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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (36 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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— ¿Por qué? – preguntan los demás mordiendo el cebo.

— Pues porque me expongo a que nadie me crea – replica el viejo tranquilamente, sin que en su voz haya la menor inflexión de amargura.

Vuelve a cargar su pipa y pide al tabernero una copa de whisky.

Se produce un silencio, nadie se siente seguro de si mismo para contradecir al anciano, que prosigue:

— No... – dice pensativamente – es que si alguien me lo contara, tampoco lo creería. Sin embargo, ¡es bien verdad! Toda la tarde estuve sin pescar nada, excepto unas miserables docenas de gubias y unos veinte sollos, y estaba a punto de abandonar mis propósitos, cuando súbitamente sentí que estiraban la caña; lo primero que pensé fue que debía de ser otro pececillo y quise sacarlo, pero, ¡que me ahorquen si podía mover la caña! Estuve más de media hora, ¡media hora, señor mío!, para coger aquel pez. Sus estremecimientos para librarse eran tan fuertes que yo temblaba pensando que la caña se partiría; finalmente pude pescarlo y... ¿saben ustedes que era? ¡Un esturión! ¡Un esturión de cuarenta libras, pescado con caña! Si, es sorprendente... muy sorprendente, pero es verdad... Tabernero, otro whisky...

En cuanto hubo bebido su whisky, nos describió la sorpresa de los espectadores, lo que su esposa dijo y lo que Joe Buggles añadió.

Un día pregunté a un posadero ribereño si no le molestaban las historias de los pescadores.

— ¡Oh... no, señor, y ahora menos que nunca!... Es verdad que al principio me fastidiaban, las encontraba absurdas e inverosímiles; sin embargo, ahora – ríase, si quiere – yo y mi mujer las escuchamos todo el día... Todo es acostumbrarse, señor, todo es acostumbrarse...

En cierta ocasión conocí a un muchacho extremadamente meticuloso que decidió no exagerar sus resultados en más de un veinticinco por cierto.

— Cuando haya cogido cuarenta peces – afirmó convencido – diré que han sido cincuenta, y así sucesivamente. No pienso exagerar más porque mentir es pecado.

Sin embargo, su plan del veinticinco por ciento no tuvo gran éxito, jamás lo pudo utilizar. La mayor cantidad que logró pescar en un día fueron tres unidades y no se puede añadir un veinticinco por ciento a tres, por lo menos en pescado. Entonces, aumentó su porcentaje a un treinta y tres y un tercio, cosa que tampoco era solución aplicable a dos o tres peces, y para simplificar sus cálculos decidió limitarse a doblar las cantidades. Durante un par de meses siguió este procedimiento hasta que lo abandonó descorazonado; nadie le creía cuando decía que sólo doblaba sus resultados, y en consecuencia no conseguía ser objeto de consideración alguna, pues su moderación le dejaba en mal lugar, comparado con los demás pescadores. Cuando había pescado tres pececillos y anunciaba seis, se ponía furioso al oír como uno, del que sabia que tan sólo había sacado uno, iba diciendo que habían sido dos docenas, ¡y de las grandes!

Al fin convino consigo mismo un pacto, que ha cumplido religiosamente, y fue contar cada pez por diez y comenzar siempre con el número diez. Si no había tenido éxito, anunciaba resultados de diez unidades – con su método, nunca se pescaban menos de diez, esta era la fórmula del secreto – si por una de aquellas casualidades pescaba en realidad un pez, entonces contaba veinte; dos, treinta, tres, cuarenta, y así sucesivamente. Este método, tan sencillo y bien ideado, ha sido muy comentado e incluso se ha llegado a decir que iba a ser puesto e práctica por la honorable corporación de pescadores. Por cierto que el “Comité de pescadores del Támesis” recomendó su adopción – de esto hará un par de años – pero algunos de sus miembros más antiguos se opusieron terminantemente; sólo estaban dispuestos a tomarlo en consideración si se doblaba el número y cada pez era contado por veinte.

Si alguna vez tienen una tarde que perder cerca del río, les aconsejo entrar en una posada ribereña y sentarse en el mostrador; pueden estar seguros de encontrar un par de héroes de la caña que paladeando sus grogs calientes, les contarán suficientes historias de pesca en media hora como para darles una indigestión que les durará un mes entero.

Jorge y yo – no sé que le ha ocurrido a Harris; salió a primera hora de la tarde con rumbo a la barbería, regresó, se limpió los zapatos (en esta operación invirtió más de media hora) y ha vuelto a desaparecer – repito que Jorge y yo, con Montmorency, abandonados a nuestra suerte, fuimos a dar una vuelta por Wallingford (esto fue la segunda tarde) y al regreso nos detuvimos en una posada para descansar, y alguna cosa más.

Entramos en la sala, sentándonos en un destartalado diván; no muy lejos de nosotros hallábase un anciano fumando en una larga pipa de barro y, naturalmente, entablamos conversación.

— Que buen día ha hecho, ¿verdad?

— Ayer también hizo buen tiempo – observamos Jorge y yo.

— Y mañana también lo hará – convinimos al unísono.

