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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (51 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Por consiguiente, podemos inferir de aquí que la benevolencia y la cólera son pasiones diferentes del amor y el odio y unidas sólo con ellas por la constitución originaria del espíritu. Del mismo modo que la naturaleza se ha conducido con el cuerpo dándole ciertos apetitos e inclinaciones que aumenta, disminuye o cambia, según la situación de sus fluidos o sólidos, ha procedido con el alma. Cuando nos hallamos poseídos de amor u odio surge en el espíritu el deseo correspondiente de felicidad o miseria, y varía con cada variación de las pasiones opuestas. Este orden de los hechos no es necesario, abstractamente considerado. El amor y el odio pueden no hallarse unidos con estos deseos, o su conexión particular puede haber sido invertida. No veo contradicción en suponer un deseo de producir la miseria unido al amor y un deseo de producir la felicidad acompañando al odio. Si la sensación de la pasión y el deseo fueran opuestos, la naturaleza podrá alterar la sensación sin alterar la tendencia y por este medio hacerlos compatibles entre sí.

Sección VII - De la compasión.

Aunque el deseo de felicidad o miseria de los otros, según el amor o el odio que les profesemos, sea un instinto originario implantado en nuestra naturaleza, hallamos que puede ser imitado en muchas ocasiones y surgir de principios secundarios.

La piedad es una preocupación por el dolor de los otros y la malicia un goce en el mismo, sin que haya una amistad o enemistad que ocasione esta preocupación o este goce. Sentimos compasión aun por los extranjeros y por aquellos que nos son completamente indiferentes, y si nuestra mala voluntad para con otros procede de algún daño o injuria no se presentará, propiamente hablando, malicia, sino venganza. Sin embargo, si examinamos estas afecciones de piedad y malicia hallaremos que son secundarias y que surgen de afecciones originarias que se hallan modificadas por alguna particular modalidad del pensamiento o imaginación.

Será fácil explicar la pasión de piedad partiendo del precedente razonamiento relativo a la simpatía. Tenemos una idea vivaz de todo lo relacionado con nosotros.

Todas las criaturas humanas se relacionan con nosotros por semejanza. Por consiguiente, sus personas, sus intereses, sus pasiones, sus dolores y penas deben ionarnos de una manera vivaz y producir una emoción similar a la original, pues una idea vivaz se convierte fácilmente en una impresión. Si esto es cierto en general, debe serlo más aún en la aflicción y pena. Éstas tienen siempre una influencia más poderosa y duradera que cualquier otro placer y goce.

El espectador de una tragedia pasa a través de una larga serie de emociones: tristeza, terror, indignación, y otras afecciones, que el poeta expone mediante los personajes que maneja. Como muchas tragedias terminan de un modo feliz y ninguna de ellas puede ser compuesta sin reveses de la fortuna, el espectador simpatiza con todos estos cambios y obtiene un goce ficticio, así como toda otra pasión. A menos que no se afirme que cada pasión distinta se comunica por una cualidad distinta y original y que no se deriva del principio general de la simpatía antes explicado, debe concederse que todas ellas surgen del antedicho principio. Hacer excepción de alguna en particular debe aparecer muy irracional. Dado que todas se hallan presentes en el espíritu de una persona y después aparecen en el de otra y que la forma de su aparición, primero como idea, después como impresión, es en cada caso la misma, la transición debe surgir en virtud de un idéntico principio. Al menos estoy seguro de que este modo de razonar se considerará cierto tanto en la filosofía natural como en la vida corriente.

A esto se añade que la piedad depende en gran medida de la contigüidad y hasta de la contemplación del objeto, lo que es una prueba de que se deriva de la imaginación, y ni es preciso mencionar que los niños y las mujeres son más propensos a la piedad por hallarse guiados en mayor grado por aquella facultad. La misma debilidad que los hace desfallecer ante la vista de una espada desnuda, aun en las manos de su mejor amigo, los hace apiadarse de los que encuentran sufriendo una pena o aflicción. Los filósofos que derivan esta pasión de no sé qué sutiles reflexiones sobre la instabilidad de la fortuna y de que nuestro ser se halla sometido a las mismas miserias que vemos, hallarán que estas observaciones les son contrarias, entre otras muchas que me sería fácil presentar.

