Último intento (46 page)

Read Último intento Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
10.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De modo que Chandonne va en busca de la jefa de médicos forenses allá y, después, hace lo mismo con la de aquí. Usted —Agrega, para darle más énfasis a sus palabras—. ¿Por qué? —Ha girado un poco en su asiento y ahora tiene un codo apoyado en el volante y me mira.

—¿Por qué? —repito, como si fuera una pregunta que de ninguna manera puedo contestar, como si fuera una pregunta que ella no debería hacerme. —Tal vez alguien debería decírmelo. —De nuevo, siento que mi furia aumenta.

—Premeditación —dice ella—. Las personas insanas no planean sus crímenes con esta clase de deliberación. Elegir a la jefa de médicos forenses de París y, después, a la de aquí. Las dos, mujeres. En los dos casos, las que les practicaron la autopsia a sus víctimas y, por lo tanto, de una manera perversa, tienen una relación íntima con él. Quizá más íntima con él que con una amante, porque, en cierto sentido, usted ha «mirado». Usted ve dónde él ha tocado y mordido. Usted pone las manos sobre el mismo cuerpo en que él lo hizo. De alguna manera, usted lo vio hacer el amor con estas mujeres, pues ésa es la forma en que Jean-Baptiste Chandonne les hace el amor a las mujeres.

—Un pensamiento repugnante. —Su interpretación psicológica me resulta personalmente ofensiva.

—Un patrón. Un plan. Nada fortuito o accidental. De modo que es importante que entendamos sus patrones, Kay. Y hacerlo sin tener una reacción personal ni sentir repugnancia. —Calla un momento. —Debe mirarlo en forma desapasionada. No puede dejarse llevar por el odio.

—Es difícil no odiar a alguien como él —respondo con sinceridad.

—Y cuando de verdad le tenemos inquina a alguien o lo odiamos, es también difícil brindarles nuestro tiempo y atención, estar interesados en esa persona como si valiera la pena que tratáramos de entenderla. Debemos estar interesadas en Chandonne. Muy interesadas. Necesito que usted se interese más en él de lo que lo ha hecho con cualquier otra persona en toda su vida.

Yo no disiento con lo que Berger dice. Sé que señala una verdad significativa. Pero desesperadamente me resisto a interesarme en Chandonne.

—Yo siempre me he identificado más con la víctima —Le digo a Berger—. Nunca traté de entrar en el alma y la mente de los tipos que lo hacen.

—Y tampoco ha estado nunca involucrada en un caso como éste —Agrega—. Nunca fue tampoco sospechosa de un asesinato. Yo puedo ayudarla con este problema. Y necesito que usted me ayude con el mío. Que me ayude a meterme en la mente de Chandonne, en su corazón. Necesito que usted no lo odie.

Permanezco en silencio. No quiero darle a Chandonne más de mí misma de lo que ya se ha llevado. Siento lágrimas de frustración y furia y parpadeo para reprimirlas.

—¿Cómo puede usted ayudarme? —Le pregunto a Berger—. Usted no tiene jurisdicción aquí. Diane Bray no es su caso. Puede incluirla de alguna manera en el juicio por el homicidio de Susan Pless, pero yo me quedaré colgada cuando se trata del jurado especial de acusación de Richmond. Sobre todo si ciertas personas tratan de que parezca que yo la maté, que yo maté a Bray. Que sufro de un trastorno mental. —respiro hondo y mi corazón se acelera.

—La clave para despejar su nombre es también mi clave —contesta ella—. Susan Pless. ¿Cómo podría usted haber tenido algo que ver con esa muerte? ¿Como podría usted haber manipulado esas pruebas?

Ella quiere una respuesta mía, como si yo la tuviera. La sola idea me aturde. Desde luego, yo no tuve nada que ver con el homicidio de Susan Pless.

—Mi pregunta es ésta —Continúa Berger—. Si el ADN del caso de Susan coincide con sus casos de aquí y, posiblemente, con el ADN de los casos de París, ¿no significa eso que tiene que ser la misma persona la que mató a toda esa gente?

