—Vaya, esto tiene buena pinta —rectificó—. Supongo que todavía me cabe algo más. Pero tenías que haberme avisado.
—¿Por qué? ¿Habías quedado con alguien? Sabes que eres muy libre de hacerlo…
—Lo sé —atajó él—. Pero no es por eso. Ya sabes: me han robado un par de veces. Pensaba que iba a entrar y a encontrarme un par de yonquis buscando el calcetín debajo del colchón.
Gloria reflexionó un momento y luego se le acercó mimosa.
—Perdona, churri. Lo siento… Es que te quería dar una sorpresita… Te portas tan bien conmigo.
A Monroy los labios de Gloria le supieron mejor de lo que esperaba. También la forma de su talle y sus nalgas le parecieron al tacto más cálidos, firmes y carnosos de lo que solían aparentar.
Gloria respondió a sus caricias. Siempre respondía. Se convertía, entonces, en algo totalmente distinto a lo que era normalmente. Aquella mujer amable y bonachona, sonriente y alegre, un tanto atolondrada y bastante generosa, se transformaba en un animal bello y peligroso, que susurraba entre dientes y rabiaba entre jadeos la ávida lujuria que exhalaban sus poros. Su cuerpo se endurecía al contacto de las manos de Eladio y sus propias expertas manos buscaban los lugares, secretos y no tan secretos, que provocaban la puesta en marcha de los mecanismos amatorios de aquel hombre, normalmente tan independiente y frío, que se convertía en un adolescente inexperto entre ellas. Tal y como ella misma había dicho en una ocasión, después de hacer el amor con él, mientras el humo de los cigarrillos se mezclaba con la pasión derramada, hay gente que sabe y hay gente que no sabe encontrar los resortes y hacer que funcionen como deben. Y, ahora, mientras desde la casa del vecino, se escuchaba a Bruce Willis llamar hijoputa a un terrorista de la Europa del Este, en el salón de la casa de Monroy, los resortes comenzaron a funcionar.
* * *
Una vez pasadas las ceremonias de aquella pasión tranquila que había entre ellos, cuando el olor a semen y a sudor se había disipado por el dormitorio con el humo de sus cigarrillos y la risita ahogada provocada por algún chiste íntimo, Gloria decidió que tenía hambre y se levantó para dar cuenta de la ensalada, la cual se aburría en el comedor. Eladio, desde la cama, observó el espectáculo de aquella mujer que sólo llevaba puestas las bragas y las gafas, buscando las zapatillas por el suelo y calzándoselas para luego venir hasta él, y darle un beso en los labios antes de marcharse en pos de la ensalada.
Cuando él mismo salió del dormitorio se preguntó en qué dirección se movía todo aquello. Más arriba, en el mismo edificio, estaba la vivienda de Gloria, con sus libros, sus discos, sus tortuguitas de cerámica, sus ropas y su colección de abanicos. Pero ella estaba allí, en su casa, entre sus discos y sus películas en deuvedé. A dos pasos de su biblioteca y con sus zapatillas puestas, justo en medio del territorio de su intimidad que, años antes, se había jurado a sí mismo que nadie invadiría. Y lo peor de todo era que, pese a que Gloria no se había cansado de expresar su intención de no volver a tener una relación fija con nadie, pese a que él, aunque no lo expresara, no dejaba de demostrar parecidas inclinaciones, de hecho, la frecuencia de sus contactos había aumentado hasta rozar lo diario, sin que a ninguno le molestara realmente.
Monroy encendió un nuevo cigarrillo, se levantó y fue al salón. Miró a Gloria, quien, sin percatarse de su presencia, le ofrecía su perfil, sentada a la mesa y comiendo. Y decidió que le gustaba aquel perfil. Que aquellas caderas, un tanto llenitas, eran, en ese preciso instante, lo que más le gustaba de todo el salón y que aquel seno que se le ofrecía a la vista, con su pezón de color ciruela, era más apetecible que diez mil fuentes de ensalada como la que había ante él (ante el pezón).
