Tu rostro mañana (9 page)

Read Tu rostro mañana Online

Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Tu rostro mañana
12.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dime de qué se trata, dime y veré qué puedo hacer, o si puedo hacer algo. Qué le pasa a Mr Pérez Nuix, los dos apellidos son suyos, ¿no? —Tampoco yo logré evitar que me saliera la condescendencia del que está en disposición de escuchar, sopesar, pensárselo, ser un momentáneo enigma, tener en vilo y conceder o negar o mostrarse ambiguo. Uno se siente siempre un poquito importante, sabe que encontrará placer en el 'Sí' y en el 'No' y en el 'Puede' ('Qué bien me porto', se dirá; o 'Qué duro soy, qué inconmovible, yo no me chupo el dedo ni me toma el pelo nadie'; o 'Si todavía no me pronuncio, seré dueño de la incertidumbre'), e invita a hablar con magnanimidad y paciencia: 'Tú dirás', o 'Dime', o 'Explícate'; o con intimidación y apremio: 'Desembucha', o 'Tienes dos minutos, aprovéchalos y ve al grano' (o
'Make the story shorts
' si se está hablando en inglés, 'Abrevia'), yo le estaba dando a la joven todo el tiempo del mundo de aquella noche, la lluvia fuera nos quitaba prisa.

—Sí, mi madre se llamaba Waller de soltera. Él les pone guión, Pérez-Nuix —contestó, y dibujó ese guión en el aire—, yo no. Yo, como Conan Doyle. —Sonrió, pensé que sería la última vez en un buen rato, el que le llevara exponer su caso—. Mi padre es un hombre mayor, a mí me tuvo tardíamente, de su segundo matrimonio, tengo por ahí una medio hermana y un medio hermano que me llevan un montón de años, nunca he tenido mucho trato con ellos. Aunque era considerablemente más joven que él, mi madre murió hace seis años, un cáncer galopante. El ya estaba jubilado por entonces; bueno, hasta donde puede jubilarse quien ha hecho demasiadas cosas, la mayoría improductivas y vagas y sin abandonarlas del todo nunca. Siempre fue un mujeriego, aún lo es en la medida de sus posibilidades, pero se quedó desamparado entonces, o quizá desconcertado: incluso perdió el interés por las demás mujeres. Claro que eso fue pasajero, unos cuantos meses de repentino viudo envejecido, rejuveneció en seguida. Lo había pasado muy mal de niño en España, durante la Guerra y después, hasta que su padre consiguió sacarlo y traerlo a Inglaterra, mi abuelo había salido en el 39 y no pudo mandar por él hasta el 45, cuando acabó la guerra aquí contra Alemania; mi padre vino ya con quince años y siempre estuvo a caballo de los dos países, había dejado hermanos mayores que él en Barcelona, que ya no quisieron cambiar de país cuando les fue posible. Tampoco lo tuvo fácil al principio en Londres, hasta que se abrió paso. Se casó bien, las dos veces; no le costó en exceso, era un hombre encantador y guapo. Un enorme error y una injusticia, según sus palabras, que le tocara pasar dificultades al comienzo de su vida, pero desde luego las olvidó y se resarció muy pronto. Eso lo decía riéndose, de todas formas. El siempre sostenía, ha sostenido, que al mundo se viene para correrse una juerga, y el que no lo entienda así se ha equivocado de sitio, eso dice. Tenía muy buen humor, lo tiene, es de esas personas que huyen de la gente triste y que se aburren en el sufrimiento; aunque tengan motivos para él acaban por sacudírselo, les parece un sinsentido y una pérdida de tiempo, como un periodo de tedio involuntario, impuesto, que interrumpe la permanente fiesta e incluso puede arruinarla. El sintió muchísimo la muerte de mi madre, yo lo vi, su dolor fue muy sincero, rozó la desesperación algunos días, andaba como trastornado, encerrado en casa, lo cual era en él insólito, se ha pasado la vida yendo a sitios sociales y procurándose diversiones. Pero era incapaz de quedarse anclado en la pena más allá de unos meses. El lamento lo tolera sólo como coquetería breve, el ajeno y el propio, como un juego en busca de ánimos o de cumplidos, y demorarse en él le habría parecido desaprovechar la existencia, un desperdicio.

