Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (22 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles
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Cuando Weaver cumplió la última parte de la orden del
Coyote
, la habitación estaba vacía.

Una hora más tarde Mariñas y su lugarteniente subían al fuerte Moore.

—Quiero empezar a prepararlo todo para la ejecución —dijo
El Diablo
—. A las cinco en punto de la tarde han de morir.

Weaver le dirigió una irónica mirada. Los planes de su jefe eran unos, pero los suyos propios eran otros muy distintos. Y no serían los de su jefe los que se cumplirían.

Una vez en el fuerte se dirigieron al que había sido despacho del comandante de la fortaleza. Mariñas entró el primero y no vio cómo el hombre en quien más confianza tenía desenfundaba sigilosamente el revólver y lo levantaba sobre su cabeza. Sólo se dio cuenta de un violentísimo golpe que le cegó los ojos y le borró el sentido, derribándole por tierra.

Sin perder segundo, Weaver se arrodilló junto a su jefe y con varias cuerdas lo ató, amordazándolo luego. Por último lo encerró en un cuartito ropero, y cerrando la recia puerta, guardó la llave en un bolsillo. Después cerró también el despacho y salió en dirección a los calabozos.

—Dice el jefe que se ponga en libertad a los Paz —dijo a los centinelas. Y para que no entraran en sospechas, agregó—: Llevadlos a su rancho, pero sin decirles que se les pone en libertad. Así pasarán un buen susto.

Como esto ya entraba en las costumbres del
Diablo
, todos sonrieron y procedieron a cumplir la orden. Cuando los dos presos salían del fuerte, Weaver montó a caballo y emprendió el regreso a Los Ángeles.

Había obedecido las órdenes del
Coyote
, pero sus planes eran mucho más complicados de lo que, tal vez, el propio
Coyote
imaginara. En el fuerte encontrarían los yanquis, cuando llegaran, al por ellos tan buscado
Diablo
. No era muy dudoso lo que harían con él. Por lo menos le ahorcarían. Y, muerto
El Diablo
, quedaba sin dueño el tesoro acumulado durante tantos años de robos y asaltos. Sólo un hombre, además de Mariñas, conocía el lugar donde estaba el tesoro. Aquel hombre era él. Y en cuanto al resto de la banda… Un aviso a los rurales mejicanos, y cuando intentaran cruzar la frontera por el Río Grande, por el lugar que todos conocían…

Weaver soltó una carcajada. La sorpresa que se iban a llevar aquellos imbéciles iba a ser muy grande. En realidad,
El Coyote
le había hecho un gran favor.

Cuando Weaver llegaba a Pomona el viento trajo hasta él los ecos de un violento cañoneo.

¡Los yanquis estaban reconquistando Los Ángeles!

Capítulo X: La justicia del
Coyote

Las fuerzas federales no encontraron ninguna resistencia en su avance desde San Pedro. El coronel Suárez llegó al anochecer a la ciudad, cuando ya la habían evacuado todos los bandidos. Lo hicieron bastante en desorden, pues en el momento de oírse los primeros disparos de las piezas artilleras desembarcadas por los hombres de Suárez, buscaron en vano a su jefe y al lugarteniente del mismo. Viéndose abandonados, cada cual escapó por donde creyó más seguro, aunque, poco a poco, se fueron agrupando y cinco días más tarde llegaban a las orillas del Río Grande. La banda se había formado de nuevo, eligiendo otros jefes interinos. Avanzaron por entre los densos mezquitales. Las tierras de Tejas les resultaban muy peligrosas y confiaban que Méjico los recibiera con los brazos abiertos. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos habían luchado años antes a las órdenes de don Benito Juárez y éste lo había tenido en cuenta. Sin embargo, todos ignoraban que la paciencia del gobierno mejicano había llegado a su fin y que la noticia de que por aquel determinado lugar iba a cruzar la banda del
Diablo
había movilizado a todas las fuerzas disponibles de rurales y ejército.

Los hombres espolearon sus caballos hacia las fangosas y calientes aguas del rio. Deseaban apartarse de Tejas, o sea, de la orilla norteamericana. Por eso entraron en masa en el río, cuyas aguas se cubrieron de sucias espumas producidas por los cascos de los caballos.

Todo el enorme grupo de jinetes encontraba en el centro del río, cuando, sin previo aviso, se desencadenó sobre ellos el infierno. Cientos de anaranjadas llamas brotaron de los cañones de los rifles que disparaban desde la orilla mejicana. Oyéronse gritos de agonía y el erizante y blando chocar de las balas contra la carne… Cuando los bandidos quisieron regresar a Tejas, también aquella orilla se inflamó con llamas de pólvora, en tanto que el aire se poblaba de roncos zumbidos de plomo ardiente.

La banda del
Diablo
había caído en una emboscada y durante media hora los bandidos hicieron lo posible por salir de ella. No lo consiguieron, y hacia la medianoche sonaron los últimos disparos. Durante varios días el Río Grande arrastró hacia el Golfo de Méjico cadáveres de hombres y de caballos, como muestra del más formidable golpe asestado contra las bandas de asesinos y ladrones que habían surgido en Méjico y en los Estados Unidos al finalizar sus respectivas guerras civiles.

