Poco después de que se marchara Ofoedu, Okonkwo tomó su bolsa de piel de cabra para irse.
— Tengo que irme a sajar las palmas para la tarde —dijo.
— ¿Quién te saja las palmas altas? — preguntó Obierika.
— Umezulike —replicó Okonkwo.
— A veces lamento haber tomado el título de ozo —dijo Obierika—. Me duele el corazón cuando veo a esos muchachos que matan las palmas y dicen que es por la extracción.
— Es verdad, tienes razón —afirmó Okonkwo—. Pero hay que obedecer las leyes del país.
— No sé cómo nos vino esa ley —dijo Obierika—. Hay muchos otros clanes en los que a un hombre con título no le está prohibido trepar a la palma. Aquí decimos que no puede trepar al árbol alto, pero que puede sajar los bajos si se queda en tierra. Es como Dimaragana, que no quería prestar su cuchillo para cortar carne de perro porque cortar carne de perro era tabú para él, pero se brindó a despedazarlo con los dientes.
— A mí me parece bien que nuestro clan tenga en gran estima el título de ozo —dijo Okonkwo—. En esos otros clanes de los que hablas el ozo es tan bajo que lo toman todos los mendigos.
— Estaba hablando en broma —comentó Obierika—. En Abami y Aninta el título vale menos de dos cauríes. Todo el mundo lleva la cinta del título en el t
obi
llo y no lo pierde, aunque sea un ladrón.
— Verdaderamente han manchado el título de ozo —dijo Okonkwo al ponerse en pie para irse.
— Ya falta poco pata que lleguen mis
— Vuelvo en seguida —dijo Okonkwo mirando la posición del sol.
Cuando volvió Okonkwo había siete hombres en la cabaña de Obierika. El pretendiente era un joven de unos veinticinco años, y con él estaban su padre y su tío. Al lado de Obierika estaban sus dos hermanos mayores y Maduka, su hijo de dieciséis años.
— Dile a la madre de Akueke que nos mande unas nueces de cola —dijo Obierika a su hijo. Maduka desapareció en el recinto como un relámpago. Inmediatamente la conversación se centró en él y todo el mundo convino en que era más listo que el hambre.
—A veces creo que es demasiado listo — dijo Obierika, con una cierta indulgencia—. Casi nunca anda a paso normal. Siempre va a toda prisa. Si lo envías a un recado, se echa a correr antes de oír la mitad del encargo.
—Tú también eras así —dijo su hermano mayor—. Como dice nuestro proverbio: «Cuando la vaca madre rumia, las terneras le miran la boca.» Maduka te ha estado mirando la boca.
Mientras hablaba volvió el muchacho, seguido de su hermanastra Akueke, que llevaba un plato de madera con tres nueces de cola y granos de cubeba. Dio el plato al hermano mayor de su padre y después, muy tímida, dio la mano a su pretendiente y a los parientes de éste. Tenía unos dieciséis años y ya estaba lista para el matrimonio. Su pretendiente y sus parientes examinaron aquel cuerpo joven con ojos expertos, como pata asegurarse de que era guapa y estaba madura.
Llevaba el pelo peinado de tal forma que terminaba en una cresta en medio de la cabeza. En la piel se había frotado un poco de madera de camote, y por todo el cuerpo tenía dibujos negros hechos con
uli
. Llevaba un collar negro que le daba tres vueltas justo encima de los pechos, llenos y turgentes. En los brazos llevaba pulseras rojas y amarillas, y a la cintura cuatro o cinco filas de
jigida
, o cuentas de cinturón.
Cuando les hubo estrechado la mano a todos, o mejor dicho, alargado la mano para que se la estrechasen, se volvió a la cabaña de su madre para ayudar en la cocina.
— Primero quítate las
jigida
—le advirtió su madre cuando se acercó a la chimenea para llevarle la mano de almirez, que estaba apoyada en la pared—. Todos los días te digo que las
jigida
y el fuego no se llevan bien. Pero nunca me escuchas. Tienes las orejas de adorno, no para escuchar. Un día de éstos tus
jigida
se te van a incendiar en la cintura y entonces te vas a enterar.
Akueke se fue al otro extremo de la cabaña y empezó a quitarse las cuentas de la cintura. Había que hacerlo con calma y cuidado, levantando cada tira por separado, porque si no se rompían y había que volver a enfilar las mil cuentas diminutas con que estaban hechas. Fue frotando hacia abajo cada una de las tiras hasta que le pasaron por debajo de las nalgas y cayeron al suelo, a sus pies.
En el
obi
los hombres ya habían empezado a beber el vino de palma que había traído el pretendiente de Akueke. Era un vino muy bueno y fuerte, pues pese a la fruta de palma colgada de la boca del cántaro para contener la fuerza del licor, salía espuma blanca que caía al suelo.
— Este vino es obra de un buen extractor —dijo Okonkwo.
El joven pretendiente, que se llamaba Ibe, lanzó una gran sonrisa y le dijo a su padre:
— ¿Has oído? —después dijo a los demás—: Nunca reconoce que me sale muy bien.
