Tres funerales para Eladio Monroy (15 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—¿Qué? ¿Qué he dicho yo? —repuso ella, sabiendo perfectamente lo que había dicho.

—Oh, coño… ¿Cómo va a venir si enseguida empiezas a comerle el coco con que si sienta la cabeza y no sé qué pollas en vinagre?

—Vale, vale… ¡Jesús, que marido más educado tengo, mi niño…! —dijo ella mientras se dirigía hacia la puerta con la botella. Al pasar junto a Monroy le hizo un guiño burlón señalando a Silva.

Cuando se hubo asegurado de que Maribel estaba ya sentada entre Gloria y su hija, Silva le pidió a Eladio que le alcanzara una cerveza del frigorífico. Vació su botella de cerveza sin alcohol y la volvió a llenar con el contenido de la lata. Después arrojó ésta al cubo de la basura, arrugó unas cuantas servilletas de papel y las depositó encima. Monroy observó toda esta operación rompiéndose el pecho de risa.

Silva volvió a contemplar cómo se desarrollaba la parrillada. Desde fuera llegaban los grititos de las niñas que chapoteaban en la piscina hinchable y las risas y murmullos de las tres mujeres, sentadas frente a ellas.

—El Lucas no se separa del fuego —comentó el anfitrión—. Bueno, por lo menos así se está callado. Sólo hay una cosa peor que un cuñado. Y eso es un yerno.

—O un suegro —apostilló Monroy, por joder, más que por otra cosa.

Silva le arrojó encima una mirada de sarcasmo.

—Sé que tampoco es que me pueda quejar. Lucas es un currante. Un tipo de fiar. A Raquel la trata como una reina. Y a las niñas no les falta de nada. Que el tipo tiene dos trabajos, ¿eh? Curra más de doce horas al día. Todo eso es verdad. Pero, Eladio… ¡fuerte coñazo de tío!

En ese momento, desde el radio cassette que había en el patio, comenzó a oírse a Los Panchos, cantando
Si tú me dices ven
.

—Bah, ya la jodimos.

—La Maribel se puso romántica ¿no? —preguntó Monroy, atisbando por encima del hombro de Silva.

—Te apuesto a que dentro de dos boleros viene para sacarme a bailar.

—Esta noche vas a tener que cumplir, viejo —se burló Monroy.

—La mezcla del Frangelico ese y Los Panchos es una bomba. —Silva se rió para sí y saboreó un trago de cerveza como si se tratara de Dom Perignon. Siempre sin dejar de mirar hacia el patio, le dijo:— Me diste una sorpresa cuando me llamaste ayer. Me alegré. Ya sabes que te había invitado a venir cuando quisieras. Pero me sorprendió.

—En realidad —dijo Monroy sentándose a la mesa de la cocina—, quería hablar contigo.

—Eso está claro —repuso Silva volviéndose hacia él.

Dejó caer el peso de su cuerpo sobre el borde de la encimera y se quedó así, apoyado por las caderas, con los brazos cruzados y la botella embustera en la mano. Por la expresión de su rostro, Monroy adivinó enseguida.

—Supongo que hablaste con Déniz —dijo.

Silva asintió con una mueca.

—Me llamó ayer según saliste de comisaría. Para preguntarme si sabía a qué te estabas dedicando.

—¿Y qué le dijiste?

—Que a lo de siempre. Pequeños trapicheos. Pero nada sucio.

—¿Qué sabes tú de todo eso, Silva?

—Menos que tú. Pero más que Déniz.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que yo soy perro viejo. No me jodas, Eladio. Te conozco desde que la Raquel se cagaba encima. No te veo vendiendo cámaras de vídeo por la noche en una casa de putas. Tú estabas allí para otra cosa.

—Vale. Hasta ahí vamos bien.

—Fuiste a hacer algún negocio. Tú no te metes en drogas. Y mucho menos en puteríos. Por otro lado, el tal Paco Ruiz era conocido por sacarse extras con los trapos sucios del personal…

—¿Sabías eso?

