Última Roma (22 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Atraviesa despacio la plaza enlosada. Sus vestiduras blancas vuelan en alas del viento. Cruza el pórtico de dintel ciclópeo para sumergirse en el interior oscuro sin ventanas. Es un espacio diáfano, desprovisto de relieves, frescos o estatuas. Solo en el mismo centro, sobre un altar cuadrado de piedra blanca, arde una llama.

Es la única luz. Danzan las sombras por las paredes. Los pasos del visitante despiertan ecos huecos en la cúpula de piedra. Hace frío aquí adentro.

Este monumento no se inspira en ninguno terrenal. O, si lo hace, Basilisco no es consciente de ello. Tampoco lo creó de forma voluntaria con su imaginación. Surgió un día. Se generó a sí mismo dentro de su ciudad mental.

Es el fruto de fuerzas inconscientes que deben de bullir en las honduras de su espíritu. Porque esta bóveda en tinieblas es el cenotafio del difunto Asterio. Su propio padre, hace tantas décadas muerto. A su seno acude Basilisco para rendirle tributo cada cierto tiempo. También a veces se acoge a él en momentos de tribulación.

Por eso no le sobresalta distinguir al espectro de su padre al fondo, entre sombras, envuelto en una toga inmaculada, como los antiguos romanos. Sortea el altar de la llama para llegarse a él y besarle las manos. Asterio acepta con dignidad el homenaje de su hijo.

Tampoco este fantasma es creación voluntaria de Basilisco. Ninguno de los que habitan Porta Aquilarum lo es. Han ido apareciendo a lo largo de los años. Fueron emergiendo de las nieblas de sus recuerdos para acogerse a esta ciudad ciclópea sobre nubes.

Este redivivo bien poco se parece al Asterio de los últimos años. Nada que ver que el anciano consumido por los achaques. Mejor así. Aquí es otra vez el oficial de caballería de miembros fuertes y barba poblada que Basilisco conoció en su infancia.

El fantasma le invita a acompañarle con un gesto. Caminan en silencio, próximos a la pared del fondo. Tardan en despegar los labios. Solo cuando llegan a la esquina habla Basilisco. Lo hace con cierto esfuerzo. Ante este fantasma se apodera de él ese temor reverente que sentía de muy pequeño en presencia de mayores.

—Padre. No lo vas a creer. Hoy ha llegado a mis manos una espada. No una cualquiera. Una espada que fue en su día de los
herculani gallicani
.

Asterio asiente con solemnidad. No sabe su hijo si porque aprueba esa coincidencia afortunada o porque la noticia no le coge por sorpresa. Tal vez el gesto no signifique nada. Este espectro, como casi todos los que habitan Porta Aquilarum, tiende a ser pomposo en los gestos y expresiones.

Basilisco, ante la falta de respuesta, prosigue.

—Me embargó una sensación muy extraña, padre. Sentí que el hallazgo de esa espada es un presagio. No puedo sacármelo de la cabeza. Creo que es un aviso.

»No sé de qué me avisa. Pero ahí está y no puedo desdeñarlo. El abuelo y tú me enseñasteis a no ignorar las señales que pueda encontrar en mi camino.

Asiente otra vez su progenitor. Caminan otra docena de pasos en silencio. Es una costumbre que tienen ellos dos. Andar juntos, pegados a las paredes. Dar la vuelta a ese interior, circundarla en ocasiones hasta varias veces.

—Padre. Tuve una corazonada. Fue muy intensa. Sentí que esa espada pudiera ser la tuya. Sé que es casi imposible, pero es lo que sentí. Cuando la empuñé…

No es capaz de expresarse. Contempla sus propias manos en la penumbra de la bóveda funeraria. Las palmas son fuertes, callosas, hechas a las armas. Nadie en el mundo sabe que el maestro de espías siente pavor ante la idea de que se le afloje el pulso. A que un día la vejez vuelva sus manos temblonas. A no poder llevarse la cuchara o el jarro a la boca sin verter casi todo el contenido.

Asiente por tercera vez el espectro. Pero en esta ocasión habla.

—¿Imposible por qué? Mayores portentos se han visto. El mundo está lleno de milagros, aunque a menudo no seamos capaces de advertirlos. Los deseamos y cuando por fin llegan solemos negarlos. Los negamos porque los tememos.

»¿Por qué no podría ser esa mi espada? Es tan fácil eso como que sea la de cualquiera de mis compañeros. Éramos trescientos. Ninguno conservó la suya junto al cuerpo después de la batalla en las afueras de Suessionum.

