Tumbuctú (3 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Tumbuctú
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—William Gurevitch —dijo Santa—. Sí, me dirijo a ti, a William Gurevitch de Brooklyn, Nueva York.

Aquella noche Willy sólo se había bebido media botella, y habían pasado ocho meses desde su última alucinación propiamente dicha. Por nada del mundo iba a tragarse aquella basura. Sabía distinguir entre la realidad y la fantasía, y si Santa Claus le hablaba desde el televisor de su madre, eso sólo podía significar que estaba más borracho de lo que creía.

—A tomar por culo, tío —dijo Willy, apagando el aparato sin pensarlo dos veces.

Lamentablemente, no pudo dejar las cosas tal como estaban. Movido por la curiosidad, o porque quería asegurarse de que no estaba teniendo otra crisis nerviosa, Willy decidió que no perdería nada con poner otra vez la televisión, sólo para echar un vistazo, una última miradita. Eso no haría daño a nadie, ¿verdad? Mejor salir ahora de dudas que andar con aquella cagada navideña recomiéndole durante los siguientes cuarenta años.

Y hete ahí que apareció otra vez. Allí estaba el puñetero Santa Claus, haciendo un gesto admonitorio con el dedo y sacudiendo la cabeza con aire triste y decepcionado. Cuando abrió la boca y empezó a hablar (continuando exactamente donde se había quedado diez segundos antes), Willy no sabía si soltar una carcajada o tirarse por la ventana. Era de verdad, tíos. Estaba ocurriendo algo imposible, y en aquel preciso momento Willy supo que ya nada volvería a ser como antes.

—Eso no ha estado bien, William —declaró Santa—. Estoy aquí para ayudarte, pero si no me dejas hablar no iremos a ninguna parte. ¿Me entiendes, hijo?

La pregunta parecía requerir una respuesta, pero Willy dudó. Ya tenía bastante con escuchar a aquel payaso. ¿Quería empeorar las cosas contestándole?

—¡William! —exclamó Santa. Su voz, severa y cargada de reproche, revelaba la fuerza de una personalidad con la que no se podía jugar. Si Willy quería librarse de aquella pesadilla, no tendría más remedio que seguirle la corriente. —Sí, jefe —masculló—, le he entendido perfectamente. El hombre gordo sonrió. Entonces, muy despacio, la cámara se movió para enfocarle en primer plano. Santa se quedó así unos segundos, mesándose la barba, aparentemente absorto en sus pensamientos.

—¿Sabes quién soy? —preguntó al cabo.

—Sé a quién te pareces —contestó Willy—, pero eso no significa que sepa quién eres. Al principio creí que eras uno de esos gilipollas disfrazados. Luego pensé que eras el genio de la botella. Ahora no tengo ni idea.

—Soy lo que parezco.

—Claro, tío, y yo soy el cuñado de Haile Selassie.

—Santa Claus, William. Alias San Nicolás. La Navidad personificada. La única fuerza del bien que queda en este mundo.

—Con que Santa, ¿eh? Y se deletrea S-A—N-T—A, ¿verdad?

—Sí, eso es. Así se deletrea exactamente. —Lo que me figuraba. Pero si cambiamos las letras un poquito de sitio, ¿qué tenemos? S-A—T-Á—N, ni más ni menos. Eres el puto diablo, abuelo, y sólo existes en mi cabeza.

Observen cómo luchaba Willy contra la aparición, lo resuelto que estaba a burlar su hechizo. No era un estúpido psicópata para dejar que le mangonearan con fábulas y apariciones. No quería tener nada que ver con todo aquello, y la repugnancia que sintió, la total y absoluta hostilidad con que siempre describía los primeros momentos del encuentro, fue precisamente lo que convenció a Míster Bones de que era cierto, de que Willy había tenido una auténtica visión y no se estaba inventando la historia. Según lo contaba, la situación era un escándalo, un insulto a su inteligencia, y le hervía la sangre sólo con pensar en aquel obtuso montón de clichés. Que le hicieran tragarse a otro esos cuentos. Las navidades eran una farsa, una temporada de pasta fácil y gran actividad de cajas registradoras, y como símbolo de esas fechas, como la esencia misma de todo el tinglado consumista, Santa era el farsante supremo.