—Lo sabe casi todo el mundo en ciertos ambientes. Casi todo el mundo, menos Déniz, por lo visto.

—¿Y se lo dijiste?

Esta pregunta activó algún tipo de resorte en Silva, que, por un instante, pareció a punto de estallar.

—Cada palo que aguante su vela, Monroy —dijo, procurando contener alguna clase especial de ira que rezumaban sus ojos—. No le voy a hacer yo los deberes al gilipollas estirado ese. Menudo lameculos. Ese, cuando estábamos juntos en la brigada, no sabía ni dónde tenía el huevo derecho si no se lo decía yo —hizo una pausa y bebió un trago de su cerveza sin alcohol con alcohol, lo cual tuvo el efecto de serenarle un poco—. Bueno, a lo que iba: tú fuiste a hacer un negocio. Por cuenta de alguien, claro. Todavía no ha nacido el guapo que te extorsione a ti.

—Sin contar con que no tengo dónde caerme muerto.

—Sin contar con que no tienes dónde caerte muerto.

—¿Y entonces, tu teoría es…?

—¿Mi teoría? Mi teoría es que algo salió mal en ese negocio.

—Error —le cortó Monroy—. El negocio salió de puta madre. Él me dio lo que tenía que darme, yo le di la pasta, le entregué la mercancía al cliente y me fui a mi casita.

—Pues algo tuvo que pasar, Eladio. ¿Tu cliente es de fiar?

Monroy pensó un momento.

—Supongo que sí. De todas formas, a mí me da que es una casualidad. Ese tipo le sacaba dinero a más gente, ¿no?

—Demasiada casualidad —le contradijo Silva—. Piensa, Monroy. Piensa. ¿Seguro que no falló nada? ¿Que no metiste la pata con nada? ¿Seguro que todo fue bien?

—Yo me jugaría la polla a que sí.

—Pues ten cuidado, hermano. Perder la polla puede resultar más fácil de lo que parece.

* * *

Salieron de casa de Silva cerca de las nueve de la noche. Silva vivía en una de esas nuevas urbanizaciones surgidas alrededor de Tamaraceite a raíz de la nueva circunvalación y la zona comercial de Siete Palmas, otro de esos centros que Monroy se habían prometido no pisar jamás. Se integraron en el plúmbeo retorno de los excursionistas que habían asesinado lentamente el domingo en el campo o en las playas del Norte.

Él conducía en silencio. Gloria miraba por la ventanilla. A ratos, daba una cabezada, estorbada por curvas, frenazos y cambios de marcha. Cuando pasaban a la altura de Los Tarahales, de pronto se desperezó, encendió un cigarrillo e hizo la pregunta que todo hombre preocupado teme que le haga su pareja.

—¿Qué te pasa, mi amor?

—Nada. La cerveza me dio sueño.

—Son gente agradable. Maribel y su familia, quiero decir.

—Sí. Amigos de siempre. Ya sabes.

—Maribel me dijo que a partir de mañana se van a un apartamento que tienen en Maspalomas. Que podemos ir a pasar el domingo que viene.

—Se van todos los años.

—Podríamos ir.

—Ya veremos.

Gloria se mordisqueó el labio inferior, dio otra calada al cigarrillo y le preguntó a bocajarro qué era lo que opinaba Silva.

—¿Qué opina de qué?

—¿De qué va a ser, Eladio? De lo de ayer.

—¿Y por qué tenía que opinar algo?

—Porque para algo subimos, ¿no?

—Vaya… Ahora resulta que no podemos ir de parrillada a casa de un amigo porque sí…

—Como poder, podemos. Pero no es el caso: Tú subiste para pedirle consejo. O para ver si sabía algo… Este hombre era policía, ¿no me dijiste eso?

Para ese entonces, habían llegado al cruce del Castillo de Mata. Tuvieron que parar hasta que cambiara el semáforo. Aprovechó para mirarla de frente. No podía engañarla. Eso era lo que le sorprendía y le inquietaba de Gloria.