—Supongo que los jurados no tienen que creerlo más allá de una duda razonable. Lo único que necesitan es una causa probable —respondo, interpretando el papel de abogado del diablo en mi propio dilema—. El martillo cincelador con la sangre de Bray en él fue encontrado en mi casa. Y un recibo que prueba que yo compré un martillo cincelador y el martillo cincelador mismo que yo compré han desaparecido. Todo eso me señala como una pistola humeante, ¿no le parece, señora Berger?

Ella me toca el hombro.

—Contésteme esto —dice—. ¿Lo hizo usted?

—No —respondo—. No, no lo hice.

—Bien. Porque no puedo darme el lujo de que usted lo haya hecho —dice—. Yo la necesito. Ellas la necesitan —dice y observa la casa fría y vacía que está del otro lado de nuestro parabrisas, indicando las otras víctimas de Chandonne, las que no sobrevivieron. Ellas me necesitan.—Está bien. —Vuelve a por qué estamos esperando en el camino de entrada de esta casa. Vuelve a Diane Bray. —De modo que él entra por la puerta de calle. No hay señales de lucha y él no la ataca hasta que están camino al otro extremo de la casa, el dormitorio de Bray. No parece que ella haya tratado de escapar o de defenderse de alguna manera. ¿En ningún momento buscó su arma? Ella es una mujer policía. ¿Dónde está su arma?

—Sé que cuando entró por la fuerza en mi casa —digo—, Chandonne trató de arrojarme su saco sobre la cabeza. —Trato de hacer lo que ella quiere. Actúo como si estuviera hablando de otra persona.

—¿Entonces es posible que él le haya arrojado el saco o alguna otra cosa sobre la cabeza como si fuera una red y después la obligó a ir al dormitorio?

—Puede ser. La policía nunca encontró el arma de Bray. No, que yo sepa —contesto.

—Mmmm. Me pregunto qué habrá hecho él con eso —murmura Berger.

Los faros de un auto brillan en el espejo retrovisor y yo giro la cabeza. Una camioneta reduce la marcha frente al camino de entrada.

—También faltaba dinero de su casa —Añado—. Dos mil quinientos dólares, dinero de la droga que Anderson acababa de llevarle más temprano esa noche. Según ella, Anderson. —La camioneta se detiene detrás de nosotros. —De la venta de medicamentos recetados, si es que Anderson dice la verdad.

—¿Le parece que ella decía la verdad? —Pregunta Berger.

—¿Toda la verdad? No lo sé —contesto—. Así que quizá Chandonne se llevó el dinero y tal vez también el arma de Bray. A menos que Anderson se haya llevado el dinero cuando volvió a la casa la mañana siguiente y encontró el cuerpo. Pero después de ver lo que estaba sobre la cama de dos plazas, francamente me cuesta imaginar que haya hecho otra cosa que echar a correr a toda velocidad.

—Basándome en las fotografías que usted me mostró, me parece que coincidimos —dice Berger.

Bajamos del auto. No puedo ver lo suficiente a Eric Bray como para reconocerlo, pero la vaga impresión que recibo es la de un hombre atractivo y bien vestido que tiene poca diferencia de edad con su hermana asesinada: debe de rondar los cuarenta. Le entrega a Berger una llave sujeta a una etiqueta.

—En la etiqueta está escrito el código de la alarma —dice él—. Yo esperaré aquí afuera.

—De veras lamento tener que molestarlo. —Berger toma una cámara y un fichero acordeón del asiento de atrás del auto. —Sobre todo en Nochebuena.

—Sé que ustedes tienen que hacer su trabajo —dice él con tono monocorde.

—¿Usted estuvo adentro?

El vacila un momento y mira la casa.

—No, no pude hacerlo. —Su voz sube de tono por la emoción y en su rostro asoman algunas lágrimas. Sacude la cabeza y vuelve a subir a su auto. —No sé cómo cualquiera de nosotros…. Bueno. —Carraspea. Nos habla a través de la puerta abierta del auto, que tiene la luz interior encendida. —Cómo vamos a entrar y enfrentarnos a las cosas de ella.—Enfoca su mirada en mí y Berger nos presenta. No tengo ninguna duda de que él ya sabe muy bien quién soy.