Harley Weaver escuchó, desde sitio seguro, los últimos disparos de los rurales y sonrió satisfecho. No era probable que se hubiesen salvado muchos de sus antiguos compañeros, ya que la trampa había sido tendida con la mayor precisión y cuidado. Montando en su caballo, el traidor emprendió la marcha hacia la cueva donde estaba oculto el tesoro de la banda. Weaver hubiese preferido poder llevar con él a Irina; pero no se hacía ya ilusiones acerca de aquella mujer. Debía de estar enamorada de alguien y no era fácil que se dejara convencer. Además, en aquel viaje le hubiera servido de estorbo.

Al amanecer llegó a la vista de la cueva. El sol naciente iluminaba las cumbres y sus rayos iban descendiendo por las laderas, despertando la vida silvestre en la enramada.

Por un difícil sendero Weaver subió hacia la cueva. Ésta tenía dos entradas; mejor dicho, una especie de antesala, a continuación de la cual, y mediante el levantamiento de una pesada roca, se pasaba a la segunda cámara, donde estaba el tesoro.

Weaver se había provisto de un tronco de árbol para utilizarlo como palanca. Tras grandes esfuerzos consiguió levantar la pesada roca, que aseguró con otro tronco más pequeño. Deslizándose por la abertura que quedó al descubierto, Weaver llegó al lugar donde se guardaban los tesoros. No era una cueva como la de Alí-Babá, y su contenido se limitaba a cuatro maletas de cuero; pero en cada una de aquellas maletas había en billetes de banco y piedras preciosas por la cantidad de un millón de dólares.

El bandido cogió una de las maletas y la arrastró hacia la salida. No podría llevar más que una; pero con cuatro viajes vaciaría la cueva.

Cuando iba a salir por debajo de la piedra, Weaver lanzó un grito. Frente al él, de espaldas a la salida de la primera cueva, estaba un enmascarado en cuya mano los rayos del sol se reflejaban en el acero de un revólver.

—¡
EI Coyote
! —gritó Weaver.

Hizo intención de desenfundar su revólver; pero su codo tropezó con el tronco que sostenía la piedra, derribándolo y haciendo caer sobre él la enorme masa rocosa. Su alarido de terror fue cortado en seco, pero el eco quedó vibrando en las montañas hasta varios segundos después de haber enmudecido para siempre los labios de Harley Weaver.

Aquella noche un jinete cruzaba Río Grande seguido por cuatro caballos, cada uno de los cuales iba cargado con una pesada maleta. Tres de aquellas maletas fueron depositadas una noche a la puerta del cuartel general de los rurales de Tejas en San Antonio de Béjar. El capitán MacNeilly encontró una nota redactada así:

Éste es el tesoro de la banda del
Diablo
. Utilícese para compensar los daño cansados por los bandidos en las personas y en las propiedades lejanas.

—¡Es la firma del
Coyote
! —comentó MacNeilly.

Aunque hubiera podido organizar una importante batida para capturar al famoso enmascarado, el capitán de los rurales no lo intentó siquiera. ¿Por miedo? No era MacNeilly hombre cobarde, sin embargo, le hubiese valido mucho capturar al
Coyote
. Lo cierto es que no hizo nada para ello y, además, sus hombres lo aprobaron.

Capítulo XI: La suerte del
Diablo

Juan Nepomuceno Mariñas,
El Diablo
, fue hallado por el comandante Lutz en el cuartito donde lo encerrara su lugarteniente. Mariñas estaba medio ahogado a causa de la mordaza y su primera impresión fue de infinito alivio al verse libre de aquel tormento; pero en cuanto fue reconocido por los ex cautivos, cesó su alivio. Todos se asombraron de que alguien les hubiese entregado tan limpiamente al famoso
Diablo
, pero aunque se hicieron muchas cábalas nadie adivinó la verdad. La mayoría de los habitantes de Los Ángeles opinó que aquello era obra del
Coyote
.

Ocho días después de su detención, Juan Nepomuceno Mariñas fue juzgado en consejo de guerra, reconocido culpable de los asesinatos cometidos en Los Ángeles y condenado a morir en la horca ocho días después.

Irina fue a verle varías veces. A ella no la habían molestado lo más mínimo, y la fidelidad que demostraba al condenado le ganó las simpatías de los soldados. Sin embargo, no se le permitía acercarse a menos de tres metros de Mariñas, con quien tenía que hablar en alta voz, para ser oída por los guardianes.

La población de Los Ángeles reaccionó de distintas maneras después del miedo pasado. Decíase que don César estaba enfermo a causa del susto y no se le vio por Los Ángeles en varios días. Tampoco se vio a su flamante esposa ni a su hijo, aunque a los dos últimos se les pudo ver en los jardines del rancho de San Antonio.

