Todos los cuentos de los hermanos Grimm (57 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—¡Bien sé que duerme y que no puede desencantarme!

Al llegar hasta él, lo encontró profundamente dormido y, por más que lo sacudió y llamó, no hubo medio de despertarlo.

Entonces puso a su lado un pan, un pedazo de carne y una botella de vino; de todas estas viandas podía comer y beber lo que quisiera sin que jamás se acabaran. Púsole también en el dedo un anillo de oro, que se quitó del suyo y que tenía grabado su nombre.

Por último, le dejó una carta en la que le comunicaba lo que le había dado y, además: «Bien veo que aquí no puedes desencantarme; pero si quieres hacerlo, ve a buscarme al palacio de oro de Stromberg; puedes hacerlo, estoy segura de ello».

Y, después de depositar todas las cosas junto a él, subió nuevamente a su carroza y se marchó al palacio de oro de Stromberg.

Cuando el hombre despertó, dándose cuenta de que se había dormido, sintió una gran tristeza en su corazón y dijo:

—No cabe duda de que ha pasado de largo sin yo redimirla.

Mas reparando en los objetos depositados junto a él, leyó la carta y se informó de cómo había sucedido todo.

Se levantó y se puso inmediatamente en camino en busca del castillo de oro de Stromberg; pero no tenía la menor idea de su paradero.

Después de recorrer buena parte del mundo, llegó a una oscura selva, por la que anduvo durante dos semanas sin encontrar salida.

Un anochecer se sintió tan fatigado que, tendiéndose entre unas matas, quedóse dormido. A la mañana siguiente prosiguió su ruta y al atardecer, cuando se disponía a acomodarse en unos matorrales para pasar la noche, hirieron sus oídos unas lamentaciones y gemidos que no le dejaron conciliar el sueño; y al llegar la hora en que la gente enciende las luces, vio brillar una en la lejanía y se dirigió hacia ella; llegó ante una casa que le pareció muy pequeña, pues ante ella se hallaba un enorme gigantazo. Pensó: «Si intento entrar y me ve el gigante, me costará la vida».

Al fin, sobreponiéndose al miedo, se acercó. Cuando lo vio el gigante, le dijo:

—Me place que vengas, pues hace muchas horas que no he comido nada. Vas a servirme de cena.

—No hagas tal cosa —respondióle el hombre—; yo no soy fácil de tragar. Pero si lo que quieres es comer, tengo lo bastante para hartarte.

—Siendo así —dijo el gigante—, puedes estar tranquilo. Si quería devorarte era a falta de otra cosa.

Sentáronse los dos a la mesa, y el hombre sacó su pan, vino y carne inagotables.

—Esto me gusta —observó el gigante, comiendo a dos carrillos.

Cuando hubieron terminado, preguntóle el hombre:

—¿Podrías acaso indicarme dónde se levanta el castillo de oro de Stromberg?

—Consultaré el mapa —dijo el gigante—; en él están registrados todas las ciudades, pueblos y casas.

Fue a buscar el mapa que guardaba en su dormitorio y se puso a buscar el castillo, pero éste no aparecía por ninguna parte.

—No importa —dijo—; arriba, en el armario, tengo otros mapas mayores; lo buscaremos en ellos.

Mas todo fue inútil. Disponíase el hombre a marcharse, pero el gigante le rogó que esperase aún dos o tres días a que regresara su hermano, el cual había partido en busca de vituallas.

Cuando llegó el hermano, le preguntaron por el castillo de oro de Stromberg. Él les respondió:

—Cuando haya comido y esté satisfecho, consultaré el mapa.

Subieron luego a su habitación y pusiéronse a buscar y rebuscar en su mapa; pero tampoco encontraron el dichoso castillo; el gigante sacó nuevos mapas, y no pararon hasta que, por fin, dieron con él; se hallaba, empero, a muchos millares de millas de allí.

—¿Cómo podré jamás llegar hasta allí? —preguntó el hombre.

Y respondióle el gigante:

—Dispongo de dos horas. Te llevaré hasta las cercanías, pero luego tendré que volverme a dar de mamar a nuestro hijo.

Transportólo el gigante hasta cosa de un centenar de horas de distancia del castillo y le dijo:

—El resto del camino puedes recorrerlo por tus propios medios.

Y regresó.

El hombre siguió avanzando día y noche hasta que, al fin, llegó al castillo de oro de Stromberg. Éste se hallaba edificado en la cima de una montaña de cristal; la princesa encantada daba vueltas alrededor del castillo en su coche, hasta que entró en el edificio.

Alegróse el hombre al verla e intentó trepar hasta la cima; pero cada vez que lo intentaba, como el cristal era resbaladizo, volvía a caer.

Viendo que no podría subir jamás, entristecióse y se dijo: «Me quedaré abajo y la aguardaré». Y se construyó una cabaña en la que vivió un año entero; y todos los días veía pasar a la princesa en su carroza, sin poder nunca llegar hasta ella.

Un día, desde su cabaña, vio a tres bandidos que reñían y les gritó:

—¡Dios sea con vosotros!

Ellos interrumpieron la pelea; pero como no vieron a nadie, la reanudaron con mayor furia que antes; la cosa se puso realmente peligrosa.

Volvió él a gritarles:

—¡Dios sea con vosotros!

Suspendieron ellos de nuevo la batalla; mas como tampoco vieran a nadie, pronto la reanudaron y él les repitió por tercera vez:

—¡Dios sea con vosotros!

Y pensó: «He de averiguar lo que les pasa». Dirigióse, pues, a los combatientes y les preguntó por qué se peleaban.