»Cargamos una y otra vez contra los francos. A cada carga éramos menos. Pero seguimos cargando. Éramos los
herculani gallicani
. Herederos de la gran tradición de los
herculani
. Hicimos lo que debíamos. Lo que se esperaba de nosotros. Estuvimos en todo momento en lo más duro de la batalla.

El que asiente ahora es Basilisco. ¿Cuántas veces habrá oído la misma historia de labios de su padre? Primero de los del progenitor de carne y hueso. Muchos años después, de los de este espectro nacido de las nieblas de su mente.

La batalla de Suessionum entre romanos y francos. El encuentro final entre Afranio Siagrio y Clovis que acabó con el sueño de una Galia romana. Aquel día aciago, los
equites herculani gallicani
cargaron hasta en siete ocasiones contra los francos. Ataques frontales, suicidas, contra masas de enemigos. No con esperanza de victoria sino con intención de al menos frenarlos. De dar con su sacrificio tiempo a Siagrio para reorganizar sus tropas deshechas.

Tras la sexta carga habían perdido tantos efectivos, hombres y monturas supervivientes estaban tan fatigados que a la séptima los francos los envolvieron y aniquilaron. Cayó hasta el último de los jinetes y los francos se apoderaron del
draco
de la unidad. Con ese exterminio y la pérdida de la enseña, se extinguió un cuerpo de caballería que se jactaba de descender de los famosos herculanos
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del imperio.

Asterio no estuvo en aquella última carga. Había caído ya en la cuarta. Yació inconsciente durante el resto de la batalla. Tuvo suerte de no ser pisoteado por los caballos y de que los francos le dieran por muerto. También de que a nadie se le ocurriera cortarle la cabeza para trofeo.

Despertó entre los cadáveres, bañado en su propia sangre, desnudo y sediento. Los vencedores le habían despojado de todo. De las ropas, de las armas. A saber quién se llevó su espada. Esa que ahora cree su hijo haber tenido entre manos.

—¿Cómo llegó a ti la espada?

—Se la quitaron mis hombres a un caudillo vencido en combate.

—De ser de verdad la mía, se habría completado un ciclo. Habría vuelto a los de mi sangre de la misma forma en que se perdió. ¿Qué vas a hacer con ella?

—Nada, padre. Dejé que la conservara el oficial que la encontró. ¿Hice mal?

—No, siempre que sea un hombre honorable.

—Lo es. También es un soñador. Como tú y como yo, cree todavía en la restauración del Imperio de Occidente.

—Una espada antigua para un hombre de ideas anticuadas. No existe la casualidad.

—No, padre.

—Sea o no la mía, la aparición de un arma de los
herculani gallicani
durante una misión como esta en la que te has embarcado ha de ser por fuerza un aviso.

—¿De qué?

—Eso tendrás que averiguarlo. Estate atento a las señales, hijo. Ellas serán los mojones que te orienten para transitar por tu propio futuro.

Siagrio (Wpedia)

En la calzada de Calagurris a Vareia

Flavio Basilisco recuerda días después el consejo del espectro, cuando su comitiva entra al fin, por el sureste, en esa que sus habitantes llaman la provincia de Cantabria.

Ha viajado mucho durante su larga vida, a veces a lugares muy lejanos. Estuvo en una embajada a la corte persa. Fue soldado con Belisario en Dalmacia, Iliria, África, Italia, Hispania. Participó en la gran defensa de Roma contra los ostrogodos. Ha visto casi de todo, antes con sus propios ojos y ahora a través de lo que le cuentan los que le rodean.

Tal vez por eso es el mejor preparado para entender lo que les está esperando.

Es media mañana y el día es tan frío como seco. Magnesio le ha dicho que el cielo está casi despejado. Oye los cascos de su burro sobre las piedras de la calzada. Siente en las mejillas el viento. Se deja acunar por las idas y venidas sobre la silla de montar.

Abre él la comitiva, custodiado por isauros que marchan con las espadas desenvainadas sobre el hombro. Algunos le van contando cuanto ven y esas frases bastan para que, en un momento dado, el águila de su imaginación remonte el vuelo de golpe.

Se despega de su cuerpo de viejo. Gana altura, libre de su jaula de carne. Planea las corrientes de aire para observar desde arriba a la comitiva romana que se dirige al encuentro de los senadores de la provincia.

Ese Basilisco que es águila que flota con alas tendidas se contempla a sí mismo desde las alturas. Ve a un anciano de vestiduras blancas sobre un burro negro. Lleva una guardia de honor de isauros con gorros frigios y escudos de cabeza de Gorgona sobre campo rojo.

Uno de esos escoltas enarbola un lábaro. El águila observa con ojos rapaces cómo ondea el estandarte. Aunque desde arriba no puede distinguirlo, sabe que la tela blanca lleva bordada en rojo la divisa
In Nomine Christi Vinas Semper
.