Pero aquel Santa no era un farsante, ni tampoco el demonio disfrazado. Era el verdadero Papá Noel, el único Señor de los Elfos y los Espíritus, y había ido a predicar un mensaje de bondad, generosidad y sacrificio. Aquella ficción de lo más inverosímil, aquella antítesis de todas las creencias de Willy, aquella absurda exhibición efectista con la chaqueta roja y las botas orladas de piel —sí, Santa Claus en todo su esplendor de la Avenida Madison—, había surgido de lo más profundo de Telelandia para demoler el sólido escepticismo de Willy y volver a encauzar su alma. Así de sencillo. Si había algún farsante, declaró Santa, ése era Willy, y se lo demostró con pelos y señales, sermoneando al perplejo y asustado muchacho durante casi una hora. Le llamó impostor, afectado y escritorzuelo sin talento. Luego subió de tono, tildándole de nulidad, de comemierda, de tonto de capirote, y poco a poco fue derribando la muralla de sus defensas
y
le hizo ver la luz. Para entonces Willy ya andaba tirado por el suelo, llorando a lágrima viva mientras pedía misericordia y prometía enmendarse. La Navidad era auténtica, comprendió, y para él no habría verdad ni felicidad hasta que empezara a abrazar su espíritu. En lo sucesivo aquélla sería su misión en la vida: encarnar el mensaje de Navidad todos los días del año, no pedir nada a nadie y sólo dar amor a cambio. En otras palabras, Willy decidió hacerse santo. Y así fue como William Gurevitch concluyó sus negocios en este mundo, y de su carne nació un hombre nuevo llamado Willy G. Christmas. Para celebrar el acontecimiento, a la mañana siguiente Willy se dirigió a Manhattan y se hizo tatuar una imagen de Santa Claus en el brazo derecho. Fue un verdadero suplicio, pero Willy aguantó las agujas con gusto, exultante al saber que ahora habría un signo visible de su transformación y que lo llevaría marcado para siempre.

Lamentablemente, cuando volvió a Brooklyn y mostró orgullosamente el nuevo adorno a su madre, la señora Gurevitch se puso como loca, estallando en un berrinche de lágrimas y airada incredulidad. No fue simplemente la idea del tatuaje lo que la descompuso (aunque algo tenía que ver, habida cuenta de que estaba prohibido por la ley mosaica y del papel que el tatuaje sobre piel judía había desempeñado en su vida), sino lo que representaba
aquel tatuaje en concreto,
y dado que la señora Gurevitch vio el Santa Claus tricolor en el brazo de Willy como una muestra de traición y de locura incurable, su arrebato del momento quizá fuese comprensible. Hasta entonces había logrado engañarse pensando que su hijo se repondría por completo. Achacaba su estado a las drogas, y creía que en cuanto su organismo expulsara los residuos tóxicos y el recuento de glóbulos de su sangre fuese otra vez normal, no tardaría mucho en apagar el televisor y volver a la universidad. Pero ya no. Una sola mirada al tatuaje, y todas las vanas esperanzas y falsas ilusiones se hicieron añicos a sus pies como el cristal. Santa Claus pertenecía al otro bando. Era de los presbiterianos y los católicos romanos, de los adoradores de Jesús y los enemigos de los judíos, de Hitler y demás ralea. El
goyim
{2}
se había apoderado del cerebro de Willy, y una vez que se metía dentro de uno, no abandonaba jamás. Las navidades sólo eran el primer paso. La Semana Santa estaba a sólo unos meses, y entonces empezarían a arrastrar aquellas cruces suyas y a hablar de asesinato, y no tardando mucho las tropas de asalto le echarían la puerta abajo. Veía la imagen de Santa Claus estampada en el brazo de su hijo, pero en lo que a ella se refería no se diferenciaba de una esvástica.