La curiosidad de los habitantes de Los Ángeles se hallaba enfocada en la próxima ejecución del
Diablo
. Aunque en Los Ángeles, con sus cinco mil habitantes y sus ciento diez tabernas, se cometían muchos asesinatos, hasta entonces la justicia había hecho muy poco para castigar a los culpables. Bastaba la favorable declaración de un amigo para que el asesinato se convirtiera en homicidio en defensa propia. Por ello se veía ahorcar a muy poca gente, y tanto la buena como la mala sociedad, decidió disfrutar plenamente con las últimas pataletas del
Diablo
.

Seis horas antes de su ejecución, Juan Nepomuceno Mariñas recordó lo que había hablado con fray Andrés. Éste le había dicho que algún día se daría cuenta de que tenía más fe de la que estaba dispuesto a reconocer. Y así era.

—Digan a fray Andrés que venga a confesarme —pidió al nuevo comandante de la fortaleza, ya que al antiguo se le estaba procesando por haberse dejado conquistar el fuerte confiado a su custodia.

En plena noche llegó el franciscano y fue introducido en la celda del reo, después de pasar junto a la nueva horca levantada para el espectáculo del día siguiente.

—Gracias por haber venido, fray Andrés —dijo Mariñas—. Tenía usted razón. Me arrepiento de todos mis pecados y quisiera confesarme.

Fray Andrés se sentó en el camastro de la celda. La capucha le ocultaba el rostro; pero la voz que salió de sus labios no fue la de fray Andrés.

—Sin querer me hiciste un favor,
Diablo
—dijo aquella voz—. Vengo a devolvértelo.

—¿No es usted fray Andrés?

—No. Soy
El Coyote
.

Un escalofrío corrió por las venas del
Diablo
.

—¿Qué va a hacer? —susurró.

—Ofrecerte los medios para salvarte. Sólo dos revólveres cargados con seis balas cada uno. Lo demás debes hacerlo tú. Si consigues llegar a los diez robles que se levantan a la derecha del fuerte, encontrarás un caballo y dinero.

—¿Le envía fray Andrés?

—No. Ya te he dicho que me hiciste un favor; pero tú no sabes cuál, ni lo sabrás nunca.

—Con estos revólveres tengo suficiente para llegar a Méjico…

—No —interrumpió
El Coyote
—. En Méjico no encontrarás nada. Alguien se te anticipó.

—¿Weaver?

—Sí; pero murió. El dinero ha sido devuelto a sus dueños. Tendrás que empezar de nuevo y empezar honradamente.

Mariñas sonrió.

—Va a ser difícil —dijo, guiñando un ojo.

—Un gran hombre sólo puede hacer cosas difíciles. No te propondría cosas fáciles.

—Gracias —dijo Mariñas, escondiendo, los revólveres—. ¿Nos volveremos a ver?

—Si te portas bien, no. Si te portas mal yo mismo te traeré aquí para que te ahorquen, a menos que te dejes ahorcar ahora.

Se acercaba el carcelero y el falso fraile le dio la bendición al compungido reo; luego se puso en pie y, siempre con el rostro oculto en la sombra de la capucha, salió del fuerte.

Frente a éste se ultimaban los preparativos para dar el máximo esplendor a la ejecución. Pronto formarían las tropas, pues ya se iniciaban en el cielo las rojeces de la salida del sol.

A las cinco y media de la mañana, el nuevo comandante del fuerte dirigióse con cuatro soldados a la celda de Mariñas. El carcelero abrió la puerta y el comandante anunció:

—Ha llegado la hora, Mariñas.

Éste levantó la cabeza y las manos, mostrando dos revólveres, y sonrió al ver el espanto que se reflejaba en todos los rostros. Poniéndose en pie, invitó:

—Entren todos, señores.

El comandante, el carcelero y los cuatro soldados entraron en la celda. Mariñas observó a los soldados y, por fin, dirigiéndose a uno de ellos, le ordenó que se quitara el uniforme. Mientras tanto desarmó a los demás. Cuando el soldado se hubo quitado el uniforme, Mariñas se desnudó, a su vez, y vistióse con las prendas del soldado. Como no podía perder más tiempo, porque temía que bajaran más soldados y oficiales a averiguar el motivo del retraso, se limitó a encerrar a los seis hombres en su celda, tirando lejos las llaves, y luego, vestido con el azul uniforme, subió corriendo al patio, cogió una cuerda de un rincón, ascendió hasta las almenas y, atando la cuerda a uno los cañones, la dejó caer por el otro lado del muro opuesto a aquel ante el cual se agolpaban los curiosos y los soldados, incluso los centinelas, y en diez segundos estuvo en el foso, que escaló con algunas dificultades, deslizándose después por entre los matorrales hasta llegar a los robles.

Por un momento estuvo a punto de retroceder, pues en lugar de un caballo había dos. Además, una mujer se encontraba junto a uno de los animales. Pero cuando la mujer, al oír un ruido, volvió el rostro hacia él, Mariñas sonrió.

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