Gira en los cielos el águila, viendo con esos ojos suyos lo que los isauros le cuentan al Basilisco del burro. Echa a volar por la calzada en sentido contrario a la marcha, para pasar por encima de toda la comitiva.

Tras el magister y sus isauros marchan los
victores flavii
. Un espectáculo rutilante en esta mañana de aire claro. Rebrillan los petos y las testeras de los caballos, con sus escamas de bronce recién bruñidas. Centellean al sol los cascos. Temblequean las plumas rojas de los copetes. Flamean las vestes de color rojo de los jinetes.

Sonríe ante esa imagen el viejo Basilisco, con el espíritu a medias en el cuerpo y a medias en esa águila en alas del viento. Son esas sobrevestes y esos copetes los que le ganaron a este bandon el apodo de los
gallos rojos
.

Cabalgan de a dos en fondo con las lanzas largas de jinete en alto, adornadas para la ocasión con flámulas color sangre. Llevan escudos pequeños y redondos —de águilas negras bicéfalas sobre fondos ocres— sujetos sobre los brazos izquierdos.

Abren la marcha el
comes
Mayorio y el
draconarius
. No le cuesta nada al águila visualizar esa cabeza de dragón pulida que destella al menor roce del sol. Tampoco a la manga roja que se infla, agita, retuerce a cada soplo del viento.

Todo ese despliegue de armaduras bruñidas y telas rojo sangre, de lanzas, enseñas al viento y
espatharios
con las hojas desnudas al hombro está pensado para impresionar al senado de la provincia. Ha acudido casi en pleno, con Flavio Magno Abundancio a la cabeza, a recibirlos a pie de calzada, unas millas ya al interior de la provincia.

Pero ambas partes van a resultar por igual impresionadas.

Son las descripciones que le están dando sus isauros las que han soltado las cadenas del águila que anida en el alma de Basilisco. Son sus comentarios los que la han llevado a lanzarse por los aires para sobrevolar la escena.

No es tanto lo insólito como lo inesperado. Lo que ahí delante les aguarda no es lo que el ciego esperaba encontrar en estos pagos, aunque más tarde se preguntará qué esperaba encontrar con exactitud.

De lejos, sus isauros solo podían ver que camino adelante hay grupos de guerreros a ambos lados de la calzada. Que sus escudos son ovalados y que empuñan lanzas. Que se apiñan bajo estandartes de telas bordadas que ondean sobre sus cabezas a cada golpe de brisa.

Cuando se acercan, constatan que todos juntos forman un pequeño ejército armado a la romana. Pero a la «romana» de cuando había un imperio en Occidente. Sus escudos recuerdan los de los legionarios. Se cubren con cascos de carrilleras y cubrenucas, con un diseño abandonado hace mucho por las tropas del Imperio de Oriente.

Los contingentes son de diverso tamaño. Los escudos de cada grupo lucen emblemas distintos. Cruces griegas y latinas, estrellas de nueve, diez y doce puntas, soles, serpientes. El águila no puede dejar de advertir que hasta el último de esos símbolos es heredero de los antiguos del ejército romano.

Cada grupo ha de estar formado por
fideles
de los distintos senadores. Y tal vez esos de los escudos con crismones rojos sobre blanco sean los hombres del propio Magno Abundancio. Crismones aquí, tan lejos. Ese símbolo que es fusión de las letras X y P. El anagrama de Nuestro Señor Jesucristo. Uno de los emblemas más sagrados del imperio, tanto del de Oriente como del de Occidente.

En el centro de la calzada aguarda una treintena de varones. Casi todos rasurados. Todos con túnicas y capas blancas de listas y rosetones púrpuras. A cada uno de ellos le escolta un
scutario
con un pavés con el emblema del senador correspondiente. Símbolos que se corresponden con los de los escudos de los distintos contingentes estacionados a ambos lados de la vía.

Los senadores de blanco y púrpura observan cómo se acerca la comitiva del embajador imperial. Aguardan inmóviles, adoptando posturas dignas y sin cruzar palabras entre ellos. Varios pasos por delante del resto se encuentra un hombre alto, ataviado también de blanco y púrpura, y en compañía de dos portaestandartes. El de la derecha es un crismón rojo sobre blanco. El de la izquierda un aspa formada por cuatro crecientes de oro sobre púrpura.

La segunda enseña es un
cantabrum
. El viejo estandarte de guerra de las tribus cántabras, adoptado hace siglos por el gran Augusto para la caballería romana. Y ese hombre alto y grande ¿quién podría ser sino Magno Abundancio?

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