Se sentó en el sofá y Gloria reparó en él.
—¿Seguro que no quieres ensalada, cariño?
—Ya picaré algo luego.
—¿Vas a hacer ese trabajo?
—Sí. Mañana tengo que madrugar. Olvídate de mí durante veinticuatro horas.
Ella asintió. Después pareció recordar algo.
—Ah, cielo. Se me había olvidado. Parece que tienes un mensaje en el contestador.
—¿Y eso?
—Yo estaba aquí cuando llamaron, pero no me pareció adecuado contestar.
—¿De trabajo? —preguntó él dirigiéndose a la mesilla del teléfono.
—Personal, más bien —respondió ella con un retintín que no le gustó nada a Monroy—. Una tal Ana Mari.
—Tranquila, es mi ex.
Gloria procuró que no se notara su suspiro de alivio, pero se notó. Monroy imaginó entonces que ella no se había olvidado del recado en ningún momento, y que, simplemente, había estado toda la velada buscando las fuerzas y la fórmula adecuada para dárselo. Sonriendo, comprensivo, conectó el contestador para escuchar a Ana Mari, bastante más cabreada que a mediodía, decir: «Eladio. Soy yo otra vez. Ana Mari. Oye, no sé dónde andarás, pero necesito que me llames. Te necesito urgentemente. Ya no sé… Ya… Bueno, llámame en cuanto puedas. Es importante. A cualquier hora».
—Pues se va a joder un poco más —dijo Eladio apagando el cigarrillo y yendo a sentarse a la mesa. Luego, mientras se servía la ensalada, añadió—. Por lo menos hasta pasado mañana.
—¿Qué querrá?
—Seguramente se habrá acordado de que le debo la cuenta del panadero de 1989. Ana Mari es así: generosa y desprendida como Mister Scrooge.
—Nunca me has hablado de ella.
—No hay mucho que contar. Aquello, en los últimos años, era un puto infierno. Así que cogí los bártulos y me largué. Punto y final.
—¿Y tu hija?
—A mi hija la educó Ana Mari. Y supongo que se habrá convertido en una digna hija de su madre. Lleva años sin llamarme. Seguro que si la veo ahora mismo, no la reconozco a la primera.
—Es una pena, ¿no?
—Pues sí. Pero qué se le va a hacer.
Gloria le acarició una mano.
—¿Y no te gustaría verla?
—Claro. Aunque me parece que es demasiado tarde. O demasiado pronto. A lo mejor un día se casa y tiene un crío y le dan remordimientos y me llama. Quién sabe. La vida da muchas vueltas.
—Ajá.
Se quedaron un rato en silencio. Él, comiendo. Ella, que ya parecía haber terminado, mirándole comer y acariciando, de vez en cuando, aquella mano que se dejaba acariciar, reposando al borde de la mesa.
—¿Y ese trabajo de mañana? ¿De qué va?
—De chófer.
—¿De chófer?
—Sí. Tengo que hacer de chófer para un tío que viene a hacer unos negocios.
—No te imagino con el uniforme y la gorra.
—No es exactamente así.
—¿No?
—No.
—Pero, cuéntame algo, hombre. Explícame.
—A lo mejor te lo explico pasado mañana.
* * *
Monroy, en pie junto a la puerta, volvió a leer el nombre en la tarjeta: José Luis Ortiz de Guzmán. Era, al parecer, el director general de MACOINSA. Sus números de teléfono estaban también en la tarjeta. Monroy volvió a comprobar que la carpeta, con la enorme pegatina del rentacar, se veía a la perfección desde la salida de la terminal. El vuelo de Ortiz acababa de llegar, y Monroy le imaginó entre turistas que llegaban y turistas que volvían esperando el equipaje a pie de cinta mientras encendía un deseado cigarrillo. Decidió que él también se merecía uno, aunque sólo fuese por estar allí haciendo el gilipollas carpeta en ristre, vestido con pantalones de algodón negros y camisa de seda lavada gris en plena ola de calor, en lugar de estar despertándose y yendo a leer el periódico en el Casablanca.
