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Authors: Laura Gallego García

Tríada (19 page)

BOOK: Tríada
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Y, por último, en el vértice inferior del triángulo, estaba Ayea, la luna más pequeña, o, como la llamaban, la «Luna de las Lágrimas». Era la luna que representaba a Neliam, soberana de las profundidades oceánicas, diosa madre de los varu.

También había tres soles, uno por cada uno de los dioses. El rey no pudo evitar preguntarse si existiría también un séptimo astro dedicado a aquel dios de nombre desconocido que era origen de todo lo malvado y de la forma más oscura de la magia. Se preguntó también si, a aquellas alturas, él mismo había comenzado a servir a los propósitos del Séptimo, y, en caso de que así fuera, cuándo había cruzado la línea que separaba ambos lados de la realidad.

—Majestad —dijo una fría voz a sus espaldas.

El rey se estremeció. No lo había oído llegar y, sin embargo, tenía la sensación de que debería haberlo percibido, porque parecía que la temperatura del ambiente había descendido de pronto.

Se dio la vuelta. Ante él había un hombre, aparentemente uno de los caballeros de su guardia, pero sólo en apariencia.

Sus ojos eran una pared de hielo. Su gesto, severo y frío como el de una estatua de alabastro. Y había algo en él que inspiraba terror. El rey se esforzó por dejar de temblar, por reprimir el impulso que le llevaba a dar la vuelta y salir corriendo, precipitándose al vacío desde las almenas, si era necesario, con tal de escapar de allí.

Lo único que aquella criatura tenía de humano era el aspecto.

—Eissesh —dijo el rey con la boca seca, pronunciando el nombre del shek.

Inclinó la cabeza ante él, en señal de sumisión. Eissesh era el lugarteniente de Ashran en su reino, el que le informaba de los posibles focos de rebelión y se aseguraba de que allí se gobernaba conforme a los dictados de los sheks. Eissesh y su ejército de hombres-serpiente llevaban años instalados en el reino, en general no cometían injusticias y, aunque eran muy severos con los renegados, solían dejar en paz a la gente que simplemente se ocupaba de sus asuntos. Pero el monarca no terminaba de acostumbrarse a ellos.

La presencia de Eissesh aquella noche en las almenas le dio mala espina. No porque él hubiera acudido a verle por sorpresa, sino porque se hubiera disfrazado con aquella apariencia humana. En todos los años que hacía que lo conocía, el rey sólo le había visto recurrir a aquella ilusión un par de veces. Eissesh detestaba rebajarse a mostrarse como humano.

Pero estaba claro que aquella noche quería ser discreto.

—Tenemos instrucciones para ti —dijo, con una voz helada, carente de emoción.

Eissesh jamás había empleado el tratamiento mayestático a la hora de hablar con el rey, ni había seguido ningún tipo de protocolo. Para el shek, aquél no era más que un humano, por muy soberano que se considerase.

—Vuestros deseos son órdenes para mí —murmuró el rey, recordándose a sí mismo, una vez más, que gracias a aquella humillación todavía seguían vivos y disfrutando de una relativa paz.

—Recibirás visita —prosiguió Eissesh—. Un grupo de renegados muy peligrosos. Debes acogerlos en tu reino y fingir que les apoyas. Estaremos observando, y cuando llegue el momento te diremos lo que has de hacer.

El rey tembló ante las palabras del shek. Con todo, no le pareció nada tan complicado. Había traicionado a muchos renegados. Sus soldados estaban a la avanzadilla de la búsqueda ~ captura de los Nuevos Dragones, el grupo rebelde de Nandelt que más quebraderos de cabeza había dado a Ashran y los sheks.

Pero, a cambio, sus gentes vivían en paz. Tenía que seguir recordándolo.

—¿Cómo los reconoceré?

—Los reconocerás. Ahora tienes la oportunidad de demostrar hasta qué punto nos eres fiel. No nos falles... Te estaremos obser...

«... van do... »

La última palabra no sonó en sus oídos, sino en su mente. El rey alzó la cabeza y se dio cuenta de que la figura humana ya no estaba allí. En su lugar, algo semejante a un relámpago plateado cruzaba el cielo, envuelto en la luz sangrienta de Ayea, en dirección a las montañas.

Gerde pasó un dedo por la mesa presidencial, con suavidad. Se sentó en el asiento que había pertenecido a Zimanen, el Archimago que había gobernado aquel lugar y que había muerto apenas dos semanas antes, en el asedio de los sheks.

—Señora de la Torre de Kazlunn —ronroneó, entornando sus enormes ojos negros—. Qué bien suena eso.

Miró a su alrededor con un suspiro de satisfacción. Aquél era el salón de reuniones de la Torre de Kazlunn, el lugar donde los magos de mayor categoría solían discutir asuntos de diversa índole concernientes a la Orden Mágica. Gerde era aún joven, pero había llegado muy lejos en su carrera como maga, y no había tardado en asegurarse un asiento en aquella mesa. Una mesa siempre presidida por Zimanen, Señor de la Torre de Kazlunn.