—De acuerdo. Fui para preguntarle qué pensaba él de todo eso.

—¿Y qué piensa? —preguntó Gloria, impaciente.

El semáforo cambió a verde y Monroy arrancó hacia la izquierda para tomar la desviación hacia la calle Tomás Morales.

—Piensa que algo debió salir mal en el negocio. Pero —se apresuró a añadir—, yo no creo eso. A mí me da que lo del tal Paco no tiene que ver con lo otro. Ese tío le sacaba pasta a mucha gente, por lo que se ve. Puede haber sido cualquier otro.

—¿Y se lo dijiste así mismo?

—Más o menos.

—¿Y qué te dijo él?

—Que le parecía demasiada casualidad.

Gloria meneó la cabeza adelante y atrás varias veces, frunciendo las comisuras de los labios. Evidentemente, compartía la opinión de Silva.

En ese momento, comenzó a sonar un remedo electrónico de una de las
Danzas húngaras
de Brahms. Gloria buscó el teléfono móvil dentro de su bolso. Miró en la pantalla y, como no reconoció el número, enarcó las cejas mientras descolgaba y preguntaba quién era.

—¿Loli? ¡Ay, niña, que no sabía quién…! ¿Qué…? ¿Qué me dices…? Pero, ¿él está bien…?

Monroy la miraba de reojo. Por su expresión, suponía que algo grave había pasado. Aunque, dada la habilidad de Gloria para alarmarse, nunca se sabía. En todo caso, buenas o malas, ella continuaba recibiendo las noticias, mirando a Monroy y a la carretera alternativamente con los ojos muy abiertos.

—¿Y llamaste a…? ¿Ah, él mismo…? Bueno, vamos para allá… Enseguidita llegamos, mi cielo…

En cuanto colgó y volvió a meter el móvil en el bolso, Gloria comenzó a dar gritos.

—¡Eladio, se han metido en tu casa a robar!

—Joder, otra vez…

—¡No, pero es que Matías…! ¡Corre, date prisa…!

—¿Qué le pasa a Matías? —inquirió Monroy, alarmado.

—Por lo visto, Matías salió, para ver si los asustaba y le han pegado.

—Joder! —dijo Monroy, acelerando todo lo posible.

* * *

Cuando llegaron, la ambulancia ya se marchaba. Vacía, al parecer. Pero un coche patrulla continuaba estacionado allí.

El descansillo era una fiesta de vecinos, que uno de los dos agentes intentaba, en vano, disolver. Cuando logró hacerse entender por el policía, Monroy llegó, con Gloria, hasta la puerta de su vivienda, que era un completo caos de muebles y enseres caídos por el suelo.

—Vaya mierda —se limitó a decir.

Gloria, a su lado, dejaba colgar su mandíbula.

—Pues esto no es nada. Espere a ver las habitaciones —dijo el segundo policía, que estaba en el umbral—. De todas formas, parece que no se han llevado ningún electrodoméstico: ni la tele, ni el vídeo, ni el deuvedé, ni el ordenador ni el aparato de música… ¿Tenía joyas o algo de valor?

Mientras Gloria se escabullía a casa de Matías, Monroy entró para hablar con el agente.

—No. No guardo cosas de valor.

El policía miró a su alrededor con desconcierto. El suelo estaba plagado de cosas. Cintas de vídeo, deuvedés, discos compactos… Todos fuera de sus estuches. Los sillones habían sido destripados y trozos de guata hacían de nieve en aquel Kosovo improvisado. El agente observó el rostro de Eladio, que miraba los despojos de su videoteca y su colección de discos tapizando el suelo del salón.

—La biblioteca también está por los suelos —dijo.

Monroy entró hasta el cuarto que le hacía las veces de despacho y biblioteca. Las estanterías estaban ahora vacías. Y no se hubiera podido entrar sin pisar, al menos, dos o tres libros.

—Hijos de puta…

El policía, que le había seguido hasta allí, estuvo de acuerdo.