Esa era la palabra que había utilizado Wheeler, y también mi padre, para referirse a otra cosa muy distinta, a los muertos de las guerras, sobre todo una vez que las contiendas han concluido y se ve que en realidad todo sigue en su sitio, más o menos, como seguramente habría seguido, más o menos, ahorrándonos la carnicería. Así se sienten las guerras, con excepciones, cuando las aleja el transcurrir de los años y la gente ignora hasta las batallas cruciales que permitieron su nacimiento. Según el padre de la joven Nuix, también era un desperdicio dedicarle tiempo al desconsuelo, al duelo. Y me pasó por la cabeza que quizá su idea no era tan diferente de la de mis dos ancianos, aunque sí más tajante: no sólo eran un desperdicio los muertos, bélicos o pacíficos, sino también que nos ensombrecieran y nos arrastraran con ellos, sin permitirnos recuperarnos ni volver a alegrarnos. Nos hincaran la rodilla en el pecho y pesaran sobre nuestra alma.

—¿Cómo se llamaba tu padre de nombre, cómo se llama? —le pregunté, me corregí en seguida. Me había contagiado de sus oscilaciones temporales, 'Sostenía, ha sostenido', 'Decía, eso dice', 'Tenía, lo tiene', supuse que se le escapaban los inadecuados tiempos verbales porque el padre ya era mayor, y le costaría más cada día ver en él al de su infancia; nos ocurre a los hijos, que tomamos a los padres y madres de cuando éramos niños por los más verdaderos, los esenciales y casi los únicos, y más adelante, aun reconociéndolos y respetándolos, aun sosteniéndolos, los vemos un poco como impostores. Quizá nos vean ellos a su vez así, a nosotros, de jóvenes y de adultos. (Yo me estaba ausentando de la niñez de mis hijos, quién sabía por cuánto más tiempo; la única ventaja sería, si se prolongaba mucho el extrañamiento, que luego no nos veríamos como impostores, ni ellos a mí ni yo a ellos. Más bien como tío y sobrinos, algo así, algo raro.)

—Alberto. Albert. Bueno, Albert. —La segunda forma la había dicho a la catalana, esto es, con el acento agudo, y la tercera a la inglesa, con el acento llano. Deduje que era de esta última manera como habría acabado llamándose el padre en su país de adopción: como lo llamarían sus conocidos amigos, su segunda mujer en casa, y como la niña Pérez-Nuix lo oiría, antes de renunciar a su guión pretencioso—. ¿Por qué?

—Por nada. Si se me habla de alguien a quien no conozco, me hago mejor idea si sé su nombre de pila. Esos nombres condicionan bastante, a veces. Por ejemplo, no resulta indiferente que Tupra se llame Bertram. —Y me aproveché, con la siguiente frase, de mi pasajera posición de mando, fue una tentativa de crearle inseguridad a la joven, o de meterle una prisa que ya no existía, estaba acomodado a la situación y a su presencia agradable, definitivamente mi salón era más acogedor con ella dentro, y más entretenido—. Todavía no sé por qué me estás contando todo esto de tu padre. No es que no me interese, cuidado. Me gusta saber de ti, además eso.

—No te preocupes, no me he ido por las ramas; o no del todo, ya voy a ello —me contestó algo apurada. Había surtido efecto mi frase, a veces es muy sencillo poner a alguien nervioso, incluso a los que así no se ponen. Ella era de esos, como Tupra y Mulryan y Rendel. También yo debía de serlo, si me habían admitido en su grupo, aunque no creyera poseer esa virtud o no tuviera conciencia de ella, a menudo me noto por dentro los nervios como alfileres. Luego acaso fingíamos todos, o manteníamos la calma en el trabajo, y no fuera tan eficazmente—. Bueno, desde la muerte de mi madre... Mi padre lleva seis años más desatado que nunca, más necesitado de actividad y de compañía. Y a partir de cierta edad, por sociable y encantador que uno sea, hacerse con ambas cosas puede costar dinero; él lo ha gastado a manos llenas, ya sin el control de mi madre.

—¿Qué, se lo dejaba administrar por ella?