Willy se quedó verdaderamente perplejo. No había pretendido molestar, y en su gozoso estado de remordimiento y conversión lo último que deseaba era ofender a su madre. Pero, por mucho que hablara y le explicara, ella se negaba a escucharle. Le chilló y le llamó nazi, y cuando él insistió en hacerle comprender que Santa Claus era una encarnación de Buda, un ser sagrado que predicaba el amor y la compasión misericordiosa, ella le amenazó con volver a llevarlo al hospital aquella misma tarde. Aquello recordó a Willy una frase que había oído decir a otro paciente del Saint Luke —«Antes que una lobotomía frontal, prefiero una botella mortal»—, y de pronto comprendió lo que le esperaba si dejaba que su madre se saliera con la suya. De modo que, en lugar de dar en hueso, se puso el abrigo y se marchó del piso, lanzándose de cabeza a esos mundos de Dios.

Así se inició una costumbre que duró muchos años. Willy se quedaba con su madre varios meses, luego se marchaba otros tantos y después volvía. La primera salida fue probablemente la más espectacular, aunque sólo fuese porque Willy aún no sabía nada sobre la vida errante. Sólo estuvo fuera un breve período de tiempo, y aunque Míster Bones nunca estaba muy seguro de lo que Willy quería decir con
breve,
las cosas que le pasaron en aquellas semanas o meses en que estuvo fuera le demostraron que había encontrado su verdadero camino.

—No me digas que dos y dos son cuatro —dijo Willy a su madre cuando volvió a Brooklyn—. ¿Cómo sabemos que dos son dos? Ésa es la verdadera cuestión.

Al día siguiente, se sentó a escribir de nuevo. Era la primera vez que cogía la pluma desde antes de ir al hospital, y las palabras le salieron como el agua que fluye a borbotones de una tubería rota. Como poeta, Willy G. Christmas demostró ser mejor y estar más inspirado que William Gurevitch, y aunque sus primeros intentos carecían de originalidad, lo compensaba con empeño y entusiasmo.
Treinta y tres reglas para vivir era
buen ejemplo de ello. Los primeros versos decían así:

Arrójate en brazos del mundo

y el aire te sujetará. Duda

y el mundo te saltará por detrás.

Echa el resto por la autopista de huesos.

Sigue la música de tus pasos, y cuando se apague la luz

no silbes, canta.

Si mantienes los ojos abiertos, siempre estarás perdido.

Regala la camisa, regala el oro,

regala los zapatos al primer desconocido que veas.

Mucho brotará de nada

si bailas el frenético vals...

Una cosa eran las ocupaciones literarias, y otra muy distinta la manera de comportarse en el mundo. La poesía de Willy podría ser diferente, pero eso seguía sin resolver la cuestión de si el propio Willy había cambiado. ¿Se había convertido realmente en una persona nueva, o la zambullida en la santidad no era más que un impulso pasajero? ¿Se había colocado a sí mismo en una situación insostenible, o había otra cosa que justificase su renacimiento aparte del tatuaje del bíceps derecho y del ridículo apodo que tanto le gustaba usar? Una respuesta sincera quizá fuese sí y no, un poco de todo. Porque Willy era débil, agresivo a veces, propenso a olvidar cosas. Padecía bloqueos mentales, y cuando el
flipper
de su cabeza se aceleraba y cometía falta, todo se le descabalaba. ¿Cómo podía un hombre así revestirse con el manto de la pureza? No sólo era un borrachín incipiente y un embustero de nacimiento con una fuerte tendencia paranoica, sino que también era demasiado chistoso para su propio bien. Cuando Willy empezaba con las bromas, Santa Claus era presa de las llamas y toda aquella farsa de flores y corazones quedaba reducida a cenizas.