Gerde recordaba bien la reunión que había tenido lugar en aquella misma sala el día de la conjunción astral. Los magos habían decidido salvar a un dragón y a un unicornio, pero el hada tenía la sensación de que todo era inútil, de que estaban en el' bando de los perdedores. Se retiró a un segundo plano y se limitó a observar los esfuerzos de los hechiceros. Fue testigo del viaje de Yandrak y Lunnaris a otro mundo. También sabía que, inmediatamente después, antes incluso de que los magos enviaran tras ellos a Alsan y Shail, la hechicera Aile Alhenai, Señora de la Torre de Derbhad, conocida más tarde por el nombre terráqueo de Allegra d'Ascoli, había cruzado la Puerta en secreto, en nombre de los feéricos de la Orden Mágica. Gerde no se había ofrecido voluntaria. ¿Para qué? Dudaba mucho de que aquella alocada empresa fuera a tener éxito, aunque lo sentía especialmente por el unicornio, la pequeña Lunnaris. Le recordaba al unicornio que le había entregado la magia cuando era niña.

Había sentido lástima por Lunnaris, sí. Pero entonces no conocía a Kirtash. Entonces, Lunnaris no tenía un cuerpo humano ni un alma que pudiera atraer al hijo del Nigromante.

Frunció el ceño. A pesar de todo, le costaba creer que aquella irritante Victoria fuera el mismo unicornio al que los mago, habían salvado tiempo atrás.

La Torre de Kazlunn había resistido a Ashran quince años después de aquello. Pero el resto del continente, a excepción del bosque de Awa, había caído bajo el poder de los sheks.

Y Zimanen seguía esperando a Yandrak y Lunnaris, con fe inquebrantable. Pero hacía tiempo que Gerde se había cansado de esperar. La torre caería, y con ella, el resto de Idhún.

Decidió unirse a los vencedores. Abandonó la torre y acudió a hablar con Ashran.

Entonces no había imaginado que él la recompensaría de aquella manera por su fidelidad. Su propio hijo lo había abandonado ahora, pero Gerde seguía allí, a su lado. Zimanen estaba muerto y la Torre de Kazlunn había caído. Ashran podía haberla destruido, como ya hiciera con la Torre de Awinor y la Torre de Derbhad; no obstante, había preferido entregarla a Gerde intacta y crear así un nuevo cuartel para su imperio.

Gerde no se hacía ilusiones. Sabía que a Ashran le convenía tenerla allí. Ambos estaban al tanto de la obsesión de Qaydar, el último Archimago, por recuperar la Torre de Kazlunn. Mientras lo que quedaba de la Orden Mágica se centrase en aquella empresa, olvidarían por un tiempo la Torre de Drackwen, verdadero foco de poder del imperio de los sheks. Por otro lado, Kazlunn estaba cerca de Nandelt, donde se habían originado varios episodios de rebelión a lo largo de aquellos años; aquella torre era el lugar ideal para establecer la base desde la cual se coordinaría la lucha contra todos los grupos rebeldes, desde la Resistencia hasta los Nuevos Dragones.

Pero, entretanto, ella era ama y señora de aquel lugar. Se arrellanó en el asiento, sonriendo. Nunca le había caído bien Zimanen. No lamentaba su muerte, y tampoco la masacre de la Torre de Kazlunn. Se lo tenían merecido por no haberla escuchado, por no haberla creído cuando les advirtió de que no se podía luchar contra los sheks. Ahora, Zimanen estaba muerto, y ella ocupaba su puesto.

Entonces un soplo helado sacudió la habitación y Gerde vio, de pronto, una imagen en sombras de Ashran, su señor, flotando junto a la ventana.

—¿Estás cómoda? —sonrió el Nigromante al verla en aquella silla.

Gerde se levantó de un salto para inclinarse ante él.

—Los sheks han detectado algo extraño en la Cordillera Cambiante —dijo Ashran sin rodeos—. Uno de los rastreadores que envió Zeshak dice haber percibido una presencia que le resultó muy desagradable... algo que, según sus propias palabras, «apestaba a dragón». Pero fue sólo un instante, y enseguida le perdió la pista. Si se trataba del dragón que estamos buscando, es extraño que lograra ocultarse a su percepción.

—Esa bruja de Aile los protege —murmuró Gerde, recordando su encuentro con Allegra en el bosque de Awa—. Los feéricos podemos esconder lo extraordinario a la sensibilidad de cualquier criatura, incluidos los sheks. Y Aile es poderosa. Estoy segura de que podría ocultar también algo así.

—Es lo que pensaba —asintió el Nigromante—. Si los informes son ciertos, entonces el dragón y el unicornio se dirigen hacia el sur.

—Hacia el Oráculo de Gantadd —comprendió Gerde.

—O hacia Awinor —señaló el Nigromante—. Y si ésa es la ruta que van a seguir, quiero que hagas algo al respecto.

Ella se estremeció.

—No puedo seguirlos hasta allí, a través del desierto... —protestó; las hadas no sobrevivían mucho tiempo lejos de sus amados bosques.

—No será necesario. Es muy posible que crucen Trask-Ban para llegar a su objetivo.