Respondió uno de ellos que había encontrado un bastón, un golpe del cual bastaba para abrir cualquier puerta; el otro dijo que había encontrado una capa que volvía invisible al que se cubría con ella; en cuanto al tercero, había capturado un caballo capaz de andar por todos los terrenos, e incluso de trepar a la montaña de cristal. El desacuerdo consistía en que no sabían si guardar las tres cosas en comunidad o quedarse con una cada uno.

Dijo entonces el hombre:

—Yo os cambiaré las tres cosas. Dinero no tengo; pero sí otros objetos que valen más. Pero antes tengo que probarlas, para saber si me habéis dicho la verdad.

Los otros le dejaron montar el caballo, le colgaron la capa de los hombros y le pusieron en la mano el bastón; y, una vez lo tuvo todo, desapareció de su vista. Empezó entonces a repartir bastonazos, gritando:

—¡Haraganes, ahí tenéis vuestro merecido! ¿Estáis satisfechos?

Subió luego a la cima de la montaña de cristal y, al llegar a la puerta del castillo, encontróla cerrada. Golpeóla con el bastón, y la puerta se abrió inmediatamente. Entró y subió las escaleras hasta lo alto; en el salón estaba la princesa, con una copa de oro llena de vino ante ella. Pero no podía verlo, pues él llevaba la capa puesta.

Al estar delante de la doncella, quitóse la sortija que ella le pusiera en el dedo y la dejó caer en la copa; al chocar con el fondo, produjo un sonido argentino.

Exclamó la princesa entonces:

—Éste es mi anillo; por tanto, el hombre que ha de redimirme debe de estar aquí.

Buscáronlo por todo el castillo, mas no dieron con él. Había vuelto a salir, montado en su caballo, y se había quitado la capa.

Cuando las gentes del palacio llegaron a la puerta, lo vieron y prorrumpieron en gritos de alegría.

El hombre se apeó y cogió del brazo a la princesa, la cual lo besó diciéndole:

—¡Ahora sí que me has desencantado! ¡Mañana celebraremos nuestra boda!

Caperucita Roja

E
RASE una vez una niña tan dulce y cariñosa que robaba los corazones de cuantos la veían; pero quien más la quería era su abuelita, a la que todo le parecía poco cuando se trataba de obsequiarla.

Un día le regaló una caperucita de terciopelo colorado, y como le sentaba tan bien y la pequeña no quería llevar otra cosa, todo el mundo dio en llamarla «Caperucita Roja».

Díjole un día su madre:

—Mira, Caperucita: ahí tienes un pedazo de pastel y una botella de vino; los llevarás a la abuelita, que está enferma y delicada; le sentarán bien. Ponte en camino antes de que apriete el calor, y ve muy formalita sin apartarte del sendero, no fueras a caerte y romper la botella y entonces la abuelita se quedaría sin nada. Y cuando entres en su cuarto no te olvides de decir «Buenos días», y no te entretengas en curiosear por los rincones.

—Lo haré todo como dices —contestó Caperucita dando la mano a su madre.

Pero es el caso que la abuelita vivía lejos, a media hora del pueblo en medio del bosque, y cuando la niña entró en él encontróse con el lobo. Caperucita no se asustó al verlo, pues no sabía lo malo que era aquel animal.

—¡Buenos días, Caperucita Roja!

—¡Buenos días, lobo!

—¿Adónde vas tan temprano, Caperucita?

—A casa de mi abuelita.

—¿Y qué llevas en el delantal?

—Pastel y vino. Ayer amasamos, y le llevo a mi abuelita algo para que se reponga, pues está enferma y delicada.

—¿Dónde vive tu abuelita?

—Bosque adentro, a un buen cuarto de hora todavía; su casa está junto a tres grandes robles, más arriba del seto de avellanos; de seguro que la conoces —explicóle Caperucita.

Pensó el lobo: «Esta rapazuela está gordita, es tierna y delicada y será un bocado sabroso, mejor que la vieja. Tendré que ingeniármelas para pescarlas a las dos». Y, después de continuar un rato al lado de la niña, le dijo:

—Caperucita, fíjate en las lindas flores que hay por aquí. ¿No te paras a mirarlas? ¿Y tampoco oyes cómo cantan los pajarillos? Andas distraída, como si fueses a la escuela, cuando es tan divertido pasearse por el bosque.

Levantó Caperucita Roja los ojos y, al ver bailotear los rayos del sol entre los árboles y todo el suelo cubierto de bellísimas flores, pensó: «Si le llevo a la abuelita un buen ramillete, le daré una alegría; es muy temprano aún, y tendré tiempo de llegar a la hora».

Se apartó del camino para adentrarse en el bosque y se puso a coger flores. Y en cuanto cortaba una, ya le parecía que un poco más lejos asomaba otra más bonita aún y, de esta manera penetraba cada vez más en la espesura, corriendo de un lado a otro.

Mientras tanto, el lobo se encaminó directamente a casa de la abuelita y, al llegar, llamó a la puerta.

—¿Quién va?

—Soy Caperucita Roja, que te trae pastel y vino. ¡Abre!

—¡Descorre el cerrojo! —gritó la abuelita—; estoy muy débil y no puedo levantarme.

Descorrió el lobo el cerrojo, abrióse la puerta y la fiera, sin pronunciar una palabra, encaminóse al lecho de la abuela y la devoró de un bocado. Púsose luego sus vestidos, se tocó con su cofia, se metió en la cama y corrió las cortinas.

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