—En esta zona hay agencias profesionales de limpieza —Le digo con delicadeza—. Le sugiero que se ponga en contacto con una y les pida que entren antes de que usted o cualquier otro miembro de la familia lo haga. Por ejemplo, el Service Master. —Yo he pasado por esto muchas veces con familias cuyos seres queridos han tenido una muerte violenta dentro de la residencia. Nadie tendría que sentirse obligado a entrar y enfrentarse a la sangre y el cerebro de un ser amado diseminados por todas partes.

—¿Ellos pueden hacerlo sin que entremos nosotros? —me pregunta él—. Me refiero a los de la limpieza.

—Déjeles la llave. Y, sí, ellos entrarán y se harán cargo de todo sin que ustedes estén presentes —respondo—. Están protegidos por seguros.

—Sí, quiero hacerlo. Después, vamos a vender esta casa —Le dice a Berger—. Cuando ustedes no la necesiten más.

—Yo le avisaré —Le contesta ella—. Pero usted, desde luego; tiene derecho de hacer lo que quiera con la propiedad, señor Bray.

—Bueno, no sé quién querrá comprarla después de lo que ha pasado —murmura él.

Ni Berger ni yo comentamos nada. La mayoría de las personas no quieren una casa donde alguien ha sido asesinado.

—Yo ya hablé con un agente inmobiliario —Sigue diciendo él con una voz opaca que contradice su furia—. Me dijo que no podían tomarla. Que lo lamentan y todo eso, pero que no quieren representar la propiedad. Realmente no sé qué hacer. —Observa esa casa oscura y sin vida. —¿Sabe?, no teníamos una relación muy cercana con Diane; nadie de la familia la tenía. Ella no era precisamente «familiera» ni tenía muchos amigos. Diría que más bien era metida para adentro, pendiente de sí misma. Y sé que no debería decirlo, pero es la pura verdad.

—¿Usted la veía con frecuencia? —Le pregunta Berger.

Él niega con la cabeza.

—Supongo que yo era el que más la conocía porque sólo tenemos una diferencia de dos años. Todos sabíamos que ella tenía más dinero de lo que podíamos entender. El Día de Acción de Gracias pasó por casa en su flamante Jaguar rojo. —Sonríe con amargura y vuelve a sacudir la cabeza.—Entonces supe con certeza que estaba metida en algo acerca de lo cual yo no quería saber nada. En realidad, no me sorprende —dice y hace una inspiración profunda—. No me sorprende que haya terminado así.

—¿Sabía usted que estaba involucrada en una cuestión de drogas? —Berger se pasa la carpeta al otro brazo.

Comienzo a sentir frío allí afuera, y la casa a oscuras nos atrae como un agujero negro.

—La policía dijo algunas cosas. Diane nunca hablaba de lo que hacía y, francamente, nosotros tampoco se lo preguntarnos. Por lo que sabemos, ella ni siquiera dejó un testamento. Así que ahora también tenemos ese lío —Nos dice Eric Bray—. Y no sabemos qué hacer con sus cosas. —Nos mira desde el asiento—. Realmente no sé del conductor y la oscuridad no logra ocultar su desdicha, qué hacer.

Todo eso se arremolina alrededor de una muerte violenta. Son tareas difíciles que nadie ve en las películas ni lee en los periódicos: lo que la gente dejó atrás y las preocupaciones y problemas que provocan. Le doy a Eric Bray mi tarjeta y le digo que llame a mi oficina si tiene alguna otra pregunta. Repaso mi rutina habitual de avisarle que el Instituto tiene un folleto, un excelente recurso llamado Qué
hacer cuando la policía se va de la casa
, escrito por Bill Jenkins, cuyo pequeño hijo fue asesinado durante el robo de un restaurante de comidas rápidas hace un par de años.—Ese folleto responderá muchas de sus preguntas —Agrego—. Lo siento mucho. Una muerte violenta deja atrás muchas víctimas. Ésa es la lamentable realidad.