—No exactamente. Era sobre todo que venía de ella, ella era quien más tenía, de familia, y más o menos en orden y asegurado. No que fuera rica, no una fortuna, pero lo bastante para no padecer ahogos, digamos, durante una vida, o incluso vida y media de comodidades. Lo que él ganó siempre fue esporádico. Se metía con optimismo en negocios azarosos y varios, producción cinematográfica y televisiva, editoriales, bares de moda, incipientes casas de subastas que no despegaban. Alguno iba bien y le proporcionaba grandes beneficios un año o dos, pero nunca estables. Otros iban fatal, o se lo engañaba, y perdía lo invertido de golpe. En unas y en otras rachas, jamás cambió su estilo de vida, ni se privó de sus entretenimientos y festejos. Mi madre se encargaba de ponerle un poco de freno, de que no se le disparase el derroche hasta el punto de constituir un peligro para su economía. Eso se terminó hace seis años. Ahora, hará un mes, me he enterado de que ha contraído tremendas deudas de juego. Siempre fue un entusiasta de las carreras, y de las apuestas a sus queridos caballos; pero es que ahora apuesta a todo, a lo que sea, y además ha ampliado el campo a Internet, donde la variedad es ilimitada; frecuenta timbas y casinos, sitios en los que nunca le falla la presencia de gente excitada, lo que más lo ha atraído desde que yo tengo memoria, así que esos lugares se han convertido en su principal manera de continuar hoy con la juerga en que para él consiste el mundo; y para acceder a ellos no hace falta caer en gracia ni esperar a ser invitado, lo cual es una gran ventaja para un hombre ya entrado en años. Luego, desaparecía de casa durante temporadas, y yo no sabía nada de él hasta que se acordaba de avisarme una noche desde Bath o Brighton o París o Barcelona, o desde un hotel aquí en Londres, le daba por coger una habitación, date cuenta, en la propia ciudad en la que tenía su casa, y nada mala, para sentirse más partícipe de la animación y el trasiego, deambular por el vestíbulo y entablar conversación en los salones, normalmente con absurdos turistas americanos, los más deseosos de departir con nativos. También me he enterado de que, hasta hace sólo unos meses y desde hacía decenios, mantuvo en alquiler fijo una pequeña
suite
en un hotel con solera, el Basil Street, que no es de lujo y se ve un poco anticuado, pero imagínate el dispendio, e imagínate para qué la habrá tenido, y el agasajo es lo que sale más caro. Esa deuda, al menos, ya está saldada, los del hotel fueron comprensivos y llegué a un compromiso con ellos. No así las de juego, claro, que se le han hecho demasiado elevadas, como suele pasarles a los aficionados ingenuos y a quienes se esfuerzan por caer bien a sus nuevos conocidos, y a mi padre le encanta renovar su círculo de amistades. —La joven Pérez Nuix tomó aliento (pero sin aspaviento), descruzó y cruzó las piernas, invirtiéndoles la posición (la de abajo arriba y la de arriba abajo, creí hasta oír el avance de la rasgadura, ojo no le perdía), y me acercó su copa por la base, una pulgada. Prefería que no bebiera tanto, aunque parecía tener buen aguante. No me di por enterado, esperaría a que insistiera, o a que la empujara en mi dirección más pulgadas—. Por fortuna no las tiene muy dispersas, las deudas, algo es algo. Dentro de todo, no carece de sensatez absolutamente, así que le fue pidiendo créditos a un banco; bueno, más bien a un banquero amigo, a título semipersonal, era amigo de mi madre en principio, suyo sólo por proximidad o consorcio. Este señor, sin embargo, Mr Vickers, delegó en un testaferro, para no involucrar a su banca ni de lejos, entiendo: un hombre de muy variados negocios, relacionado con loterías y apuestas entre otras mil cosas, y prestamista ocasional por tanto. Las sumas procedían del banquero siempre, en este caso, pero el testaferro quedó encargado de efectuar las entregas y también de recuperarlas, con sus intereses digamos bancarios. Y como, si no logra cobrarlas, deberá responder él ante Vickers y satisfacerle esas cantidades de su bolsillo, no sé si te vas haciendo ya una idea del apuro en que se encuentra mi padre.

—Bueno, no sé, lo denunciarían, ¿no? ¿O cómo va eso? ¿No puedes llegar a un arreglo con ese Vickers, si era amigo de tu madre?

—No, no va así la cosa, no me entiendes —dijo Pérez Nuix, y en las últimas tres palabras hubo un acento de desesperación cernida, el primero que le notaba—. El dinero es suyo en origen, sí, pero a todos los efectos prácticos es como si no lo fuera. Es sólo como si él hubiera dado la orden: 'Préstale a este caballero, hasta tal máximo, y que te lo devuelva con estos intereses y en tal plazo. O que no te lo devuelva, me da lo mismo; tú me lo traes'. Oficialmente él no lo toca, ni para darlo ni para recobrarlo. No es asunto suyo ocuparse de las transacciones, al cuidado del testaferro desde el primer hasta el último paso, y sobre las que el banquero no ejerce control alguno; se trata justamente de quitarse eso de encima; en consecuencia, renuncia a intervenir, ni querría. No querrá ni saber si lo que le llega en la fecha fijada viene del deudor o no; lo recibe de quien lo recibió antes de él, como debe ser. Eso es todo. El resto no es de su incumbencia. Así que el problema no lo tiene mi padre con Vickers, sino con este hombre, y no es de los que van a una comisaría a cursar denuncias inútiles. No estamos en tiempos de Dickens, cuando la gente iba a la cárcel por cualquier deuda ridícula. ¿Qué ganaría además con eso, con meter entre rejas a un hombre de setenta y cinco años? Eso en el supuesto de que le fuera posible.