— Ha matado tres de mis mejores palmas con sus extracciones —dijo su padre, Ukegbu.
— Eso fue hace unos cinco años — dijo Ibe, que había empezado a servir el vino—, antes de que aprendiera a hacerlo bien —llenó el primer cuerno y se lo pasó a su padre. Después sirvió a los demás. Okonkwo sacó su gran cuerno de la bolsa de piel de cabra, sopló en él para eliminar el polvo que pudiera quedar y se lo dio a Ibe para que se lo llenara.
Mientras bebían, los hombres hablaron de todo excepto del asunto para el que se habían reunido. Hasta que no se vació el cántaro no carraspeó el padre del pretendiente para anunciar el objeto de su visita.
Entonces Obierika le pasó un montoncito de palillos.
Ukegbu los contó.
— ¿Hay treinta? —preguntó. Obierika asintió.
— Por fin estamos llegando a alguna parte —dijo Ukegbu, y después, volviéndose a su hermano y su hijo, dijo—: Vamos fuera a susurrar juntos.
Se levantaron los tres y salieron. Cuando volvieron, Ukegbu le volvió a dar los palitos a Obierika. Este los contó; sólo había quince, en lugar de treinta. Se los pasó a su hermano mayor, Machi, quien también los contó, y dijo:
— No habíamos pensado en bajar de treinta. Pero como dijo el perro: «Si yo caigo por, ti y tú caes por mí, entonces es que estamos jugando.» El matrimonio debe ser un juego y no una pelea; por eso volvemos a caernos —después de decir lo cual añadió diez palillos a los quince y le dio el montón a Ukegbu.
Así, el precio de novia de Akueke acabó por convenirse en veinte bolsas de cauríes. Cuando las dos partes llegaron a este acuerdo ya había caído el sol.
— Ve a decirle a la madre de Akueke que ya hemos terminado —dijo Obierika a su hijo Maduka. Casi inmediatamente llegó la mujer con un gran cuenco de fufú. Siguió la segunda mujer de Obierika con una olla de sopa, y Maduka traía un cántaro de vino de palma.
Mientras los hombres comían y bebían el vino de palma hablaron de las costumbres de sus vecinos.
— Nada más que esta mañana —dijo Obierika estábamos hablando Okonkwo y yo de Abama y Aninta, donde los hombres se suben a los árboles y les preparan el fu-fú a sus mujeres.
— Todas sus costumbres son muy extrañas. No deciden el precio de la novia como nosotros, con palillos. Discuten y regatean como si estuvieran comprando una cabra o una vaca en el mercado.
— Eso está muy mal —dijo el hermano mayor de Obierika—. Pero lo que está bien en un sitio está mal en otro. En Umunso no regatean en absoluto, ni siquiera con palillos. El pretendiente sigue llevando bolsas de cautíes hasta que sus parientes políticos le dicen que basta. Es una mala costumbre porque siempre lleva a peleas.
— El mundo es muy grande —dijo Okonkwo—. Hasta he oído decir que en algunas tribus los hijos de los hombres pertenecen a las mujeres y sus familias.
— Eso es imposible —dijo Machi—. Es como decir que la mujer se pone encima del hombre cuando están haciendo los hijos.
— Es como la historia de los hombres blancos, que, según dicen, son tan blancos como este trozo de tiza —dijo Obierika, levantando el trozo de tiza que todo hombre tenía en su
obi
y con el cual sus invitados trazaban rayas en el suelo antes de comer las nueces de cola—. Y dicen que esos hombres blancos no tienen dedos en los pies.
— ¿Y nunca los has visto? —preguntó Machi.
— ¿Y tú? —preguntó Obierika.
— Hay uno que pasa por aquí muchas veces —dijo Machi—. Se llama Amadi.
Los que conocían a Amadi se echaron a reír. Era un leproso, y la forma cortés de designar la lepra era «piel blanca».
O
KONKWO
durmió por primera vez en tres noches. Se despertó una vez en medio de la noche y volvió a recordar los últimos tres días sin que el recuerdo le hiciera sentirse intranquilo. Empezó a preguntarse por qué se había sentido incómodo en absoluto. Era como un hombre que se pregunta a plena luz del día por qué le había parecido tan terrible el sueño que tuvo de noche. Se estiró y se rascó el muslo donde le había picado un mosquito mientras dormía. Otro le zumbaba cerca de la oreja izquierda. Se dio un cachete y esperó haberlo matado. ¿Por qué siempre le buscan las orejas a uno? Cuando era niño su madre le había contado un cuento al respecto. Pero era tan tonto como todas las historias de mujeres. El Mosquito, le dijo, había pedido a la Oreja que se casara con él, y ante eso la Oreja se cayó al suelo sin poder controlar la risa. «¿Cuánto tiempo te crees que vas a vivir?», le preguntó. «Ya estás hecho un esqueleto.» El Mosquito se marchó humillado y cada vez que pasaba por allí hacía saber a la Oreja que seguía vivo.
Okonkwo se dio la vuelta y volvió a dormirse. A la mañana lo despertó alguien que llamaba a la puerta.