—Sí, señora, de eso no me cabe duda —dice él—. Y, sí, me gustaría leer cualquier material que tenga. No sé qué esperar, qué hacer con respecto a nada de esto —repite—. Estaré aquí afuera si tienen algunas preguntas. Estaré aquí, dentro del auto.

Cierra la portezuela. Siento una gran opresión en el pecho. Me conmueve su pena, a pesar de lo cual no puedo sentir lástima por su hermana asesinada. En todo caso, el retrato que él pinta de ella me hace tenerle incluso menos simpatía a Diane. Ella no era ni siquiera decente con los de su propia sangre. Berger no dice nada cuando ascendemos por los peldaños del frente y percibo su interminable escrutinio de mi persona. A ella le interesa cada una de mis reacciones. Se da cuenta de que todavía siento fastidio hacia Diane por lo que ella trató de hacerle a mi vida. No trato de disimularlo. ¿Por qué molestarse a esta altura?

Berger observa la luz del porche, que está apenas iluminado por los faros del auto de Eric Bray. Es apenas un aplique de vidrio, pequeño y con forma de globo, que se supone debe sujetarse al techo con tornillos. La policía encontró el globo de vidrio en el césped, cerca de un boj, adonde al parecer Chandonne lo arrojó. Entonces fue simplemente una cuestión de desenroscar la lamparilla, que «debe de haber estado muy caliente», le digo a Berger.

—Así que supongo que la cubrió con algo para protegerse los dedos. Tal vez utilizó su saco.

—En la lamparilla no hay huellas dactilares —dice ella—. No las de Chandonne, según Marino.—Esto es nuevo para mí. —Pero eso no me sorprende, suponiendo que cubrió la lamparilla para no quemarse los dedos —Agrega ella.

—¿Y qué me dice del globo?

—Tampoco tiene huellas, no las de él. —Berger inserta la llave en la cerradura. —Pero podría tener las manos cubiertas también cuando desenroscó el globo. Me pregunto cómo llegó a la luz. Está bastante alta. —Abre la puerta y la alarma comienza a sonar. —¿Le parece que se habrá trepado sobre algo? —Se acerca a la consola de la alarma e ingresa el código.

—Quizá se trepó sobre la baranda —Sugiero, de pronto convertida en experta de la conducta de Jean-Baptiste Chandonne y muy disgustada con ese papel.

—¿Y en su casa?

—Podría haber hecho eso —respondo—. Subirse por la baranda y sujetarse contra la pared o el techo del porche.

—Tampoco hay huellas en su aplique de luz ni en la lamparilla, por si no lo sabe —me dice—. Al menos, no las de Chandonne.

Se oye el tictac de relojes en el living y yo recuerdo cómo eso me sorprendió la primera vez que entré en la casa de Diane Bray, después de que ella había muerto, y descubrí la colección de relojes perfectamente sincronizados y sus antigüedades inglesas, pero frías.

—Dinero. —Berger se queda parada en el living y observa el sofá, la biblioteca giratoria, el aparador de ébano. —Sí, obvio. Dinero, dinero, dinero. Los policías no viven así.

—Drogas —Comento.

—Ya lo creo. —La mirada de Berger lo recorre todo. —Las usaba y las traficaba. Sólo que conseguía que otras personas fueran sus mulas. Incluyendo a Anderson. Incluyendo a su ex supervisor de la morgue, que robaba drogas recetadas que usted creía eran arrojadas por la pileta de la morgue. Chuck no sé cómo se llamaba. —Toca los cortinados de damasco dorado y levanta la vista y observa las cenefas. —Telarañas —Comenta—. Polvo que no apareció solamente durante estos últimos días. Hay otras historias acerca de ella.

Other books

The Goldfish Bowl by Laurence Gough
The Key (Sanguinem Emere) by Taxer, Carmen
The Grand Ole Opry by Colin Escott
Miss Callaghan Comes To Grief by James Hadley Chase
The Chasm of Doom by Joe Dever
Riven by A J McCreanor
The Abigail Affair by Timothy Frost
The Weaver Fish by Robert Edeson