— Me parece que la cosecha será buena – indicó Jorge con aires de suficiencia.

Después de este cruce de espirituales frases, el anciano – no se como – se enteró de que éramos forasteros y pensábamos marchar a la mañana siguiente; entre tanto, nosotros recorríamos con la vista la vetusta habitación. Nos llamó la atención una antigua vitrina polvorienta, colocada encima de la chimenea, dentro de la cual aparecía una trucha. Ese magnífico ejemplar me fascinó extraordinariamente, sus dimensiones eran gigantescas y he de confesar que ha primera vista pensé que se trataba de un bacalao de buena estatura.

— ¡Ah!... – exclamó el anciano siguiendo la dirección de mi mirada – Una buena pieza, ¿eh?..

— ¡Soberbia!... – exclamé convencido

— ¿Cuánto debe de pesar? – preguntó Jorge, siempre práctico y positivo.

— Dieciocho libras y seis onzas – dijo el anciano poniéndose de pie y echándose el abrigo sobre los hombros – El día tres del mes próximo hará dieciséis años que lo pesqué en las cercanías del puente... Me dijeron que estaba en el río y me propuse cogerlo, saliéndome con la mía... Creo que peces de estas dimensiones no suelen abundar... Buenos días, señores.

Y salió dejándonos solos y admirados. Después de lo que dijo no podíamos apartar la vista de aquel notable ejemplar, y aun seguíamos mirándolo fijamente cuando un carretero, que se había detenido en la posada, entró con un doble de cerveza en la mano y también dio una mirada a la trucha.

— Una trucha de buenas dimensiones, ¿eh? – exclamó Jorge dirigiéndose hacia él.

— Ya lo puede decir, señor... – y luego de beberse unos sorbos de cerveza, prosiguió – ¿Quizá ustedes no estaban aquí cuando la pescaron?

— No... no tuvimos ese gusto... Somos forasteros.

— ¡Ah... claro... – murmuró el carretero – como iban a saberlo!... Pronto hará cinco años que la pesqué...

— ¡Caramba!... ¿Fue usted? – pregunté interesado.

— Si, señor – repuso el hombre alegremente – La pesqué en las cercanías de la esclusa, mejor dicho, de lo que entonces llamaban esclusa, un viernes por la tarde; y lo más notable es que la pesqué con anzuelo. Había salido en busca de sollos, bien lejos de pensar en truchas, cuando vi a este monstruo colgado en la punta de la caña. ¡Menuda sorpresa tuve!... Y tenía motivos de sorpresa... ¡pesaba veintiséis libras!... Buenas noches, señores, buenas noches.

Cinco minutos después entró un tercer ciudadano que nos describió como la había pescado una mañana, muy tempranito; luego compareció un caballero de cierta edad, corpulento y solemne, que se sentó cerca de la ventana. Hubo un silencio hasta que Jorge se dirigió al recién llegado:

— Usted perdone la libertad que nosotros, unos perfectos desconocidos, vamos a tomarnos, pero le agradeceríamos tuviese la bondad de decirnos como pescó esa trucha.

— ¡Oh!... ¿Quién les ha dicho semejante cosa? – preguntó sorprendido.

— Nadie... Se nos ha ocurrido que usted debe de ser el autor de semejante hazaña...

— ¡Que cosa más curiosa!... – repuso riendo – porque... ¡lo han adivinado! Que cosa más curiosa... ¡qué gracia que hayan adivinado que fui yo quien lo pescó!...

Y nos explicó como necesitó más de media hora para sacarlo del agua y como se le rompió la caña; dijo como la pesó cuidadosamente al llegar a su casa, dándole un peso neto de treinta y cuatro libras.

Al poco rato se marchó, y apenas hubo desaparecido, el posadero vino a hacernos compañía; le contamos las diversas historias que habíamos oído sobre la trucha, cosa que le divirtió en extremo y todos nos pusimos a reír a grandes carcajadas.

— ¡Si que tiene gracia!... Imaginarse a José Buggles, a Jim Bates, a mister Jones y al viejo Billy Maunders contando como la pescaron... ¡Qué divertido!... Esta si que es buena... – exclamó el honrado posadero riendo con toda la fuerza de sus pulmones... – ¡Cómo que si fuera verdad iba a estar expuesta en mi casa!...

Entonces nos contó la verdadera historia de la trucha. Hacía muchísimo tiempo, aun era niño, que la pescó, y no gracias a ninguna extraordinaria habilidad, sino a aquella inexplicable buena suerte que acompaña a los muchachos que hacen novillos para ir a pescar en tardes soleadas, llevando como único utensilio una rama de árbol y un trozo de cordel. Según parece, aquella trucha le evitó unos azotes paternales y hasta el maestro dijo que compensaba dos horas de estudio dedicadas a la regla de tres.

En este instante alguien le llamó, y nos quedamos solos contemplando el admirable pescado. Jorge se interesó de tal manera, que subió a una silla para verlo más de cerca, la silla resbaló y para no caer se aferró a la vitrina que, junto con Jorge no tardó en caer al suelo.

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