Nos queda tan sólo ahora que indicar un interesante y notable fenómeno, a saber: que la pasión comunicada por simpatía adquiere a veces fuerza de la debilidad de su original y que hasta surge por la transición desde afecciones que no existen. Así, cuando una persona obtiene una merced honrosa o hereda una gran fortuna nos alegramos tanto más de su prosperidad cuanto menos dicha persona parece conmoverse por ello y es mayor la ecuanimidad e indiferencia que muestra en su goce. De igual modo, un hombre que no se siente abatido por su desgracia es el que compadecemos más, a causa de su paciencia, y si esta virtud va tan lejos que suprime todo aspecto de dolor aun aumenta más nuestra compasión. Cuando una persona de mérito cae en lo que vulgarmente se considera como una gran desgracia nos formamos una noción de su condición, y pasando con nuestra fantasía de la causa al efecto, concebimos primero una idea vivaz de su pena y después sentimos una impresión de ésta, olvidando enteramente la grandeza de alma que le eleva sobre tales emociones o considerándola sólo en tanto que aumenta nuestra admiración, amor o cariño por ella. Sabemos por experiencia que un grado semejante de pasión se halla unido usualmente con una desgracia semejante, y aunque existe una excepción en el presente caso, nuestra imaginación se halla guiada por la regla general y nos hace concebir una idea tan vivaz de la pasión, o más bien sentir tanto la pasión misma como si la persona se hallase dominada realmente por ella. Por los mismos principios nos avergonzamos de aquellos que se conducen locamente ante nosotros, aunque ellos no muestran darse cuenta de la vergüenza ni parecen ser conscientes en lo más mínimo de su locura. Todo esto procede de la simpatía; pero de la simpatía de un género parcial y que considera sus objetos sólo de un lado, sin considerar el otro, que es contrario y destruiría la emoción que surge del primer aspecto.

Tenemos, pues, casos en que la indiferencia o insensibilidad de la desgracia aumenta nuestro interés por el desgraciado, aunque la indiferencia no proceda de alguna virtud o magnanimidad. Es una agravante del asesinato que éste sea cometido en personas sumidas en el sueño o en perfecta seguridad, como en el caso, que los historiadores observan gustosos, de un príncipe niño aún y cautivo en las manos de sus enemigos, que es más digno de compasión cuanto menos sensible es de su condición miserable. El hallarnos enterados de la calamitosa situación de la persona nos sugiere una idea y sensación vivaz de pena, que es la pasión que generalmente la acompaña, y esta idea se hace más vivaz y la sensación más violenta por el contraste con la seguridad e indiferencia que observamos en la persona misma. El contraste, de cualquier género que sea, jamás deja de afectar a la imaginación, especialmente cuando es presentado por el sujeto, y esto es de lo que la piedad depende enteramente.

Sección VIII - De la malicia y la envidia.

Debemos ahora explicar la pasión de la malicia, que imita los efectos del odio, así como la piedad lo hace con los del amor, y nos proporciona un goce en los sufrimientos y miserias de los otros sin que exista por su parte ni ofensa ni injuria.

Los hombres se hallan tan poco gobernados por la razón en sus sentimientos y opiniones, que juzgan siempre de los objetos más por comparación que por su valor y mérito intrínseco. Cuando el espíritu considera un cierto grado de perfección o está acostumbrado a él, todo lo que no le iguala, aunque sea realmente estimable, posee, sin embargo, el mismo efecto sobre las pasiones que lo defectivo y malo. Es ésta una cualidad originaria del alma y similar a la que observamos todos los días en nuestro cuerpo. Haced que un hombre caliente una mano y enfríe la otra: la misma agua le parecerá al mismo tiempo caliente y fría, según la disposición de los diferentes órganos. Un débil grado de una cualidad que sucede a otro más fuerte produce la misma sensación que si fuera menos intenso de lo que realmente es, y aun a veces que la cualidad opuesta. Un dolor débil que sucede a un dolor violento parece insignificante, o más bien se convierte en un placer, del mismo modo que, por otra parte, un dolor violento que sucede a uno débil parece doblemente penoso e insufrible.

Nadie puede dudar de esto con respecto a nuestras pasiones y sensaciones; pero puede surgir aquí alguna dificultad con respecto a nuestras ideas y objetos. Cuando un objeto aumenta o disminuye para nuestra imaginación, en virtud de su comparación con otros, la imagen o idea del objeto es siempre la misma y es igualmente extensa en la retina y en el cerebro u órgano de la percepción. Los ojos refractan los rayos de la luz, y el nervio óptico lleva las imágenes al cerebro de la misma manera, sea grande o pequeño el objeto de que proceden, y ni aun la imaginación altera las dimensiones de un objeto por la comparación con otros. La cuestión es cómo partiendo de la misma impresión y de la misma idea podemos pronunciar juicios tan diferentes relativos al mismo objeto y admirar unas voces su tamaño mientras que otras despreciamos su pequeñez. Esta variación de nuestro juicio debe ciertamente proceder de una variación de alguna percepción; pero como la variación no está en la impresión inmediata o idea del objeto, debe residir en alguna otra impresión que le acompaña.