Cuando sacaba el mechero, un dedo tocó su hombro izquierdo y Eladio se volvió en esa dirección. Ante él había un hombre de unos cincuenta y tantos años, de escaso pelo blanco y rostro bronceado artificialmente. El individuo, un tanto grueso, debía medir casi metro noventa y le miraba con ojos fríos y una sonrisa de suficiencia que hicieron que Monroy le odiase automáticamente.
—¿Le envía Gerardo? —preguntó con una voz demasiado hermosa y varonil para él y un acento cántabro que, de seguro, le producía lesiones bucales.
—En efecto —dijo Monroy bajando la carpeta y dejando de buscar el mechero. Miró a las manos y alrededor del otro, buscando algún equipaje que no fuese el maletín que aquél portaba en la diestra—. ¿No trae maletas?
—Todo lo que necesito está aquí —alzó la mano que llevaba el maletín, orgulloso como si fuese el único maletín del mundo. Tras comprobar la indiferencia de Monroy, se lo cambió a la otra mano y le ofreció la derecha—. Soy José Luis.
—Eladio —correspondió Monroy estrechándosela. Sintió una vaga repugnancia ante aquella mano limpia y sin callosidades, de uñas impecables, impersonal y espeluznante como la mano de parafina de un icono religioso—. Tengo el coche en la zona de recogida.
El muy guarro no se ha traído ni una muda. Pues con el calorcito que hace, mañana va a oler de maravilla, pensaba Monroy mientras le cedía el paso y le indicaba el camino hasta el coche.
Ortiz no se dejó abrir la puerta. Lo hizo él mismo y, mientras se sentaba en el puesto del acompañante, le dijo a Monroy que prescindiera de ceremonias.
—Nada de eso es necesario —comentó, campechano—. Yo soy un tipo sencillo, Eladio. No se preocupe.
Aquella sencillez, lejos de hacerle caer simpático, predispuso aún más a Eladio contra él. Sabía que esas confianzas, cuando proceden de los poderosos, obedecen más a sus propios complejos que a ese placer, que sólo conocen los pobres, de hacer que los demás se sientan bien.
—Bueno, usted dirá —dijo tras poner en marcha el motor, que ronroneó con dulzura.
—¿Hotel Reina Isabel? —recitó Ortiz tras buscar unos segundos en la memoria.
—Allá vamos.
Cuando tomaban la autovía comenzaron las preguntas y Monroy pudo comprobar que el tal Ortiz no se hubiera callado ni debajo del agua. Él, sin dejar de conducir, procuraba adoptar modelos de respuesta que no cortaran la conversación pero no le obligaran a implicarse en ella excesivamente.
—Hace mucho calor, ¿no?
—Terrible.
—Y humedad.
—Sí.
—¿Se dedica a esto habitualmente?
—No.
—Yo nunca he estado en Las Palmas.
—Lo sé.
—Tengo que hacer algunas visitas.
—Ya.
—Y me daba cosa ir solo. Además, conduciendo, soy un desastre. Tengo carné, pero soy muy inseguro. Prefiero que conduzca otro.
—Ajá.
—Normalmente hubiera venido conmigo Ernesto, mi ayudante. Pero no ha podido ser.
—Ya veo.
—Úlcera perforada —explicó Ortiz sin que nadie se lo pidiera—. Parece mentira, hoy día, con el omeoprazol. Entró en quirófano hace cuatro días. Por eso decidí hablar con Gerardo, para ver si conocía a alguien.
—Ya.
—Y le conocía a usted.
—Sí.