— ¿Quién es? —gruñó. Sabía que debía ser Ekwefi.
De sus tres esposas, Ekwefi era la única que tendría la audacia de llamar a la puerta.
— Ezinma está muriéndose —le contestó, y en aquellas palabras se resumían todas las tragedias y las penas de su vida.
Okonkwo saltó de la cama, descorrió el cerrojo de la puerta y fue corriendo a la cabaña de Ekwefi.
Ezinma yacía tiritando en una estera junto al fuego que su madre había mantenido encendido toda la noche.
— Es
iba
—dijo Okonkwo, y agarró el machete y se fue a la sabana a cortar las hojas y las hierbas y las cortezas del árbol que hacían falta para hacer la medicina contra el
iba
.
Ekwefi se arrodilló junto a la niña enferma tocándole de vez en cuando la frente húmeda y ardiente con la palma de la mano.
Ezinma era hija única y el centro del mundo de su madre. Muchas veces era Ezinma la que decidía qué comida debía preparar su madre. Ekwefi incluso le daba golosinas, como huevos, que raras veces se permitía comer a los niños porque los tentaban al robo. Un día que Ezinma estaba comiéndose un huevo entró Okonkwo inesperadamente en la cabaña. Se sintió escandalizado y juró que le daría una paliza a Ekwefi si osaba volverle a dar huevos a la niña. Pero a Ezinma era imposible negarle nada. Después de la regañina de su padre se aficionó todavía más a los huevos. Y lo que más le gustaba era que ahora se los comía en secreto. Su madre siempre la llevaba al dormitorio y cerraba la puerta.
Ezinma no llamaba a su madre
Nne
, como todos los niños. La llamaba por su nombre, Ekwefi, igual que hacían su padre y otros adultos. La relación que tenían no era sólo la de madre e hija. Contenía un elemento de compañerismo entre iguales, que se reforzaba con pequeñas conspiraciones como la de irse al dormitorio a comer huevos.
Ekwefi había sufrido mucho en la vida. Había tenido diez hijos y nueve de ellos habían muerto en la infancia, por lo general antes de cumplir los tres años. A medida que iba enterrando a un hijo tras otro, su pena fue convirtiéndose en desesperación y, por último, en una resignación sombría. El nacimiento de sus hijos, que debería ser la mayor gloria de una mujer, se convirtió para Ekwefi en una mera agonía física carente de toda promesa. La ceremonia de ponerles el nombre al cabo de siete semanas de mercado se convirtió en un ritual huero. Su creciente desesperación encontró expresión en los nombres que ponía a sus hijos. Uno de ellos era un grito patético, Onwumbiko —«¡Muerte, te suplico!»—. Pero la Muerte no hizo caso y Onwumbiko murió al decimoquinto mes. La siguiente fue una niña, Ozoemena — «Que no vuelva a ocurrir otra vez»—. Murió en su undécimo mes, y después de ella otros dos. Entonces Ekwefi se puso desafiante y llamó a su siguiente hijo Onwuma —«Que la muerte haga lo que quiera»—. Y lo hizo.
Tras la muerte del segundo hijo de Ekwefi, Okonkwo fue a ver a un chamán que además era adivino del Oráculo Afa y le preguntó qué era lo que pasaba. Aquel hombre le dijo que el niño era un
ogbanje
, uno de esos niños malvados que cuando mueren regresan a los vientres de sus madres para volver a nacer.
— Cuando vuelva a quedarse embarazada tu mujer —le dijo—, que no duerma en su cabaña. Que se vaya a quedar con su familia. Así escapará a su perverso torturador y romperá su maléfico círculo de nacimiento y muerte.
Ekwefi hizo lo que le decían. En cuanto se quedó embarazada se fue a vivir con su anciana madre en otro pueblo. Allí fue donde nació su tercer hijo y donde lo circuncidaron al octavo día. No volvió al recinto de Okonkwo hasta tres días antes de la ceremonia del nombre. Era el niño llamado Onwumbiko.
A Onwumbiko no lo enterraron normalmente cuando murió. Okonkwo llamó a otro chamán famoso en el clan por sus conocimientos sobre los niños
ogbanje
. Se llamaba Okagbue Uyanwa. Okagbue era un hombre imponente, alto. Con una gran barba y la cabeza calva. Tenía la piel clara y los ojos rojos y ardientes. Siempre rechinaba los dientes al escuchar a quienes venían a consultarlo. Hizo varias preguntas a Okonkwo acerca del niño muerto. Todos los vecinos y los parientes que habían venido al duelo se agruparon en torno a ellos.
— ¿Qué día de mercado nació? — preguntó.
— Oye —respondió Okonkwo.
— ¿Y murió esta mañana?
Okonkwo dijo que sí y hasta aquel momento no advirtió que el niño había muerto en el mismo día de mercado en que había nacido. También los vecinos y los parientes advirtieron la coincidencia y se dijeron entre sí que era muy significativo.
— ¿Dónde te acuestas con tu mujer, en tu
obi
o en su cabaña? — preguntó el chamán.
— En su cabaña.
— En adelante, dile que venga a tu
obi
.