Para explicar esta cuestión debo hacer uso de dos principios, uno de los cuales será más detalladamente expuesto en el curso de este TRATADO; el otro ya ha sido explicado. Creo que sin dificultad puede establecerse como una máxima general que ningún objeto se presenta a los sentidos y ninguna imagen se forma por la fantasía que no vaya acompañada de alguna emoción o movimiento de los espíritus proporcionado a ello, y aunque el hábito nos haga insensibles a esta sensación y nos lleve a confundirla con el objeto o idea será fácil, mediante cuidadosos y exactos experimentos, separarla y distinguirla. Pues, para poner sólo ejemplos tomados del caso de la extensión y número, es evidente que un objeto muy grande, como, por ejemplo, el océano, una extensa llanura, una vasta cadena de montañas, una gran selva, o una numerosa colección de objetos, como un ejército, una flota, una muchedumbre, excitan en el espíritu una emoción sensible, y que la admiración que surge ante estos objetos es uno de los placeres más vivos que es capaz de gozar la naturaleza humana. Ahora bien: como esta admiración aumenta o disminuye con el aumento o disminución de los objetos, podemos concluir, según nuestro precedente principio, que es un efecto compuesto procedente de la unión de varios efectos que surgen de cada parte de la causa. Así, pues, cada parte de la extensión y cada unidad del número producen una emoción separada, que se refiere a ellas cuando es concebida por el espíritu, y aunque esta emoción no es siempre agradable, ahora, por su unión con otras y por la agitación de los espíritus en un debido grado, contribuye a la producción de la admiración, que es siempre agradable. Si esto se concede con respecto a la extensión y el número, no podemos encontrar dificultad alguna en erlo con respecto a la virtud y el vicio, talento y estupidez, riqueza y pobreza, felicidad y desgracia y otros objetos de este género, que se hallan siempre acompañados de una evidente emoción.

El segundo principio al que debo referirme es el de la sumisión a las reglas generales, que tiene una influencia tan poderosa en las acciones del entendimiento y es capaz de imponerse a los mismos sentidos. Cuando se sabe por experiencia que un objeto va siempre acompañado de otro, cada vez que el primer objeto aparece, aunque cambiado en circunstancias importantes, pasamos naturalmente a la concepción del segundo, y concebimos una idea de él de una manera tan intensa y vivaz como si hubiéramos inducido su existencia por la más justa y auténtica conclusión de nuestro entendimiento. Nada puede desengañarnos, ni aun nuestros sentidos, que en lugar de corregir este falso juicio se hallan frecuentemente pervertidos por él y parecen autorizar su error.

La conclusión que yo saco de estos dos principios, unida a la influencia de la comparación antes mencionada, es muy breve y decisiva. Todo objeto va acompaño de una emoción proporcionada a él: un objeto grande, de una gran emoción; un objeto pequeño, con una pequeña emoción. Un objeto grande siguiendo a un objeto pequeño produce una emoción grande siguiendo a una pequeña. Ahora bien: una gran emoción sucediendo a una pequeña llega a ser aún más grande y crece más allá de su ordinaria proporción. Como existe un cierto grado de emoción que generalmente acompaña a una dada magnitud del objeto, cuando la emoción crece, ente imaginamos que el objeto ha crecido igualmente. El efecto lleva nuestra atención hacia su causa usual; un cierto grado de emoción, hacia una cierta magnitud del objeto, y no comprendemos que la emoción pueda cambiar por la comparación sin cambiar algo en el objeto. Aquellos que conocen la parte metafísica de la óptica y saben cómo transferimos los juicios y conclusiones del entendimiento a los sentidos concebirán fácilmente esta operación en su totalidad.

Pero dejando a un lado el nuevo descubrimiento de una impresión que acompaña secretamente a toda idea, debemos por lo menos aceptar el principio del que ha surgido el descubrimiento: que cuando el elemento surge los objetos aparecen más o menos grandes por su comparación con otros. Tenemos tantos ejemplos de esto, que es imposible poner en cuestión su veracidad. Precisamente de este principio derivo yo las pasiones de la malicia y la envidia.

Es evidente que debemos experimentar una satisfacción mayor o menor al reflexionar sobre nuestra condición y circunstancias, según que aparezcan más o menos afortunadas o felices y según los grados de riqueza, poder y mérito de que pensamos ser poseedores. Ahora bien: como rara vez juzgamos de los objetos por su valor intrínseco, sino que nos formamos nuestras nociones de ellos por comparación con otros objetos, resulta que según observemos mayor o menor cantidad de felicidad o desgracia en los otros estimaremos en más o en menos la que nos pertenece y sentiremos, en consecuencia, dolor o placer. La desgracia de los otros nos proporciona una idea más vivaz de nuestra felicidad, y su felicidad, una más vivaz de nuestra miseria. La primera, por consiguiente, produce placer, y la última, dolor.

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