Con todo, sería injusto decir que no lo intentó, y sobre ese intento gira gran parte de la historia. Aunque Willy no siempre estuviera a la altura de sus propias expectativas, al menos disponía de un modelo para el comportamiento que quería seguir. En los raros momentos en que estaba en condiciones de centrarse y frenar los excesos en el terreno de la bebida, Willy demostró que era capaz de cualquier acto de valor o generosidad. En 1972, por ejemplo, con no poco riesgo de su vida, salvó a una niña de cuatro años de morir ahogada. En 1976, acudió en defensa de un anciano de ochenta y un años a quien estaban atracando en la calle Cuarenta y tres Oeste de Nueva York; y le pagaron la molestia con una puñalada en el hombro y un balazo en la pierna. Más de una vez dio su último dólar a un amigo que pasaba una mala racha, dejó que el enamorado y el abatido lloraran en su hombro, y a lo largo de los años convenció a un hombre y a dos mujeres de que no se suicidaran. Había cosas buenas en el alma de Willy, y cuando salían a la luz se olvidaban todas las demás. Sí, era un vagabundo loco que iba dando el coñazo por ahí, pero cuando la cabeza le funcionaba bien, Willy era uno entre un millón, y todo el que se cruzaba en su camino lo sabía.

Siempre que hablaba con Míster Bones de aquellos primeros años, Willy tendía a recrearse en los buenos recuerdos y a olvidar los malos. Pero ¿quién podía culparle por tener una visión sentimental del pasado? Todos lo hacemos, perros y personas por igual, y en 1970 Willy se encontraba indudablemente en la flor de la juventud. Su salud era más buena que nunca, tenía la dentadura intacta y, además, dinero en el banco. Le habían asignado una pequeña suma del seguro de vida de su padre, y cuando entró en posesión de esa cantidad el día que cumplió veintiún años, no le faltó dinero en el bolsillo durante casi una década. Pero más allá de las ventajas del dinero y la juventud, estaba el momento histórico, la época misma, el espíritu que reinaba en la calle cuando Willy emprendió sus andanzas de vagabundo. El país estaba plagado de estudiantes que abandonaban la universidad y de niños fugitivos, neovisionarios melenudos, anarquistas disfuncionales y drogotas inadaptados. Pese a toda la extravagancia que había demostrado por derecho propio, Willy apenas destacaba entre todos ellos. No era más que otro bicho raro en la escena amerikana, y adondequiera que lo llevaran sus viajes —ya fuese a Pittsburg o Plattsburg, Pocatello o Boca Ratón—, se las arreglaba para estar acompañado de gente de su misma onda. O eso afirmaba, y a la larga Míster Bones no vio motivos para dudarlo.

Y aunque lo hubiera hecho habría dado lo mismo. El perro había vivido lo suficiente para saber que las buenas historias no eran necesariamente historias verdaderas, y el que decidiera creerse o no las que su amo contaba sobre sí mismo era menos importante que el hecho de que Willy había vivido así durante años. Eso era lo esencial, ¿no? Los años, la cantidad de años que tardó en pasar de ser joven a no tan joven, sin dejar de ver cómo cambiaba el mundo a su alrededor. Cuando Míster Bones salió a gatas del vientre de su madre, los años mozos de Willy no eran sino un vago recuerdo, un montón de abono pudriéndose en un descampado. Los fugitivos habían vuelto arrastrándose a casa con mamá y papá; los drogotas habían cambiado sus románticos abalorios por corbatas estampadas; la guerra había terminado. Pero Willy seguía siendo Willy, el espléndido versificador y autoproclamado portador del mensaje de Santa, la sencilla justificación adornada con los sucios harapos de vagabundo. El paso del tiempo no había tratado amablemente al poeta, y ya no se enrollaba tan bien. Olía mal y se le caía la baba, la gente no le podía ni ver, y, con los balazos y cuchilladas y el deterioro general de su organismo, había perdido reflejos, su hasta entonces asombroso don para salir indemne de los líos. Le robaban y le daban palizas. Le pateaban mientras dormía, prendían fuego a sus libros, se aprovechaban de sus penas y dolores. Después de uno de esos encuentros con desconocidos, cuando lo llevaron al hospital con la vista nublada y un brazo roto, comprendió que no podía seguir sin alguna clase de protección. Pensó en una pistola, pero como aborrecía las armas se decidió por el mejor sustituto conocido por el hombre: un guardaespaldas de cuatro patas.

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