—Es todo muy raro… Parece un caso de vandalismo. Pero, la puerta, la forzaron como profesionales. No se cargaron la cerradura. Luego, entran, pero no se llevan nada. Le destrozan la casa, pero no hacen nada de lo que suelen hacer.

—¿Y qué es lo que suelen hacer?

—Buff… De todo. Hacen pintadas, se mean en el pasillo… Podrían hasta haberle prendido fuego.

—O sea, que encima tuve suerte.

—Pues sí. La cosa es que su vecino les interrumpió.

Monroy se había olvidado de Matías. Se volvió para salir corriendo hacia su casa. El policía le retuvo.

—Está bien… Un par de puntos en la ceja… Por lo visto, el hombre escuchó follón y llamó al 112. Pero, después, en lo que llegábamos, no se le ocurrió otra cosa que salir al descansillo y ponerse a gritar. Los individuos salieron, le dieron un golpe y se fueron escaleras abajo.

—Ese viejo los tiene bien puestos.

—Y que lo diga —dijo el policía, riéndose—. Parece que le dio un bastonazo a uno en toda la cara. Bueno, oiga, los de la científica vienen para acá, para tomar las huellas. Eche un vistazo, si quiere, por si echa algo en falta, pero no toque nada. ¿Tiene algún sitio donde dormir esta noche?

Monroy no le escuchaba. Estaba en el dormitorio. Habían destrozado también el colchón. Todo lo que guardaba en el armario y los cajones del tocador y la mesilla, estaba por el suelo. Los mismos cajones estaban más allá de la cama, amontonados en un rincón.

El agente volvió a situarse frente a él.

—¿No sospecha de nadie?

—¿Sospechar? ¿De quién?

—No sé… Algún enemigo… Una querida despechada con un par de hermanos echados pa'lante… No sé… ¿A qué se dedica usted?

—Soy pensionista de la marina mercante.

El agente permaneció impertérrito. Esperaba alguna palabra de Monroy que le sugiriese algo. Pero él no dijo nada. Continuó mirando en derredor.

—A mí me huele a eso, a que querían hacerle una jugarreta —insistió el policía.

Por toda respuesta, Monroy le miró de reojo.

—Me voy a ver a mi vecino.

En el salón de Matías, dos vecinas comentaban el suceso con Gloria, quien, al parecer, acababa de salir del dormitorio. Monroy ni siquiera les dirigió la palabra. La mirada de Gloria se cruzó con la suya señalando hacia la puerta de la alcoba, desde la cual llegaban voces. Él, siempre en silencio, entró y cerró tras de sí en los mismos hocicos de las comadres, las mismas que no habían salido en ayuda de Matías pero que ahora no estaban dispuestas a irse a casa de ninguna de las maneras.

En el dormitorio, Matías, enfundado en su batín de imitación seda, luchaba con toda su energía contra su hija, que le impedía levantarse de la cama.

—¡Que me dejes, coño! —gritaba— ¡Que del hijo de mi madre no se ríe nadie! «Abuelo, abuelo…» ¡Me cago en todos sus muertos!

—Venga, papá, por favor —le suplicaba Loli, intentando que se tranquilizase. Aprovechando que la entrada de Monroy había desorientado a Matías, ella realizó de repente un suave movimiento que tuvo el feliz resultado de dar con el anciano cuan largo era en la cama. Ni el propio Jackie Chan, pensó Monroy para dar cuenta de su habilidad al mismo tiempo que se sentaba al borde de la cama y la ayudaba a serenar al viejo.

—Tranquilo, Matías. Relájate un poco ya, hombre, que ya pasó el lío.

—No. El lío acaba de empezar. ¡Pues no me llama abuelo, el muy cabrón! —de repente orientó sus gritos hacia la ventana, aumentando su intensidad—. ¡De abuelo tuyo nada, cabrón! ¡Que en mi familia no hay hijos de puta!

Monroy interrogó a Loli con la mirada.

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