Gerde asintió, pensativa. Trask-Ban era el bosque de los trasgos, la rama más desagradable de la familia feérica, y la mayor parte de aquellas traicioneras criaturas servían a la nueva Señora de la Torre de Kazlunn.

—Los hechiceros de la Torre de Derbhad abrieron hace tiempo un paso seguro a través de la Cordillera Cambiante —dijo sin embargo—. ¿Qué sucederá si el dragón y el unicornio encuentran ese paso?

—Eso depende de ti, Gerde —dijo el Nigromante con suavidad.

El hada comprendió. Sus ojos negros relucieron con un brillo sombrío.

—El Paso es un lugar perfecto para una emboscada. Si cruzan Trask-Ban, mis trasgos los detendrán. Y si atraviesan la cordillera a través del Paso, encontrarán una desagradable sorpresa al otro lado. Pero... ¿qué ocurrirá si su destino es el Oráculo?

—Los sheks se ocuparán de esa parte.

Gerde inclinó la cabeza.

—Se hará como deseas, mi señor.

Ashran asintió, y su imagen se desvaneció en el aire.

Los trasgos llegaron al sitio indicado cuando el último de los soles se ponía ya por el horizonte. Examinaron el lugar: había mi estrecho sendero que atravesaba las montañas y desembocaba en un pequeño valle. Más allá, las tierras empezaban a ser secas v yermas los límites del desierto de Awinor.

Los trasgos se situaron a la entrada del valle, y entonces uno de ellos extrajo un objeto de su bolsa andrajosa. Parecía una pelota blanda y mohosa, que temblaba en la mano del trasgo como si tuviera vida propia. Otro de los trasgos escarbó en la tierra hasta abrir un agujero de tamaño considerable. Entonces el primer trasgo dejó caer la extraña semilla en su interior.

Volvieron a tapar el hoyo, mientras entonaban con sus voces susurrantes el canto que guiaría su magia telúrica, aquella que todos los feéricos, incluso ellos, poseían de manera innata, hasta la semilla y la haría germinar.

Contemplaron cómo la planta crecía trémula bajo la luz del crepúsculo. Cuando dejaron de cantar, la semilla se había convertido en un árbol joven cuyas ramas blancas flotaban en torno a él como si fueran los tentáculos de una medusa.

Uno de los trasgos soltó una carcajada burlona. Los otros lo imitaron..

7
Ydeon, el fabricante de espadas

Christian tardó dos días en divisar a lo lejos las altas cumbres del Anillo de Hielo, la gran cadena montañosa que rodeaba Nanhai y lo separaba de Nandelt. Se sentía más seguro volando de noche, y así debía de ser, puesto que no encontró problemas ni contratiempos en el camino. Tan sólo una vez se cruzó con una hembra shek cuando sobrevolaba la populosa ciudad de Puerto Esmeralda. La shek lo detectó antes de que él pudiera percibir su presencia, lo cual era otra prueba más de que estaba perdiendo facultades. Se acercó a él, tal vez con la intención de pedirle noticias. Cuando Christian quiso retroceder ya era demasiado tarde; de modo que la aguardó, para no despertar sospechas.

Era una hembra vieja; quizá por eso no se enfrentó a él cuando lo reconoció como el renegado que los había traicionado. Se limitó a lanzarle un siseo furioso, enseñando sus letales colmillos. Christian le dirigió una larga mirada, pero siguió su camino sin pelear. Sintió sobre él los ojos de la criatura hasta que estuvo bien lejos de ella.

Ahora, los sheks conocían ya su posición. Christian estuvo alerta, esperando que le salieran al encuentro, pero nadie lo interceptó. Sonrió para sí. Cada vez tenía más claro que estaba haciendo lo que Ashran quería que hiciera, y que por eso nadie lo molestaría en su viaje. El porqué el Nigromante deseaba que Christian resucitase su espada, cuando había sido él mismo quien le había arrebatado su poder, resultaba todavía un misterio para el muchacho. No obstante, tenía una sospecha al respecto.

No le gustaba la idea de estar cumpliendo las expectativas (te Ashran, de estar sirviendo a sus propósitos, pero no tenía más remedio. De todas formas, se prometió a sí mismo que haría lo posible por averiguar cuáles eran exactamente las intenciones de su padre... para no hacer nada de lo que luego pudiera arrepentirse.

El Anillo de Hielo estaba siempre envuelto en turbulentas tormentas de nieve. Christian sabía que era una locura tratar de cruzarlo volando, por lo que buscó un paso para atravesarlo por tierra. Aun así, no se transformó en humano, todavía no. Su espíritu shek no habría soportado regresar tan pronto a su prisión. De manera que se aventuró por los estrechos desfiladeros de la cordillera con las alas replegadas y su largo cuerpo ondulante reptando sobre la nieve.

Los sheks aguantaban bien todo tipo de temperaturas extremas. En climas cálidos, los soles calentaban su cuerpo de sangre fría. En lugares más inhóspitos, su dura piel escamosa los aislaba a la perfección del frío y la humedad. Ellos mismos eran capaces de crear hielo a su alrededor, por lo que aquél era un elemento que no podía dañarlos.

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