El habitual atasco a la entrada de la ciudad por la zona del cruce de La Laja le dio a Monroy la oportunidad de mirar a la cara a Ortiz y preguntarle:
—¿Qué es lo que tengo que saber?
Ortiz se sintió intimidado de pronto. Miró las manos de Eladio, fijas en el volante.
—No entiendo su pregunta.
—¿Tengo que saber algo? ¿Hay algo que deba proteger? ¿Algún inconveniente?
El otro miró instintivamente el maletín que llevaba sobre las rodillas y Monroy se percató.
—¿Su cepillo de dientes?
—Más o menos. Para cualquiera, no tendría valor alguno. Pero no debería caer en malas manos. Documentación importante. Cosas de negocios.
—Ya —en aquel momento, el tapón se disolvió y Monroy, medianamente satisfecha su curiosidad, volvió a su anterior actitud de teescuchoporquemepagas.
—¿Sabe que la entrada a la ciudad no es muy bonita que digamos?
—Sí, pero luego tiene su encanto.
—¿En qué sentido?
—Bueno, si a uno le gusta conocer gente, está bien.
—¿Y eso, por qué?
—Es como una pequeña sucursal de las Naciones Unidas. Pero sin países con derecho de veto.
—Pero me han dicho que ustedes tienen problemas con los del resto de España, los peninsulares. ¿Cómo nos llaman? ¿Godos?
Monroy soltó una risita ahogada.
—No, señor. Está usted equivocado. El godo es un tipo especial de peninsular, un tipo muy determinado.
—¿De qué tipo?
—Del que viene y no para de hacer preguntas, como si el mundo aquí fuera totalmente diferente y, por descontado, peor que en su tierra de él. O del que viene con maletines llenos de pasta o de cheques o de documentos a hacer negocios inmobiliarios.
—Bueno, lamento si le he ofendido, pero yo…
—No me ha ofendido —le atajó Monroy—. No me ofendo con facilidad. Sólo le pongo al corriente. Aquí hay mucha mezcla, en todo caso: portugueses, ingleses, franceses, africanos, venezolanos, peninsulares de todos lados… Muchos gallegos, por cierto… Sin contar con los que han llegado en los últimos años y que no paran de hacer chiquillos. No queda absolutamente nada de lo aborigen. Ni cultural ni genéticamente. Y, personalmente, pienso que es una suerte, porque todo lo que se intenta conservar puro está condenado a la debilidad. Cualquiera que sea medianamente inteligente, estará orgulloso de esa mezcla. Así que al que le venga con el rollo del guanche, basta con que le pregunte cuáles son sus apellidos y acabada la cuestión.
—¿Y usted, de dónde se considera? ¿Es canario? ¿Es español?
—Como decían los cínicos, mi patria es mi pequeñez y mi pobreza.
Recorriendo la ciudad en dirección a Las Canteras, entre el tráfico y el calor, iba respondiendo a las preguntas que le hacía Ortiz, el cual sentía curiosidad por casi todo lo que veía. Además, Monroy sabía que le había caído bien al pasiego (probablemente por su pequeño discurso sobre el cosmopolitismo) y que intentaba hacer méritos para sentirse correspondido.
—Pues tenía usted razón —dijo cuando pasaban por la zona del Muelle Deportivo y el sol chocaba contra la superficie del mar entre los yates y rebotaba hacia sus ojos con su alegría insultante—; es una ciudad bonita.
Monroy disimuló su orgullo de lugareño con un comentario sobre la mala planificación. Aún no había acabado de decirlo cuando recordó a qué se dedicaba Ortiz. La verdad es que hoy estás sembrado, hijo mío, se dijo mientras el otro reponía:
—Y bien, pero eso suele ocurrir. No se puede poner puertas al campo. La gente construye dónde y cómo le interesa.
—Sí, la gente persigue sus intereses. Pero la autoridad está para evitar que los intereses de algunos jodan los de la comunidad, supongo.