira.

—Bueno —dice—. Feliz Navidad, supongo.

Capítulo 30

La casa de Anna está a oscuras cuando entro en ella cerca de las tres de la madrugada. Anna ha dejado encendida una luz en el zaguán y otra en la cocina, cerca de un vaso de cristal y la botella de Glenmorangle, por si llego a necesitar un sedante. A esta hora, declino. Una parte mía desearía que Anna estuviera despierta. Estoy un poco tentada de hacer bastante ruido con la esperanza de que ella se despierte y venga a sentarse conmigo. Me he vuelto curiosamente adicta a nuestras sesiones, aunque ahora se supone que debería desear que nunca hubieran tenido lugar. Me dirijo al ala para huéspedes, me pongo a pensar en la transferencia y me pregunto si será eso lo que estoy experimentando con Anna. O, quizás, es sólo que me siento sola y triste porque es Navidad y estoy totalmente despierta y rendida de cansancio en una casa ajena, después de pasarme el día investigando muertes violentas, incluyendo una que estoy acusada de cometer.

Anna ha dejado una nota en mi cama. Levanto el elegante sobre color crema y, por el peso y el grosor me doy cuenta de que lo que ha escrito es bien largo. Dejo mi ropa hecha una pila en el piso del cuarto de baño e imagino la fealdad que debe de haber quedado adherida a sus telas debido a los lugares donde he estado y lo que he hecho durante las últimas veinte horas. No me doy cuenta hasta que salgo de la ducha que la ropa todavía tiene olor al fuego sucio de la habitación del motel. Ahora las cubro con la toalla y hago un bollo para poder olvidarme de ellas hasta que vayan a la tintorería. Me pongo una de las batas gruesas de Anna para ir a la cama y me siento un poco nerviosa al volver a tomar la carta. La abro y despliego seis hojas gruesas de papel con marcas de agua y el nombre de Anna grabado. Empiezo a leer la carta y me obligo a no hacerlo demasiado deprisa. Anna es una persona lenta y quiere que yo asimile cada palabra, porque ella nunca escribe palabras innecesarias.

Queridísima Kay:

Como hija de la guerra que soy, aprendí que la verdad no es siempre lo correcto o lo bueno o lo mejor. Si los del SS vinieran a tu puerta y te preguntaran si tienes algún judío alojado en tu casa, tú no les dirías la verdad si en ella ocultabas judíos. Cuando los miembros del Totenkopf SS ocuparon la casa de mi familia en Austria, yo no podía decir la verdad con respecto a lo mucho que los odiaba. Cuando el comandante de la SS en Mauthausen venía a mi cama tantas noches y me preguntaba si yo disfrutaba lo que él me hacía, yo no le decía la verdad.

Entonces él hacía bromas horribles y silbaba en mi oído imitando el sonido de los judíos siendo muertos por el gas, y yo me echaba a reír porque estaba muy asustada. A veces él se emborrachaba mucho cuando regresaba del campo de concentración, y en una oportunidad alardeó haber matado a un chico campesino de 12 años cerca de Langenstein durante una redada de la SS. Más tarde supe que eso no era cierto, que el Leitstelle —El jefe de la Staatpolizei en Linz— era el que le había disparado al muchachito, pero en aquel momento creí lo que se me decía y el miedo que sentí fue indescriptible. Yo también era una chiquilla paisana. Nadie estaba a salvo. (En 1945 ese mismo comandante murió en Gusen y su cuerpo fue exhibido al público durante días. Yo lo vi y lo escupí. Eso sí fue la verdad de lo que sentía, una verdad que no podía revelar antes.)

La verdad es, entonces, algo relativo. Tiene que ver con elegir el momento oportuno. Tiene que ver con lo que es seguro hacer. La verdad es el lujo de los privilegiados, de las personas que tienen suficiente comida y no se ven obligadas a esconderse porque son judías. La verdad puede destruir y, por consiguiente, no es siempre prudente o siquiera sensato ser veraz. Algo bien extraño en boca de una psiquiatra, ¿no? Te doy esta lección, Kay, por una razón. Cuando acabes de leer esta carta, debes destruirla y nunca admitir que existió. Te conozco muy bien. Este pequeño secreto te costará mucho. Si te preguntan, no debes decir nada de lo que aquí te escribo.