—¿No lo embargarían, a tu padre?

—Déjate de vías legales y lentas, Jaime, ese hombre no recurriría a ellas para saldar una cuenta pendiente, y supongo que por eso delegan en él Vickers y otros, para que nadie tenga que perder el tiempo y todo salga como estaba previsto.

—¿No puede vender, tu padre? La casa, lo que le quede. —La mirada de la joven, un destello impaciente pese a su posición de inferioridad o desventaja (había empezado a pedirme), me hizo comprender que esa solución no contaba, bien porque ya hubiera vendido, bien porque ella no estuviera dispuesta a que su padre se quedase sin su techo de siempre, eso es lo único que consuela y calma a los viejos y a los enfermos cuando les toca pararse, por andariegos que hayan sido. No insistí, me desvié en seguida—. Bueno, si lo que me estás diciendo es que temes que le den una paliza o incluso un navajazo, tampoco veo qué sacarían en limpio de eso, ni el banquero ni su testaferro. El cadáver de un casi anciano en el río. —'Demasiadas películas antiguas', pensé al instante. 'Siempre me imagino el Támesis devolviendo sus cuerpos hinchados, cenicientos, mecidos.'

—Al primero le pagaría el segundo, olvídate de él, está fuera del juego; sólo lo ha desencadenado, y aunque el dinero provenga de él, ya no proviene. —'Según eso', pensé, 'las cosas no las desencadena el que pide, sino el que accede a la petición que le llega; más vale que me aplique el cuento'—. En cuanto al testaferro, en esta ocasión sufriría una pérdida, pero en otras habrá obtenido y seguirá obteniendo ganancias. Lo que no puede permitirse es un precedente, que alguien no cumpla y no le pase nada. Quiero decir, nada malo. ¿Lo entiendes? —Y aquí volvió a aparecer la nota, quizá era más de exasperación incipiente que de lo que he dicho antes—. No es que fueran a dañar, por fuerza, físicamente a mi padre, aunque tampoco es descartable, en absoluto. En todo caso lo perjudicarían gravemente, eso es seguro. Tal vez en mí misma, si no encontraran otro medio mejor para escarmentarlo, o, desde su punto de vista, para aplicar las reglas, penalizar un impago y hacer justicia. No podrían dejar sin su andanada a un navegante temerario, que se ha saltado el peaje. Con todo, no es lo que más me preocupa, lo que a mí pudiera ocurrirme, y no es muy probable que me convirtieran en su objetivo, saben que conozco a gente, que estoy blindada por algunos flancos, que sé defenderme; no de una paliza ni de un navajazo, claro, pero no irían por ahí conmigo, sino que intentarían desacreditarme, hacer que no volviera a trabajar en nada de lo que me interesa, echarme a perder el futuro, y lograr eso con alguien joven no es nada fácil, el mundo da tantas vueltas... que, no sé, se pone del revés muchas veces. Lo que sobre todo temo es lo que le hicieran a él, física o moralmente, o biográficamente. Va tan ufano por la vida que no comprendería lo que le estuviera pasando. Eso sería lo peor, su desconcierto, no levantaría cabeza. No sé, le arruinarían lo que le resta de vida, o se la acortarían. Eso en el caso de que no decidieran quitársela, toco madera y cruzo los dedos. —Y la tocó y los cruzó, ante mi vista—. A un hombre mayor sí que es fácil hundirlo del todo. No digamos matarlo, cruzo los dedos. —Y en efecto los cruzó de nuevo—. Se cae sólo con empujarlo.

Other books

Plexus by Henry Miller
Captured by Desire by Donna Grant
Three Little Words by Ashley Rhodes-Courter
K-9 by Rohan Gavin
Sabotage by C. G. Cooper
Conquest by Victoria Embers
Sunshine and Spaniels by Cressida McLaughlin
Kernel of Truth by Kristi Abbott
Treachery in Death by J. D. Robb