Mi vida en este país quedaría arruinada si se supiera que mi familia dio alimento y asilo a los SS, pese a no hacerlo de corazón. Era algo para sobrevivir. También creo que sería muy perjudicial para ti el que la gente supiera que tu mejor amiga es una simpatizante de los nazis, porque estoy segura de que así me describirían. Y, qué terrible ser tildada de eso, en especial cuando alguien los odia tanto como yo. Soy judía. Mi padre era un hombre que tenía la facultad de imaginar lo que iba a suceder y plena conciencia de lo que Hitler se proponía hacer. Hacia fines de la década de 1930, mi padre utilizó sus conexiones bancarias y políticas y su riqueza para conseguirnos nuevas identidades. Cambió nuestro apellido a Zenner y nos trasladó de Polonia a Austria cuando yo era demasiado chica para entender muchas cosas.

De modo que podría decirse que, desde que recuerdo, yo he vivido
u
na mentira. Quizás esto te ayude a entender por qué no quiero ser interrogada en un procedimiento legal y por qué lo evitaré si puedo. Así que, Kay, la verdadera razón de esta larga carta no es contarte mi historia. Por fin te hablaré de Benton.

Estoy bastante segura de que no sabes que, durante un tiempo, él fue paciente mío. Hace alrededor de tres años él vino a verme a mi consultorio. Estaba deprimido y tenía muchas dificultades relativas a su trabajo de las que no podía hablar con nadie, ni siquiera contigo. Dijo que a lo largo de su carrera en el FBI había visto lo peor de lo peor, los actos más aberrantes que es posible imaginar. Y, aunque se había sentido acosado por ellos y sufrido de muchas maneras debido a su exposición a lo que él llamó «el mal», nunca había sentido realmente miedo. Dijo que la mayoría de esas malas personas no estaban interesadas en él. No le deseaban un daño personal y, de hecho, disfrutaban de la atención que él les prestaba cuando los entrevistaba en la cárcel. En cuanto a los muchos casos que él ayudó a resolver a la policía, una vez más, Benton no creía correr ningún peligro personal. Los violadores y asesinos seriales no tenían ningún interés en él.

Pero algunos meses antes de que viniera a verme empezaron a pasarle cosas extrañas. Ojalá lo recordara mejor, Kay, pero eran acontecimientos muy raros. Llamados telefónicos. Gente que cortaba cuando él contestaba y que era imposible rastrear porque eran llamados realizados por satélite (supongo que él se refería a teléfonos celulares). Recibió cartas extrañísimas que hacían referencias terribles a ti. Eran amenazas hechas hacia ti, de nuevo imposibles de rastrear. Para Benton era muy claro que quienquiera escribía esas cartas sabía algo de ustedes dos o de ti personalmente.

Desde luego, él sospechaba mucho de Carrie Grethen. No hacía más que decir: «No hemos oído la última palabra de esa mujer». Pero, en aquel momento, él no veía cómo podía ella hacer esos llamados y enviar esas cartas porque seguía presa en Nueva York, en Kirby.

Resumiré seis meses de conversaciones con Benton diciendo que él tenía la fuerte premonición de que su muerte era inminente. Por consiguiente sentía depresión, ansiedad, paranoia y comenzó a luchar con el alcohol. Dijo que tenía peleas contigo por beber demasiado y que sus problemas estaban haciendo que su relación contigo se deteriorara. Al escuchar algo de lo que tú me dijiste durante nuestras charlas, Kay, me doy cuenta de que su conducta en casa sí cambió. Tal vez ahora entiendas algunas de las razones por las que fue así.

Yo quería recetarle a Benton un antidepresivo suave, pero él no me lo permitió. Le preocupaba todo el tiempo lo que sería de ti y de Lucy si algo llegaba a pasarle. Por esa razón lloraba abiertamente en mi consultorio. Fui yo la que le sugirió que te escribiera la carta que el senador Lord te entregó hace varias semanas. Le dije a Benton: «Imagine que está muerto y tiene una última oportunidad de decirle algo a Kay». Así que lo hizo. Te dijo las palabras que leíste en su carta.

Durante nuestras sesiones yo le sugerí repetidamente que tal vez él sabía más con respecto a quién lo estaba acosando y que quizá la negación le impedía enfrentar la verdad. Él vaciló. Recuerdo muy bien que yo tuve la sensación de que él poseía información que no podía o no quería revelar. Ahora creo saber de qué se trataba. He llegado a la conclusión de que lo que empezó pasándole a Benton hace varios años y lo que te ocurre ahora a ti está relacionado con el hijo mafioso de Marino. Rocky está involucrado con delincuentes muy poderosos y él odia a su padre. Odiaría a cualquier persona que a su padre le importara. ¿Puede ser una coincidencia que Benton recibiera cartas amenazadoras y fuera asesinado, y que después este horrible asesino, Chandonne, terminara en Richmond y que ahora el terrible hijo de Marino sea el abogado de Chandonne? ¿Acaso este camino tortuoso no llegará, por último, a la espantosa conclusión de que su razón de ser es eliminar a todos los buenos de la vida de Marino?

En mi consultorio, Benton con frecuencia se refería a un archivo
EVI
. En él guardaba todas las cartas extrañas y amenazadoras y otros registros de comunicaciones e incidentes que él había comenzado a recibir. Durante meses no supe qué significaba pero un día le mencioné ese archivo y él me corrigió y dijo que el archivo se llamaba en realidad UI. Entonces le pregunté qué querían decir esas letras, y él me contestó que Último Intento. Le pregunté qué significaba eso y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sus palabras exactas fueron éstas: «Último Intento es donde todos terminaremos, Anna. Es donde yo terminaré».

No puedes imaginar lo que yo sentí cuando Lucy me mencionó que ése era también el nombre de la compañía asesora de investigaciones para la que ella trabaja en Nueva York. Cuando anoche estuve tan trastornada, no era sólo por la citación que había recibido en casa. Lo que ocurrió fue lo siguiente: Recibí la citación. Llamé a Lucy porque pensé que ella debería saber lo que te estaba sucediendo. Ella dijo que su «nuevo jefe» (Teun McGovern) estaba en la ciudad y mencionó Último Intento. Quedé estupefacta. Todavía lo estoy y no entiendo qué significa todo esto. ¿Lucy estará enterada de lo del archivo de Benton?

Por otro lado, ¿puede esto ser una coincidencia, Kay? ¿A ella justo se le ocurrió el mismo nombre con que Benton bautizó su archivo secreto? ¿Pueden todas estas conexiones ser coincidencias? Ahora existe algo llamado Último Intento y está ubicado en Nueva York y Lucy se mudará a Nueva York y el juicio a Chandonne ha pasado a Nueva York porque él mató hace dos años en Nueva York, y el antiguo compañero asesino de Carrie, Temple Gault, fue matado (por ti) en Nueva York y Marino inició su carrera policial en Nueva York. Y Rocky vive en Nueva York. Permíteme terminar diciéndote que lamento muchísimo la participación que yo pueda tener en hacer que tu situación actual sea peor, aunque puedes estar segura de que no me propongo decir nada que pueda ser tergiversado. Nunca. Soy demasiado vieja para esto. Mañana, el día de Navidad, partiré hacia mi casa de Hilton Head, donde me quedaré hasta que esté bien regresar a Richmond. Hago esto por varias razones. No es mi intención facilitarle las cosas a Buford o a cualquier persona para que me encuentre. Más importante aún, tú necesitas un lugar en el cual quedarte. No vuelvas a tu casa, Kay.

Tu devota amiga.

ANNA

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